Esto es más un experimento que otra cosa. No tengo toda la historia definida desde el principio como si me sucedió con Ocaso Rojo. Acá voy a intentar que el relato me lleve a mi y no al revés. Quiero probar nuevos estilos y técnicas. La reviews, como siempre son bienvenidas. Y agradezco el apoyo de siempre!
Un día como cualquier otro
Domingo por la tarde, llueve, hace frío, nada para ver en la televisión, aunque estaba encendida aunque sea para hacer ruido. La habitación a oscuras iluminada sólo por el absurdo aparato sonoro.
Nimiel garabateaba líneas sin un sentido definido, prácticamente, no tenía ganas ni de respirar. Y pensaba, como cada vez que no tenía otra cosa en que pensar, que horrible nombre tenía. Ocurrencias de su madre de ponerle un nombre élfico, un idioma que ni es real, y justo a ella. Pero así era su madre, todo lo fantástico era una fuente inextinguible de deseos. Su madre y sus libros, parecía una mujer grande estancada en la niñez, no como ella que ni de niña fue ilusa. Sobre todo detestaba cuando su madre le decía que le habría encantado tener ese nombre, y ella que lo tenía, no lo valoraba. ¡Por favor! ¿Por qué no se limitó a ponerle Clara? No, tenía que traducirlo a élfico, como todo… Nunca recibía una respuesta de su madre que no fuera en élfico, luego lo traducía, que gasto de energía tan estúpido.
Ahora entendía por qué su padre las dejó, pero lamentaba que no la hubiera llevado con él, y dejando a su madre con sus locos elfos y hadas y orcos… ¡Ay! De solo pensarlo le daba rabia.
Se preparó un té y se metió a la cama. Su madre habría dicho que no hay mejor compañía que un libro. Lo que le faltaba, ponerse a leer, justo ella… Comenzó a hojear una revista, sólo hojear, mirar imágenes, nada de leer. Leer era para tontos y aburridos. Y los que escribían, tanto peor.
Y su madre también escribía. ¿Pero acaso no poseía ninguna virtud esa mujer? Si fuera por ella, la habría internado hacía rato. Pero no la odiaba, por el contrario, era tanto lo que la amaba que le dolía verla marchitando su vida entre historias ridículas y mapas de lugares inexistentes. Por eso estaba sola, su marido la había dejado con su pequeña hija y nunca más quiso rehacer su vida.
La pequeña habitación de Nimiel estaba llena de posters de galanes de la televisión. No había rastro alguno de libros, sólo revistas de moda y chimentos, de las que sólo conocía sus titulares, porque jamás perdería su precioso tiempo en leer nada. Lo único que le interesaba eran los números, y como tal, estudiaba Matemáticas. Los números eran fieles, no tenían segundos discursos, no traicionaban, no abandonaban, no ilusionaban para después romperte el corazón. Eso decía ella.
Golpes en la puerta. Ya tenía que aparecer ella con sus imaginarios amigos… Sopesó la idea de hacer como que estaba dormida, profundamente dormida. ¿Para qué? Entraría igual y le hablaría creyéndola dormida, y le contaría sobre las blancas costas al otro lado del mar. ¡Al otro lado del mar está África! Prefirió hacerla pasar.
-Hola hija, ¿estás aburrida?
-¡NO! –Se apresuró a responder, para no dejar lugar a que su madre le ofreciera un relato en un mundo ideal- Esta revista es de lo más entretenida e informativa.
Julia, así se llamaba su madre, tomó la revista y se puso sus lentes para ver de cerca. Negaba con la cabeza con una expresión de sufrimiento en su semblante, como si estuviera leyendo sobre los ataques a Libia. ¡Sólo eran chimentos!
-¿Esto te parece informativo? Lee un diario ¿Quieres entretenimiento? Te traigo un libro… -Se puso de pie decidida a ir a buscar en su biblioteca vaya a saber qué historia ridícula de las que ella leía.
-No, mamá, guárdate tus libros, no me interesan las estúpidas historias que tú lees. –Un poco le dolía tener que tratarla así, pero si no lo hacía, no sólo le traería un libro, sino que se lo leería como si Nimiel fuera una niña que no supiera leer.
