Capítulo uno: Primer encuentro
1937. Vivir en Alemania en aquellos tiempos no era nada fácil. Menos si eras judío. Con la llegada de Hitler al gobierno y la formación del Tercer Reich, comenzaron a propagar más el antisemitismo en el país, haciéndonos la vida imposible.
Mi nombre es Isabella Swan. Soy hija de Charlie y Reneé Swan. Mis bisabuelos habían decidido instalarse en Alemania hacía muchos años, por lo que vivo aquí desde que nací. A causa de ser judíos, nuestra situación económica no es muy buena, pero mis padres habían decidido enviarme a una escuela esperando que, cuando terminara todo este martirio, pudiese salir adelante.
Vivíamos en Erfurt, una ciudad a unos 300 km de distancia de Berlín. Una localidad bastante grande dividida en más de cuarenta barrios. El nuestro, judío por supuesto, se encontraba bastante cerca de una de las escuelas más accesibles para los judíos. Estábamos a mitad del año escolar.
Mi padre solía ser profesor de Álgebra en una de las escuelas más prestigiosas de Erfurt, pero, en 1935, prohibieron a los judíos cualquier tipo de influencia en la educación. Ya era demasiado con tener que escuchar que los judíos teníamos la culpa de que Alemana haya perdido la Primera Guerra Mundial, para que quiten el trabajo a cientos de ellos.
Ahora mi padre trabajaba en una fábrica de ollas, en la que cobraba un sueldo que nos permitía vivir medianamente bien.
Mi madre ha sido una modista desde sus quince años. Tenía una mano increíble y sus producciones eran asombrosas. Siempre tenía algún que otro vestido para mí. Buscaba la perfección en ellos, por eso tenía muchas clientas. Realmente disfrutaba su trabajo.
-Mamá, ya déjame, llegaré tarde a la escuela –repetía entre risas mientras mi madre me estrujaba contra su pecho.
-Por favor, Bella, cuídate –me pedía desde el umbral de la puerta de entrada, mientras se acomodaba su peinado para comenzar a limpiar la casa.
A mis dieciséis años podía caminar sola las siete cuadras que me distanciaban de la escuela, a la vez que saludaba a mis vecinos. La mayoría era muy agradable conmigo, especialmente las mujeres.
Miraba la calle y veía pasar pocos autos. No muchos judíos podían darse el lujo de tener un automóvil.
Las flores ya estaban en su punto máximo, mostrando todo su esplendor, alegrando a todo aquél que las mirase. Todas tenían su color, único, irrepetible. Algunas estaban en el suelo, llenando las calles de colores magníficos.
Doblé la esquina y llegué a mi escuela. Ésta era enorme, de dos pisos. Estaba ubicada en forma de U, dejando una enorme entrada en el centro, con más árboles y un césped reluciente, brillante.
Estaba tan absorta admirando cada color, cada forma que, cuando tocaron la campana, tuve que correr para no llegar tarde a mi clase de Lengua.
Los pasillos estaban vaciándose, por lo que pude correr con pocos obstáculos pero, al girar para ingresar a mi salón, choqué con una chica, provocando que ambas cayéramos al suelo.
-Disculpa –dije a la vez que comenzaba a juntar las cosas que se habían caído de mi bolso.
-Es mi culpa –nos paramos al mismo tiempo y la vi por primera vez. Era una chica menor que yo en altura, media cabeza más o menos. Tenía su cabello cortado hasta la altura de los hombros, de un color azabache. Su piel era pálida, al igual que la mía. Llevaba un hermoso vestido color verde oscuro, el cual contrastaba con sus ojos del mismo color-. Soy Alice –se presentó extendiendo su mano hacia mí.
-Bella –tomé su mano dudosa y la estreche. Me dedicó una sonrisa, mostrando una perfecta dentadura. Se la devolví.
-¿Quieres sentarte conmigo? –me preguntó mientras ingresábamos al salón.
Asentí y encontramos unos bancos libres cerca de la ventana. Fuimos por ellos y esperamos al profesor.
Alice me miraba atentamente, sin ninguna intención de disimularlo. Sonrojada, miré al frente rogando que dejara de mirarme de esa forma.
