Es de los primeros en llegar al cementerio, Baltazar rebosante de una vida que ya no tiene, la expresión dulce, el traje impecable. Homero guarda el primer habano de la noche en uno de sus bolsillos, enciende el segundo, fuma el tercero.

La gente forma una línea conforme van llegando, primero para admirar el cadáver ('¡era tan joven!'), segundo para saludar a sus tíos y a sus padres ('¡deben de estar tan orgullosos!'), tercero para agitar con afecto sus manos ('¡excelente mano de obra, hijo!').

Sabe que es culpable y sabe que no van a encarcelarlo y sabe que Baltazar mismo no habría logrado hacer un mejor trabajo; sabe que murió sabiéndolo, sabe que continuará en muerte sin poder cambiarlo.

(Mayor razón para regodearse frente al ataúd ahora, para disfrutar de sus habanos.)

Pasa la velada sumido en la ganada sensación de superioridad que su talento justamente le otorga, el recuerdo de la ceremonia y los rostros de la gente saludando y cotilleando y contemplando al querido primo una danza a su honor justamente ejecutada.

Y entonces entra ella.

Baltazar de repente deja de parecer tan joven, tan importante, de repente otro cadáver más, otra tumba a las interminables filas decorando sus propiedades.

Su momentáneo escrutinio lo declara insignificante, y la ama, la ama, la ama con una necesidad que lo ciega.

La ama, se repite, embobado por la columna blanca de su cuello, por el susurro portentoso que es su voz, por la herida que es su boca.

(Rojo sobre negro sobre blanco, sobre blanco, sobre-)

-Monsieur Addams-. Y su mano es perfecta, perfecta entre la suya, contra su boca, contra su rostro, perfecta, perfecta por si sola, perfecta.

(pero no debería estar nunca sola si puede sostenerse en él, si puede él, sostenerla.)

-Señorita-. Su mano en su boca, su palma, y el embrujo que es su voz. Los desea a todos.

(Se los entrega, todos.)