BAJO LA MISMA ESTRELLA
CAPITULO I:
A finales del invierno de mi decimoséptimo año de vida, mi madre Pam llegó a la conclusión de que estaba deprimida, seguramente porque apenas salía de casa, no veía a mis amigas, pasaba mucho tiempo en la cama, leía el mismo libro una y otra vez, casi nunca comía y dedicaba buena parte de mi abundante tiempo libre a pensar en la muerte.
Cuando leemos un folleto sobre el cáncer, una página web o lo que sea, vemos que sistemáticamente incluyen la depresión entre los efectos colaterales del cáncer. Pero en realidad la depresión no es un efecto colateral del cáncer. La depresión es un efecto colateral de estar muriéndote. (El cáncer también es un efecto colateral de estar muriéndote. La verdad es que casi todo lo es.)
Aunque mi madre creía que debía someterme a un tratamiento, así que me llevó a mi médico de cabecera, el doctor Wren Kingston, que estuvo de acuerdo en que estaba hundida en una depresión total y paralizante, que había que cambiarme la medicación y que además debía asistir todas las semanas a un grupo de apoyo.
El grupo de apoyo ponía en escena un elenco cambiante de personajes en diversos estadios de enfermedad tumoral. ¿Por qué el elenco era cambiante? Un efecto colateral de estar muriéndose. El grupo de apoyo era de lo más deprimente, por supuesto.
Se reunía cada miércoles en el sótano de una iglesia. Nos sentábamos en corro justo en medio de la cruz, donde se habrían unido las dos tablas de madera, donde habría estado el corazón de Jesús. Me di cuenta porque Ian Thomas, el líder del grupo de apoyo y la única persona en la sala que tenía más de dieciocho años, hablaba sobre el corazón de Jesús en cada puñetera reunión, y decía que nosotros, como jóvenes supervivientes del cáncer, nos sentábamos justo en el sagrado corazón de Cristo, y todo ese rollo.
En el corazón de Dios las cosas funcionaban así: los seis, o siete, o diez chicos que formábamos el grupo entrábamos a pie o en silla de ruedas, echábamos mano a un decrépito surtido de galletas y limonada, nos sentábamos en el «círculo de la confianza» y escuchábamos a Ian, que nos contaba por enésima vez la miserable y depresiva historia de su vida: que tuvo cáncer en los huevos y pensaban que se moriría, pero no se murió, y ahora aquí está, todo un adulto en el sótano de una iglesia en la ciudad que ocupa el puesto 137 de la lista de las ciudades más bonitas de Estados Unidos, divorciado, adicto a los videojuegos, casi sin amigos, que a duras penas se gana la vida explotando su pasado cancerígeno, que intenta sacarse poco a poco un máster que no mejorará sus expectativas laborales y que espera, como todos nosotros, que caiga sobre él la espada de Damocles y le proporcione el alivio del que se libró hace muchos años, cuando el cáncer le invadió los cojones, pero le dejó lo que solo un alma muy generosa llamaría vida.
¡Y TAMBIÉN VOSOTROS PODÉIS TENER ESA GRAN SUERTE!
Si nótese el sarcasmo.
Luego nos presentábamos: nombre, edad, diagnóstico y cómo estábamos en ese momento. «Me llamo Emily —dije cuando me llegó el turno—. Diecisiete años. Al principio tiroides, pero hace mucho hizo metástasis en los pulmones. Y estoy muy bien.» Una vez concluido el círculo, Ian siempre preguntaba si alguien quería compartir algo. Y entonces empezaban las pajas en grupo, y todo el mundo hablaba de pelear, luchar, vencer, retroceder y hacerse escáneres. Para ser justa con Ian debo decir que también nos dejaba hablar de la muerte, aunque la mayoría de ellos no estaban muriéndose. La mayoría de ellos llegarían a adultos, como Ian.
