Meses después...
Esta es una adaptación
Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer.
Argumento:
Aquella noche con ella… traería consecuencias nueve meses después...
El lujoso Ferrari despertaba miradas de curiosidad en el tranquilo pueblecito inglés de Little Molting, pero para la profesora Bella Swan sólo significaba una cosa: Edward Cullen había vuelto a su vida. Cuatro años antes, con el ramo de novia en la mano, Bella supo que su guapísimo prometido griego no iba a reunirse con ella en el altar. Ahora él había vuelto para exigir lo que era suyo.
Capítulo 1
¡ME DA IGUAL que esté en medio de una con ferencia, esto es urgente! Edward levantó la mirada cuando Emmett, el director jurídico de la naviera Cullen, entró en su despacho con un montón de papeles en la mano y el rostro de color escarlata.
—Tengo que colgar —Edward interrumpió la confe rencia con su equipo en Nueva York y Londres—. Como no te he visto correr en los diez años que llevas traba jando para mí, imagino que traes malas noticias. ¿Se ha hundido un carguero?
—Rápido, conéctate a Internet —el normalmente tran quilo Emmett recorrió el espacio que los separaba en dos zancadas, chocó contra el escritorio y tiró los papeles por el suelo.
—Ya estoy conectado —intrigado, Edward miró la pantalla—. ¿Qué se supone que debo buscar?
—Ve a eBay —le pidió Emmett, con voz estrangulada—. Ahora mismo. Tenemos tres minutos para pujar.
Edward no perdió el tiempo diciendo que hacer pu jas por Internet no solía formar parte de su jornada de trabajo. En lugar de eso, accedió a la página y miró a su abogado con expresión interrogante.
—Escribe «diamantes»... grandes diamantes blancos.
Edward tuvo una premonición. Pero no, no podía ser. No podía haberlo hecho.
Pero cuando la página de eBay apareció en la pan talla masculló una maldición en griego mientras Emmett se dejaba caer sobre una silla.
—¿Me he vuelto loco o el diamante Cullen está siendo vendido en eBay?
Edward asintió con la cabeza.
Ver ese anillo lo hacía pensar en ella y pensar en ella desataba una reacción en cadena que lo sorpren dió por su intensidad. Incluso después de tantos años de ausencia, Bella podía hacerle eso, pensó.
-Es el diamante Cullen, sí. ¿Seguro que es ella quien lo vende?
-Eso parece. Si hubiera estado antes en el mercado nos lo habrían notificado. Tengo un equipo de gente investigando ahora mismo, pero la puja ya ha llegado al millón de dólares. ¿Por qué eBay? —inclinándose, Emmett reunió los papeles que había dejado caer al suelo—. ¿Por qué no Christie's o Sotheby's o alguna de las famosas casas de subastas? Es una decisión muy extraña.
-No es extraña —con la mirada fija en la pantalla, Edward sonrió—. Es justo lo que haría ella. Bella nunca iría a Christie' s o Sotheby's.
Que fuese una persona tan normal era algo que siem pre le había parecido encantador. No era pretenciosa, un atributo raro en el mundo falso en el que vivía.
—Bueno, da igual —Emmett tiró de su corbata como si lo estuviera estrangulando—. Si la puja ha llegado al millón de dólares hay muchas posibilidades de que al guien sepa que se trata del diamante Cullen. ¡Tenemos que detenerla! ¿Por qué lo hace? ¿Por qué no lo hizo hace cuatro años? Entonces tenía razones para odiarte.
Edward se echó hacia atrás en el sillón, conside rando la pregunta. Y cuando habló, lo hizo en voz baja:
—Ha visto las fotografías.
—¿De Tanya y tú ,en el baile benéfico? ¿Crees que habrá oído rumores de que vuestra relación es se ria?
Edward miró la pantalla.
—Sí.
El anillo lo decía todo. Su presencia en la pantalla decía: «esto es lo que pienso de lo que hubo entre no sotros». Era el equivalente a tirar el diamante al río, pero mucho más efectivo. Estaba vendiéndolo al me jor postor de la manera más pública posible y el men saje era claro: «este anillo no significa nada para mí».
«Nuestra relación no significa nada».
