Disclaimer: Todo pertenece a JKR. Todo, todo y todo. Menos la idea, que le pertenece a Furiosity.

El fic fue escrito por Furiosity para la comunidad livejournal de hdholidays. Yo sólo lo traduzco. Espero haberle hecho justicia al fic (que a mí me encantó) ya que es la primera vez que hago una traducción. De nuevo, mil gracias a Sirem por betearlo. El link al original en mi profile.


-Adiós al Ayer-

Goodbye to Yesterday

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Escrito por: Furiosity

Traducido por: Azazel Black

Beteado en castellano por: Sirem

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Todos los viejos puñales

que se han oxidado en mi espalda,

los clavo en la tuya.

——Adrienne Rich

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—¿Sabes la verdadera diferencia entre muggles y magos, Draco?

Draco se encogió de hombros. Sabía que los muggles no podían hacer magia, por supuesto, pero eso no los hacía tan diferentes a Draco, que tampoco podía hacer magia todavía.

Lucius Malfoy asintió en dirección al amarillento campo más allá del límite de los terrenos Malfoy.

Un almiar, exactamente con la misma forma que la verruga en la nariz de la Tía Cordelia, se alzaba cerca del borde del campo.

—¿Qué harías tú si te dijera que he escondido una aguja entre esa paja? —preguntó Lucius. —¿Cómo la encontrarías?

—¿Qué me importaría a mí una vieja aguja?

—Buena respuesta, —dijo Lucius, y se rió entre dientes de una manera que hizo que a Draco sentir calidez en su pecho. —Pero digamos que es una aguja especial. Es la aguja de mamá, y ella la quiere de vuelta. ¿Cómo la encontrarías dentro del almiar?

—Hechizo de convocación. —Draco no podía esperar hasta el próximo año, cuando iría a Hogwarts y aprendería sus propios hechizos de convocación.

―Buen chico. ¿Sabes lo que haría un muggle?

―No sé.

No lo sé. No hables como un plebeyo, Draco. Nuestro apellido no es Weasley.

Draco sabía todo sobre los Weasley. Eran gente horrible, desagradable, que dormía con sus cerdos. Draco odiaba los cerdos. Eran sucios y asquerosos, y tenían pequeños ojos brillantes que parecían reírse de Draco cada vez que miraba a hurtadillas en la pocilga…

―¿Entonces qué haría un muggle para conseguir la aguja?

―¿Aguja? —Draco alzó la vista hacia su padre. —Oh. No lo sé. Si no tuviera magia, tendría que ir allí y buscarla, ¿no? Con sus manos, quiero decir.

Lucius asintió.

—De ahí es de donde sale el dicho 'buscar una aguja en un pajar'. Significa buscar algo con muy poca esperanza de encontrarlo siquiera.

Draco abrió la boca para apuntar que él actualmente necesitaría usar las manos, también, así que eso todavía no lo hacía muy diferente de un muggle, pero su padre continuó hablando, la fría mirada gris fija en el almiar.

―Algunos de ellos no son tan tontos como los demás —dijo Lucius despacio. ―Usarían un imán. Es un mecanismo que imita al hechizo de convocación, pero sólo funciona con metal.

―¿Cómo es? —preguntó Draco. Por alguna razón, se imaginaba algún tipo de caja rectangular cubierta de afilados, brillantes pinchos rosas.

―Nunca he visto ninguno —dijo Lucius. ―No es que me importe mucho. Los mecanismos muggles son, con alguna excepción, primitivos y poco imaginativos. —Una hoja de un tono marrón otoñal se pegó a la manga de su túnica. Lucius la levantó con dos dedos, luego la dejó ir. Una ráfaga de viento se llevó la hoja flotando a través del creciente crepúsculo, más allá del pajar. ―Algunos muggles, —continuó en un tono vacío, —tienen afición por la destrucción, y quemarían la paja antes de usar un imán.

En su visión mental, Draco vio el almiar ennegrecer mientras chispas naranjas bailaban en el crepúsculo.

―De cualquiera de las formas, los muggles son inútiles sin sus herramientas —concluyó Lucius. ―El valor de un muggle es igual al número de herramientas que posee. El valor de un mago es su magia, y nosotros no necesitamos herramientas para tener magia. Nuestro potencial es ilimitado.

―¿No son herramientas las varitas? —pensó Draco en voz alta.

―Chico listo. Pero nuestras varitas únicamente nos ayudan a usar la magia de nuestro interior para manipular la magia de alrededor. Son conductoras; no pueden crear magia ni destruirla. Una bruja o un mago puede aprender a controlar la magia sin usar una varita. Solo que toma mucho más tiempo del que permiten las normas de educación mágica —Lucius señaló con el dedo en dirección al pajar. Un frío fuego azul estalló cerca de la cima del montón de paja, luego desapareció tan repentinamente como había aparecido.

―Los muggles creen que tienen libre albedrío —dijo Lucius. Se apartó del campo y miró fijamente hacia la amenazante mansión. ―Cuando realmente, están bloqueados en una batalla constante con el mundo a su alrededor. Esa batalla es la que les dicta lo que hacen. La batalla los dirige.

Draco había visto muggles una vez o dos de camino al Callejón Diagón. No habían parecido muy guerreros.

―Parecen bastante pacíficos.

―Por supuesto que lo parecen. En este punto de su historia, los muggles prefieren decirse a sí mismos que han conquistado el mundo, e irán tan lejos como haga falta para convencerse de ello. No quieren admitir que continúan siendo los mismos animales salvajes cuya existencia está enteramente enfocada a sobrevivir en un ambiente hostil.

―Pero ellos pueden pensar, ¿no? —Draco frunció el ceño.

―También pueden los vampiros. Eso no los hace humanos —Lucius se giró hacia Draco y lo miró fijamente, con un vago regocijo en los ojos. ―La libertad es lo que nos hace humanos, Draco. Los magos somos los únicos seres realmente libres. No importa lo sofisticadas que se vuelvan sus máquinas, los muggles son esclavos de su naturaleza animal, de su completa falta de potencial.

Lucius se acercó y puso su brazo alrededor de los hombres de Draco. Hizo un gesto amplio con su otro brazo.

—Nosotros no somos como ellos. Todo esto está a nuestra disposición —suspiró. —Cuando vayas a la escuela el próximo año, habrá gente que te dirá que soy un idiota peligroso por pensar como lo hago.

La sangre de Draco hirvió ante el pensamiento de alguien llamando idiota a su padre.

—Ellos son los idiotas —dijo con vehemencia.

Lucius sonrió sin quitar sus ojos del horizonte, y agitó el hombro de Draco ligeramente. —Espero que recuerdes eso cuando hayas crecido, pequeño. Ahora vámonos. Tu madre debe estar preocupada.

