Prologo
Despertarse con dolor de cabeza, con todo el cuerpo adolorido y sin recordar nada de lo que hiciste el día anterior no es algo que suela ocurrirme muy a menudo, que digamos. Yo era el perfecto modelo de buena educación, ósea, en tres palabras, una jodida cagada. De todas formas daba igual, supongo que a esto se le llamaría tener resaca, así que ya tenía una nueva experiencia que añadir a mi historial vacio de locuras que había hecho a lo largo de mis 29 años de vida. Con la cabeza martilleándome, me estire cuan larga era sobre la cama, topándome de improviso con el cuerpo caliente de otra persona. Aterrada y olvidando por completo la resaca que llevaba encima gire la cabeza en dirección a quien quiera que fuera que se encontraba en mi cama.
¡Oh santos bebes voladores! El hombre que se encontraba a mi lado era un jodido dios griego. Piel pálida y sedosa llena de cicatrices blanquecinas, cabello largo desordenado cobrizo que caía de manera hipnotizarte sobre la almohada, labios carnosos y sensuales que invitaban a ser mordidos y lo más increíble: unas pestañas oscuras kilométricas que creaban tentadoras sombras sobre sus pómulos perfectos. Debía de seguir soñando, porque era prácticamente imposible para mí que un hombre que jugaba en una liga muy diferente a la mía apareciera en mi cama así, sin más.
Cautelosa acerque una mano a sus labios, para asegurarme de que era real, y los toque. Solo fue un roce, un roce súper suave que no despertaría ni a la persona más hiperactivo del mundo. Os lo juro, apenas ni fue un roce y ese dios griego abrió sus ojos a una velocidad increíble que me asusto como el infierno. ¡Pero qué ojos! Eran de un increíble color verde brillante, que transmitían frialdad y peligro. Abrí la boca para decir algo, cualquier cosa, cuando el desconocido entrecerró sus ojos y me sonrió diabólicamente.
-Buenos días, esposa mía –dijo.
-B-buenos días –balbuce atontada.
Espera un segundo… ¿¡queeeeeee?!
