Capítulo 1

Bella estaba en el probador subiéndole el dobladillo de la falda a una clienta cuando oyó la puerta de la tienda.

-Siempre tienes mucho trabajo - comentó la mujer

- Supongo que, hoy en día, ya no tenemos tiempo para hacer los arreglos en casa.

-Yo no me quejo -contestó Bella con una sonrisa. Puso el último alfiler en su sitio y se le vantó. Medía un metro sesenta y cinco, era del gada y llevaba el pelo, castaño, retorcido hacia arriba y agarrado con un pasador. Los ojos, color verde claro, eran los protagonistas de su cara en forma de corazón.

Salió del probador y se encontró con que ha bía dos hombres vestidos de traje con una mujer joven. Estaban hablando con Jessica, su empleada, que era una mujer de mediana edad.

-Bella, te buscan -dijo Jessica sin poder disimular su curiosidad.

-¿En qué los puedo ayudar? -preguntó Bella.

-¿Es usted Bella Swan? -confirmó el mayor de los dos hombres.

Consciente de la amabilidad con la que se es taban aproximando los tres y de la indefinible tensión que exudaban, Bella asintió despacio.

-¿Podríamos hablar en privado, señorita Swan?

Bella los miró con los ojos como platos.

-¿Quizás arriba, en su piso? -sugirió la mu jer bruscamente.

Aquella mujer hablaba y tenía la apariencia de ser agente de policía. Bella se angustió. Nor malmente, la policía se identificaba primero. Al darse cuenta de que sus dos empleadas y la clienta estaban pendientes de lo que ocurría, se puso roja y se apresuró a abrirles la puerta que comunicaba con la calle de atrás.

- ¿Les importaría decirme qué está pasando? - les espetó una vez allí.

- Estamos intentando ser discretos contestó uno de los hombres tendiéndole una placa Soy el superteniente Marshall y ella es la agente Leslie. Le presento también al señor Rodney Russell, consejero especial del Ministe rio de Asuntos Exteriores. ¿Le importaría que habláramos arriba?

Sin saber muy bien por qué, Bella reaccionó como un corderito ante aquella orden. ¿Qué querrían? ¿La policía? Y, además, un supe rteniente. ¿El Ministerio de Asuntos Exterio res? ¡El Ministerio de Asuntos Exteriores! Sin tió un inmenso horror y, al intentar abrir la puerta, le temblaban las manos. ¡Edward! Lle vaba mucho tiempo esperando aquella visita, pero la había pillado completamente por sor presa. ¿Cuándo había dejado de temer cada vez que sonaba el teléfono o que llamaban a la puerta? ¿Cuándo? La invadió un gran senti miento de culpa.

-No pasa nada -apuntó la agente haciendo que Bella saliera del trance en el que se había sumido-. No hemos venido a darle malas noti cias, señora Masen.

¿Señora Masen? Había dejado de utilizar aquel apellido cuando el acoso de la prensa ha bía sido insoportable. Todos aquellos periodis tas que querían saber qué se sentía al ser la mu jer de un hombre importante que había desaparecido sin dejar rastro. Al negarse a ha blar con ellos, los periódicos sensacionalistas se habían cebado con su persona.

¿No eran malas noticias? Bella parpadeó e intentó concentrarse en lo que tenía entre ma nos. ¿Cómo no iban a ser malas noticias des pués de cinco años? ¡Era imposible que fueran buenas! El sentido común se abrió paso en su mente e hizo que se tranquilizara un poco. Seguro que se trataba de otra visita de cortesía de las autoridades. Tenía que ser eso. Para asegu rarle que el caso seguía abierto, aunque sin so lución. Había pasado algún tiempo sin que fue ran a hablar con ella cara a cara. Ella misma había dejado de llamarlos continuamente, de meterles prisa, de agobiarlos, de rogar histérica que hicieran algo. Con el tiempo, se había dado cuenta de que no estaba en su mano. Entonces, había dejado de tener esperanzas...