Caminaron a lo largo del mismo camino polvoriento que tomaban cada tarde, pero Draco se sentía diferente esa noche, como si todos sus sentidos se hubieran realzado. Los árboles desnudos todavía aferrándose a sus débiles vestimentas de hojas coloreadas por el otoño parecían más brillantes, más nítidos. El olor a tierra húmeda era abrumadoramente ácido; Draco casi podía saborearlo al final de su boca, sal y hierba muerta. En algún lugar detrás de ellos, el canto de un cuco solitario parecía incluso inteligible: ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién es? ¡Cucú!. Draco imaginó que podía sentir el curso de su magia a través de su sangre, reuniéndose en las puntas de sus dedos, anhelando por explotar en una tormenta de chispas azules. Él era uno de los elegidos, de los realmente libres, de los poderosos.

Draco se giró para mirar el almiar. Se quemaba tan brillantemente como había imaginado que lo haría. Una fina sonrisa pasó rozando los labios de su padre cuando siguió la mirada de Draco.

—No hay nada de malo en tener afición por la destrucción cuando no tienes porqué sufrir ninguna consecuencia.

Draco tenía diez años.

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Un helado viento del norte se abría camino a través de las ennegrecidas, nudosas ramas. Ellas crujían en protesta: duele, duele, duele. Esos árboles nunca habían visto el sol, echado hojas o escuchado los pájaros saludar a la primavera. Sólo conocían el viento y la niebla permanente cubriendo esa tierra abandonada, esa isla sin nombre y su silenciosa fortaleza.

Azkaban.

Brumosos grupos de niebla iban a la deriva a través del cielo negro, como leche cuajada en té. Cerca de las almenas, la niebla era tan densa que la torre de encima era invisible. Se rumoreaba que los prisioneros eran enviados a esas celdas por mal comportamiento: cualquiera se pensaría dos veces romper las reglas después de pasar dos semanas rodeado por nada más que el silencio mortal de la niebla. Ésta era casi parte del paisaje permanente de la isla: el único legado dejado tras generaciones de dementores.

Espirales grisáceas de neblina, la hija ilegítima de la niebla, se curvaban alrededor de las rocas dentadas, forrando el camino hacia los portones de hierro macizo. Aquí y allí, desafiantes malezas traspasaban los espacios entre los adoquines debajo de los pies.

Bloqueados en una batalla con el mundo a su alrededor.

Ante el espontáneo pensamiento de las palabras de su padre, los pasos de Draco flaquearon. Inmediatamente recibió un afilado pinchazo en la espalda, proveniente de la varita de su mudo escolta. Draco reanudó la subida a los portones pero no pudo fijarse en los alrededores por más tiempo. Su padre había muerto tras esas frías paredes. ¿Compartiría Draco su sino? ¿Estaba la línea Malfoy destinada a acabar ahí, con nada más que el viento para lamentar su paso?

Los portones se balancearon abiertos para admitir a Draco, y él se encontró a sí mismo de pie sólo en el pequeño jardín, cerca de la estatua de un caballo. Un cieno con apariencia venenosa cubría los ojos y la crin del caballo.

―NOMBRE —retumbó una voz proveniente de la boca de la estatua.

Draco miró alrededor frenéticamente, pero estaba sólo. Su centinela debía de haber vuelto a su ferri. ―Draco Malfoy, —dijo, levantando la cabeza.

Hubo un sonido indistinguible, como el arrastre de unos pies, y luego una puerta se materializó en la pared a la derecha de Draco, justo como la puerta de la Sala de los Menesteres en Hogwarts…

La puerta se abrió. ―TIENES TREINTA SEGUNDOS. UN PASO EN OTRA DIRECCIÓN SERÁ CONSIDERADO UN INTENTO DE FUGA, —dijo la estatua del caballo.

―¿Y entonces qué? —preguntó Draco con una mueca escéptica de su boca. ―¿Qué me pasará si intento fugarme?.

―MUERTE.

Debió de haber sido la imaginación de Draco, pero pareció como si los ojos de la estatua hubieran brillado en rojo por un momento muy breve. Caminó hacia la puerta con deliberada lentitud, aún si lo que de verdad quería era correr dentro y cerrarla bien segura. No perdería su fachada, daba igual lo que pasara. No allí, no en el lugar que había matado a su padre. Los pasos de Draco hacían eco de un modo aburrido a su alrededor: el aullido del viento era inaudible allí, como si la muralla exterior de la fortaleza fuera una barrera impenetrable contra el mundo exterior.

―Por Dios, hombre, ¿tienes deseos de morir? —fueron las primeras inconfundibles palabras humanas que Draco había escuchado desde su llegada a la isla.

La voz que dijo las palabras pertenecía a un guapo mago que parecía más o menos de la edad de Draco, quizás un poco mayor. Vestía una túnica gris oscuro igual a la que le habían dado a Draco justo después de haberle quitado la varita. De cualquier modo, la túnica de Draco no tenía la palabra "guardia" bordada en blanco a la izquierda del pecho.

―¿Es éste el recibimiento estándar para todos los prisioneros? —preguntó Draco, cuando se dio cuenta de que el hombre estaba mirándolo expectante. Le sonó vagamente familiar, pero Draco no pudo situarlo. Pensándolo un poco, debían de haber ido juntos a Hogwarts.

El guardia alzó una ceja.

―Sólo estoy sorprendido de que no te advirtieran de que no entablaras conversación con el Viejo Guardia. Es algo viejo y bastante cascarrabias la mayoría del tiempo.

―¿El Viejo Guardia?

―La estatua del caballo. Es uno de los pocos encantamientos de antes de la era de los dementores que los cerebritos del Ministerio han sido capaces de restaurar. Creo que hicieron un trabajo bastante pobre, ya que la estatua a menudo se cree que está viva.

Draco echó un vistazo hacia la estatua del caballo, pero la puerta se había cerrado durante ese tiempo. Miró alrededor y no vio nada excepto un pasillo de piedra negra estrechándose hacia el infinito, iluminado muy de vez en cuando por antorchas en la pared. Se preguntó qué otras sorpresas desagradables le esperaban en esta nueva Azkaban. Él solo se había encontrado a dementores un par de veces antes —allá por su tercer año, si la memoria no le fallaba—, y estaba contento de no tener que lidiar con ellos de nuevo. No sabía qué había pasado con los dementores de Azkaban después de la Guerra, y tampoco le importaba mucho.

―¿Es ésta, entonces? —preguntó, girándose hacia el guarda. ―¿Es ésta mi, eh, celda?

