Matthew miró por la ventana más alta, extendiendo los brazos para abarcar su anchura y apoyando las manos contra los marcos. Vio el cielo a través de ella, limpio y de un profundo color azul, y de nuevo pensó en saltar.
Si saltaba, se preguntó, tal vez lo sentiría, al menos ligeramente. Que alguien se fijara en él. Había vivido tras la sombra de su propio hermano desde que era aún muy pequeño, y a decir verdad, rebuscando dentro de sus propios recuerdos, ni siquiera era capaz de encontrarse a sí mismo, salvo Alfred.
Si saltaba, se dijo, sería distinto, al menos por un momento. Alfred no podría quitarle la frescura del viento chocando contra su rostro, ni esa sensación de libertad que tanto ansiaba. Alfred no sería quien iba a saborear el vértigo ni la fricción del aire contra su cuerpo precipitándose hacia la tierra, allá lejana, cubierta de nubes y de hielo, salvo él, lanzándose al encuentro de sí mismo.
Había un par de lágrimas escurriendo por sus mejillas cuando dio el primer paso, y no fueron las primeras ni las últimas, pero sí rebotaron y rodaron por su rostro, bajo su mentón, de un modo que no lo habían hecho antes. El par de brazos tirando de su cintura las hicieron rodar cuesta abajo bruscamente, saltando hacia el vacío evanescente, y los ojos de Matthew, húmedos y brillantes bajo la luz del día se cerraron.
-Si tú saltaras,- lo escuchó decir, antes de levantar la mirada. -tu hermano sería infeliz. Y el único que puede hacer infeliz a América soy yo. ¿Da?
Ivan había hablado, y cuando vio su rostro sonriente tan cerca y sintió el calor de su cuerpo apretándose contra el suyo, amarrándolo a su vida, Matthew se sintió caer. No era su cuerpo deslizándose por el espacio hacia un final inevitable, sino una metáfora del movimiento que lo había atraído hacia él. Hacia los ojos que lo habían visto por primera vez.
Y entonces fue que Matthew sonrió finalmente tras mucho tiempo, y pese a que las lágrimas cayeron no llegaron a tocar jamás la nieve afuera de la ventana.
Porque él se quedó.
