Los pasos en corredores anexos se repetían, como una cantinela lejana, acercándose y alejándose a ritmo constante. Se mezclaban con respiraciones inconexas, suspiros y susurros que se intercambiaban furtivamente. Era el pan de cada día para los habitantes de aquella vieja cueva perdida de la mano del Hacedor y que la banda había convertido en su hogar y escondite.
Sagnarhos, con el arma envainada entró por la puerta trasera, pasando por encima de los cadáveres de los dos guardias que se suponía que estaban vigilando el acceso. Una flecha adornaba la cabeza de cada uno, justo en el centro. En sus expresiones no había sorpresa, ni una leve apreciación de dolor. La muerte les había llegado rápida y eficaz. A Sagnarhos no le importó ni le impresionó. Se estaba empezando a acostumbrar.
Prosiguió su camino al interior del laberinto de corredores de piedra. Las vigas de madera que sostenía el techo de la gruta sobre su cabeza rechinaban de cuando en cuando, como una manada de grillos que revoloteaban sobre su cabeza.
Nadie salió a su encuentro. Las antorchas que pendían de las paredes eran las únicas que se asomaban a guiñarle el ojo a su paso. Una leve brisa se filtraba por la apertura por la que había entrado y las obligaba a bailar con lujuria a su alrededor. Era el atisbo de vida que había en el ambiente.
Luego estaba el atisbo de muerte. Podía notarlo, no verlo. Si se esforzaba, podía oírlo tan bien como si estuviera delante. Era un leve siseo, fugaz y breve. Un susurro en la lejanía que picaba cual mosquito y luego desaparecía hasta pasado un rato. Por cada picadura, un susurro se apagaba.
Sagnarhos caminaba con paso seguro. Se dio cuenta de que cada paso que daba se coordinaba con los picotazos mortales. Derecha. Zip. Izquierda. Zip. Derecha otra vez. Zip. Encontró habitaciones abiertas, cuyas toscas puertas de madera se balanceaban. Dentro, había más víctimas. Todas con flechas en la cabeza. Una sola por cuerpo. Ni una más ni una menos.
Ese era el panorama que se encontraba habitación por habitación. Escaleras, salones… No quedaba nadie con vida. Así hasta llegar a una vieja biblioteca, por llamarla de alguna manera. Dos simples estanterías carcomidas y un atril eran lo único que decoraba la sala redonda de roca. Allí si había un superviviente, si es que podía llamarlo así. Se dedicaba a sacar los libros, uno por uno de sus lugares en los estantes. Con mimo maternal, acariciaba las portadas, los abría, pasaba sus páginas y olía su interior. Repetía la misma operación libro tras libros, moviendo la cola fina de gato marrón acabada en bandas negras de un lado a otro con placer y los guardaba en su bolsa.
- ¿Otra vez robando libros? –increpó Sagnarhos. Su voz rebotó contra las paredes curvas de la estancia, pero no salió de allí.
Al volverse, los ojos rasgados de ambos se cruzaron. Bajo la capucha roja, la khjiita le dedicó una sonrisa sincera, sin mostrar los dientes, en contraste con la atmósfera de muerte del lugar.
- ¡Hay obras rarísimas! –desde el otro lado de la estancia, Sagnarhos casi podía escucharla ronronear –No tenía ninguno de estos. Al final venir aquí va a ser más productivo de lo que pensaba.
La mujer gato volvió a su labor, cogiendo otro volumen más. Sagnarhos ahogó un suspiro y se acercó a ella. Mientras lo hacía, vio un destello luminoso al otro extremo de la estancia que lo alertó. Giró sobre si mismo y su cola de lagarto golpeó con fuerza las piernas de la khajiita haciéndola caer. Gracias a eso, un rayo de luz azul no le dio de lleno a ella, sino a los libros, congelando la estantería y haciéndola estallar después. Astillas y cascotes helados llovieron sobre ellos. La mujer gato chillo de dolor ante la visión de los ejemplares perdidos.
El mago salió de las sombras cargando su siguiente hechizo entre las manos. Una bola de luz rojiza que se acrecentaba por momentos a velocidad alarmante. Sagnarhos desenvaino su mandoble y cargó contra él. La armadura pesada que le cubría brilló bajo la luz mágica y retintineó al ritmo. El mago le lanzó el conjuro pero Sagnarhos resistió a pesar de que le impactó de lleno.
Sagnarhos siguió su avance, golpeando con su pesada arma al mago que intentaba desesperadamente resistir su envite y preparar otro hechizo.
Hacía un buen rato que no se escuchaba, pero entonces hubo un nuevo zip. Una flecha cortó el viento junto a la oreja del guerrero y rozó la del mago, que asustado ante ambos atacantes cortó el hechizo y retrocedió hasta chocar contra la pared. Estaba acorralado. Buscó con la mirada al arquero y encontró a la khajiita subida al atril, encogida para ocupar el mínimo espacio y apuntándole con un arco de madera negra como la noche. Sus ojos eran tan afilados como la flecha que tenía cargada y apuntándole.