Estaba furiosa.
Edward se levantó abruptamente, pensando que eso dejaba claro que había hecho lo que debía. Tanya Denaly jamás haría algo tan vulgar como vender un anillo en eBay. Era demasiado discreta y educada como para eso. Siempre impecable, era una chica ca llada y discreta. Y, sobre todo, no quería casarse.
Luego volvió a mirar el anillo en la pantalla, ima ginando la emoción que había detrás de esa venta. No había nada contenido. La mujer que vendía el anillo entregaba libremente sus emociones.
Recordando lo «libremente» que lo hacía, Edward tuvo que apretar los labios. Sería bueno, pensó, romper ese último lazo entre ellos. Y aquél era el momento.
—Puja por él, Emmett.
Su abogado lo miró con cara de sorpresa.
-¿Pujar? ¿Cómo? Hace falta tener una cuenta en eBay y no hay tiempo para eso.
-Necesitamos un universitario —Edward pulsó el botón del intercomunicador—. Dile a Angela que venga ahora mismo. De inmediato, sin perder un minuto.
Unos segundos después, la secretaria más joven del equipo apareció en el despacho.
-¿Quería hablar conmigo, señor Cullen?
—¿Tienes una cuenta en eBay?
Sorprendida por la pregunta, la chica tragó saliva.
-Pues sí...
-Necesito que pujes por algo —sin dejar de mirar la pantalla, Edward le hizo un gesto para que se acercase. Dos minutos, tenía dos minutos para pujar por el dia mante, para recuperar algo que nunca debería haber dejado de ser suyo—. Entra en tu cuenta y haz lo que tengas que hacer para pujar.
—Ahora mismo —nerviosa, la chica se sentó en el si llón y escribió su contraseña. Pero le temblaban las manos de tal modo que la escribió mal y tuvo que vol ver a hacerlo.
—Tómate tu tiempo, tranquila —Edward miró a Emmett, que parecía a punto de sufrir un infarto.
Por fin, Angela escribió la contraseña correcta y son rió, aliviada.
—¿Por cuánto dinero debo pujar?
—Dos millones de dólares.
La chica dejó escapar un gemido.
-¿Cuánto ha dicho?
-Dos millones —Edward observó el reloj que lle vaba la cuenta atrás. Dos minutos, tenían dos minutos para pujar—. Hazlo ahora mismo.
—Pero el límite de mi tarjeta de crédito son quinien tas libras. No puedo...
—Pero yo sí y soy yo quien va a comprarlo —Edward se dio cuenta de que la chica estaba muy pálida—. No te desmayes. Si te desmayas no podrás pujar. Emmett, como director jurídico de la empresa, será testigo de este acuerdo. No tendrás ningún problema, no te preo cupes. Tenemos treinta segundos y esto es muy im portante para mí. Hazlo, por favor.
—Sí, claro... lo siento —con manos temblorosas, Angela escribió la cantidad en la casilla adecuada—. Ahora soy... o sea, usted es quien más ha pujado.
Edward levantó una ceja.
—¿Está hecho entonces?
—Mientras nadie haga una puja más alta en el úl timo segundo...
Edward, que no quería arriesgarse, buscó la casilla de puja y escribió cuatro millones de dólares.
Cinco segundos después, el anillo era suyo y estaba sirviéndole un vaso de agua a la pobre Angela.
—Estoy impresionado. Respondes bien bajo presión y has hecho lo que tenías que hacer. No lo olvidaré, Angela. Y ahora dime dónde tengo que enviar el dinero. ¿El vendedor da su nombre y su dirección?
Tenía que decidir si hacía aquello en persona o lo ponía en manos de sus abogados.
Sus abogados, le decía el sentido común. Por la misma razón por la que no había intentado encontrarla en esos cuatro años.
—Puede enviar por e-mail las preguntas que quiera —dijo Angela, mirando el diamante en la pantalla—. Es un anillo precioso, por cierto. Muy romántico. Edward no se molestó en desilusionarla.
¿Había sido él romántico alguna vez? Si ser román tico consistía en tener un impulsivo y vertiginoso ro mance con alguien, entonces sí lo era. Una vez. O tal vez «cegado por el deseo» sería una mejor manera de describirlo. Afortunadamente, había recuperado a tiempo el sentido común.