―Estas algo ansioso, ¿no, Malfoy? —replicó el guardia con una sonrisa desagradable.

Draco resopló.

―Cuanto antes empiece mi condena, antes acabará.

―¿Cuánto te han echado? —el guardia sacó un pequeño trozo de pergamino del bolsillo y lo estudió. ―Ah. Un año… bloque de celdas H8… no libertad condicional… ¿Un año entero sin libertad condicional por un mero intento de asesinato? El Wizengamot debió haber sido un colectivo duro aquel día.

―No te haces una idea, —murmuró Draco. Ya había decidido que no le gustaba aquel pequeño hombre presumido que obviamente se creía que era un experto de la justicia criminal, y probablemente consideraba todas sus opiniones con suma relevancia. De cualquier forma, no había necesidad de contrariar a la ayuda prestada. No se podía razonar con los dementores; con algunos magos, sí.

―Ya veo que eres un tío hablador —dijo el guardia con un encogimiento de hombros. ―Muy bien, entonces. Como ya debes saber, tu papeleo fue tramitado en Londres, así que todo lo que yo tengo que hacer es enseñarte tu celda. Quedas advertido de que debes seguirme y caminar recto; un paso en otra dirección…

―…será considerado un intento de fuga —terminó Draco por él. ―Ya he tenido esa conversación con el caballo cascarrabias, gracias.

Los ojos oscuros del hombre flashearon brevemente. ―No crees que seas culpable para nada, ¿verdad?.

Oh, genial. Este tío probablemente se creía que era filósofo también.

―Malamente importa lo que yo piense, —dijo Draco.

El guardia rió. ―Me gustas —dijo. ―Tienes espíritu.

Draco lo consideró por un momento. ―Tú también me gustas —dijo, sin alterar la voz. ―Tienes una túnica gris.

Un confundido fruncir de cejas estropeó los rasgos del guarda, y Draco de repente recordó de dónde lo conocía. El Baile de Navidad, bailando con aquella espantosa, presumida mestiza, Fleur Delacour. Davies, ese era su nombre. Roger Davies. En esos pocos años desde la escuela, sus rasgos afilados habían palidecido de una manera extraña. Quizá aquello fuera parte de la vida en Azkaban, pensó Draco con un escalofrío interno.

―Bienvenido a Azkaban —dijo Davies finalmente. ―Este magnífico establecimiento está al servicio de romper su espíritu hasta el final de su estancia. —Con eso, emprendió la bajada por el pasillo, dejando a Draco sin otra opción que seguirle.

Pasaron una multitud de puerta con pesadas barras de hierro en ellas. Draco no se arriesgó a echar una ojeada dentro, pero pensó que podía ver una débil luz dentro de algunas celdas. Se preguntó cuántos prisioneros había, y cuántos guardias. Luego se preguntó qué le importaba. No era como si fuera a organizar una fuga.

Tras algunas puertas más, incontables pasillos pequeños y retorcidos, y varios pasajes de escaleras, Davies paró y dio un golpecito con su varita contra una puerta, que se abrió con un gemido reacio. ―Tus aposentos, —dijo Davies, su tono ligeramente burlón. Draco caminó dentro y no se giró hasta que la puerta no había crujido al cerrarse.

La celda era más o menos del tamaño del redil de los elfos domésticos en la mansión, y estaba lo suficientemente sucio para dejar en vergüenza a la casucha muggle de Snape. El aire olía a rancio, una extraña mezcla a sudor añejo, moho y algo metálico, casi como sangre. ¿Era así como olía la desesperación? Draco se dio cuenta repentinamente de que iba a pasar los siguientes trescientos sesenta y cinco días encerrado en ese miserable habitáculo, y sintió su estómago revuelto. No había ventanas; la única luz venía del pasillo al otro lado de la puerta y de una pequeña abertura cerca del techo, demasiado alta para alcanzarla sin una escalera.

Draco miró alrededor por un momento y no vio nada parecido a una silla salvo un cubo en una esquina alejada. Se acercó y el olor le dijo que no sería aconsejable darle la vuelta a no ser que quisiera tener desechos humanos tirados por el suelo. La cama —si es que se le podía llamar así— no tenía siquiera patas. Era una repisa colgando de la pared.

―Te acabas de perder la cena —dijo la voz de Davies desde fuera, y Draco saltó con sorpresa. ―Así que tendrás que esperar hasta el desayuno, me temo.

Draco no respondió mientras se metía en la cama. Estaba casi dolorosamente fría, como si estuviera hecha de piedra. Draco pasó un dedo por ella y se dio cuenta de que estaba hecha de piedra.

―Puta mierda, —dijo en un aliento. Le habían advertido que las condiciones de Azkaban eran austeras; sólo que no se había dado cuenta de cómo de austeras. El pecho de Draco destelló con un renovado estallido de odio hacia el hombre que lo había mandado allí.

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La túnica gris de prisionero pesaba demasiado, pero Draco hizo su mejor esfuerzo para ignorar su incomodidad. Casi lo consigue. Unos pocos minutos más y sería un hombre libre, y luego podría vestir cualquier cosa que quisiera. O nada en absoluto.

Griselda Marchbanks traía una mueca severa mientras se acercaba a la silla de Draco. Los otros miembros del Wizengamot los miraron, las caras impasibles, pero hubo algunos murmullos provenientes del pequeño público. Los juicios de los mortífagos eran abiertos al público, y alguna gente aprovechaba la oportunidad. Draco desearía que no lo hicieran, pero uno no puede tenerlo todo.

Marchbanks se aclaró la garganta.

―Sr. Malfoy, usted ha, efectivamente, demostrado que sus acciones durante los últimos años de la guerra habían sido necesarias para mantener su tapadera como espía del Ministerio de Magia. De cualquier forma, hay tres casos de intento de asesinato por los que todavía no ha respondido. Estoy hablando de Katherine Bell, Ronald Weasley y Albus Dumbledore.

Draco había estado esperando por ese momento desde que el juicio había empezado hacía seis horas.

—Me temo que no puedo recordar esos sucesos con claridad. Estaba actuando bajos los efectos de la maldición Imperius cuando…

―¡Está mintiendo!

Draco alzó la vista, sorprendido. Conocía esa voz, esa cara, esa expresión indignada, esos ojos centelleantes. ¿Cómo sabía Potter que estaba mintiendo?

―Había creído que estos juicios eran conducidos por el Wizengamot —dijo Draco fríamente, ―y no por miembros del público. —Al lado de Potter, su novia estaba tirando de su manga, pareciendo horrorizada. Por primera vez en su vida, Draco estuvo de acuerdo en algo con un Weasley.

