¡Saludos de fin de semana, lectores!

Estamos en agosto, mes de los Leo, yo leo, soy Leo, cumplo años con Aioria y mi enemigo declarado (y cuñado) es Leo… Así que todo concuerda. Como de costumbre, mi humor no es muy bueno, creo que estoy haciéndome vieja. Por lo tanto decidí empezar a subir este fic que espero les agrade. Sí, para hacer otras vidas más miserables que la mía, (se escucha risa al mejor estilo de Máscara Mortal).

Se trata de una historia bastante sangrienta, en la que aparecerán nuestros estimados caballeros de bronce de la serie clásica, junto a varios personajes del Lost Canvas.

Muchas gracias a quienes se asomen a este rincón, sacado, parecería, del más profundo agujero inquisitorial... Copyright a Kurumada y a Shiori Teshirogi por sus hermosos personajes. Buen provecho, que ya pueden pasar a leer.

1.- 1990, octubre 5, 4:00 P.M. Algo imprevisto

Los cuatro caballeros de bronce voltean a mirar el montón de mármol antes de alejarse. Ninguno se atreve a poner la vista en sus compañeros, en la armadura que parece inútil después de colocar la última piedra, de plantar los maderos atados en cruz siguiendo el consejo de Hyoga.

Tampoco hablan. Como si sus lenguas, sus gargantas, hubieran olvidado la manera de articular la mitad de una sílaba. Y es que no pueden creerlo, todavía no. Aunque aún tengan la voz de ese caballero encima. El hombre, detrás de una máscara y cubierto con una túnica y una capucha, sigue señalándoles las escalinatas hacia la primera de las Doce Casas, Aries, les explica lo del guardián al interior de cada una de ellas, lo del caballero dorado, les advierte que desde tiempos inmemoriales nadie ha conseguido atravesar esos doce templos, incitándolos así a atravesar.

Se trata de una broma de mal gusto por parte del cielo. O del aire, o de los bloques derruidos que tantos ecos guardan dentro de sí. Y la burla se completa con ellos cuatro. Con el recuerdo de sus voces, con el ánimo que los hiciera asegurar que serían los primeros en llegar desde Aries hasta Piscis.

–No es cierto, no pasó.

La frase de Seiya, ese negarse a aceptar una derrota así de temprana, traduce en palabras las grietas que también llevan en su interior Shiryu, Hyoga y Shun. No pasó, piensa el Dragón, y sonríe con una sonrisa de tristeza; ojalá de verdad no hubiera pasado, pero así fue y no hay nada que puedan hacer. Eso ya no tiene remedio.

–¿Dónde vamos?–, pregunta Shun, cabizbajo, la urna de su armadura parece mucho más pesada. La respuesta del Pegaso es caminar un poco más y detenerse ante una puerta casi vencida.

–Aquí venía a veces con Marín… Después de entrenar.

Shun observa lo poco que se distingue al interior de esa cabaña: lo que parece ser una manta arrojada al suelo, un par de siluetas, negrísimas en contraste con el toque del sol. Y nada más. El primero en moverse es Hyoga. El rubio empuja la puerta y avanza. Detrás de él, Shun observa dos sillas caídas, esa manta que apenas adivinó antes de entrar. Shiryu también se adentra junto con sus amigos, el único que se queda afuera es Seiya. Shun lo nota en la daga de luz con centro de sombra tendida en el piso. Y voltea. Y lo siente llorar como no lo había hecho antes: en silencio, casi sin sollozar, permitiendo que las lágrimas corran por sus mejillas sin siquiera intentar retenerlas.

–Seiya–, lo llama.

–No ha venido, tiene mucho tiempo sin venir aquí. Tal vez…

No, se niega a creerlo. Marín no puede estar muerta, no después de que lo ayudara en aquella playa, durante su enfrentamiento con Misty y los otros caballeros de plata. Su maestra vive, o así quiere creerlo. Pero este abandono de meses…

–Vamos. Debemos pensar.

Seiya observa un punto detrás del hombro de Shiryu. El Dragón es un espejismo, como Hyoga y Shun, como la amplitud donde se encuentra la cabaña.

–¡¿Pensar qué?!–, estalla el Pegaso.