Y desde entonces había tratado las relaciones sen timentales como si fueran acuerdos comerciales... como su relación con Tanya. Era mucho más sen sato. No sentía el menor deseo de entenderla y Tanya no había mostrado la menor intención de enten derlo a él.
-Eso era mucho mejor que una chica que se te metía en la piel y te volvía loco.
Edward miró hacia la ventana mientras Emmett sa caba a Angela del despacho, prometiendo lidiar con el aspecto financiero de la transacción más tarde.
Su abogado cerró la puerta y se volvió hacia él.
—Haré que transfieran el dinero y recojan el anillo.
—No —empujado por algo que prefería no analizar, Edward metió una mano en el bolsillo de la chaqueta—. No quiero ese anillo en las manos de nadie. Iré a bus carlo yo mismo.
—¿En persona? —exclamó Emmett—. No has visto a esa chica en cuatro años porque decidiste que era mejor no volver a verla nunca. ¿Tú crees que es buena idea?
—Yo siempre tengo buenas ideas.
Tenía que terminar con aquello para siempre, pensó mientras se dirigía a la puerta. Le daría el dinero, se llevaría el anillo y seguiría adelante con su vida como si no hubiera pasado nada.
—Respira, respira, respira. Pon la cabeza entre las rodillas... eso es. No vas a desmayarte. Muy bien, muy bien. Y ahora, intenta decirme qué ha pasado.
Bella intentó hablar, pero ningún sonido salía de su garganta y se preguntó si sería posible quedarse muda de una sorpresa.
Su amiga la miró, exasperada.
—Bells, te doy treinta segundos para que digas algo o te tiro un cubo de agua fría por la cabeza.
Bella respiró profundamente y lo intentó de nuevo:
—He vendido...
-¿Qué has vendido? —la animó Rosalie.
-El anillo.
—Ah, por fin hacemos algún progreso. Has vendido un anillo. ¿Qué anillo? —los ojos de Rose se iluminaron de repente—. Caray, ¿no habrás vendido el anillo?
Bella asintió con la cabeza, intentando respirar de nuevo.
-He vendido el anillo... en eBay.
Se había mareado y sabía que estaría tirada en el suelo, desmayada, si no estuviera sentada.
—Muy bien, de acuerdo. Entiendo que estés nerviosa. Llevabas cuatro años llevando ese anillo al cuello... de masiado tiempo probablemente dado que el canalla que te lo regaló no se molestó en aparecer el día de la boda —asintió Rosalie—. Pero por fin has visto la luz y lo has vendido, no pasa nada. No hay razón para ponerse enferma. Estás pálida como un muerto y yo no sé nada de primeros auxilios. Cerraba los ojos en las clases porque me da asco la sangre, así que no te pongas peor.
—Rosalie...
-¿Qué hago, te doy una bofetada? ¿Te levanto las piernas para que te llegue la sangre a la cabeza? Dime qué tengo que hacer. Sé que esto te ha traumatizado, pero han pasado cuatro años, por favor.
Bella tragó saliva, apretando la mano de su amiga.
—Lo he vendido.
—Que sí, que sí, que has vendido el anillo, ya lo sé. Olvídate del asunto y sigue adelante con tu vida... sal por ahí y acuéstate con un extraño para celebrarlo. Tú no quieres creerlo, pero te aseguro que tu novio griego no es el único hombre en la Tierra.
-Por cuatro millones de dólares.
—O podríamos abrir una botella de champán y... ¿qué has dicho? —Rosalie se dejó caer al suelo—. Por un momento, me había parecido escuchar cuatro mi llones de dólares.
—Cuatro millones —repitió Bella—. Rosalie, no me encuentro bien.
-Yo tampoco me encuentro bien, pero no podemos desmayarnos las dos. Podríamos darnos un golpe en la cabeza y encontrarían nuestros cadáveres descom puestos dentro de una semana... o no nos encontrarían nunca porque tu casa siempre está como una leonera.