-¿Tu ya vivías aquí? –soltó de repente.
-Nací aquí, ¿y tú?
-Yo no, yo nací en Austria-Hungría. Hace una semana llegamos a Erfurt con mi familia. A mi padre le propusieron un puesto importante en un hospital de aquí.
Bien Bella, tratando con personas que no son judías, esto no era buena idea.
Mis padres me habían dicho que intente no socializar ni hacerme amiga de alguien que no sea judío. Dijeron que podían llegar a herirme. A pesar de que en mi escuela concurríamos chicos de ambas religiones, había una notoria diferencia entre los judíos y los católicos. Alice parecía no haberse dado cuenta de eso.
-Bella, ¿me escuchas? –me interrumpió mi compañera mientras chasqueaba sus dedos delante de mí.
-Disculpa, me he perdido en mis pensamientos.
-Ya lo creo… -comenzó a reírse-. Creo que nos llevaremos genial.
En ese momento ingresó nuestro profesor de Lengua, por lo que toda la clase quedó en completo silencio.
Análisis de oraciones: odiaba Lengua definitivamente. A pesar de mi pasión por los libros, podía asegurar que aquella era una de las materias que más detestaba.
Alice, mientras el profesor explicaba, tomaba apuntes prestándole atención como si todo lo que él dijese fuera palabra santa.
Algunas veces la atrapaba observándome, ella me sonreía y volvía a mirar al frente.
Tocó la campana y salimos de aquella clase. Directamente entramos en el salón de Álgebra y, luego, al de Historia.
Cuando tocó la campana que indicaba el receso, fuimos hacia la cafetería. Yo casi siempre llevaba el almuerzo desde casa, pero Alice me pidió que la acompañara.
-Bella, te has perdido de vuelta –dijo con una expresión divertida.
-Lo siento, Alice. Realmente hoy no es mi día –confesé con una sonrisa. Ella me sonrió en respuesta- ¿Qué estabas diciendo?
-Que debería buscar a mis hermanos, porque no los he visto por ninguna parte –quedó mirando un punto fijo hasta que volvió en sí y me dijo:- quizás tú los viste.
-Pero he estado todo el día contigo, Alice.
-No importa. Mira, Emmett es un fortachón, tiene dos años más que nosotras, dieciocho, así que seguro lo verás presumiendo entre los más grandes. Tiene rasgos parecidos a mí, todo lo contrario a Edward, y eso que él es mi mellizo…
Interrumpió la descripción de su hermano dándole un mordisco a su emparedado. Yo ya había terminado mi manzana y la arrojé en un cesto que encontré en el pasillo.
-Bueno, Edward tiene el pelo… ¡Oh, mira! ¡Es Emmett! –exclamó mientras señalaba a su hermano mayor.
Comenzó a mover sus brazos sugestivamente, mientras gritaba el nombre de su hermano y muchos volteaban a verla extrañados. Luego me miraban a mí, con pena.
El muchacho bien descripto por mi compañera era demasiado parecido a ella. Tenía el cabello corto, pero se notaba que era enrulado. Al igual que el de su hermana, su pelo era de color azabache. Tenía ojos celestes demasiado grandes. Una sonrisa simpática que tranquilizaría a cualquiera que estuviese nervioso.
-Alice, ¿cómo te ha ido? –inquirió mientras se paraba enfrente nuestro-. Buenos días, señorita. Mi nombre es Emmett Cullen –se presentó exagerando, provocando que mi acompañante y yo nos riéramos bastante.
-Isabella Swan, pero dime Bella, por favor.
Unos chicos empezaron a llamar a Emmett, por lo que nos abandonó luego de un "Un gusto conocerte, Bella. Me caes bien". ¿Es que estos hermanos se dejaban llevar por las primeras impresiones?
Fuimos con Alice a la clase de Inglés y, luego, me informó:
-La siguiente clase no la tengo contigo –puso un puchero muy cómico que provocó que largara una carcajada bastante alta.
-No te preocupes, nos vemos después.
Ingresé a la clase y me senté en mi típico lugar, al lado de la ventana.
