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Capítulo I

La primera vez que Romano sintió que, a los ojos de los demás, era una molestia, fue cuando era muy pequeño.

En la gran casa de Antonio Carriedo, en el espacioso salon e iluminados por el sol del mediodía, el infame trio de amigos compartía algunos (bastantes) tragos.

Las voces eran profundas y rasposas. Habían regresado de una noche de fiesta, que luego de haber pasado por cada bar conocido había culminado en casa de Antonio. Ruido de vasos entrechocándose.

Francis y Gilbert pararon de beber cuando la visión se les tornó borrosa (habia que conducir a casa luego), pero el español continuó hasta estar totalmente ebrio.

El pequeño Romano iba a cruzar el umbral de la cocina al salon cuando oyó su voz. Se detuvo.

Y entonces. Comenzó.

- Dios, Dios santo... estoy tan cansado. -dijo con voz temblorosa, y con repentina furia añadió- Estoy... tan harto ¡Harto! ¡De todo...! Del mocoso, de... ¿Cómo se llamaba el mocoso?

Ambos hombres, que desde su lugar no podían ver a Romano conteniendo el aliento, soltaron unas risitas.

-¿Romano? -el francés contestó, sonriendo.

- ¡Ése, sí, ése! Jesús, he conocido... he conocido chicos desa...desagradables pero...

Romano lo oía todo, sintiendo el dolor amargo de la traición en su pecho.

Gilbert y Francis rieron ya con más fuerza, entretenidos con el repentino arranque de honestidad de su amigo. Deseaban que Antonio siguiese con sus confesiones de ebrio.

- ¿Qué, a qué te refieres? ¿Es un niño difícil?

- Mierda, Francis -replicó Antonio, sin darse cuenta de que era esta vez Gilbert quien le hablaba- difícil no... Es insoportable, Francis, es jodidamente molesto...

Más risas. Chillonas, risas de borracho. Antonio con ellos esta vez.

- Yo no sé, no... no sé como mierda se supone que... ojalá alguien se lo lleve y me deje en paz. Nadie... nadie, nunca... no sé, lo lamento sinceramente por el que se enganche con él...

Todos se rieron. Y Romano sintió que todos los que conocía estaban allí, que todos se reían con el trio.

Nadie defendió su dignidad ni dijo basta. No hubo nada que evitara su llanto mudo e inaudible; solo hubo risas.

Risas, risas pisoteándo a Romano Vargas.

El dolor. Pisoteándo a Romano Vargas.

Los vasos volvieron a chocarse.

Cuando pudo mover los pies, se alejó sin ser visto a la seguridad de su cuarto. Aún con la puerta cerrada se oían las carcajadas.

Lloraba. Su bello rostro se contaía en sufrimiento inborrable. En cuestión de segundos, todo lo que creia cierto resbaló bajo sus pies. Todo se desintegró. En su lugar estaba la obscura, la gélida certeza de que todos lo odiaban.

Incluyendo a Antonio.

El afecto es algo muy sencillo para los demás, pero no para Romano Vargas. Y sería muy ingenuo de su parte seguir creyendo que el español le quería, que era solo el alcohol que lo había puesto así.

"Lo lamento sinceramente por quien se enganche con él", había dicho. "es insoportable, es jodidamente molesto" Dios, qué dolor al recordarlo.

¿Por qué no le gustaba a la gente? ¿Por qué tuvo que nacer siendo él?

Antonio.

Antonio.

Me has destrozado el alma. Me la has destrozado siendo tú a quien más necesito en la Tierra.

Evidentemente, no podía confiar en nadie.

En ese día, en ese instante, Romano Vargas decidió que sencillamente no le interesaba. Se convenció de que nadie lo querría jamás. Y que seguiría con su vida, siendo odiado. Que no le importaría ya lo que le dijesen y que nunca intentaría complacer a nadie.

Paró de llorar

y se prometió que nunca más pensaría en ese día, que nunca más lloraría por lo que Antonio había dicho.

Y pasarían años antes de que ambas promesas se rompieran.