(Eso implica que había bastante competitividad, porque todo el mundo quería derrotar no solo el cáncer, sino también a las demás personas de la sala. Ya sé que es absurdo, pero es como cuando te dicen que tienes, pongamos por caso, un veinte por ciento de posibilidades de vivir cinco años. Entonces entran en juego las matemáticas y calculas que es una posibilidad de cada cinco… así que miras a tu alrededor y piensas lo que pensaría cualquier persona sana: «Tengo que durar más que cuatro de estos bastardos».)
Lo único positivo del grupo de apoyo era Toby, un chico de cara alargada, flacucho y con el pelo castaño y liso cayéndole sobre un ojo. Y sus ojos eran el problema. Tenía un extraño y poco frecuente cáncer de ojos. De niño le habían extirpado un ojo, y ahora llevaba unas gafas de culo de botella que hacían que sus ojos parecieran inmensos (los dos, el real y el de cristal), como si toda su cara se redujera a ese ojo falso y ese ojo verdadero, que te miraban fijamente. Por lo que pude entender en las raras ocasiones en que Toby compartió sus experiencias con el grupo, el cáncer se había reproducido y amenazaba de muerte al ojo que le quedaba.
Toby y yo nos comunicábamos casi exclusivamente con la mirada. Cada vez que alguien hablaba de dietas contra el cáncer, de esnifar aleta de tiburón molida o cosas por el estilo, me lanzaba una mirada. Yo movía ligeramente la cabeza y resoplaba a modo de respuesta.
El grupo de apoyo era una porquería, y a las pocas semanas casi tenían que llevarme a rastras.
De hecho, el miércoles que conocí a Paige McCullers había hecho todo lo posible por librarme de ir mientras veía con mi madre la tercera etapa de un maratón de doce horas de America's Nex Top Model, un reality show de la temporada anterior, sobre chicas que quieren ser modelos, que tengo que admitir que ya había visto, pero me daba igual.
Yo: Me niego a ir al grupo de apoyo.
Mi madre: Uno de los síntomas de la depresión es no tener interés en nada.
Yo: Déjame ver el reality, por favor. Es hacer algo.
Mi madre: Ver la televisión no es hacer algo.
Yo: Uf, mamá, por favor.
Mi madre: Emily, eres una adolescente. Ya no eres una niña pequeña. Tienes que salir de casa y vivir tu vida.
Yo: Si quieres que sea una adolescente, no me mandes al grupo de apoyo. Cómprame un DNI falso para que pueda ir a clubes, beber vodka y tomar marihuana.
Mi madre: Para empezar, no "tomas" marihuana.
Yo: Mira, eso lo sabría si me consiguieras un DNI falso.
Mi madre: Vas a ir al grupo de apoyo.
Yo: UGGGGHHHH.
Mi madre: Emily, te mereces una vida.
Me callé, aunque no llegaba a entender qué tenía que ver ir al grupo de apoyo con la vida. Aun así, acepté ir después de negociar mi derecho a grabar los episodios del reality que iba a perderme.
Fui al grupo de apoyo por la misma razón por la que hacía tiempo había permitido que enfermeras que solo habían estudiado un año y medio para sacarse el título me envenenaran con productos químicos de nombres exóticos: quería que mis padres estuvieran contentos. Solo hay una cosa en el mundo más jodida que tener cáncer a los diecisiete años, y es tener un hijo con cáncer.
Mi madre se paró en doble fila detrás de la iglesia a las 16.56. Fingí trastear un segundo con mi bombona de oxígeno solo para perder tiempo.
Mi madre: ¿Quieres que te la entre?
Yo: No, está bien
La bombona verde pesaba poco, y tenía un carrito de metal para arrastrarla. Me lanzaba dos litros de oxígeno por minuto a través de una cánula, un tubo transparente que se dividía en dos a la altura del cuello, me rodeaba las orejas y se introducía en mis fosas nasales. Necesitaba ese artilugio porque mis pulmones pasaban olímpicamente de ser pulmones.