El mago no pudo ver ni escuchar nada más, porque al distraerse buscándola, había perdido de vista a Sagnarhos, que igual que si cortase mantequilla, deslizó el mandoble por su cuello. El mago descabezado sucumbió a su destino y se deslizó al suelo. Sagnarhos guardó el mandoble en su vaina, a su espalda.
- Asegúrate de matarlos a todos si te vas a distraer con los libros, Nyuura –le reprendió a la mujer gato.
La chica bufó, bajó del atril y correteó hacia el mago. Sin pudor alguno ni remordimientos deslizó las manos enguantadas por la ropa de la última victima, extrayendo todo lo que pudiera tener de valor. Un monedero. Un par de ingredientes alquímicos. Poca cosa.
Cabizbaja, Nyuura se apartó del cadáver.
- Lo siento –dijo muy bajito mirando a otro lado y con los brazos en jarras. -. Me he dejado llevar.
- ¿Tienes lo que hemos venido a buscar?
Aún con el mohín en la cara, Nyuura registró su bolsa para sacar un artefacto de cobre en forma de garra. Tenía inscripciones, dibujos icónicos, por su superficie, labrados en relieve. La khajiita tardó poco en volver a guardarlo en su mochila.
- ¿Por quién me tomas? –se cruzó de brazos, orgullosa y sacando pecho -. ¡Soy muy eficaz!
Carrera Blanca era un hervidero de actividad. Quizás no era el mejor sitio para encontrar rarezas, pero tenía de todo. Incluso sus intrigas a escala. Familias que rivalizaban entre sí, que pagaban favores y jugaban a ser señores. Todo ello sin que hubiera ningún percance importante digno de mención. Era el hogar de los Compañeros, el clan de guerreros más importante de toda Skyrim y un buen rincón en el que descansar. Aunque la guerra civil que marcaba al viejo país empezaba a hacer mella en él. Habladurías, rumores, hijos que marchan a alistarse en un bando u en otro…
Pese a todo, era un buen lugar en el que vivir. Eso pensaba Sagnarhos cada amanecer que se levantaba para preparar el fuego y abría su forja. El trabajo en un sitio como aquel no abundaba, pero siempre había alguien que quería reparar su espada, comprar un escudo, limpiar una armadura…
Sagnarhos era feliz simplemente con eso. Con su ropa de faena, el argoniano golpeaba con su martillo con golpes secos y bien cargados. Al principio, cuando llegó a aquel pueblo con sus ropas andrajosas y justo equipaje, la gente le miraba con recelo y apenas cruzaban una palabra con él. Era el único argoniano de la zona y muchos de los habitantes de Carrera Blanca no habían visto a uno en la vida. Poco a poco se había ido ganando el respeto de sus vecinos y no había persona en Carrera que no conociera y respetara su gran habilidad. Ellos le aceptaban y lo contrataban, él daba su mayor esfuerzo y no se sobrepasaba con los precios.
La plantaba baja de su hogar era la forja, mientras él hacia vida en la planta superior. Era una casa simple, para una sola persona, y no necesitaba más.
Al menos, eso pensaba hasta que conoció a Nyuura.
Nadie en el pueblo sabía nada de ella, ni siquiera conocían su existencia. Nyuura permanecía fuera de la vista hasta bien entrada la noche, cuando aparecía de pronto en su habitación con el sigilo propio del felino que era y meneando la cola con felicidad, orgullosa de sí misma, por muy pequeña que fuera la hazaña. Robar un trozo de pan o el tesoro de unos ladrones. Daba igual. Si se sentía inspirada y capaz de hacerlo, lo haría sin dejar huellas.
Al contrario que Sagnarhos, a Nyuura si le gustaba el dinero. Más de una vez se había colado en la casa de alguno de sus convecinos para robar cuatro miserables monedas de oro para comprarse cualquier tontería.
Pero más que el dinero, a Nyuura le gustaban los libros. Eran su perdición. Cuando Sagnarhos le ofreció su hogar para vivir, Nyuura lo llenó rápido de todo tipo de obras. No había noche que no trajera consigo un ejemplar nuevo. Sus ojos ambarinos y rasgados brillaban con una luz especial cuando abría uno. Evidentemente, todos ellos eran de dudosa procedencia, pero, según ella, nadie los reclamaría porque a nadie le interesaban los libros tanto como a ella.
Conocer a Nyuura había despertado en Sagnarhos la melancolía y la nostalgia por el mundo exterior. Nunca había olvidado el lugar donde nació. Jamás olvidaría las vastas tierras que había cruzado para llegar hasta donde estaba. Y por mucho que la forja se hubiera convertido en su vida, siempre guardó en su interior el deseo de recorrer mundo.
Ella le ofreció un trato que Sagnarhos aceptó sin pensar pero del cual no se arrepiente:
"Si necesitas algo raro de encontrar,
ve a Carrera Blanca y busca la forja sin par.
Allí, el argoniano te lo buscará
y por un módico precio te lo devolverá".
Esa era la cantinela que, a hurtadillas, todo el mundo conocía. Era un secreto a voces que todo el mundo fingía desconocer pero del que todo el mundo se aprovechaba tarde o temprano.