―Está mintiendo —insistió Potter, aparentemente ignorante de las miradas de desaprobación que estaba recibiendo del Wizengamot. ―Yo estaba allí esa noche. Bajó la varita y le permitió a Dumbledore razonar con él. No habría hecho eso bajo la Imperius.

Desde que Potter se había enterado de que Draco espiaba para el Ministerio, los dos habían formando una reacia, reticente pseudo amistad. Draco nunca supo cómo llamarla, pero no había sido su antigua rivalidad, su viejo odio mutuo. En ese momento, sintió como si el fino lazo que los unía se hubiera roto sin siquiera algún sonido. Draco no dijo nada, y Potter se sentó de nuevo, su mirada de indignación reemplazada por una de superioridad.

Cuando los miembros del Wizengamot se separaron del público mediante un hechizo imperturbable, para discutir el veredicto, Draco se sintió bastante idiota: ¿cómo podía no haberlo visto? No había sido nada parecido a amistad. Potter estaba preparado para tolerar a cualquiera que estuviera en contra suyo. Draco no era —nunca sería— lo bastante importante para que Potter comprometiera sus valores. Nunca serían amigos o algo parecido.

Que Draco hubiera sido lo suficientemente estúpido para pensar que podía contar con que Potter mantuviera la boca cerrada, había sido un terrible descuido. Tener un acuerdo y creer que tenías un acuerdo eran cosas muy distintas. Draco había estado tan sólo durante la guerra; había sido tan fácil creer que había encontrado un amigo en Potter, sin importar lo tenue que fuera esa amistad. En realidad, había sido apuñalado, nada más.

Sentenciaron a Draco a pasar un año en Azkaban por tres intentos de asesinato. Su crimen de perjura significó la pérdida de su derecho a libertad condicional, e incluso eso había sido una concesión hecha por la insistencia de Dolores Umbridge. Si no hubiera sido por su intervención, Draco se habría enfrentado a tres años con posibilidad de obtener libertad condicional después de uno y medio.

Durante su última noche en su celda provisional, Draco se tumbó y recreó escenas de la guerra lentamente en su mente. Potter casi rompiéndole la mandíbula… la incredulidad en los ojos de Potter cuando el Ministro reveló que Draco había estado trabajando para él… la primera sonrisa agrietada de Potter ante un comentario de Draco sobre la dirección del Ministro… la primera noche que ellos dos habían compartido una botella de Wishky de Fuego y Potter casi escindiéndose…

Todos esos recuerdos habían significado algo para Draco —un cambio para mejor, una oportunidad de futuro como parte del lado ganador,— pero todas esas esperanzas habían sido aplastadas cuando Potter se había levantado en el Wizengamot. Draco no tenía ninguna duda de que si Granger o Weasley hubieran estado en el lugar de Draco, Potter se habría sentado tranquilamente y no habría dicho una palabra. Los amigos de Potter importaban. Draco no.

La única razón de que fuera a ir a la cárcel mañana era que él no le importaba a Harry Potter. El pensamiento llenó a Draco con una silenciosa, desesperada rabia que lentamente dio lugar a un irresistible deseo de venganza. Mientras se dejaba llevar por el sueño, se sintió listo para enfrentarse incluso a un millón de años en Azkaban siempre y cuando eso significara que al final, haría que Potter pagara.

Draco se despertó por el frío punzando en sus mejillas. Sus lágrimas de frustración y rabia se habían hecho camino de sus sueños a la realidad. El sueño fue olvidado rápidamente, de cualquier forma, cuando inhaló el inconfundible aroma a huevos fritos. ¿Un desayuno caliente en ese sitio maldito? ¿Era eso posible? El cuerpo entero de Draco dolía debido a la noche pasada encima de la repisa de piedra... no podía siquiera llamarla cama. Aún así, el dolor se nublaba en comparación con el fiero odio que ardía en su interior con renovada fuerza. Draco esperó revivir su juicio cada noche desde ese día en adelante. Eso lo mantendría fresco en su memoria y le recordaría lo que esperaba al final de su sentencia.

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Las barras de hierro en la pequeña puerta redonda de apertura se desvanecieron y un plato flotó hacia Draco. Lo tomó con las dos manos, la boca haciéndosele agua en anticipación. Como fuera, el plato de metal no traía huevos fritos: había dos grumos deformes; uno era pan tan duro que podría haber fracturado incluso el cráneo de Potter, y el otro era queso que olía como los calcetines de Goyle.

―¿Qué se supone que significa esto? —se preguntó Draco en voz alta.

―Es el desayuno —dijo la voz de Davies desde el otro lado de la puerta. —¿Qué estabas esperando, tostadas y arenques ahumados?

―No, estaba esperando huevos fritos, —dijo Draco. —Eso fue lo que olí.

―Indeseable tu continental sentido del olfato —dijo Davies casi afablemente. ―Olvidé cómo de afilados están los sentidos de los nuevos prisioneros. No tenemos gente nueva muy a menudo desde los juicios de los principales Mortífagos, ya sabes.

Draco dejó el plato encima de la repisa y se puso de pié. Se acercó a la puerta y se dio cuenta de que las barras de hierro aún estaban desvanecidas de la apertura.

―Así que, —empezó cuidadosamente —¿hay alguna razón especial por la que oliera huevos fritos cuando mi desayuno consisten en piedra y barro?

Los ojos de Davies eran casi negros en la escasa luz de las antorchas de fuera. Fijó su mirada en Draco y sonrió; la expresión le daba un aspecto infantil, lucía casi tímido.

—Sí, —dijo. —Hay una razón muy especial para eso —sus ojos no abandonaron los de Draco mientras hablaba. —¿Te gustaría saber cuál?

Draco estaba tan cerca de la puerta ahora que veía pequeños reflejos de sí mismo en los ojos de Davies. Pensó que lucía confundido. También sintió un miedo sin nombre acechando los límites de su mente, y la celda de repente parecía demasiado caliente a pesar del frío en la espalda de Draco.

—Por supuesto que me gustaría saberlo, —se oyó decir a sí mismo. —¿Por qué si no habría preguntado?. —Una parte de su mente estaba gritando que realmente no quería saberlo, pero era demasiado tarde para retractarse.

—Soy el guardia residente de este bloque de celdas, —dijo Davies, una lenta sonrisa expandiéndose en su rostro. —No tengo tiempo libre excepto en Navidades, y eso sólo son dos días. Puedo llegar a sentirme tan solo como todos vosotros.

Draco parpadeó. ¿Davies estaba solo?

—Solo. —No se había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que Davies se rió entre dientes.

—Muy solo, si sabes lo que quiero decir. —La voz de Davies era más baja ahora, casi un gruñido.

Oh.

—Eso es enfermo.