Mi madre: Te quiero —me dijo cuando salí del coche.
Yo: Y yo a ti, mamá. Nos vemos a las seis.
Mi madre:¡Haz amigos! —exclamó por la ventanilla mientras me alejaba.
No quise coger el ascensor porque en el grupo de apoyo coger el ascensor significa que estás en las últimas, así que bajé por la escalera. Cogí una galleta, me llené un vaso de plástico de limonada y me di la vuelta.
Una chica me miraba fijamente.
Estaba segura de que no lo había visto antes. Como era alta y delgadamente muscular, la silla escolar de plástico en la que estaba sentada parecía de juguete.
Tenía el pelo de color rojizo, liso y corto. Parecía de mi edad, quizá un año más, y se había pegado al fondo de la silla, en una postura agresivamente pobre, con una mano medio metida en un bolsillo de su chaqueta.
Miré hacia otro lado, porque de pronto fui consciente de que iba hecha una pena. Llevaba unos vaqueros viejos que alguna vez habían sido ajustados, pero que ahora me colgaban por todas partes, y una camiseta amarilla de un grupo de música que ya no me gustaba. En cuanto al pelo, lo llevaba cortado a lo paje, y ni siquiera me había molestado en cepillármelo. Además tenía los mofletes ridículamente inflados, como una ardilla, un efecto colateral del tratamiento. Parecía una persona de proporciones normales con un globo por cabeza. Eso por no hablar de los tobillos hinchados. Pero le lancé una mirada rápida y vi que sus ojos seguían clavados en mí. Me pregunté por qué la gente lo llamaba «contacto» visual.
Ente al círculo y me senté al lado de Toby, a dos sillas de distancia de la chica. Volví a echar un vistazo, y seguía mirándome.
Déjeme decirles algo: era muy sexy. Si una persona que no es sexy te mira de arriba abajo, en el mejor de los casos te sientes incómoda, y, en el peor, te sientes agredida. Pero una persona que es sexy… en fin.
Saqué el móvil y pulsé una tecla para ver la hora: las 16.59. El circulo se completó con los infelices adolescentes de doce a dieciocho años, y entonces Ian empezó la oración de la serenidad: «Dios, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que puedo cambiar y sabiduría para entender la diferencia».
La chica seguía mirándome. Sentí que me ruborizaba. Al final decidí que la mejor estrategia era mirarla yo a ella. Así que la observé detenidamente mientras Ian comentaba por enésima vez que era impotente, etc., y enseguida la cosa se convirtió en una competición de miradas. Al rato la chica sonrió y desvió por fin sus ojos cafés oscuros. Cuando volvió a mirarme, alcé las cejas para darle a entender que yo había ganado.
La chica encogió los hombros. Ian siguió hasta que por fin llegó el momento de las presentaciones.
Ian: Toby, quizá te gustaría empezar hoy. Sé que estás pasando por un momento difícil.
Toby: Sí. Me llamo Toby y tengo diecisiete años. Parece que tienen que operarme dentro de dos semanas. Después de la operación me quedaré ciego. No me quejo ni nada de eso, porque sé que muchos de vosotros estáis peor, pero, bueno, en fin, ser ciego es una mierda. Aunque mi novia me ayuda, y amigos como Paige.
Señaló con la cabeza a la chica, que ahora tenía nombre.
Toby: En fin —continuó mirándose las manos, con las que había formado una especie de tipi—, no hay nada que hacer.
Ian: Puedes contar con nosotros, Toby. Vamos a decírselo a Toby, chicos. Y hablamos todos a la vez:
Todos: Puedes contar con nosotros, Toby.
El siguiente fue Michael, de doce años. Tenía leucemia. Siempre había tenido leucemia. Estaba bien. (O eso dijo, aun- que había cogido el ascensor.)
