Capítulo 1:

#Elizabeth

Él no sabe que existo.

Por enésima vez en cuarenta y cinco minutos, miro de reojo a Arthur Pendragón. Es tan precioso que se me encoge la garganta. La verdad es que probablemente debería usar otro adjetivo; mis amigos chicos insisten en que a los hombres no les gusta que se les llame «preciosos».

Pero, madre de Dios, es que no hay otra forma de describir sus rasgos duros y sus expresivos ojos marrones. Hoy lleva una gorra de béisbol, pero sé lo que hay debajo: un pelo grueso y rojizo; al mirarlo se nota que es sedoso al tacto y te dan ganas de pasar los dedos a través de él.

En los cinco años que han pasado desde la violación, mi corazón ha latido solo por dos chicos.

El primero me dejó.

Este ni se da cuenta.

En el podio del auditorio, la profesora Vivian enuncia lo que he llegado a llamar el «Discurso de Decepción». Es el tercero en seis semanas.

Sorpresa, sorpresa, el 70 por ciento de la clase ha sacado un 4,5 o menos en el examen parcial.

¿Y yo? Yo he sacado un 10. Y estaría mintiendo si dijera que el «10» enorme y en boli rojo metido en un círculo en la parte superior de mi examen no me ha pillado por sorpresa total. Todo lo que hice fue garabatear un rollo interminable de chorradas para intentar llenar los folios.

Supuestamente, Ética Filosófica estaba tirada. El profesor que solía dar la asignatura hacía exámenes estúpidos tipo test y un «examen» final que consistía en una redacción en la que había que desarrollar cómo reaccionarías ante un dilema moral dado.

Pero dos semanas antes del inicio del semestre, el profesor Zaratras se desplomó de un ataque al corazón y murió. Escuché que su señora de la limpieza lo encontró en el suelo del cuarto de baño; desnudo. Pobre hombre.

Por suerte —y sí, eso es sarcasmo absoluto—, la súper profesora, Vivian llegó para hacerse cargo de la clase de Zaratras. Es nueva en la Universidad Briar, de ese tipo de profe que quiere que conectes conceptos y que te involucres con el material. Si todo esto fuera una película, ella sería la típica profesora joven y ambiciosa que se presenta en la escuela de un barrio marginal de una ciudad, inspira a los estudiantes «chungos» y de repente todo el mundo suelta sus pistolas para coger lápices y en los créditos finales se anuncia cómo todos los chavales fueron admitidos en Harvard o alguna mierda parecida. Óscar a la mejor actriz inmediato para Hilary Swank.

Pero esto no es una película, y eso significa que lo único que Vivian ha inspirado en sus estudiantes es odio. Y parece que de verdad no es capaz de entender por qué nadie sobresale en su clase.

He aquí una pista: porque sus preguntas son del tipo que uno podría incluir en una dichosa tesis de postgrado.

—Estoy dispuesta a poner un examen de recuperación para aquellos que hayan suspendido o hayan sacado un 6 o menos. —La nariz de la profesora se arruga, como si no pudiera entender cómo algo así es necesario.

La palabra que acaba de utilizar… «¿dispuesta?» Ja. Sí, claro. He oído que un montón de estudiantes se han quejado a sus tutores por su actitud y sospecho que desde la dirección le están obligando a darnos a todos una segunda oportunidad. No deja en buen lugar a Briar que más de la mitad de los estudiantes de una clase cateen, sobre todo cuando no se trata solo de los vagos. A estudiantes con todo sobresalientes, como Jerichó, que está enfurruñada a mi lado, también se la ha cargado en el examen.

—Para aquellos de vosotros que elijan presentarse a la recuperación, se hará la media con las dos notas. Si lo hacéis peor la segunda vez, os mantendré la primera nota —concluye.

—No puedo creer que hayas sacado un 10 —me susurra Jerichó.

Se la ve tan jorobada que siento una punzada de compasión. No es que Jerichó y yo seamos mejores amigas ni nada así, pero nos hemos sentado juntas desde septiembre, así que es razonable que nos hayamos llegado a conocer la una a la otra. Estudia Medicina y sé que viene de una familia académicamente destacable que la castigará sin compasión si se entera de su nota en el examen parcial.