Ya había pasado la media noche cuando Sagnarhos se encontró a Nyuura en su habitación. Sentada en su cama, la khajiita jugueteaba con el botín: la garra de cobre. Le daba vueltas y examinaba desde todos los ángulos las inscripciones. No se dio cuenta de la presencia de Sagnarhos, que la contemplaba divertido. La chica movía su delgado cuerpo en lugar de mover la garra, adoptando poses grotescas. Pasado un rato, Sagnarhos no puedo evitar la carcajada.
- ¿Qué haces?
Nyuura dio un brinco.
- ¡No me des esos sustos! –le regañó, farfullando algo ininteligible mientras recuperaba la compostura y guardaba la garra de nuevo en su bolsa -. Solo estaba comprobando que estaba en perfecto estado.
- Eso ya lo hicimos en su momento. Estabas intentando descifrarla.
- ¡Pues claro! –admitió -. ¿Es que a ti no te mosquea? Ha sido un mago quien nos ha contratado para que encontrásemos esta "pieza de decoración". A mi esto no me parece una pieza de decoración.
Con la capucha quitada, Nyuura parecía otra. Tenía el pelaje entre gris y marrón, con listas negras al final de sus extremidades. Sus orejas eran pequeñas y muy expresivas: eran la mejor manera de saber si te estaba tomando el pelo o enfadada contigo. Sus ojos, grandes y de pupila rasgada, eran marrones pero bajo la luz fuerte se volvían amarillos. Era delgada, lo cual le facilitaba el trabajo. No era capaz de llevar una espada, pero con su arco y sus dagas ya era bastante letal. Sus ropajes siempre eran de cuero ajustado, lo que le permitía mayor libertad de movimiento y mayor sigilo, con lo que sabía jugar a la perfección.
Sagnarhos podía verse reflejado en los ojos de la khajiita. Sus escamas brillaban con el color de la plata y las de su cabeza afilada se peleaban con las de color rojo sangre formando un patrón armonioso y a la vez casi terrorífico. No tenía nada de pelo, pero pequeños cuernecitos adornaban su cabeza. Brazos y piernas estaban muy trabajados y era muy fácil distinguirle los músculos, desarrollados a base de trabajo en la fragua y batallas. Al contrario que la khajiita, podía cargar con un mandoble que tenía su misma altura y manejarlo como si fuera una extensión de su brazo.
- Yo de las cosas de magos prefiero no saber nada –Sagnarhos apartó a la khajiita con un suave empujón y se dejó caer en el extremo de la cama. Se quitó las botas.
- Eso es lo que quieren los magos. Que no queramos saber nada. Así ellos lo sabrán todo. Propongo que nos quedemos con esto hasta que sepamos para qué sirve.
- Yo propongo que terminemos el trabajo y me dejes descansar –la miró de soslayo.
- ¿Y si es un artefacto mágico que maneja el fuego de las fraguas? –intentó Nyuura tentarle -¿No te resultaría muy útil?
- Mis manos son más útiles. Devolveremos eso a su dueño…
- ¿Y si no es su dueño?
- Nyuura…
- ¡Piénsalo! ¡Piensa en el Colegio de magos de Hibernalia o de su gremio en general! ¿Qué sabemos de ellos? ¡Nada! Pero ellos saben siempre más que nosotros. ¿No te molesta eso? –insistió.
- Dudo que un mago sepa más que yo de herrería. O sepa más que tu de robos.
Bajo el pelaje, Nyuura enrojeció. Sus orejas se echaron hacia atrás. Se estaba enfadando en serio.
- Si no quieres participar, adelante. El botín será mío. Buscaré a alguien que esté más dispuesto que tu a ayudarme.
Mientras la khajiita seguía con su retahila, Sagnarhos fue quitándose la armadura sin importarle su presencia, con calma. Aquello bastó para que Nyuura, avergonzada, diera un gritito ahogado y se diera la vuelta, cortando su discurso.
- ¡Pero avisa!
- Te recuerdo que es mi habitación…
Sagnarhos iba a decir algo más, pero unos golpes en la puerta le acallaron. Alguien llamaba. A esas horas, en un pueblo tan tranquilo como Carrera Blanca nadie acudía a él tan tarde. Ambos compañeros se miraron y enseguida tomó el argoniano las riendas.
- Escóndete, me encargo yo. No creo que sea importante –quiso quitarle importancia.
Nyuura acató la orden sin protestar, saliendo por la ventana tras asegurarse de que no hubiera nadie en la calle que pudiera verla, sin hacer un solo ruido.
Sagnarhos aguardó el tiempo que calculó que la khajiita necesitaría para alejarse y bajó al piso inferior.
- ¿Quién va? –preguntó lo más calmado posible mientras abría la puerta solo un resquicio, lo suficiente para ver al visitante.
Se trataba de un hombre encapuchado, vestido con una túnica negra con ribetes blancos. Medía lo mismo que Nyuura, dos cabezas por debajo de Sagnarhos. El desconocido no retrocedió ni titubeó ante el tono fingidamente desaliñado del herrero.
- No quiero una espada, sino mi capa.
Era la contraseña que usaban los clientes. El mago había ido a recoger su objeto perdido.