Sydney tenía dieciséis años y era lo bastante guapa para ser objeto de las miradas de la chica guapa. Era una asidua con un cáncer de apéndice que había remitido hacía mucho tiempo. Yo ni siquiera sabía que el cáncer de apéndice existía hasta que la oí nombrarlo. Dijo —como había dicho todas las veces en que yo había ido al grupo del apoyo— que se sentía fuerte, y a mí, con aquellas protuberancias que expulsaban oxígeno y me hacían cosquillas en la nariz, me pareció una burla.
Intervinieron otros cinco chicos antes de que le tocara a ella. Cuando le llegó su turno, sonrió ligeramente. Tenía una voz grave, ardiente y terriblemente sexy:
Paige: Me llamo Paige McCullers. Tengo diecisiete años. Hace un año y medio me diagnosticaron un osteosarcoma, pero estoy aquí solo porque Toby me lo ha pedido.
Ian: ¿Y cómo estás?
Paige: Muy bien. —Esbozó una sonrisa torcida—. Estoy en una montaña rusa que no hace más que subir, amigo mío.
Cuando me llegó el turno, dije:
Yo: Me llamo Emily y tengo diecisiete años. Cáncer de tiroides que ha pasado a los pulmones. Estoy bien.
La hora pasó enseguida. Se contaron peleas, batallas ganadas en guerras que sin duda se perderían. Se aferraban a la esperanza. Se habló de la familia, tanto bien como mal.
Estaban todos de acuerdo en que los amigos no lo entendían. Se derramaron lágrimas y se recibió consuelo. Ni Paige McCullers ni yo volvimos a hablar hasta que:
Ian: Paige, quizá te gustaría compartir tus miedos con el grupo.
Paige: ¿Mis miedos?
Ian: Sí.
Paige: Me da miedo el olvido- Habló sin pensárselo un segundo – Le temo como el ciego al que le da miedo la oscuridad.
Toby: No te adelantes —intervino esbozando una media sonrisa.
Paige: ¿He sido poco delicada? —preguntó—. Puedo ser bastante ciega con los sentimientos de los demás.
Toby se reía, pero Ian levantó un dedo amonestador:
Ian: Paige, por favor, sigamos contigo y con tu lucha. ¿Has dicho que te da miedo el olvido?
Paige: Sí, eso he dicho
Ian (parecía perdido): Bueno, ¿alguien quiere hablar de este tema?
Yo había dejado el instituto hacía tres años. Mis padres eran mis dos mejores amigos. Mi tercer mejor amigo era un escritor que no sabía que yo existía. Era una persona bastante tímida, de las que no levantan la mano. Pero por una vez decidí hablar. Levanté ligeramente la mano.
Ian: ¡Emily! —exclamó de inmediato con evidente alegría.
Estoy segura de que pensó que estaba empezando a abrirme y a formar parte del grupo. Miré a Paige McCullers, que me devolvió la mirada. Sus ojos eran tan oscuros que casi podías verte en ellos.
Yo: Llegará un día en que todos nosotros estaremos muertos —dije—. Todos nosotros. Llegará un día en que no quedará un ser humano que recuerde que alguna vez existió alguien o que alguna vez nuestra especie hizo algo. No quedará nadie que recuerde a Aristóteles o a Cleopatra, por no hablar de vosotros. Todo lo que hemos hecho, construido, escrito, pensado y descubierto será olvidado, y todo esto —continué, señalando a mí alrededor— habrá existido para nada. Quizá ese día llegue pronto o quizá tarde millones de años, pero, aunque sobrevivamos al desmoronamiento del sol, no sobreviviremos para siempre. Hubo tiempo antes de que los organismos tuvieran conciencia de sí mismos, y habrá tiempo después. Y si te preocupa que sea inevitable que el hombre caiga en el olvido, te aconsejo que ni lo pienses. Dios sabe que es lo que hace todo el mundo.
Aprendí estas cosas de mi anteriormente mencionada tercera mejor amiga, Alison DiLaurentis, la solitaria autora de "Un dolor imperial", el libro que yo consideraba la Biblia. Alison DiLaurentis era la única persona con la que había tropezado que: a) parecía entender qué es estar muriéndose, y b) no se había muerto.