—Rose sacudió la cabeza, incrédula—. Seguro que ni si quiera has hecho testamento. Yo sólo tengo una bolsa llena de ropa sucia y un montón de facturas y tú tienes cuatro millones de dólares. Cuatro millones. Dios mío, nunca había tenido una amiga rica. Ahora soy yo la que necesita respirar —tomando una bolsa de papel del suelo, sacó las dos manzanas que había dentro y metió la cara en ella, respirando ruidosamente...
Bella se miró las manos, preguntándose si dejarían de temblar si se sentaba sobre ellas. Le temblaban desde que encendió el ordenador y vio la puja final.
—Tengo que... calmarme. Y tengo que revisar los exámenes de lengua antes de mañana.
Rosalie se quitó la bolsa de la cara.
—No digas tonterías. No tendrás que volver a dar clases en toda tu vida. Puedes dedicarte a vivir como una reina a partir de ahora. Ve al colegio mañana, pre senta la renuncia y vete a un spa. ¡Podrías estar diez años en un spa!
-Yo no haría eso, me encanta ser profesora. Cuando llegan las vacaciones estoy deseando que terminen para volver a clase.
—Ya, ya...
—Me encantan los niños. Son lo más parecido a una familia que voy a tener nunca.
—Por el amor de Dios, Bells, tienes veintitrés años, no ochenta. Además, ahora eres rica, los hombres ha rán cola para dejarte embarazada.
Bella hizo una mueca.
—Tú no sabes lo que es el romanticismo, ¿verdad?
—Soy realista. Ya sé que te encantan los niños y me parece muy raro. A mí me gustaría retorcerles el pes cuezo... tal vez deberías darme a mí el dinero y yo pre sentaré la renuncia. ¡Cuatro millones de dólares! ¿Cómo es posible que no supieras que valía tanto?
-No lo pregunté. El anillo era especial porque me lo había regalado él, no por su valor material. No se me ocurrió que pudiera ser tan caro.
—Tienes que ser práctica además de romántica. Puede que él fuera un canalla, pero al menos no era un canalla tacaño —Rosalie clavó los dientes en una manzana—. Cuando me dijiste que era griego pensé que sería camarero o algo así.
Bella se puso colorada. No le gustaba hablar de ello porque le recordaba lo tonta que había sido. Y lo ingenua.
-No era camarero —murmuró, cubriéndose la cara con las manos—. No quiero ni pensar en ello. ¿Cómo pude imaginar que iba a salir bien? Él era un hombre súper inteligente, súper sofisticado, súper rico. Yo no soy súper nada.
-Sí lo eres —objetó Rosalie, siempre tan leal—. Tú eres súper desordenada, súper despistada y...
—Cállate, anda. No necesito saber las razones por las que no salió bien —Bella se preguntaba cómo podía seguir doliéndole tanto después de cuatro años—. Me gustaría encontrar una razón por la que podría haber salido bien.
Rosalie dio otro mordisco a la manzana, pensativa.
-Tienes unos súper pechos.
Bella se cubrió el pecho con los brazos.
—Gracias —murmuró, sin saber si reír o llorar.
—De nada. Bueno, ¿y de dónde saca su dinero tu sú per ex novio?
—Tiene una naviera... una grande, con muchísimos barcos.
—No me lo digas, súper barcos. ¿Por qué no me lo habías contado antes?
—Rosalie sacudió la cabeza—. O sea, que es millonario, ¿no?
-He leído en algún sitio que es multimillonario.
—Ah, bueno, ¿qué importancia tienen unos cuantos millones entre amigos? Pero entonces, y no te lo to mes a mal, ¿cómo os conocisteis? Yo llevo viviendo los mismos años que tú y nunca he conocido a un mi llonario. Y mucho menos a un multimillonario. Po drías darme algún consejo.
—Cuando terminé la carrera me fui de vacaciones a Corfú, en Grecia. Sin darme cuenta entré en una playa privada, pero yo no sabía que lo fuera. Me había de jado la guía en el hotel y estaba mirando aquel paisaje maravilloso, no los carteles —Bella dejó escapar un suspiro—. ¿Podemos hablar de otra cosa? Ése no es mi tema favorito.
-Sí, claro. Podemos hablar de qué vas a hacer con cuatro millones de dólares.
-No lo sé —Bella se encogió de hombros—. ¿Pagar a un psiquiatra para que me cure del shock?