—Yo tampoco me lo puedo creer —le susurro—. En serio. Lee mis respuestas. Son divagaciones de cosas sin sentido.

—Ahora que lo dices, ¿puedo? —suena ansiosa—. Tengo curiosidad por ver lo que esta tirana considera material digno de un 10.

—Te lo escaneo y te lo envío esta noche —le prometo.

Un segundo después de que Vivian nos despida, el auditorio retumba con ruidos en plan «larguémonos de aquí de una vez». Los portátiles se cierran de golpe, los cuadernos se deslizan en las mochilas y los estudiantes arrastran sus sillas.

Arthur Pendragón se queda de pie cerca de la puerta para hablar con alguien y mi mirada se queda fija en él como un misil. Es precioso.

¿He dicho ya lo precioso que es?

Las palmas de mis manos empiezan a sudar mientras observo su hermoso perfil. Es nuevo en Briar este año, pero no estoy segura desde qué universidad pidió el traslado y, aunque no ha tardado en convertirse en el receptor estrella del equipo de fútbol americano, no es como los otros deportistas de esta uni. No va pavoneándose por el patio con una de esas sonrisas tipo «soy el regalo de Dios a este mundo», ni aparece con una chica nueva colgada del brazo cada día. Le he visto reír y bromear con sus compañeros de equipo, pero emana una intensa energía de inteligencia que me hace pensar que hay una profundidad oculta en él. Esta cuestión me hace estar aún más desesperada por conocerlo.

Normalmente no me fijo en los deportistas universitarios, pero algo acerca de este en particular me ha convertido en la tonta sentimental más grande del universo.

—Estás mirándole otra vez.

La voz burlona de Jerichó genera rubor en mis mejillas. Me ha sorprendido babeando por Arthur en más de una ocasión, y es una de las pocas personas a las que les he admitido que me mola.

Mi compañera de cuarto, Diane, también lo sabe, pero ¿mis otros amigos? Ni de coña. La mayoría de ellos estudian Música o Arte Dramático, así que supongo que eso nos convierte en la pandilla artística. O algo así. Aparte de Diane, que ha tenido una relación intermitente con un chico de una de las fraternidades de aquí desde el primer año, a mis amigas les flipa despedazar a la élite de Briar. Normalmente no me sumo a esos cotilleos —me gusta pensar que estoy por encima de tanto chisme— pero… seamos sinceros: la mayoría de los chicos populares son unos gilipollas integrales.

Es el caso del famoso Meliodas, la otra estrella del deporte en la clase. El tío camina por ahí como si fuese el dueño del lugar. Bueno, la verdad es que más o menos lo es. Todo lo que tiene que hacer es chasquear los dedos para que una chica ansiosa aparezca a su lado. O salte en su regazo. O le meta la lengua hasta la garganta.

Sin embargo, hoy no parece el «Tío Guay» del Campus. Casi todo el mundo se ha marchado ya, incluyendo a Vivian, pero Meliodas permanece en su asiento, con sus puños cerrados con fuerza agarrando los bordes de los folios del examen.

Supongo que también habrá suspendido, pero no siento mucha compasión por el chaval. La Universidad Briar es conocida por dos cosas: el hockey y el fútbol americano, algo que no sorprende mucho teniendo en cuenta que Massachusetts es el hogar de los Patriots y los Bruins. Los deportistas que juegan en Briar casi siempre terminan en equipos profesionales, y durante sus años aquí reciben todo en bandeja de plata, incluidas las notas.

Así que sí, es posible que esto me haga parecer un pelín vengativa, pero me da cierta sensación de triunfo saber que nuestra querida Vivian ha suspendido al capitán de nuestro equipo de hockey y campeón de liga junto con todos los demás.

—¿Quieres tomar algo en el Coffee Hut? —me pregunta Jerichó mientras recoge sus libros.

—No puedo. Tengo ensayo en veinte minutos. —Me levanto, pero no la sigo hasta la puerta—. Adelántate tú, tengo que revisar el horario antes de irme. No me acuerdo de cuándo es mi próxima tutoría.

Otra «ventaja» de estar en la clase de Vivian es que, además de nuestra clase semanal, estamos obligados a asistir a dos tutorías de media hora a la semana. Lo bueno es que Dana, la profesora asistente, es la que se encarga del tema y tiene todas las cualidades de las que Vivian carece. Como, por ejemplo, sentido del humor.

