Si alguien hubiese preguntado a Buttercup Utonio en qué trabajarían sus hermanas cuando fuesen mayores, no se lo habría pensado dos veces. Había respondido que su hermana Bubbles sería veterinaria o domadora de leones, y que su hermana Blossom se dedicaría profesionalmente a la esgrima o acabaría en la cárcel por pinchar a alguien con una espada. Sin embargo, la propia Buttercup no sabía qué quería llegar a ser. No es que nadie se lo preguntase, en realidad. Nadie le pedía su opinión sobre nada. La nueva casa, por ejemplo. Buttercup Utonio alzó la vista y achicó los ojos. Quizás aquello le parecería más bonito si lo viese borroso.
- Es una barraca -comentó Blossom, bajando del coche. Pero eso no era del todo cierto. Más bien parecía un montón de barracas colocadas una encima de otra. Tenía varias chimeneas, y una valla de hierro coronaba el último tejado como un llamativo sombrero.
- No está tan mal -dijo el Profesor con una sonrisa sólo un poco forzada-. Es victoriana.
Bubbles, su hermana, no parecía disgustada. Debía estar pensando en todos los animales que podría tener ahora. En realidad, considerando odos los que había llegado a acumular en el pequeño dormitorio que tenía en Nueva York, Buttercup supuso que harían falta muchos conejos, erizos y demás que rondaran por ahí para satisfacer las ansias de Bubbles.
- Vamos, Butter -la llamó su hermana menor. Buttercup se percató de que todos habían subido los escalones de la entrada y ella se había quedado sola en el jardín, contemplando la casa.
La puerta, de un tono apagado gris, estaba desgastada. Los pocos restos de pintura que quedaban incrustados en las griets y alrededor de las bisagras eran de un color crema indeterminado. Había una aldaba oxidada en forma de cabeza de carnero sujeta en el centro de la puerta con un clavo grueso.
Profesor introdujo una llave dentada en la cerradura, la giró y empujó fuerte ayudándose con el hombro. La puerta se abrió a un oscuro vestíbulo. La única ventana se encontraba en mitad de las escaleras, y sus vidrios coloreados teñían las paredes con una tétrica luz rojiza.
- Es tal como la recordaba -dijo con una sonrisa.
- Pero más hecha polvo -añadió Blossom.
Por toda respuesta, Profesor exhaló un suspiro.
El vestíbulo conducía a un comedor en el que no había otro mueble que una mesa alargada con viejas manchas. Zonas del enlucido del techo estaban agrietadas y una araña de luces colgaba de unos cables medio pelados.
- ¿Por qué no empiezan a traer cosas del coche? -dijo el profesor.
- ¿Traerlas? ¿Adónde? ¿Aquí? -inquirió Butter.
- Sí, aquí -el profesor depositó una maleta en la mesa sin hacer caso de la nube de polvo que se levantó-. Si vuestra tía Lucinda no nos hubiese quedarnos aquí, no sé dónde habríamos acabado. Debemos estarle agradecidos.
Las tres hermanas guardaron silencio. Por más que se esforzaba, Buttercup no sentía nada remotamente parecido a la gratitud. Desde que su madre se marchó de casa, todo había ido de mal en peor. Había tenido problemas en el colegio, como el moretón en su ojo izquierdo le recordaba continuamente. Aun así, esa casa... Esa casa era lo peor que le había ocurrido hasta entonces.
- Buttercup -dijo el profesor cuando ella se disponía a salir detrás de Bubbles para descargar el coche.
- ¿Qué?
El aguardó a que las otras dos se alejasen por el vestíbulo antes de hablar:
- Es nuestra oportunidad de empezar de cero, ¿de acuerdo? Una buena oportunidad para todos.
Ella asintió con la cabeza, de mala gana. No hacía falta que él aclarase lo que quería decir: que la única razón por la que no la habían expulsado del colegio era que se iban a mudar de todos modos. También por ese motivo debía sentirse agradecida. Pero no lo estaba.
Fuera, Blossom había apilado dos maletas encima de un gran baúl.
- Por lo visto se está matando de hambre -comentó.
- ¿Tía Lucinda? Lo que pasa es que es vieja -dijo Bubbles-. Vieja y loca.