—No tan enfermo como te pondrás tú comiendo la comida estándar de la prisión, —dijo Davies, su voz normal de nuevo. —Házmelo saber si decides que ya no es enfermo. Prefiero las cosas… consensuales.

Las barras de hierro reaparecieron y Draco fue dejado solo para mirar fijamente hacia la oscuridad más allá de la puerta y escuchar los pasos Davies retirándose.

Solo.

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Seis meses pasaron más rápido de lo que Draco habría pensado que lo harían.

Cuando había venido a Azkaban la primera vez, había estado determinado a mantener su dignidad. Que te dieran por el culo de una manera digna, de cualquier forma, era más fácil de decir que de hacer. Por otra parte, su celda ya no se parecía a la casa de Snape o siquiera al redil de los elfos domésticos de Malfoy Manor. Era una bien iluminada, acogedora habitación con una pequeña estantería de libros y una bandeja de frutas en un armario en la cabecera. Cada cosa le había costado algo a Draco —una mamada, una paja, un polvo—. A Davies le gustaba llamarlo "rogerar" y se reía con entusiasmo cada vez que lo decía.

Al principio, Draco había odiado a Davies, casi tanto como odiaba a Potter. Con el tiempo, sin embargo, Draco admitió para sí mismo que Davies no le había forzado a nada. Sus toques nunca eran rudos, y había hecho que Draco se corriera la mayoría de las veces —lo que sea que fuera, no era violación. Draco había estado tres días comiendo el pan duro y el queso rancio cuando finalmente había dicho el nombre de Davies y había accedido a echar un polvo a cambio de una cena decente.

Si había querido abandonar la prisión con su dignidad intacta, todo lo que habría tenido que hacer habría sido seguir comiendo lo que le daban. Semejantes heroicidades, no obstante, eran para los Gryffindors. Draco estaba demasiado acostumbrado a la comodidad para negarse algo a sí mismo cuando tenía una manera de conseguirlo. Cierto era, eso le hacía una puta. Draco cogió una mandarina de la bandeja de frutas y comenzó a pelarla. Prefería ser una puta durante un año que morir de malnutrición o hipotermia.

La segunda cosa que había pedido había sido un cubo de letrina autolimpiador. Luego vinieron las almohadas, un colchón relleno, las mantas, el armario de la cabecera lleno de ropa interior limpia, las túnicas de repuesto, la posibilidad de ducharse diariamente… En su momento, Davies se estaba dejando caer por la celda de Draco cada noche. Draco se acostumbró a la manera en la que olía, la manera en que se movía. Incluso compartían algún chiste interno entre ellos, pero Davies nunca dejaba que Draco olvidara que él tenía el control.

Hasta el día en que Draco dejó escapar un gemido cuando Davies se la estaba chupando. Davies dejó de moverse y alzó la mirada hacia Draco con algo parecido a reverencia, y luego renovó sus esfuerzos con gran fervor. La mente de Draco giraba en torno a "polla siendo chupada" y "posible nueva información sobre guardia chupapollas que necesita ser castigado". Experimentó gimiendo un par de veces más, y la siguiente noche, mientras Davies lo inclinaba sobre el colchón y empezaba a lubricarlo, Draco suspiró.

—Date prisa y fóllame.

Los dedos de Davies se pararon. —¿Tienes prisa?

—Joder, sí, —continuó Draco en la misma voz entrecortada. —Quiero sentir tu polla dentro de mí, Davies. Quiero que me folles… — se sentía completamente ridículo diciendo eso, pero sabía que había dado con el filón de oro. Davies había estado inusualmente silencioso después, y, de hecho, parecía que fuera a besar a Draco antes de irse. Gracias a Dios, no lo hizo, o Draco habría vomitado toda su cena tan difícil de conseguir.

Cuanto más simulaba Draco interés en los avances de Davies, más dócil se hacía Davies. Draco no podía comprenderlo —¿cómo no podía Davies ver a través de él?. Seguramente los otros prisioneros habían intentado eso, seguramente alguien más había notado que Davies solamente estaba falto de atención. Seguramente Davies se había dado cuenta de que solamente estaba falto de atención. Era un mago de sangre pura, uno de los poderosos, uno de los elegidos. No se suponía que estuviera tan falto de autoconciencia.

Pronto, Davies no estaba siquiera siguiendo el hilo de lo que hacían, mientras que antes había mantenido una estricta cuenta de cada "cambio de favores", como le gustaba llamarlo. Aparecería en la celda de Draco y luciría esperanzado, como si fuera Draco el que tenía el control. Cuando Draco, una vez, se arriesgó a decir que no estaba de humor, Davies lo miró preocupado y preguntó si necesitaba algo.

Draco nunca había sabido que el sexo podía dar tanto poder.

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La pena de prisión de Draco estaba terminando. Ese era el pensamiento con el que se despertaba cada mañana y se iba a dormir cada noche. Davies le había dado un calendario, y Draco usaba tinta verde para rodear cada día terminado. Tres semanas. En tres semanas, sería libre.

La puerta de la celda se abrió silenciosamente —Davies había engrasado las bisagras hacía años— y alguien entró de puntillas. Draco ni siquiera se había girado para mirarlo.

—Eh, estuve pensando, —dijo Davies, sentándose en la silla al lado de la cama. —Tu pena casi ha acabado.

—Qué coincidencia, —replicó Draco, dejándose caer sobre su espalda. —Yo estaba pensando justo lo mismo.

—¿Estás feliz de irte?

—Por supuesto que estoy feliz de irme. Sabes cuánto quiero a mi madre, y ella no me puede visitar aquí.

—Sabes que habría arreglado eso por ti si pudiera. —El tono de Davies era defensivo.

—Sí, sí, —dijo Draco, ondeando una mano impaciente. —Todos tenemos límites. No te tortures por eso. Lo primero que voy a hacer cuando salga es llevar a mi madre a las Seychelles, —dijo, melancólico de repente. —Caminaremos a lo largo de la playa y recogeremos esas pequeñas piedras rojas y haremos collares con ellas.

—Suena divertido, —dijo Davies. —Yo nunca he estado en ningún lugar fuera de las Islas Británicas. Fleur me habló mucho sobre Francia, pero supongo que no es lo mismo.

—No, no lo es, —dijo Draco, —pero Francia está sobrevalorada, confía en mí. —Davies soltó una pequeña carcajada. Sonó falsa. Draco se giró hacía él y alzó una ceja. —¿Qué pasa?

