Enjolras sabe que va a ser difícil por la mirada que Grantaire le dirige segundos después de que se besan por última vez. Lo presiente en el agarre tímido del chico, en sus labios húmedos que todavía están a pocos centímetros de los suyos, en la sonrisa triste de medio lado que se dibuja en su rostro.
La televisión sigue haciendo ruido al frente de ellos, pero ninguno de los dos le presta atención a lo que está sucediendo, demasiado abstraídos por la fuerza y el magnetismo que los ojos de uno ejercen sobre el otro. A través de la ventana se escucha el ruido de una ciudad que nunca detiene su ritmo. Los autos pasan por la calle sonando su claxon, los transeúntes hablan entre ellos, la vida misma se apodera del frío cemento, pero para ellos esto es completamente irrelevante.
Saben que necesitan ese respiro. Saben que aquello ya no da para más, pero Enjolras no puede contenerse así que lo besa de nuevo, una y otra vez más, una y otra vez más. Con suavidad comienza a explorar el recoveco de la conciencia de Grantaire. Esta vez en un beso diferente, menos tímido, más seguro, lleno de curiosidad. Grantaire se pregunta si a través de aquel beso es posible conocer y tantear cualquiera que los límites de Enjolras sean. Porque este es un beso que se siente como el invierno en medio del verano, como una mariposa que emprende su último vuelo. Es frenesí. Es fuego. Es un adiós anticipado. Son lenguas que se encuentran la una a la otra sin saber qué hacer, desesperadas porque el contacto nunca se acabe.
Se les va el aliento, se les va la vida en aquel beso y el tiempo por fin se detiene. Se separan sin realmente querer hacerlo y Grantaire le acaricia con suavidad la mejilla. Ninguna lágrima se desliza por ninguna mejilla. Ellos no son esa clase de personas. Pero eso no quiere decir que no duela, que el alma no se esté haciendo añicos confundida, preguntándose exactamente en qué momento todo se fue a la mierda. Tal vez hace unas semanas, aventura Grantaire distraído, pero tiene miedo por confirmarlo.
Enjolras traga saliva una vez más y lo vuelve a mirar sin ganas de mirarlo. Porque mirarlo así, conteniendo a duras penas las piezas de su corazón, le dificulta todo. Grantaire toma su mano entre la suya y entrelazan sus dedos casi por inercia, porque eso es lo que su cuerpo está acostumbrado a hacer.
Y a Enjolras se le olvida el discurso que tenía preparado y la lista y las razones y todo por lo cual no pueden seguir juntos. Y quiere permanecer así, con la cabeza de R reposando sobre su hombro hasta el día que se muera. Y Grantaire lo sabe y lo entiende y quiere arrullarlo y decirle que todo estará bien, mentirle, que él siempre supo que lo de ellos estaba destinado a fracasar, que a veces es mejor así, que lo ama y que lo ama y que eso no va a cambiar nunca.
Pero los dos fracasan, débiles ante los sentimientos del otro y patéticos ante la mirada de Dios. Y se ríen a carcajadas y abren una botella de vino y beben y terminan haciendo el amor en el sofá de Enjolras, con la televisión encendida, testigo de esa ansiedad que los consume. Y se besan una y otra vez mientras cae la noche sin ser bienvenida.
Aquello es tan difícil de dejar que ni siquiera vale la pena intentarlo.