—Vale —dice Jerichó—. Te veo luego.

—Ciao —digo tras ella.

Al oír el sonido de mi voz, Arthur se detiene en la puerta y gira la cabeza.

Ay. Dios. Mío.

Es imposible detener el rubor que aflora en mis mejillas. Es la primera vez que hemos hecho contacto visual y yo no sé cómo reaccionar. ¿Digo «hola»? ¿Le saludo con la mano? ¿Sonrío?

Al final, me decido por un pequeño saludo con la cabeza. Ahí va. Rollo guay y casual, digno de una sofisticada alumna de tercero de carrera.

Mi corazón da un vuelco cuando un lado de su boca se eleva en una débil sonrisa. Me devuelve el saludo con la cabeza y se va.

Me quedo mirando la puerta vacía. Mi pulso se lanza a galopar porque, joder, tras seis semanas respirando el mismo aire en este agobiante auditorio, por fin se ha dado cuenta de mi presencia.

Me gustaría ser lo suficientemente valiente como para ir tras él. Quizá invitarle a un café. O a cenar. O a un brunch… Espera, ¿la gente de nuestra edad queda para tomarse un brunch?

Pero mis pies se quedan pegados al suelo de linóleo brillante.

Porque soy una cobarde. Sí, una cobarde total, una gallina de mierda. Me horroriza pensar que es posible que diga que no, pero me horroriza aún más que diga que sí.

Cuando empecé en la universidad, yo estaba bien. Mis asuntos, sólidamente superados, mi guardia, baja. Estaba preparada para salir con chicos otra vez, y lo hice. Salí con varios, pero aparte de mi ex, ninguno de ellos hizo mi cuerpo estremecer como lo hace Arthur Pendragón, y eso me asusta.

Pasito a pasito.

Eso es. Pasito a pasito. Ese fue siempre el consejo favorito de mi psicóloga y no puedo negar que su estrategia me ha ayudado mucho. La doctora Carole siempre me aconsejaba que me centrara en las pequeñas victorias.

Así que… la victoria de hoy… saludé con la cabeza a Arthur y él me sonrió. En la próxima clase, quizás le devuelva la sonrisa. Y en la siguiente, quizás saque el tema del café, la cena o incluso el brunch.

Respiro hondo mientras me dirijo hacia el pasillo, aferrándome a esa sensación de victoria, por muy diminuta que sea.

Pasito a pasito.

#Meliodas

He suspendido.

Joder, he suspendido.

Durante quince años, el profesor Zaratras ha repartido sobresalientes como caramelos.

¿Y el año en el que YO me matriculo en la clase? La patata de Zaratras deja de latir y me quedo atrapado con la hija de puta de Vivian.

Es oficial: esa mujer es mi archienemiga. Solo con ver su florida caligrafía, que llena cada centímetro disponible de los márgenes de mi examen parcial, me dan ganas de convertirme en el Increíble Hulk y romper los folios en pedazos.

Estoy sacando sobres en la mayoría de mis otras clases, pero de momento, tengo un 0 en Ética Filosófica. Combinado con el 6,5 de Historia de España, mi media ha caído a un aprobado.

Necesito una media de notable para jugar al hockey.

Normalmente no tengo ningún problema en mantener mi nota media alta. A pesar de lo que mucha gente cree, no soy el típico deportista tonto. Pero bueno, no me importa que la gente piense que lo soy. En especial, las chicas. Supongo que les pone la idea de tirarse al musculoso hombre de las cavernas que solo sirve para una cosa, pero como no estoy buscando nada serio, esos polvos casuales con tías que lo único que quieren es mi polla me va perfecto. Me da más tiempo para centrarme en el hockey.

Pero NO habrá más hockey si no consigo subir esta nota. ¿Lo peor de Briar? Que nuestro decano exige excelencia. Académica y deportiva. Mientras en otras escuelas son más indulgentes con los deportistas, Briar tiene una política de tolerancia cero.

Asquerosa Vivian. Cuando hablé con ella antes de clase para ver cómo podía subir la nota, me dijo con esa voz nasal que tiene que asistiera a las tutorías y que me reuniera con el grupo de estudio. Ya hago ambas cosas. Así que nada, a no ser que contrate a algún empollón para que se ponga una careta con mi cara y haga por mí elexamen de recuperación, estoy jodido.