—Bueno, sólo me preguntaba qué… quiero decir, ya sabes… tú y yo… éramos… y ahora… no sé qué…

En ese punto, el indicador interno de peligro de Draco estaba yéndose fuera de escala. Había estado esperando evitar esa conversación, viendo que eran los dos hombres y no se suponía que tuvieran ese tipo de conversaciones, para empezar, pero sonaba como si Davies estuviera a punto de lanzarse hacia una confesión, y eso no terminaría bien para Draco, no lo haría.

Pensó en maneras de mantener a raya a Davies. El sexo estaba fuera de cuestión, ya que sólo le decidiría más...

Davies tomó aire y fijó sus ojos en Draco con una mirada penetrante. —Me gustaría verte de nuevo después de que seas libre, —dijo firmemente. —Sólo si quieres, por supuesto.

Lo último sonó como una idea del último momento, una finura añadida sólo para asegurarse de que todas las bases estaban cubiertas. No sonaba como si creyera ni por un segundo que Draco no quisiera verle de nuevo.

Lo último que Draco quería era antagonizar con Davies, pero tampoco quería darle al hombre ninguna falsa esperanza para el futuro. No lo quería dejándose caer por Malfoy Manor y llamándose a sí mismo novio de Draco o algo igual de terrorífico. Tenía bastante buena idea de que decirle a Davies que él había estado jugando antagonizaría con él, por decir lo menos. Draco tenía que ser rápido, así que improvisó.

—No es que no quiera, —dijo Draco lentamente. —Sólo que… tú trabajas aquí y…

—Podría dejar este trabajo. Encontraré otra cosa. Haré lo que sea…

—No, no, no es eso, —dijo Draco. Puta mierda, este tío empezaba a ser como una espina en su costado. —Es sólo que, ya sabes lo mucho que quiero a mi madre. Se moriría de vergüenza si descubriera que soy, ya sabes, gay. —Los ojos de Davies destellaron, pero Draco alzó la mano, silenciándolo. —Moriría de vergüenza incluso más rápido si se diera cuenta de que estuve teniendo relaciones con un… un carcelero.

Supo que había hecho el movimiento erróneo tan pronto como Davies habló de nuevo.

—¿Y qué—preguntó, levantándose y acercándose a Draco, —es lo malo de ser carcelero?

—Nada—dijo Draco, mirando la mano de Davies desapareciendo lentamente en el bolsillo de la varita. —En lo que a mí concierne. Mi madre, sin embargo…

—Si yo te importara lo más mínimo, no escucharías a tu estúpida madre intolerante —escupió Davies. Había locura en sus ojos, y por primera vez en meses, Draco se asustó. Sin embargo, Davies había cometido el error de insultar a la madre de Draco, y eso hacía al miedo por su vida secundario.

—No te atrevas a hablar así de ella —dijo Draco a través de los dientes apretados. —Si yo te importara lo más mínimo, sabrías no insultar a mi madre delante de mí —añadió, inspirado.

—No te atrevas, dice—resolló Davies. —¿No te atrevas? ¿Desde cuándo tú me dices lo que hacer, prisionero ochocientos sesenta y siete?

El estómago de Draco dio una voltereta, pero se dio cuenta de que no importaba lo que pasara, Davies no podría dañarlo seriamente. Una vez le había dicho a Draco que las varitas de los guardias de Azkaban sólo eran capaces de ejecutar un limitado número de hechizos. El Ministerio lo había decretado así para evitar un comportamiento ilícito de parte de los guardias, después de que un prisionero muriera bajo tortura. Había sido el primer caso de muerte violenta en Azkaban desde el principio de la prisión.

Lo más que podía hacerle Davies era aturdirlo. Así que Draco decidió aprovechar la ocasión todo lo que pudiera.

—Ah, ya veo cómo es—dijo, bajándose de la cama. —Cuando digo algo que no te gusta, soy el prisionero ochocientos sesenta y siete. Qué encantador.

—Dios, eres un sinvergüenza, —Davies rechinó los dientes. —Te di todo. Yo te hice. Habrías muerto a las dos semanas si no hubiera sido por mí.

La rabia de Draco fue tan repentina y cegadora que apenas consiguió contenerla.

—¿Sabes qué? Jódete—dijo en un tono cuidadosamente moderado. —Tómalo todo. Sólo me quedan tres semanas. Si tienes razón, moriré en dos, y entonces tú tendrás razón. Pero sal de mi puta vista.

—¿De verdad? —dijo Davies, una sonrisa cruel torció su boca. —Creo que tengo una idea mejor. Creo que una celda en la niebla te dará algo de perspectiva sobre lo que estás dejando ir. Si no me equivoco, hay alguna de legado familiar…

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Las primeras horas no fueron tan malas. Draco aún estaba lleno y era capaz de evitar el frío acurrucándose en una esquina bajo la ventana. Mientras los dedos fríos como el hielo se movían lentamente sobre sus miembros, cerró los ojos y trató de dormir. Lo único que lo hacía entrar en calor era el pensamiento de que él nunca sería tan corto de miras y estúpido como Roger Davies, quien realmente creía que estaba castigando a Draco.

No era placentero, de cualquier manera, pero Draco sabía que en unas pocas semanas, un oficial del Ministerio estaría ahí para escoltarlo de vuelta a tierra firme y lejos de Davies. Lejos de la niebla. Draco abrió los ojos y miró alrededor. Las celdas de la niebla estaban todas en las torres, así que las estancias eran circulares. Al contrario que las celdas normales, éstas tenían ventanas —altas y anchas, extendiéndose a través de la mayoría de las paredes. No había barras de hierro; las ventanas estaban hechas de algo duro y posiblemente irrompible —Draco golpeó sus nudillos en una pero no oyó del revelador repiqueteo del vidrio, sólo un ruido sordo como si estuviera golpeando en madera.

Lo peor de las ventanas era que eran transparentes. Si Draco dejaba su mente vagar por un momento, inmediatamente empezaba a sentirse como si estuviera flotando en una cuba de niebla a la altura de sesenta metros. La sensación era dominante incluso aunque podía sentir el suelo sólido debajo suyo. La única manera de evitarlo era evitar mirar la niebla, pero no había nada más a lo que mirar —excepto hacia el suelo, pero Draco no quería pasar su tiempo allí con la cabeza gacha. Ese lugar, o alguno como ese, había matado a su padre.

Al contrario que Draco, Lucius Malfoy no había tenido el lujo de saber que pronto sería libre. El conocimiento realmente era poder en ese aspecto; después de dos semanas en la celda de la niebla, Draco estaba seguro de que se habría vuelto tan loco como su padre si no contara con ser libre en pocos días. La niebla parecía llegar incluso a través de las impenetrables ventanas, sus largos brazos buscando el cuello de Draco, queriendo ahogarle.