Julia se levantó sin decir una palabra, dolida como cada vez que intentaba compartir su gusto por la lectura con su hija. Era terca, fría y amargada, igual que su padre. Pero él decidió abandonarlas y desde ese momento murió para ella, pero su hija, le dolía no compartir nada con ella. Y le dolía verla tan vacía, tan falta de imaginación, de ilusiones.
Caminó hasta su estudio. Era una respetable profesora de Letras. Sus alumnos la estimaban mucho, incluso más que su hija. Más que nada, los alumnos estaban agradecidos por su afición a la Literatura Fantástica. En años anteriores, otros profesores los volvían locos con Borges y Arlt. Pero ella amaba a Tolkien, a Lewis, a Wilde y no le molestaba pasar clases enteras explicando mitologías, idiomas, lugares. Era un libro abierto a lo fantástico. Tanto la querían y la respetaban que a medida que pasaban por su clase, los alumnos se sumaban a un grupo de lectura que ella organizaba en su casa. Todos tenían la posibilidad de llevar obras de autores nuevos, de leer, de comentar. Pero su hija se obstinaba en encerrarse en su cuarto a estudiar sobre números y fórmulas. Nada más frío, nada más vacío que esos libros que en vez de historias contaban dinero, o kilómetros o cosas más abstractas.
Estaba decepcionada otra vez de su propia hija. Sabía bien lo que Nimiel pensaba de ella, que estaba loca. Si tan sólo lograra recibir de su hija una mínima porción del afecto que recibía de sus alumnos, se daría por satisfecha. Estaba segura que algo de afecto sentía su hija por ella, pero que jamás lo demostraría, lo tenía bien en claro.
Para aplacar la tristeza que le producía ver a su hija sumida en tanta frialdad se sentó a leer un libro. Bosques eternos y luchas entre el bien y el mal. Caballeros honorables, gentes simples que de un momento a otro demostraban grandeza, malvados de gran fortaleza y de hábiles palabras para confundir a los seres de buenas intenciones. A veces el bien triunfaba, otras fracasaba, pero siempre luchaba lo mejor que podía para hacer un mundo mejor. Tan alejado de la realidad que le resultaba perfecto. Estaba harta de tanta hipocresía, tanta cobardía, tanta falta de honor y responsabilidad. Todos los demonios que su marido fue acumulando hasta abandonarla con su pequeña hija, y ahora parecía que ella debía pagar por eso. Pero nunca le demostró su odio hacia su padre, las cosas no debían mezclarse, y ella nunca quiso llenarle la cabeza en contra de su padre. Quizás algún día, su hija querría conocer a su padre, y ella no quería condicionar ese encuentro.
Se sentó en su silla predilecta con los lentes de lectura y comenzó a leer. A pesar de estar leyendo una de sus libros más amados, donde se describía un mundo de una belleza sin igual, que luego comenzó a marchitar al paso de los innumerables años, comenzó a llorar en secreto, como siempre. Su hija creía que sólo le importaban sus libros, pero ella sabía qué pesares llevaba dentro de su alma desde hacía tanto tiempo.
Banco Central
La gente se agolpa a las puertas, un empleado ha sido baleado. Los paramédicos no llegan y se está desangrando. El gerente corre de un lado a otro en la vereda, buscando entre la gente un médico que ande por allí casualmente, que pueda evitar que el pobre hombre muera ahí mismo. La policía se fue persiguiendo al agresor y dejaron al desafortunado asesor de créditos tirados, esperando que el servicio de emergencias médicas viniera por él.
Finalmente, el gerente halló a un enfermero, al menos, pero a cinco cuadras del Banco. En el camino y al trote, el gerente iba explicándole al buen hombre lo sucedido. Pero claro, como era de esperarse, las cinco esquinas con semáforos peatonales en rojo. Parecía adrede, como si todo se alineara para que el corazón del hombre dejara de latir. Recorridas las cinco cuadras, atravesaron las puertas de vidrio que aislaban el Banco del resto del mundo. Ya era tarde, la hemorragia era tal que el corazón del hombre no lo toleró.