Mi frustración se manifiesta en forma de un gemido audible y por el rabillo del ojo veo a alguien que pega un respingo de la sorpresa.

Yo también pego un respingo, porque pensaba que estaba arrastrándome en mi miseria solo. Pero la chica que se sienta en la última fila se ha quedado después del timbre y ahora camina por el pasillo hacia el escritorio de Vivian.

¿Mandy?

¿Marty?

No puedo recordar su nombre. Probablemente porque nunca me he molestado en preguntar cuál es. No obstante, es guapa. Mucho más guapa de lo que había caído.

Cara bonita, pelo color plata, cuerpazo. Joder, ¿cómo no me he fijado nunca en ese cuerpo antes?

Pero vaya si me estoy fijando en este momento. Unos vaqueros skinny se agarran a un culo redondo y respingón que parece gritar «estrújame», y un jersey con cuello de pico se ciñe a unas tetas impresionantes. No tengo tiempo para admirar más esas atractivas imágenes, porque me pilla mirándola y un gesto de desaprobación aparece en su boca.

—¿Todo bien? —pregunta con una mirada directa.

Emito un quejido en voz baja. No estoy de humor para hablar con nadie en este momento.

Una ceja plateada se eleva en mi dirección.

—Perdona ¿no sabes hablar?

Hago una pelota con mi examen y echo mi silla hacia atrás.

—He dicho que todo está bien.

—Estupendo entonces. —Se encoge de hombros y sigue su camino.

Cuando coge el portapapeles donde está nuestro programa de tutorías, me echo por encima mi cazadora de hockey de Briar; a continuación, meto mi patético examen en la mochila y cierro la cremallera.

La chica de pelo oscuro se dirige de nuevo al pasillo. ¿Mona? ¿Molly? La M me suena, pero el resto es un misterio. Ella tiene su examen en la mano, pero no lo miro, porque supongo que ha suspendido como todo el mundo.

La dejo pasar antes de salir al pasillo. Supongo que podría decir que es el caballero que hay en mí, pero estaría mintiendo. Quiero echarle un vistazo a su culo otra vez, porque es un culito supersexy y ahora que ya lo he visto una vez no me importaría echarle un ojo de nuevo. La sigo hasta la salida, dándome cuenta de repente de lo minúscula que es. Aunque me saque media cabeza, tiene una espalda diminuta.

Justo cuando llegamos a la puerta, se tropieza con absolutamente nada y los libros que lleva en su mano caen ruidosamente al suelo.

—Mierda. Qué torpe soy

Se deja caer sobre sus rodillas y yo hago lo mismo, porque al contrario de mi declaración anterior, puedo ser un caballero cuando quiero, y lo caballeroso ahora es ayudarle a recoger sus libros.

—Oh, no hace falta. Puedo yo —insiste.

Pero mi mano ya ha tocado su examen parcial y mi boca se abre de par en par cuando veo la nota.

—Hostia puta. ¿Has sacado un 10? —pregunto.

Me responde con una sonrisa autocrítica.

—Ya… Estaba convencida de que había suspendido.

—Joder. —Me siento como si acabara de encontrarme por casualidad con el mismo Stephen Hawking y me estuviera tentando con los secretos del universo—¿Puedo leer tus respuestas?

Sus cejas se arquean de nuevo.

—Eso es bastante atrevido por tu parte, ¿no crees? Ni siquiera nos conocemos.

Resoplo.

—No te estoy pidiendo que te desnudes, cariño. Solo quiero echarle un vistazo a tu examen trimestral.

—¿«Cariño»? Adiós al atrevido y hola al presuntuoso.

—¿Preferirías «señorita»? ¿«Señora» tal vez? Usaría tu nombre, pero no me lo sé.

—Por supuesto que no. —Suspira—. Me llamo Elizabeth. —Después hace una pausa

llena de significado—Meliodas.

Vaya, estaba muuuuuuuuy lejos con eso de la M.

Y no me pasa inadvertida la forma en la que enfatiza mi nombre como si dijera:

«¡Ja! ¡Yo sí que me sé el tuyo, cretino!»