La clase pasó rápido. Biología. Era una de las materias que más me gustaban. Si no fuese por la situación en la que nos encontrábamos (los médicos de raza aria sólo podían atender a pacientes de la misma raza) me hubiese gustado tener la oportunidad de poder salvar vidas.
Tocó la campana y, finalmente, pude volver a casa.
La caminata fue tranquila y, cuando llegué a casa, fue realmente un alivio ver que mi madre estaba bien.
Se encontraba midiendo a la Sra. Middelton.
-Bella, querida. Qué grande estás –comentó la mujer mientras la saludaba. Al ver que mi madre tendría entretenimiento por bastante tiempo, decidí tomar un libro y salir a pasear.
Estaba cerca de presenciar el atardecer cuando llegué al parque que se encontraba cerca de mi escuela.
Aproveché la luz que quedaba para poder leer un rato. Me recosté en un enorme árbol. El mismo árbol en el que jugaba desde que era pequeña.
Me sumergí dentro de las páginas de un libro de mi padre que había encontrado dos semanas atrás. Estaba por imaginar el momento en el que el protagonista se daba cuenta de la verdad cuando comencé a escuchar gritos.
-¡Judío! ¡Mira por donde andas! ¡Ven aquí, maldito miserable! –los chicos se encontraban muy cerca de mí. Empecé a tomar mis cosas y a ponerme de pie.
Tiraron al muchacho al suelo y comenzaron a pegarle por todos lados. Sin poder resistirlo me acerqué a ellos.
-¡Déjenlo! ¡No les ha hecho nada!
Pararon de golpear al muchacho y me observaron sorprendidos.
-No parece judía –comentó uno.
-Uno nunca sabe –escuché que replicó el otro.
Sin dudarlo comencé a correr. No sabía si me estaban siguiendo o no, solo quería llegar a casa y estar a salvo.
En un momento, me arriesgué a mirar atrás, pero no pude si me perseguían o no. Volteé para poder seguir mi camino cuando choqué con alguien.
Caí al suelo y sentí que otro cuerpo también lo hizo. Estaba disponiéndome para levantarme y pedir disculpas cuando vi que me tendieron una mano.
Observé al dueño de aquella mano y quedé paralizada. El atardecer nunca me había parecido tan hermoso. Aunque ni siquiera estaba apreciando al atardecer…
El chico frente era la perfección personificada. Era un joven más o menos de mi edad, con una piel tan pálida como la mía. Su cabello broncíneo estaba totalmente desordenado, debió de haber sido por el golpe, pero le quedaba estupendamente. Su mandíbula cuadrada y su nariz recta se marcaban en su rostro. Sus ojos… sus ojos eran de un color que nunca había visto en mi vida, un color que nunca pude apreciar en una flor. Sus ojos verdes esmeralda me contemplaban esperando a que reaccionara.
-Lo siento –dije rápidamente a la vez que tomaba su mano para levantarme. Aun estando de pie, él seguía sosteniendo mi mano pero, raramente, aquél gesto no me molestaba en absoluto, de hecho, era reconfortante.
-Fue culpa mía –podría jurar que mi boca se abrió al escuchar su voz. Era melodiosa, grave, única, perfecta- ¿Te encuentras bien? –lo miré extrañada-. Por lo de la caída.
-Ah, claro. S-sí –tartamudeé y al instante recordé por qué estaba corriendo-. ¡Lo siento! ¡Debo irme! Emm… -no podía decirle que estaba corriendo de aquellos chicos-. Me están esperando para preparar la cena. Disculpa lo del golpe.
-¡Espera! –gritó cuando ya había comenzado a correr. Paré y volteé a enfrentarle-. ¿Te veré pronto? –una hermosa sonrisa torcida se formó en su rostro.
Lo miré sorprendida, su pregunta me había dejado totalmente perpleja, pero una sonrisa inconsciente se expandió en mi rostro y respondí:
-Te veré pronto.
Hola! He aparecido con una nueva historia!
Sé que muchos/as pensarán que toda la historia del Holocausto es horrible y demasiado triste. Pero espero que les guste la idea.
Por favor dejen un comentario para saber qué les parece.
Gracias por leer!