—¿Quién ha comprado el anillo?
-No lo sé, alguien con mucho dinero evidente mente.
Rosalie la miró, exasperada.
—¿Y cuándo tienes que entregarlo?
-Una chica me ha enviado un mensaje diciendo que vendrían a buscarlo en persona mañana. Y le he dado la dirección del colegio por si acaso eran gente rara —Bella tocó el anillo, que llevaba en una cadenita al cuello bajo la blusa, y Rosalie suspiró.
-Nunca te lo quitas. Incluso duermes con él puesto.
-Porque soy muy desordenada y me da miedo per derlo.
—Déjate de excusas. Ya sé que eres desordenada, pero llevas el anillo porque sigues enamorada de él.
Has seguido enamorada de él estos cuatro años. ¿Por qué decidiste vender el anillo de repente, Bells? ¿Qué ha pasado? Esta última semana has estado muy rara.
-Vi fotografías de él con otra mujer. Rubia, delga dísima, ya sabes a qué me refiero. La clase de mujer que hace que una quiera dejar de comer para siem pre... hasta que te das cuenta de que incluso dejando de comer nunca tendrías ese aspecto —Bella suspiró—. Y pensé que conservar el anillo estaba evitando que rehiciera mi vida. Es una locura, yo estoy loca.
-No, ya no. Por fin has recuperado la cordura —Rosalie se apartó el pelo de los ojos con un gesto dramá tico—. Tú sabes lo que esto significa, ¿verdad?
—¿Que tengo que olvidarme de él para siempre?
-No, que se terminó lo de comer pasta barata. Esta noche vamos a pedir una pizza que lleve de todo y vas a pagar tú. ¡Yupi! —exclamó su amiga, levantando el teléfono—. ¡Vamos a darnos la gran vida!
Edward Cullen bajó del Ferrari y miró el viejo edificio de estilo victoriano: una escuela de primaria en Hampton Park.
Por supuesto, Bella trabajaba con niños. Era lo más lógico.
Fue el día que leyó en la prensa que pensaba tener cuatro hijos cuando la dejó plantada.
Edward miró el edificio. La verja estaba rota por va rios sitios y unos plásticos cubrían parte del tejado, presumiblemente para evitar las goteras.
En ese momento sonó una campanita y, un se gundo después, un montón de niños salieron al patio, empujándose unos a otros. Una joven los seguía, con testando preguntas, intentando contener discusiones y, en general, controlando el caos. Llevaba una senci lla falda negra, zapatos planos y una blusa de color claro. Edward no la miró dos veces, demasiado ocu pado buscando a Bella.
De nuevo, estudió el viejo edificio, pensando que debía haberse equivocado. ¿Por qué iba Bella a ente rrarse en aquel sitio?
Estaba a punto de volver al coche, pensando que le habían dado una dirección errónea, cuando oyó una risa que le resultaba familiar. Y, de repente, se encon tró mirando de nuevo a la joven profesora de falda ne gra y zapatos planos.
No se parecía a la alegre adolescente que había co nocido en la playa de Corfú y estaba a punto de darse la vuelta cuando ella giró la cabeza.
Llevaba el pelo firmemente sujeto con un prende dor, pero era del mismo tono castaño...
Edward arrugó el ceño, quitándole mentalmente esa ropa tan aburrida para ver a la mujer que había debajo.
La joven sonrió entonces y Edward se quedó sin respiración porque era imposible no reconocer esa sonrisa. Una sonrisa amplia, generosa, auténtica. Sin pensar, bajó la mirada hasta sus piernas... sí, eran las mismas piernas, largas y preciosas. Unas piernas he chas para que un hombre perdiese la cabeza. Unas piernas que una vez se habían enredado en su cintura...
Los gritos de los niños interrumpieron sus pensa mientos. Un grupo de chicos había visto el Ferrari y, de inmediato, Edward lamentó no haber aparcado más lejos.
Los niños corrían por el patio para acercarse a la verja que separaba el colegio del resto del mundo y él los miró como otro hombre miraría a un animal peli groso.
—¡Menudo cochazo!
-¿Es un Porsche? Mi padre dice que el mejor coche del mundo es el Porsche.
