Y entonces cayó. El suelo era frío, pero el frío le distraía, era molesto, dolía, incomodaba, pero le distraía, y eso era todo lo que importaba. Porque cayó, y cayó directo en su propia oscuridad, teniendo como única compañía su respiración ligeramente acelerada y el frío que tocaba sus piernas, porque el frío la cobijaba, la insensibilizaba mientras sentía como su pecho ardía al romperse parte por parte.
Porque ese frío era el único resquicio de prueba para su existencia, lo único que confirmaba que su cuerpo no estaba rompiéndose literalmente en mil pedazos. Pero también estaba el dolor, el dolor que recorría todo su pecho, bajaba para revolver su estómago, recorría sus piernas haciéndolas temblar y subía para salir de su cuerpo en forma de grito, no sin antes pasearse por sus brazos para expresarse como golpes al suelo, usando como última salida, como el método de escape por excelencia, cada pequeña y frágil lágrima que caía por sus ojos.
Ella estaba rota. Abrazaba su propio cuerpo intentando no caer pero aun así cada pedazo de existencia escapaba de su ser como el aire que respiraba, y por eso hasta respirar dolía. No había manera de evitarlo, y es que no había manera de detener su dolor, porque ella se regocijaba en su propio sufrimiento, martirizando cada movimiento, solo por el frío dolor que era lo único que le mantenía viva.