Recoge el resto de sus libros y se pone de pie, pero no le devuelvo su examen. En vez de eso, me incorporo y empiezo a hojearlo. Mientras leo por encima sus respuestas, mi espíritu se desploma aún más, ya que si es este el tipo de análisis que Vivia está buscando, estoy bien jodido. Hay una razón por la que voy a licenciarme en Historia, por Dios: ¡trato con hechos! Blanco y negro. Esto es lo que le sucedió a esta persona en este momento y aquí está el resultado.

Las respuestas de Elizabeth se centran en mierda teórica y en cómo los filósofos responderían a los diversos dilemas morales.

—Gracias. —Le devuelvo sus folios. A continuación, meto los pulgares en las trabillas de mis vaqueros—. Oye, una cosa. Tú… ¿te pensarías…? —me encojo de hombros— Ya sabes…

Sus labios tiemblan como si estuviera intentando no reírse.

—En realidad, NO lo sé.

Dejo escapar un suspiro.

—¿Me darías clases particulares?

Sus ojos color azul —el tono más brillante de color azul que he visto en mi vida, que además están rodeados de gruesas pestañas negras— pasan de sorprendidos a escépticos en cuestión de segundos.

—Te pagaré —agrego a toda prisa.

—Oh. Eh. Bueno, sí, por supuesto que esperaba que me pagases. Pero… —Niega con la cabeza—. Lo siento. No puedo.

Reprimo mi decepción.

—Vamos, hazme ese favorazo. Si suspendo la recuperación, mi nota media va a derrumbarse. Venga, porfa. —Despliego una sonrisa, esa que hace que mis hoyuelos aparezcan, esa que nunca falla y que hace que las chicas se derritan.

—¿Eso te funciona normalmente? —pregunta con curiosidad.

—¿Qué?

—La cara de niño pequeño en plan «jopetas, va», ¿te ayuda a conseguir lo que quieres?

—Siempre —respondo sin vacilar.

—CASI siempre —me corrige—. Mira, lo siento, pero de verdad no tengo tiempo. Ya estoy haciendo malabarismos con la escuela y el trabajo, y con el concierto exhibición de invierno que viene, tendré incluso menos tiempo.

—¿Concierto exhibición de invierno? —digo sin comprender.

—Ay, lo olvidé. Si no tiene que ver con el hockey, no está en tu radar.

—Y ahora ¿quién está siendo presuntuosa? Ni siquiera me conoces.

Hay un segundo de silencio y después ella suspira derrotada.

—Estoy haciendo la carrera de Música ¿vale? Y la Facultad de Arte monta dos exhibiciones importantes al año: el concierto de invierno y el de primavera. El ganador obtiene una beca de cinco mil dólares. En realidad es una especie de gran feria de negocios. La gente importante de la industria vuela desde todas partes del país para verlo. Agentes, productores discográficos, buscadores de talentos y demás. Así que, aunque me encantaría ayudarte…

—No te encantaría —me quejo—. Parece que ni siquiera quieres hablar conmigo ahora mismo.

El pequeño gesto que hace con los hombros en plan «me has pillado» me cabrea un montón.

—Tengo que ir al ensayo. Lamento que hayas suspendido esta clase, pero si te hace sentir mejor, le ha pasado a todo el mundo.

Entrecierro los ojos.

—A TI no.

—No puedo evitarlo. A la profesora Vivian parece responder bien a mi estilo de soltar chorradas. Es un don.

—Bueno, pues yo quiero tu don. Por favor, maestra, enséñame a soltar chorradas.

Estoy a dos segundos de ponerme de rodillas y suplicarla pero se acerca a la puerta.

—Sabes que hay un grupo de estudio, ¿no? Te puedo dar el número para…

—Ya estoy en él —murmuro.

—Ah. Bueno, pues entonces no hay mucho más que pueda hacer por ti. Buena suerte en el examen de recuperación, «cariño».

Sale pitando por la puerta, dejándome allí, mirándola con frustración. Increíble. Todas las chicas en esta universidad se cortarían su brazo por ayudarme. Pero ¿esta? huye como si le acabara de pedir que asesinara a un gato para poder entregarlo en sacrificio a Satanás.

Y ahora estoy otra vez donde estaba antes de que Elizabeth —sin M— me diera ese leve destello de esperanza.

Totalmente jodido.