Cuando acabé, la sala se quedó bastante rato en silencio. Observé una amplia sonrisa en la cara de Paige, no la medio sonrisita torcida de la chica que pretendía ser sexy mientras me miraba fijamente, sino su sonrisa de verdad, demasiado grande para su cara.
Paige: Maldita sea —dijo en voz baja—, tú eres algo más.
Ninguno de las dos volvimos a decir nada hasta que terminó la reunión.
Al final tuvimos que cogernos todos de las manos, y Ian empezó otra oración.
Ian: Señor Jesucristo, nos hemos reunido en Tu corazón, literalmente en Tu corazón, como supervivientes del cáncer. Tú y solo Tú nos conoces como nos conocemos a nosotros mismos. Guíanos hacia la vida y la luz en nuestra dura prueba. Te rogamos por los ojos de Toby, por la sangre de Michael y Jamie, por los huesos de Paige, por los pulmones de Emily y por la garganta de James. Te rogamos que nos cures y que podamos sentir Tu amor y Tu paz, que rebasa toda comprensión. Y no olvidamos a los queridos compañeros que se marcharon contigo: María, Maya, Joseph, Marc, Abigail, Angelina, Taylor, Gabriel…
La lista era larga. El mundo está lleno de muertos. Y mientras Ian siguió con su cantinela, leyendo la lista de una hoja de papel, porque era demasiado larga para que se la supiera de memoria, mantuve los ojos cerrados e intenté centrarme en la oración, pero sobre todo imaginaba el día en que mi nombre pasara a formar parte de esa lista, al final de todo, cuando ya todo el mundo hubiera dejado de escuchar.
Cuando Ian acabó, pronunciamos todos juntos un estúpido mantra
Todo: HOY ES EL MEJOR DÍA DE NUESTRA VIDA
Y se dio por finalizada la sesión. Paige McCullers se levantó de la silla y vino hacia mí. Su caminar era tan torcido como su sonrisa. No era mucho más alta que yo, pero se quedó a cierta distancia de mí, mirándonos a los ojos.
Paige: ¿Cómo te llamas? —me preguntó.
Yo: Emily.
Paige: Me refiero a tu nombre completo.
Yo: Ah… Emily Marie Fields.
Estaba a punto de decirme algo cuando Toby se acercó.
Paige: Espera - añadió levantando un dedo, y se volvió hacia Toby - Ha sido mucho peor de lo que decías.
Toby: Te dije que era poco prometedor
Paige: ¿Por qué pierdes el tiempo en estas cosas?
Toby: No lo sé. Quizá ayuda.
Paige se acercó a su amigo creyendo que yo no la oiría.
Paige: ¿Esta chica suele venir?
No oí el comentario de Toby, pero Paige le contestó:
Paige: Se lo diré.
Sujetó a Toby por los hombros y se separó un poco de él:
Paige: Cuéntale a Emily lo de la clínica.
Toby apoyó una mano en la mesa de la merienda y dirigió a mí su enorme ojo.
Toby: Vale. Pues que he ido a la clínica esta mañana y le he dicho a mi cirujano que prefería quedarme sordo a ciego. Y él me ha dicho: «Las cosas no funcionan así». Y yo: «Ya, ya entiendo que no funcionan así. Lo único que digo es que preferiría quedarme sordo a ciego si pudiera elegir, pero ya sé que no puedo». Y él me ha dicho: «Bueno, la buena noticia es que no vas a quedarte sordo». Y yo le he soltado: «Gracias por explicarme que mi cáncer de ojos no va a dejarme sordo. Ya veo que tengo la inmensa suerte de que una gran eminencia como usted se digne operarme».
Yo: Parece un ganador. Voy a intentar pillar un cáncer de ojos para poder conocer a ese tipo.
Toby: Te deseo suerte. Bueno, tengo que irme. Jenna está esperándome. Voy a mirarla mucho mientras pueda.