-Cuando sea mayor voy a tener uno como ése.
Edward no sabía qué decir, de modo que se quedó callado. Pero enseguida vio que Bella giraba la ca beza. Por supuesto, ella se daría cuenta rápidamente de que alguna de sus ovejitas había escapado del re baño, Bella era ese tipo de persona. Era desordenada, ruidosa y cariñosa. Y no se habría quedado callada si unos niños se dirigían a ella.
Edward vio que estaba pálida, el tono de su piel des tacando el inusual chocolate de sus ojos.
Evidentemente no conocía a mucha gente que con dujera un Ferrari, pensó. Y el hecho de que se sorpren dería de verlo aumentó su furia.
¿Qué había esperado, que se quedara de brazos cruzados mientras vendía el anillo, el anillo que él ha bía puesto en su dedo, al mejor postor?
Desde el otro lado del patio sus ojos se encontra ron.
El sol apareció por detrás de una nube, dándole re flejos rojizos a su pelo. Le recordaba a aquella tarde en la playa de Corfú. Entonces Bella llevaba un mi núsculo bikini de color turquesa y una sonrisa aver gonzada...
Pero no quería pensar en eso, de modo que volvió al presente.
—¡Chicos! —su voz era como chocolate derretido con un poco de canela, suave con un toque de espe cias—. No os subáis a la verja, ya sabéis que es peli groso.
Edward se sintió absurdamente decepcionado. Cua tro años antes, Bella hubiera salido corriendo por el patio con el entusiasmo de un cachorro para echarse en sus brazos.
Y que estuviera mirándolo como si hubiera esca pado de una reserva de tigres lo ponía aún más tenso.
Edward miró al niño más cercano, la necesidad de información desatando su lengua.
—¿Es vuestra profesora?
—Sí, es nuestra profesora —a pesar de la advertencia de Bella, el chico puso una rodilla en la pared e intentó apoyarse en la verja—. No parece muy estricta, pero si haces algo malo... ¡zas!
—¿Os pega?
—¿Qué? —el chaval soltó una carcajada—. La señorita Swan no mataría una mosca. Las atrapa con un vaso para sacarlas de la clase. Ni siquiera nos grita.
—Pero eso de «zas»...
—La señorita Swan te aplasta con una sola mirada —el chico se encogió de hombros—. Te hace sentir mal si has hecho algo malo, como si la hubieras decepcio nado.
Pero nunca le haría daño a nadie. No es nada violenta.
La señorita Swan. De modo que no se había ca sado. Y no había tenido los cuatro hijos que quería te ner.
Sólo ahora que la pregunta estaba contestada reco noció que había pensado en esa posibilidad.
Bella cruzó el patio como si una cuerda invisible tirase de ella. Era evidente que, si tuviera oportunidad, saldría corriendo en dirección contraria.
—Freddie, Kyle, Colin, alejaos de la verja.
Los tres chicos empezaron a hablar a la vez y Edward notó que Bella contestaba uno a uno en lugar de mandarlos callar como harían la mayoría de los adul tos. Y era evidente que los niños la adoraban.
—¿Ha visto el coche, señorita Swan? Yo sólo lo había visto en las revistas.
—Sólo es un coche, cuatro ruedas y un motor —Bella se volvió por fin hacia él—. ¿Querías algo?
Nunca había sido capaz de esconder sus sentimien tos, pensó Edward. Estaba horrorizada de verlo y eso lo sacaba de quicio.
—¿Te sientes culpable, agapi mu?
—¿Culpable?
—No pareces contenta de verme y me pregunto por qué.
Dos manchas rojas aparecieron en sus mejillas y, de repente, sus ojos se volvieron sospechosamente bri llantes.
—No tengo nada que decirte y no sé por qué debería alegrarme de verte.
Edward se había olvidado del anillo y estaba pen sando en otra cosa completamente diferente. Algo pe ligroso, ardiente y primitivo que sólo le ocurría cuando estaba con ella.
Cuando sus ojos se encontraron, supo que Bella es taba pensando lo mismo. Pero enseguida apartó la mi rada, sus mejillas ardiendo. Lo trataba como si no su piera por qué estaba allí, como si no se conocieran íntimamente. Como si no hubiera un centímetro de su cuerpo que él no hubiese besado.