Empleados aterrados, pensando que cualquiera podría haber recibido el disparo, se congregaban solemnemente alrededor del cuerpo, porque ahora todo se reducía a un cuerpo, sin vida. Una mujer de unos cuarenta y tantos años lloraba desconsoladamente: si ese hombre no interceptaba esa bala, el cadáver sería el suyo. ¡Que poco valía la vida para algunas personas! Y el asesor, que tan valientemente entregó su vida a cambio de la suya.
Llegaron los paramédicos, tarde como era costumbre en aquella nefasta ciudad, junto con la policía científica. Constataron que el hombre estaba realmente muerto. Es extraño, porque los paramédicos tardan en llegar a salvar una vida, pero cuando alguien muere, los forenses llegan al instante. Buscaron entre sus pertenencias, porque a pesar de ser un empleado de años en el Banco, nadie sabía nada de él, y no tenían idea de a quién debían darle la trágica noticia. El teléfono celular, allí tendría que haber algún número de un ser querido. Todo lo que había eran números de compañeros y superiores del trabajo. Sólo un nombre no coincidía con el personal: "Julia". El gerente marcó el número.
Cementerio
Nimiel estaba molesta, no tenía qué hacer allí, era el funeral de un completo desconocido. Le daba mucha bronca haberse dado cuenta que teniendo el teléfono de ellas dos, nunca se hubiera molestado en llamarla, a ella al menos. Y ahora ella debía estar rindiéndole homenaje como si fuera una gran persona. Por eso la gente no le gustaba, todos eran deshonestos, todos mentían, todos eran egoístas. Claro, ella también, pero no tenía elección. ¿Por qué ella debía ser considerada cuando nadie la consideraba a ella?
Tampoco entendía a su madre, estaba llorando al hombre que la abandonó, que la desamparó cuando él quiso. Pegó la vuelta y no le importó dejarla sola con su hija, y nunca más se preocupó por ellas. Pero de algún modo se guardó su número de teléfono, por si necesitaba algo de ella. Y ahora ella iba corriendo a despedirlo, obligándola a su hija, como si se tratara del mejor padre del mundo.
Otra vez en casa
Se fue dejando a su madre en el Cementerio, allá ella con sus sentimientos, aunque le encantaría comprenderla. De pronto, una idea despertó en su mente: sus libros, quizás allí encontrara algún indicio de por qué su madre era tan ingenua, tan ilusa. Ella creía que era culpa de los libros, se había enloquecido de tanto leer historias ridículas y ahora creía en las buenas intenciones de todos.
Eso haría por ella, se sacrificaría perdiendo un precioso tiempo de su vida en leer un libro, tratando de comprender a su madre. Se dirigió hacia su estudio y buscó en la biblioteca abarrotada de títulos, desde los más simples hasta los más extraños, desde los ejemplares más viejos y ajados hasta los más nuevos e impecables, todos forrados con polietileno transparente, claro. Ella siempre tan cuidadosa con sus libros. Pero no encontraba el ejemplar que buscaba. No importaba cuántos libros leyera su madre, siempre que acababa uno volvía a leer el mismo, una y otra vez. No entendía para qué lo leía tanto, a esas alturas, ya debería conocerlo de memoria. Un poco frustrada, se desplomó en la silla que su madre más amaba. No sabía que le encontraba de cómoda, pero si se enteraba que se había arrojado así en ella, su madre la mataría. Sin querer desvió la vista hacia su escritorio, y allí estaba lo que buscaba: un ejemplar viejo y manoseado, lleno de señaladores anotaciones al margen, un libro que no tenía nada fuera de lo común y en su tapa rezaba "Cuentos Inconclusos".
Se fue con él a su habitación y comenzó a leerlo, no entendía nada, pero tenía que seguir para encontrar que enloquecía y seducía tanto a su madre de ese mundo de fantasía. Las páginas empezaron a sucederse, una a una, y la historia comenzó a hacerse más amena. Describía una bella ciudadela montada sobre las copas de un gran árbol. Estaba tan bien detallado que hasta habría jurado que podía oír la música y oler el aroma de las flores que inundaban el lugar. Y pronto, sin advertirlo, comenzó a caer rendida ante un plácido sueño. Delante de ella se sucedían situaciones y lugares que se le hacían habituales, pero a la vez, lejanas. Un sueño, sólo un sueño.