Paige: ¿Contrainsurgencia mañana?
Toby: Por supuesto.
Toby se giró y subió corriendo la escalera, de dos en dos. Paige McCullers se volvió hacia mí.
Paige: Literalmente
Yo: ¿Literalmente?
Paige: Estamos literalmente en el corazón de Jesús —añadió—. Pensaba que estábamos en el sótano de una iglesia, pero estamos literalmente en el corazón de Jesús.
Yo: Alguien debería informar a Jesús —le comenté— Vaya, puede ser peligroso almacenar en el corazón a niños con cáncer.
Paige: Se lo diría yo mismo, pero por desgracia estoy literalmente encerrado dentro de Su corazón, así que no podrá oírme.
Me reí, y ella sacudió la cabeza sin dejar de mirarme.
Yo: ¿Qué pasa?
Paige: Nada
Yo: ¿Por qué me miras así?
Paige esbozó una media sonrisa.
Paige: Porque eres hermosa. Me gusta mirar a las personas hermosas, y hace un tiempo decidí no privarme de los sencillos placeres de la vida.
Se quedó un momento en un incómodo silencio.
Paige: Bueno, sobre todo teniendo en cuenta que, como bien has comentado, todo esto acabará en el olvido.
Me reí, o suspiré, o lancé una especie de bufido parecido a la tos.
Yo: No soy her… —empecé a decir.
Paige: Por supuesto que sí. Eres una preciosa chica de pelo corto que no puede evitar enamorarse…
Cada palabra seducía. Honestamente es que me volvía loca. Ni siquiera sabía que las chicas podían volverme loca...
Una chica más joven pasó por nuestro lado.
Paige: ¿Qué tal, Shana?
Shana: Hola, Paige —le contestó la chica sonriendo.
Paige: Del Memorial —me explicó.
El Memorial era el gran hospital universitario.
Paige: ¿Adónde vas tú?
Yo: Al Infantil —le contesté en voz más baja de lo que pretendía. Asintió. La conversación parecía haber terminado.- Bueno —añadí señalando ligeramente con la cabeza los escalones que nos conducían literalmente al exterior del corazón de Jesús.
Incliné el carrito para que se apoyara en las ruedas y empecé a andar.
Ella cojeó a mi lado.
Yo: Nos vemos el próximo día, ¿no?
Paige: una película
Yo: ¿Qué?
Paige: Conmigo. En mi casa
Ahora. Me detuve.
Yo: Casi no te conozco, Paige McCullers. Podrías ser una asesina en serie.
Paige (asintió): Tienes razón, Emily Fields.
Siguió andando y me dejó atrás. Caminaba con la espalda recta y se inclinaba ligeramente hacia la derecha mientras avanzaba con paso firme y seguro sobre lo que supuse que era una pierna ortopédica.
Algunas veces el osteosarcoma se te lleva una extremidad para probarte. Si le gustas, se lleva el resto. La seguí escaleras arriba, pero como subía despacio, porque a mis pulmones no se les daban bien las escaleras, iba quedándome atrás.
Llegamos al parking, fuera ya del corazón de Jesús. La brisa primaveral era algo fresca, y la luz del atardecer, de una delicadeza divina.
Mi madre todavía no había llegado, y era raro, porque casi siempre estaba esperándome cuando salía. Miré alrededor y vi que una chica morena, y con curvas había arrastrado a Toby contra la pared de piedra de la iglesia y lo besaba apasionadamente. Estaban tan cerca que oía los extraños sonidos de sus lenguas pegadas, y a Toby diciéndole «Siempre», y a la chica respondiéndole «Siempre».
De pronto Paige se detuvo a mi lado.
Paige: Son grandes creyentes de las manifestaciones públicas de afecto —murmuró.
Yo: ¿Qué es eso de «siempre»?
El ruido de lametones aumentó de volumen.