- He oído al profesor mientras hablaba por teléfono -replicó Blossom, sacudiendo la cabeza-. Le estaba contando a tío Terrence que tía Lucinda cree que unos hombrecillos le traen la comida.
- ¿Qué esperabas? Está en un manicomio -dijo Buttercup.
Blossom prosiguió contando como si no la hubiese oído.
- Les dijo a los médicos que la comida que le daban era mucho más sabrosa que cualquiera de las cosas que ellos pudieran probar jamás.
- Te lo estás inventando. -Bubbles se pasó al asiento de atrás y abrió una de las maletas.
Blossom se encogió de hombros.
- Si se muere, alguien heredará este lugar y tendremos que mudarnos de nuevo.
- Entonces quizá podríamos regresar a la ciudad -aventuró Buttercup.
- Ni lo sueñes -repuso Bubbles, sacando varios pares de calcetines enrollados-. ¡Oh no! ¡Jeffrey y Lemondrop han hecho un agujero en la caja!
- Profesor te dijo que no trajeras a los ratones -le reprochó Blossom-. Te dijo que ahora podrías tener mascotas normales.
- Si los soltara, seguro que acaban enganchados en una trampa o algo así -se lamentó Bubbles, volviendo un calcetín del revés y sacando un dedo por el agujero de la punta-. ¡Además, tú has traído toda tu chatarra de esgrima!
- No es chatarra -gruñó Blossom-. Y lo que te aseguro es que no está viva.
- Déjala en paz -dijo Buttercup.
- Sólo porque tengas un ojo morado no creas que no te puedo dejar el otro lugar. -La melena de Blossom ondeó hacia atrás cuando se volvió hacia ella para ponerle una maleta pesada en las manos -. Carga con esto si eres tan dura.
Aunque Buttercup sabía que algún día sería más inteligente que ella, le costaba imaginarlo.
Buttercup se las arregló para cruzar el umbral con la maleta a cuestas antes de dejarla caer. Supuso que podría arrastrarla durante el resto del camino si hacía falta sin que nadie se enterase. Sin embargo, a solas en el vestíbulo de la casa, Buttercup ya no se acordaba de cómo llegar al comedor. Desde donde se encontraba, dos pasillos serpenteaban hacia el interior de la casa.
- ¿Profesor? -Pese a que pretendía llamarlo en voz alta, de su garganta brotó un gritito apenas perceptible incluso para ella.
No obtuvo respuesta. Dio un paso vacilante y después otro, hasta que el crujido de una tabla del suelo la detuvo.
Justo entonces, oyó que algo rascaba, y que lo hacía desde dentro de la pared. El sonido se desplazó hacia arriba y se desvaneció tras sobrepasar el techo. El corazón le latía con fuerza.
- Seguro es sólo una ardilla -se dijo. Después de todo, la casa parecía estar cayéndose a pedazos. Podía haber cualquier cosa viviendo allí; tendrían suerte si no había un oso en el sótano ni pájaros en los conductos de calefacción, claro.
- ¿Profesor? -llamó de nuevo, en voz aún más baja.
La puerta se abrió a su espalda y Bubbles entró con dos frascos de conservas que contenían dos ratones grises de ojos saltones. Por detrás de ella apareció Blossom con cara de pocos amigos.
- He oído algo -dijo Buttercup-, dentro de la pared.
- ¿Algo? ¿Y qué era? -preguntó Bubbles.
- No lo sé... -Buttercup no quería reconocer que, por un momento, había creído que se trataba de un fantasma-. Seguramente una ardilla.
Bubbles examinó la pared con interés. El papel pintado, con dibujos en plata y dorado, se abombaba en muchas zonas, y en otras se había desprendido completamente.
- ¿Tú crees? ¿Aquí, en la casa? ¡Siempre he querido tener una ardilla!
Como a nadie pareció preocuparle que hubiese algo dentro de la pared, Buttercup no volvió a tocar el tema. Sin embargo, mientras llevaba la maleta al comedor, no podía dejar de pensar en su pequeño apartamento de Nueva York y en lo que era esa familia antes del divorcio. Deseaba que todo aquello formase parte de unas vacaciones estrambóticas y no de la vida real.