—¿Es su novio, señorita? —preguntó uno de los niños.
—Freddie Harrison, ésa es una pregunta muy ina propiada —Bella empujó suavemente a los niños hacia el patio—. Se llama Edward Cullen y no es mi no vio. Sólo es una persona a la que conocí hace mucho tiempo.
—¿Un amigo, señorita?
—Sí... bueno, un amigo.
—¡La señorita Swan tiene novio, la señorita Swan tiene novio! —empezaron a canturrear los chicos.
—Amigo y novio son dos cosas muy diferentes, Freddie.
—Si es un novio se acuestan juntos, tonto —dijo otro de los chicos.
—Señorita, Colin ha dicho una palabrota y me ha llamado tonto. ¡Y usted dice que no se puede llamar tonto a nadie!
Bella lidió con el asunto con gran habilidad, en viándolos de vuelta al patio antes de volverse hacia Edward, mirando un momento por encima de su hom bro para comprobar que no la escuchaba nadie.
—No puedo creer que hayas tenido la cara de volver después de cuatro años —le espetó, temblando—. ¿Cómo puedes ser tan insensible? Si no fuera porque los niños están mirando te daría un puñetazo. Pero seguramente ésa es la razón por la que has venido aquí en lugar de intentar verme en privado: te da miedo que te haga daño. ¿Qué haces aquí?
—Tú sabes por qué estoy aquí. Y tú nunca le has pe gado a nadie en toda tu vida, no te hagas la dura.
Era una de las cosas que lo había atraído de ella. Su dulzura había sido el antídoto al implacable mundo de los negocios en que vivía.
—Hay una primera vez para todo —Bella se llevó una mano al pecho, como si quisiera comprobar que su corazón seguía latiendo—. Di lo que tengas que de cir y márchate.
Distraído por la presión de sus pechos contra la sen cilla blusa, Edward frunció el ceño. La llevaba abro chada hasta el cuello como una profesora victoriana. No había nada, absolutamente nada en su atuendo que pudiera explicar la volcánica respuesta de su libido.
Furioso consigo mismo y con ella, su tono fue más brusco de lo que pretendía:
—No juegues conmigo porque los dos sabemos que no puedes ganar. Te comería como desayuno.
Fue una analogía inapropiada y en cuanto hubo di cho la frase en su mente apareció una imagen de ella desnuda sobre su cama, el desayuno olvidado...
Y el color de sus mejillas le dijo que Bella estaba recordando, la misma escena.
—Tú no tomas desayuno —dijo con voz ronca—. Sólo tomas ese café griego tan fuerte. Y no estoy jugando contigo. Tú no juegas con las mismas reglas que el resto del mundo. Tú... tú eres un canalla.
Edward la miró a los ojos y se dio cuenta de que es taba diciendo la verdad, no sabía por qué estaba allí. No sabía que era él quien había comprado el anillo.
Pasándose una mano por el pelo, murmuró algo en griego.
Eso era lo que pasaba cuando olvidaba que Bella Swan no pensaba como el resto de la gente. Su habilidad para pensar más rápido que los demás, para adelantarse e imaginar segundas intenciones le había ayudado mucho en su negocio, pero con Bella era una habilidad que nunca le sirvió de nada. Ella no pensaba como otras mujeres y siempre lo sorprendía, como es taba sorprendiéndolo en aquel momento.
Pero al ver que tenía los ojos empañados contuvo el aliento. No había vendido el anillo para enviarle un mensaje, lo había vendido porque él le había hecho daño.
En ese momento, Edward supo que había cometido un grave error. No debería haber ido allí en persona. No había sido fácil para él y no era justo para ella.
—Tienes cuatro millones de dólares en tu cuenta co rriente —le dijo, para terminar con aquello lo antes po sible. Y, de inmediato, vio un brillo de sorpresa en sus ojos chocolates—. He venido a buscar mi anillo.
bueno aki les dejo una nueva historia
espero ke les haya gustado
gracias a todas por sus reviews =)
me regalan review? *** a las ke dejen review les daré un adelanto***
los kiero se kuidan =D