Apenas sabía si era mañana o tarde; la niebla pareció dejar de cambiar de blanco a negro después de varios días —se convirtió en una amenaza gris que estaba en todos lados a la vez, y todos los sueños de Draco eran sobre correr a través de la niebla—. Su padre había muerto allí, solo y desesperado. No importaba cómo de astuta fuera la niebla, Draco no se inclinaría ante ella, no compartiría el destino de su padre.

Las raciones del día aparecían en el medio de la habitación a horas al azar. Draco no podía comer ninguna. Había leído en alguna parte que la comida no era tan esencial como la bebida, así que tragó el agua atropelladamente antes de que desaparecieran los platos, pero no tocó la comida. En dos semanas, Draco perdió tanto peso que no se volvió a preocupar porque no luciría como alguien liberado recientemente de Azkaban —Davies lo había mantenido demasiado bien alimentado―.

Eso le dio a Draco la oportunidad de reflexionar sobre lo que había hecho —convertirse en una puta por unas pocas comodidades y constantes provisiones de caquis —. Ese era un secreto que se llevaría a la tumba. Su padre le había dicho una vez que situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas, y Davies había tenido razón, ¿no?. Si no hubiera sido por él, Draco habría muerto a las pocas semanas. Curiosamente, Draco no sentía rencor hacia Davies. No entendía por qué —después de todo, Davies era el responsable de ponerlo ahí arriba con la niebla y las pesadillas y el cadáver de su padre.

Entonces la verdad golpeó a Draco, y se carcajeó. Davies había sido una mera herramienta y Draco lo había considerado como tal. Había sido un medio para un fin, nada más. Estaba por debajo de Draco tener resentimientos hacia las cosas que utilizaba para conseguir sus metas. Irónicamente, finalmente entendió lo que Potter debía de haber estado pensando en el juicio de Draco. Draco, también, había sido una mera arma. El viejo odio y la rabia de Draco, que habían dormido profundamente en sus venas todo ese tiempo, volvieron a la vida. Todo eso era culpa de Potter, y Potter pagaría.

Draco cerró los ojos y recordó cómo lucía Potter. No podía recordar bien los rasgos distintivos, sólo brillantes ojos verdes detrás de gafas redondas y una boca firmemente determinada. Hombros anchos, caderas estrechas y esa horrible cicatriz. La mente de Draco le proporcionó una imagen de Potter desnudo, presionado contra Draco y jadeando. Un temblor de placer le recorrió el cuerpo —placer de un tipo que no había conocido con Davies.

La niebla susurraba en su oído, sobre el futuro y venganza y tener a Potter para él, hacer con él lo que quisiera. Draco se vio a sí mismo darle a Potter un veneno lento y luego dejando a Potter que se lo follara. Pensó que nada le habría gustado más para Potter que que muriera con la polla enterrada en el culo de Draco, así Draco podría sentir su muerte desde dentro. Había voces en la niebla: voces lúgubres, voces jubilosas. Cantaban para Draco y le decían que tendría su venganza.

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Draco se despertó por un gimoteo infantil. Al principio pensó que finalmente había rizado el rizo y estaba oyendo voces en la niebla todo el tiempo, pero luego se dio cuenta de que realmente no estaba solo en la celda. Davies estaba de rodillas en el suelo al lado de Draco, que estaba acurrucado sobre sí mismo y probablemente parecía bastante muerto, ahora que lo pensaba. Estaba sorprendido de que no estuviera muerto aún, francamente.

—Lo siento, lo siento tanto, —sollozó Davies. —Es todo mi culpa. Ahora nunca llevarás a tu madre a las Seychelles…

Draco pestañeó.

—No estoy muerto, —dijo, pero Davies no pareció oír.

La puerta de la celda se abrió, y Dolores Umbridge entró, vestida con una túnica de un intenso borgoña y una toquilla rosa oscuro, cuyos extremos colgaban de sus hombros como las entrañas de animales muertos. Davies se levantó del suelo inmediatamente, luciendo mortificado.

—Luce encantadora, —comentó Draco. No lo hacía realmente, pero a las mujeres les gustaba escuchar ese tipo de cosas. Se puso en pie con dificultad, lo cual era más fácil pensar que hacer; sus piernas se rehusaban a enderezarse, y se tuvo que sostenerse de la pared mientras conseguía el equilibrio. Davies lo estaba mirando con los ojos muy abiertos, pero Draco hizo su mejor intento por ignorarle. ¿Dolores había venido a por él en persona?

—Gracias, Draco. Confío en que estás listo para el viaje.

—Ciertamente, pero tengo que preguntar… ¿a qué debo el honor de tener tan importante escolta? —no estaba seguro de si estaba siendo enteramente jocoso; él y Dolores habían trabajado juntos y bastante cercanamente durante la guerra, pero había pasado mucho tiempo desde entonces.

Dolores sonrió. —Veo que el tiempo en este horrible lugar no te ha hecho perder tus modales. Qué agradable. Tu madre estará realmente complacida.

El corazón de Draco latió un poco más deprisa. Su madre. ¡La vería en menos de una hora!

—¿Cómo está? —preguntó.

—Después, —dijo Dolores, su sonrisa aún amplia. —¿Estás listo para irte?

Draco miró en rededor. No había nada suyo allí, nada aparte de las Viejas pesadillas y la niebla.

—No creo que haya estado más preparado nunca.

Al pasar al lado de Davies, creyó escuchar "por favor no me olvides", pero debió de haber sido la despedida final de la niebla.

El camino hacia el ferri parecía tomar más tiempo del que Draco recordaba, pero no le importó. Era libre, sus pies en el asfalto en lugar de en el suelo de una celda mugrienta. El aire de la mañana era tan fresco que Draco ni siquiera había notado lo frío que era. No podía esperar para salir de la túnica de preso y entrar en su propia ropa. No podía esperar para caminar por el jardín con su madre. No podía esperar para averiguar qué había estado pasando en el mundo —Davies se había negado a darle El Profeta sin importar cuánto Draco le había persuadido. Eso estaba ahora en el pasado.

—Ese guardia es extraño, ¿no? —remarcó Dolores, evitando a una curiosa criatura con apariencia de lagarto que había salido de alrededor de una roca para mirar a los humanos pasando.

—No se hace una idea, —murmuró Draco. Pateó un adoquín sobresaliente y envió al lagarto correteando entre un montón de arbustos. Estaban cerca del límite de la niebla y Draco se preguntó si vería el sol ese día.

—Escuché un rumor bastante inquietante sobre uno de los antiguos internos a su cargo, —dijo Dolores. Su tono aún era casual, pero Draco olió el peligro.

—¿Qué rumor era ese? —preguntó con un cuidadosamente educado interés.