Después de todo, el hermano de Edward, Garrett, y su hermana, Rosalie, lo habían dado por muerto al mes de haber desaparecido. Edward estaba en Montavia, una república suramericana, cuando se produjo un golpe de Es tado. Edward desapareció en la violencia callejera que había arrasado aquel día las calles de la capital. Había dejado el hotel y se había montado en una limusina que lo tenía que haber llevado al aeropuerto, donde iba a tomar un vuelo a casa. Eso era lo último que sabían de él. El coche en el que iban los guardaespaldas se salió de la carretera como consecuencia de una explosión. Resultaron ilesos, pero habían per dido el vehículo y a Edward. Él, la limusina y su chófer se habían evaporado.

La dictadura que se hizo con el poder no los ayudó especialmente en las pesquisas para encontrarlo. Para empeorar las cosas, se había de satado una guerra civil entre partidarios y con trarios de las fuerzas golpistas. Las autoridades, que tenían otras cosas en la cabeza y a las que poco importaba la desaparición de un extran jero, les habían dicho que durante la primera se mana habían muerto y desaparecido muchas personas. No tenían pistas que seguir ni testi gos. Tampoco había pruebas de que lo hubieran matado. Bella había vivido años atormentada por aquella falta de pruebas en uno u otro sen tido.

-Por favor, señora Masen, siéntese - le in dicó uno de ellos.

La policía siempre le decía a una persona que se sentara cuando le iban a dar una mala noticia, ¿no? ¿O solo ocurría en la televisión? Le resul taba imposible concentrarse y se sentía un poco molesta porque le dieran órdenes en su propia casa. Bella se sentó en una butaca y observó a los dos hombres que se habían sentado enfrente de ella, en el sofá. Bella frunció el ceño. Aque llos hombres parecían tensos, casi enfadados.

-La agente Leslie le ha dicho la verdad, se ñora Masen. No hemos venido a darle malas noticias sino todo lo contrario. Su marido está vivo -le dijo el superteniente con énfasis.

-Eso no es posible... -contestó Bella petrifi cada.

El otro hombre, Russell, el del Ministerio de Exteriores comenzó a hablar. Le recordó que, al principio, barajaron la posibilidad de un secues tro. Bella lo recordaba, pero había sido solo una posibilidad entre un millón.

-Su marido era... es -se apresuró a corre girse- un hombre rico e influyente de la banca internacional...

-Ha dicho usted que está vivo... -lo inte rrumpió Bella temblando. Los miró con ojo crítico. ¿Cómo se atrevían a darle falsas espe ranzas?-. ¿Cómo es posible que esté vivo después de tantos años? Si está vivo, ¿dónde ha estado todo este tiempo? Se han equivocado. Han cometido, ustedes un error. ¡Un terrible error!

-Su marido está vivo, señora Masen - le repitió el superintendente. - Entiendo que enterarse, de repente, le produzca una gran conmo ción, pero debe creemos. Su marido, Edward Masen, está vivo y está bien.

Bella tembló, los miró y cerró los ojos. Que ría creerlos, rezó con desesperación para que fuera cierto. «Por favor, que sea verdad, que sea verdad. Si es un sueño, no quiero despertarme...». Durante todos aquellos años, aquel sueño la había atormentado tantas veces...

-Su marido apareció en Brasil hace dos días le dijo el consejero de exteriores.

-Brasil... -repitió Bella.

-Estuvo más de cuatro años en la cárcel en Montavia y, cuando lo soltaron, tuvo el sentido común de irse del país silenciosamente.

-¿En la cárcel? -preguntó al joven sin poder creérselo-. ¿Edward en la cárcel? ¿Por qué?

-El día en el que desapareció, lo secuestraron y lo llevaron a un campamento militar en el campo.

«¿A un campamento militar?», Bella frunció el ceño. Aquello no se lo esperaba.