Paige: «Siempre» es su rollo. Siempre se querrán y esas cosas. Calculo que se habrán mandado la palabra «siempre» por SMS unos cuatro millones de veces en el último año, y me quedo corto.
Llegaron otros dos coches, que se llevaron a Michael y a Shana.
Ahora Paige y yo estábamos solos, observando a Toby y a Jenna, que se embalaban como si no estuvieran apoyados en un lugar de culto. La mano de Toby llego al pecho de Jenna, por encima de la blusa, manoseándola. Me preguntaba si era agradable. No lo parecía, pero decidí perdonar a Toby porque estaba quedándose ciego. Ya se sabe que los sentidos tienen que pegarse un festín mientras todavía tienen hambre.
Yo: Imagínate la última vez que vas al hospital —le dije en voz baja—. La última vez que vas a conducir un coche.
Paige: Estás matando mi vibra aquí, Emily Fields —contestó sin mirarme—. Estoy intentando contemplar el amor juvenil en todo su torpe esplendor.
Yo: Creo que está lastimándole el pecho —le comenté.
Paige: Sí, es difícil determinar si está excitándola o haciéndole una revisión de mamas.
Paige McCullers se metió la mano en un bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos, nada menos. Lo abrió y se colocó un cigarrillo entre los labios.
Yo: ¿En serio? ¿Crees que eso es genial? ¡Oh, Dios! Acabas de arruinarlo todo.
Paige: ¿Qué cosa? —me preguntó volviéndose hacia mí muy seria. El cigarrillo, sin encender, colgaba de la comisura de sus labios.
Yo: La historia de una chica que no es poco atractiva, ni poco inteligente, ni parece tener nada malo, que me mira, me señala usos incorrectos de la literalidad, me llama hermosa y me pide que vaya a ver una película a su casa. Pero, claro, siempre tiene que haber una hamartía, y la tuya es esa…que, aunque TIENES UN PUTO CÁNCER, das dinero a una empresa a cambio de la posibilidad de tener MÁS CÁNCER, joder. Te aseguro que no poder respirar es una PUTA MIERDA. Totalmente frustrante. Totalmente.
Paige: ¿Una hamartía? —me preguntó. El cigarrillo, todavía entre sus labios, le tensaba la mandíbula. Desgraciadamente, tenía una mandíbula preciosa.
Yo: Un error fatal —le aclaré apartándome de ella.
Me dirigí hacia el bordillo de la acera y dejé a Paige detrás de mí. En ese momento oí que un coche arrancaba al final de la calle. Era mi madre. Fijo que había estado esperando a que hiciera amigos. Sentía crecer en mí una extraña mezcla de decepción y molestia.
La verdad es que ni siquiera sabía lo que sentía, solo que era muy fuerte, y quería golpear a Paige McCullers y también cambiarme los pulmones por otros que no pasaran olímpicamente de ser pulmones. Estaba en el bordillo de la acera con mis Converse, los grilletes en forma de bombona de oxígeno en el carrito, a mi lado, y en cuanto mi madre se acercó, sentí que me cogían de la mano. Me solté, pero me giré hacia ella.
Paige: Los cigarrillos no te matan si no los enciendes —me dijo mientras mi madre se acercaba al bordillo—. Y nunca he encendido uno. Mira, es una metáfora: te colocas el arma asesina entre los dientes, pero no le concedes el poder de matarte.
Yo: Una metáfora —añadí dudando.
Mi madre estaba ya esperándome.
Paige: Una metáfora -me repitió
Yo: Decides lo que haces en función de su connotación metafórica… —le contesté.
Paige: Por supuesto - me contestó con una sonrisa tonta, de oreja a oreja- Soy una gran aficionada a las metáforas, Emily Fields.
Me giré hacia el coche y di unos golpecitos en la ventanilla, hasta que bajó.
Yo: Voy a ver una peli con Paige McCullers -le dije a mi madre- Grábame los siguientes capítulos del maratón del reality, por favor.
