EL ANILLO DE MARY

Cuando John perdió a Mary no tuvo consuelo, no le importaba el hecho de que había logrado salvar las vidas de sus dos pequeños niños, no le importaba que él mismo estaba vivo para poder cuidar de esos dos pedacitos de Mary. No. Nada de eso tenía la menor importancia. Mary se había ido; ella, la que estaba destinada a compartir su vejez con él. Al principio vagó sin destino y sin descanso por las casas de amigos y parientes que les abrieron las puertas incondicionalmente. Un día, decidió que necesitaba volver a lo que quedaba de su hogar, necesitaba buscar algo de Mary, algo que lo uniera físicamente a ella, algo a lo que pudiera aferrarse para poder llorarla…

Cuando entró a su viejo hogar, lo recibieron las cenizas y los cuartos en ruinas, vagó por ellos sin hallar nada que fuera posible rescatar. Todo se lo había llevado el fuego. Todo se lo había llevado esa terrible criatura. En el living logró rescatar unas pocas fotografías algo amarillentas, en una de ellas, tomada pocos días antes de la tragedia, se veía a los cuatro miembros de la familia mostrando toda su felicidad. Dándose por vencido, decidió pasar por última vez por lo que fuera el cuarto matrimonial para despedirse de su Mary, para tratar de aliviar ese lacerante dolor que le quemaba el pecho. Estuvo así, ensimismado, cabizbajo, quien sabe durante cuánto tiempo, hasta que cuando ya se iba, algo brilló cerca de dónde había estado la mesa de noche de Mary: se aproximó cautamente y con cuidado retiró las cenizas y escombros y allí estaba: el anillo de Mary, un poco maltratado, algo deformado por el calor pero indudablemente el anillo que Mary llevó en su dedo anular con tanto amor y orgullo hasta que durante el embarazo de Sammy, se lo debió quitar, ya que había engordado un poco y no le entraba. Lo conservaba en su mesa de noche con el firme propósito de colocárselo apenas hubiera regresado a su peso normal. Esa fue la señal que John había estado buscando: el objeto al cual aferrarse, el recuerdo trocado en objeto físico que le traería a la memoria lo que debía hacer: buscar a la cosa que había truncado la vida de su joven esposa y que había privado a dos inocentes niños de su madre.

Los años pasaron, los chicos fueron creciendo, un poco con el apoyo de un conflictuado John, con la ayuda del Pastor Jim, de Caleb, de Bobby y de varios amigos más que como podían, asistían a esos dos pobres niños. Pero a pesar del apoyo de todos esos amigos, de las niñeras que contrató durante algunos meses y de los vecinos bien intencionados que colaboraban, John no podía negar que en realidad el peso de su hogar, o de lo que quedaba de él recaía sobre los hombros de su primogénito: Dean.

Éste había reaccionado muy mal luego de la muerte de su madre: había dejado de hablar, casi con seguridad como consecuencia del trauma o del shock. De noche se despertaba llorando y lo único que hacía era correr hacia la cuna del menor, adonde se trepaba y sólo allí, abrazado a su pequeño hermano lograba conciliar el sueño. Esto se repitió durante meses, hasta que John consiguió que ambos durmieran en dos camitas gemelas, uno al lado del otro. De ese modo se detuvieron las pesadillas nocturnas del mayor. El tema del lenguaje fue un proceso más lento, pero a medida que Sam crecía y comenzaba a balbucear algunas palabras, Dean comenzó a recuperar su florido vocabulario, cuando contaba casi con cinco años y medio.

Durante estos años, fueron varias las veces que John no regresó de una cacería a tiempo y los chicos debieron quedar solos. Dean demostró desde temprana edad su capacidad para arreglárselas: cambió pañales, le dio la mamadera a Sam, lo entretuvo, luego aprendió a hacerle sus papillas. Y todo lo hacía con el único objetivo de obtener como recompensa una sonrisa de su padre, su ídolo, su héroe; además de que amaba a ese chiquitín que quedaba a su cuidado tanto como a su vida misma. Cuando John regresaba herido o cabizbajo por lo que había visto durante la cacería de turno, era Dean el que lo esperaba despierto, fuera la hora que fuese, o lo ayudaba o lo confortaba con un plato de comida o de sopa caliente, y más de una vez fue él el que lo consoló con un parco "Está bien, papá. Todo estará bien mañana."

Cuando Sam comenzó a ir a la escuela, Dean tomó a su cargo la protección del pequeño. Nadie se podía atrever a molestar al bueno de Sammy sin tener que vérselas con su hermano mayor, aunque esto significara enfrentarse a chicos mucho más grandes que él. Dean no conocía el miedo cuando se trataba de defender a su familia. Como Mary.

Ya adolescente, Dean comenzó a acompañar a su padre en las cacerías y se demostró certero, eficiente, mortal. Sin dudas. Seguro de sí mismo. Como Mary.

Sam creció rodeado de afecto. Fue un niño mimado, cuidado, protegido, capaz de desarrollar todo su potencial gracias al apoyo que tenía de la persona que más lo amaba en este mundo: su hermano. Un orgulloso hermano mayor que dejaba su vida de lado por cuidar, proteger y hacer feliz al pequeño. Como Mary.

Era enero, se aproximaba el cumpleaños número 18 de Dean y John no le había comprado nada, eran tiempos difíciles, sus ingresos no le permitían gastos extras pero él se daba cuenta de que le debía a ese muchacho no sólo la vida de su hijo menor y la suya propia, por todo lo que éste hacía por ellos dos, sino que toda su vida había sido su compañero, su confidente, su amigo, el hombro en donde apoyarse cuando las cosas se complicaban... como Mary.

John se dio cuenta en ese momento que la vida sin su esposa se había hecho más llevadera gracias a que ella le había dejado a su muchacho, Dean lo había mantenido humano, le había hecho ver que había algo por qué vivir: la familia. Eso era lo que siempre le repetía Mary. Dean se lo decía con sus actos. Así que supo exactamente lo que iba a regalarle al chico: el anillo de Mary. No había en el mundo nadie más digno de llevarlo que Dean. John lo hizo limpiar, un joyero lo adaptó y le proporcionó la forma que el fuego le había quitado y el día en que su primogénito cumplió 18 años, John lo llamó, le entregó el anillo y le dijo:

- Hijo, este fue el anillo de matrimonio de tu madre. Hoy te lo estoy regalando a tí, porque creo que sólo tú eres digno de llevarlo. Tú has sido la luz que ha guiado a esta familia. Espero que siempre lo seas. Tu hermano y yo te necesitamos.

John era muy parco y siempre había tenido problemas para mostrar sus sentimientos, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas. Dean recibió el anillo, se lo colocó en su mano derecha y le dijo a su padre:

- Gracias, papá, no se qué decir. Si tú crees que soy digno de llevar este anillo, así lo haré y te prometo que jamás me lo quitaré. No habrá en este mundo nada ni nadie que haga que me lo quite. Es un pedacito de mamá que llevaré siempre conmigo.

Y así fue: Dean jamás se quitó ese anillo, y cuando murió dando su vida a cambio de la de su amado hermano, éste no se atrevió a quitárselo de su dedo y lo enterró con él. Y así fue que los ángeles del Señor reconstruyeron su cuerpo cuando lo rescataron del Infierno: con el anillo de Mary en su mano derecha.