-Por lo visto, unos días después, mientras la guerra civil azotaba la diminuta república, las fuerzas rebeldes atacaron el campamento y, en la batalla, Edward recibió heridas graves en la cabeza. Los rebeldes lo encontraron y, al verlo herido, asumieron que era uno de los suyos. Su marido habla español. Gracias a eso y a su agili dad mental, se salvó. Lo curaron en un hospital de campaña en mitad de la selva. Se estaba empezando a recuperar cuando lo capturaron los soldados del gobierno y lo encarcelaron acu sado de ser miembro de la guerrilla.

Edward estaba vivo... ¡Edward estaba vivo! Bella empezó a creer lo que le estaban contando, comenzó a albergar esperanzas, a pe sar de que su sentido común le advertía que fuera con cautela. Intentó concentrarse, pero le resultaba muy difícil. Se sentía estúpida, boba, desconfiada.

-Supongo que se estará preguntando por qué el no se identificó inmediatamente después de ser detenido - continuó Russell-. Se dio cuenta de que revelar su identidad sería como firmar su sentencia de muerte. Sabía que los que lo se cuestraron al principio fueron soldados leales a la dictadura de Montavia. Sabía que el secues tro había salido mal, pero tenía la certeza de que no lo querían con vida... -Bella parpadeó inten tando enterarse de lo que le estaba contando el consejero de Exteriores. Se le había helado la sangre en las venas y se le estaba revolviendo el estómago. Habían secuestrado a Edward, lo habían herido... sus peores pesadillas habían sido ciertas. - Al darse cuenta de que, si se ente raban de su verdadero nombre, estaría en gran peligro, su marido prefirió hacerse pasar por miembro de la guerrilla y cumplir la sentencia. Cuando lo dejaron libre, se dirigió a la frontera con Brasil y, desde allí, fue a casa de un empre sario llamado Emmett McCarty...

-Emmett... -susurró Bella poniéndose los de dos en las sienes como para recordar si Edward fue a la universidad con alguien que se llamaba así.

-Dentro de aproximadamente una hora, su marido estará aterrizando en suelo inglés y quiere que los medios de comunicación no se enteren por el momento. Por eso, hemos querido hablar con usted de forma tan discreta.

Edward vivo. Edward volvía a casa. ¿A casa? Con su familia, claro, pero no con ella. Bella se quedó sentada, sintiendo una gran ale gría y una inmensa angustia a la vez. Aquellos policías habían ido a darle la noticia porque, le galmente, seguían estando casados, pero Bella sabía que su matrimonio apenas existía cuando su marido desapareció. Edward nunca la había querido. Se había casado con ella por despecho y se había arrepentido de ello.

¿Cuándo se había olvidado de eso? ¿Cuándo había empezado a vivir en un mundo irreal? Edward no iba a volver con ella. Si las circuns tancias no lo hubieran evitado, seguramente habría vuelto aquel día de hacía cinco años para pedirle el divorcio. ¿No era eso lo que había su gerido su hermano? Supuso que, después de la odisea que había vivido, Edward estaría ansioso por recuperar su vida. Además, cuando se enterara de lo que había ocurrido en su ausen cia, seguro que no intentaba siquiera contactar con ella personalmente, seguramente lo haría el abogado que llevara el divorcio.

-Señora Masen... Bella, ¿puedo llamarla Bella? -preguntó el superintendente.

-Su familia... los Masen, su hermano y su mujer, su hermana -dijo Bella como atontada - Debemos decírselo.

-Según tengo entendido, Emmett McCarty llamó a la familia de su marido y ellos se fueron inmediatamente para Brasil en su avión pri vado.

Bella se quedó helada ante aquella noticia. El poco color que le quedaba en la cara desapare ció y se quedó completamente pálida. ¿La fami lia de Edward se había ido sin decirle a ella nada, sin decirle que estaba vivo? Dejó caer la cabeza y sintió ganas de vomitar ante tanta crueldad.