—Cosas bastante inimaginables, puedo asegurarte. Aún estoy intentando presionar al Ministro para alimentar y entrenar una tanda de dementores para enviarlos de vuelta a la prisión. La opinión pública está altamente en contra, pero la opinión pública estos días está en contra de cualquier cosa que no sea abiertamente aprobada por el chico Potter.

—No me diga que esa lamentable excusa de mago está tratando de mediar en la política ahora, —escupió Draco, sinceramente indignado.

—Oh, no, no está intentando nada, el pobre. Pero su amiga la sangresucia, esa mujer Granger, está siendo una verdadera molestia. Es bastante descarado cómo lo usa a él para conseguir influencia política.

Pasaron la barrera de niebla, pero no había sol para recibir a Draco. Un solitario bote oleaba cerca de una grieta en las afiladas piedras que formaban la costa de la isla. El horizonte era una línea negra entre mar verde grisáceo y cielo azul grisáceo. En algún lugar muy lejano, un solitario faro blanco lució a través de las nubes.

—¿Qué estará haciendo Granger en política? —preguntó Draco. —Lo último que escuché fue que iba a casarse con uno de los Weasleys.

—Oh, se casó con Ron Weasley, pero no debes olvidar que es una sangresucia. No es como si ella no supiera cómo funcionan las cosas. Piensa que el orden natural de las cosas está mal, y busca cambiarlo.

La boca de Draco se movió nerviosamente.

—Supongo que aún no ha entendido que eso es lo que empieza las guerras en nuestro mundo, cuando los sangresucias como ella vienen e intentan cambiar las cosas.

Dolores suspiró.

—Me temo que otra guerra es casi una certeza en este punto. Hay un montón de gente infeliz, la mayoría de las viejas familias. También —y esto puede sorprenderte— hay un contingente bastante ruidoso de sangresucias que no están contentos con la orden del día de Granger. Les gusta el Mundo Mágico tal como es, ya ves.

—Supongo que no todos ellos son interminablemente estúpidos, —dijo Draco. —Pero, ¿por qué me está contando esto? No es como si yo tuviera ninguna influencia política en este momento.

—Au contraire, mi joven amigo. Un montón de gente vio las acciones de Potter en tu juicio como reprensibles y desagradecidas.

Draco casi tropieza con sus propios pies. —¿De verdad?

—Absolutamente. Deberías haber visto El Profeta por el tiempo en que fuiste enviado aquí al principio. Hubo airados debates sobre si Potter había actuado por una mera rencilla de colegial o si había sacrificado la amistad en el nombre de la justicia. O alguna basura como eso, ya sabes cuán sublime puede ser El Profeta.

—Interesante —dijo Draco, incluso mientras la bilis le ahogaba por el recuerdo de su juicio. Sintió una extraña desconexión con la realidad por un momento: las cosas de vuelta a casa ciertamente no serían como había esperado que fueran. Incluso si estaba aún en la isla, Azkaban estaba convirtiéndose rápidamente en un recuerdo.

—Sí, muy interesante. Así que tú estás en la única posición para destruir al menos algo de la influencia que Potter tiene en las mentes de los votantes públicos. —Dolores ondeó su varita hacia los invisibles pupilos que guardaban el muelle. Esos pupilos habían estado allí desde el audaz escape de Sirius Black de Azkaban. A cualquier sitio que iban Potter y sus amigos, traían cambios y caos.

Draco echó un vistazo hacia el mudo conductor del ferri, que no pareció reconocerlo. Se giró hacia Dolores. —¿Era por eso por lo que me preguntó sobre Davies?

—Tu padre siempre dijo que eras un chico brillante, Draco.

Draco deseó que no hablara sobre su padre. Su padre habría estado tan avergonzado si supiera que su hijo era la puta de un carcelero.

—¿Qué es lo que ha hecho Davies, Dolores?

—¿Estás negando que él...?

Draco negó con la cabeza impacientemente. —Le estoy haciendo una pregunta. Decidiré si debo confirmar o negar algo una vez que tenga más información. —Buscó en el arsenal de trucos que había aprendido a usar con Davies y encontró su sonrisa más desarmante.

Dolores estaba negando con la cabeza.

—No creo que tu padre te diera el suficiente crédito.

No, Dolores, mi padre me dio demasiado crédito. No soy más que una puta, y no merezco llevar su nombre. Pero seré condenado si alguien aparte de mí lo sabe nunca.

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Lo primero que hizo Narcissa una vez que Draco entró en la sala de dibujo del piso bajo, fue sonreír. Era el tipo de sonrisa que Draco no solía ver a menudo —una ancha, genuina, brillante sonrisa, sin ningún enigma acechando detrás de sus ojos azules.

Y entonces se rió.

Y entonces empezó a llorar.

Y entonces Draco supo que algo andaba mal.

—...Madre?

Ella escondió la cara entre las manos y sollozó. Draco olvidó que había querido ponerse una ropa más adecuada antes de darle un abrazo a su madre, prácticamente corrió hacia ella y cayó sobre sus rodillas al lado de su silla. Narcissa lloró más fuerte incluso, sus hombros sacudiéndose, y Draco retrocedió al darse cuenta de que apestaba a alcohol.

Su madre nunca bebía. Draco miró al armario de paneles acristalados que contenía la colección de licores que su padre traía de sus muchos viajes. La mayoría de las botellas estaban vacías. Cuando Draco se había ido a su juicio, habían estado todas llenas. Habían sido parte del encanto de la habitación —que la luz de las velas centelleara en colores líquidos, sombras fundidas en tonos de ámbar, borgoña y verde―. Ahora, las velas se quemaban en un blanco quirúrgico, y los sollozos rotos de su madre eran un lamento por el pasado.

Draco puso su cabeza en el regazo de su madre como había hecho tantas veces cuando era niño, y se dio cuenta de que nada volvería a ser nunca lo mismo.

No había duda de porqué Dolores había sido evasiva con el tema de su madre. No había duda de porqué había dirigido la conversación hacia la política tan pronto como pudo. Ella había sabido. Había sabido y no se había molestado en decírselo. Pero una vez más, Draco no podía culparla, realmente. No había manera gentil de decir algo así, no había un tópico prudente para disminuir la gravedad de eso.

Por esto, también, Potter pagaría.

—Lo siento tanto —se quejó Narcissa. —Lo siento tanto.

Draco abrazó sus piernas sin palabras y cerró los ojos.

—No es tu culpa, —le dijo, los dientes apretados.

—Mataron a Severus, ¿sabes?, —dijo Narcissa, su voz rompiéndose. —Lo ejecutaron una semana después de que te fueras.

Podía olvidarse del viaje a las Seychelles, entonces.


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