Y es que en un principio no hay nada qué pensar, nada hay que puedan hacer. Antes, al bajar del avión privado de la fundación, tenían delante las escalinatas, a Shiryu esperándolos, adaptado ya a sus ojos sin vida. Tenían también un futuro: el enfrentamiento con el Patriarca del Santuario. Pero ahora…, ahora sólo tienen ese escondite revuelto y vacío, el grito mitad impotencia mitad reclamo de Seiya, el más terco, el que menos se resigna a perder. Eso delante de ellos; atrás ha quedado un solitario amontonamiento de mármol, una muerte.

–Seiya…

–No, Shiryu. Por más que nuestro cosmos haga milagros no somos ni seremos capaces de resucitar a nadie con él.

Las palabras del hermano menor de Seika resuenan en el silencio de la cabaña, convirtiéndolo en un peso que atrofia cualquier movimiento.

Tiene razón, piensa Hyoga. A nadie se puede hacer volver de la muerte; si entre sus capacidades contaran con esa, él ya no sería un huérfano. Tiene razón, repite el Cisne, pero no le gusta el desánimo en el que está hundido su amigo. Por eso le dice, a él, a los otros:

–Vámonos; de todos modos no podemos remediar nada aquí.

–¿Y afuera?–, el ceño fruncido de Seiya lo interrumpe.

–Quizá tampoco, pero creo que no es bueno para ti que nos quedemos.

Seiya observa a Shun, su rostro pesaroso. Y asiente, sonriendo apenas; no quiere preocupar más a ninguno de sus amigos.

–De acuerdo, vamos…

Ya afuera, Shiryu sugiere que regresen con él a los Cinco Picos Antiguos; quizá su maestro pueda aconsejarlos. Los demás aceptan; de todos modos no hay utilidad en que permanezcan dentro del Santuario, y China es tan buen lugar como cualquier otro.

–¡Un momento!–, los detiene Mu de Aries ya carca del avión. Tres de los cuatro caballeros de bronce lo observan por un segundo antes de ponerse en guardia. Sólo Shiryu, al sentir su cosmos conocido, acierta a acercarse a él. –¿Qué pasó en el coliseo?

Silencio. Nadie se atreve a responderle.

–Pasa que ese caballero, Tremy de Sagitta, ha asesinado a Athena con una de sus flechas–, habla Seiya.

No es cierto, piensa el guardián de Aries, el violeta de sus ojos descansando en el brillo de su armadura dorada. Sí, hubo un cosmos enorme reducido de pronto a nada, pero Athena no puede estar muerta.

–N-no es cierto.

No puede ser: los cuatro jóvenes han repetido más de una variante de dicha negación. Para convencerse, para intentar despertar de ese sueño donde una diosa muy bien puede terminar muerta como si se tratara de una mortal. Y ninguna funciona.

–Es verdad, Mu; su tumba está a las afueras del Santuario.

Aries piensa un poco, luego pide que lo lleven a ver ese sepulcro. Seiya está a punto de negarse cuando tropieza con la mirada de Shun. Vamos, parece decirle el caballero de Andrómeda y Shiryu asiente: como guerrero de la diosa, Mu merece conocer la localización de su tumba.

–Está bien.

Aunque ninguno de los cuatro deseaba ir de nuevo al lugar donde sepultaron a Saori, no tienen alternativa. Ahora, junto a Mu, observan otra vez los bloques de mármol, los maderos atados en cruz. El caballero dorado acaricia uno de esos brazos cubiertos de astillas, el trozo de cuerda, y voltea a mirar a Hyoga. El Cisne vuelve a sentir las fibras de la soga en las yemas, vuelve a anudar, a cortar, a plantar como si de ese madero en cruz pudiera nacer un rosal.

–¿Cómo fue que…?

La pregunta de Mu trae la escena de su llegada: el hombre cubierto con esa túnica, con la máscara, baja las escalinatas del coliseo, les da la bienvenida, le dice a Saori que el Patriarca está esperándola. Ella les confiesa que envió una carta anunciando una próxima visita, sin fecha. Shun recuerda el asombro de Hyoga, el propio, y ahora, ante la tumba de la diosa, otra vez le surge ese mal presentimiento: no le pareció una buena idea. Pero estaba ya hecho, y su única salida era avanzar.

Así lo hicieron. Shiryu llegó a reunirse con ellos para después caminar todos detrás del extraño. Ese hombre, todavía detrás de su máscara, les señaló la casa de Aries al final de una escalinata cuyos bloques reflejaban el sol de la mañana. No pueden llegar hasta la sala donde está el maestro si antes no pasan por las Doce Casas, empezando con Aries, vuelven a escuchar. El resto es confuso: la enumeración de cada uno de los templos, la mención a los doce guardianes, la advertencia de tener cuidado, el saber que nadie ha podido cruzar esa parte del Santuario desde tiempos inmemoriales, y luego el grito, "¡no les permitiré llegar ni a la primera!", el ataque de Seiya y su exceso de confianza. Después aquella tormenta de flechas. Flecha fantasma, había dicho Tremy. Nunca contaron con que una de aquellas flechas era sólida e iría a clavarse en el pecho de Saori.

–El maestro le ordenó a Tremy de Sagitta que la matara–, responde Seiya, viendo el vestido de la diosa manchado de sangre, igual que Hyoga y Shun, escuchando, como los demás, los lamentos de la joven.

–Ella envió una carta, el Patriarca sabía de nuestra llegada–, agrega Shun, cabizbajo.

–Y nos atacó al pie de la casa de Aries.

Mu los observa, a cada uno: las lágrimas del Pegaso, la mirada triste de Andrómeda, el silencio del Dragón, los puños apretados del Cisne. Luego, sus ojos van a posarse sobre esa lápida tosca, levantada con la prisa de ser descubiertos. Y camina hacia ella. Y toca la cruz de madera, el último bloque.

Al verlo arrodillado, Seiya piensa en los instantes que sostuvo a la joven entre sus brazos. Fue él quien recibió las últimas palabras de ella, los estertores de su aliento, salpicados con minúsculas gotas de sangre.

–Ahora que lo pienso…

Los demás lo observan, Mu deja de acariciar el mármol y se vuelve para verlo. El Pegaso les dice que poco antes de morir, el cosmos de Saori se hizo nada.

–No en cuanto dejó de respirar, sino antes–, recalca. –No sé qué pensar.

Ahora la tiene de nuevo en sus brazos. Esta es también su lucha, es una prueba que deberá afrontar, dice ella. Dice también que no va a rendirse. Y le pide perdón por lo mal que la pasaron antes, por atormentarlos cuando todos eran unos niños. Por mi culpa; las tres palabras resaltan en la voz de la joven herida y Seiya aún siente el cosmos que los inundara dentro del coliseo ya en ruinas, cuando el mayordomo del fallecido Mitsumasa les dijo que ella era la diosa Athena.

Lo que viene luego es lo que el Pegaso no puede explicarse; es como si la flecha no sólo hubiera penetrado en el pecho de Saori, como si la punta hubiera hecho también un agujero en el aire, en el mundo, y a través de esa perforación, el enemigo se hubiera apoderado de la divinidad de Saori, arrancándosela del cuerpo y dejando de este lado a una muchacha idéntica a tantas mortales, una joven a punto de expirar.

Así, con esas palabras, pensativo, Seiya trata de explicarles a sus amigos lo que percibió unos segundos antes de que Saori muriera. Todos, sin querer, se vuelven al mismo tiempo a ver su sepulcro. No, ningún bloque se ha movido. Y su brazo tampoco se alzará para apartar de su camino el mármol.

–Vámonos ya–, interrumpe Seiya el silencio de los otros.

Shun asiente, aprieta los puños. –Cómo me gustaría que pudiéramos hacer algo–, se lamenta. Sólo Mu, por medio de su cosmos, alcanza a escucharlo.

Continúa…

Espero les haya gustado esta escena inicial (corre a esconderse). La situación para los caballeros se pondrá terrible, todavía más; estoy preparada para sus reclamos (busca algo que pueda servirle como escudo). Y bueno, quería que este fic estuviera terminado antes de comenzar a subirlo, pero fue imposible, así que espero me tengan paciencia con las actualizaciones, pues será un vericueto de entrecruzamientos en donde sólo podré guiarme haciendo una cronología, o me perderé.

De nuevo muchas gracias por leer.