-En ocasiones como esta, en las que las fa milias se han convertido en extrañas, uno puede reaccionar de forma muy rara, sin pensar -co mentó el hombre mayor- Nosotros nos entera mos cuando nuestra embajada en Brasil se puso en contacto con el Ministerio de Asuntos Exte riores. Nos pidieron cierta información antes de hacerle el pasaporte a su marido para que pu diera volver a Inglaterra.

Bella seguía sin decir nada. Miraba la alfom bra fijamente. Probablemente, Garrett ya le ha bría contado a Edward por qué no la habían llevado con ellos a buscarlo. ¡Aquellas terribles mentiras que los periódicos habían publicado tan solo tres meses después de su desaparición! Los groseros cotilleos y la deshonra que pudie ron con ella e hicieron que se fuera de casa de los Masen para no volverse loca.

Rodney Russell siguió con la explicación.

-Su marido quiso saber por qué usted no ha bía sido informada, él no sabe que su propia fa milia no nos ha facilitado la menor información.

-¿De verdad? -preguntó Bella perpleja.

-Edward dejó muy claro que se moría por ver a su mujer -dijo el superintendente con una sonrisa.

-¿Edward se muere por verme? -repitió con la certeza de que había oído mal.

-Va a aterrizar en Heathrow esta noche y, luego, un helicóptero lo traerá hasta aquí. Usted estará esperándolo. Obviamente, el objetivo es que no estén los medios de comunicación.

-¿ Quiere verme? -dijo Bella con una risa casi histérica. Sacudió la cabeza y sintió las lágrimas que le quemaban los ojos.

Le hubiera gustado estar sola, pero tenía ante sí a unos extraños que la miraban. Seguro que aquellos extraños sabían la farsa en la que se había convertido su matrimonio cuando Edward desapareció. Debía tener presente que esa era la realidad. Nada era lo suficientemente sagrado como para no estar en algún informe. El comportamiento de la familia de Edward hablaba a gritos.

Tras la desaparición de Edward, tanto las autoridades británicas como las italianas habían realizado investigaciones. Los expertos finan cieros estuvieron mirando en el banco Masen en busca, de pruebas de fraude, chantaje o cuen tas secretas. Incluso habían investigado por si había vínculos entre Edward y el crimen orga nizado. Por último, se habían centrado en la fa milia para ver si alguno de sus miembros había podido contratar a alguien para deshacerse de Edward.

No habían dejado piedra sin remover. Tomaron testimonio a todo el mundo. No habían dudado en preguntar todo, hasta lo más personal y doloroso. Edward era demasiado rico y poderoso como para desaparecer sin que la sospecha se cerniera sobre todos los que lo conocían. Nadie lo pasó tan mal como Bella, la esposa a la que sus parientes odiaban, a la que habían hecho centro de sus iras. Garrett y Rosalie se habían cebado en ella como ratas hambrientas. Incluso la acusaron de que Edward hubiera ido a Montavia.

-En este tipo de situaciones, solemos propor cionar ayuda psicológica y un tiempo de aisla miento para la víctima, pero su marido se ha ne gado en redondo -retornó Rodney Russell.

-Creo que Edward dijo que prefería la cár cel al psicólogo -apuntó el superteniente con una sonrisa amarga.

Alguien dejó una taza de té ante ella.

-Está usted conmocionada -dijo la agente amablemente - pero se va a reunir con su marido hoy mismo.

Al recordado, Bella se levantó de un brinco y se fue a su habitación. Cerró los ojos intentando mantener la compostura. Edward estaba vivo; Edward volvía a casa. ¿Con ella? Se recriminó por volver a pensar en algo que no podía ser. No debía engañarse. Si Edward quería volver con ella, ella estaría de acuerdo. Naturalmente, ob viamente. De hecho, si Edward había pedido verla nada iba a apartada de su lado!

¿ Tal vez Garrett no le había dicho nada del supuesto romance que había tenido Bella? ¿Qué excusa le habría puesto para no haberla llevado a Brasil? ¿Qué le diría Edward cuando se vie ran? ¿Cómo le iba a explicar por qué se había ido de casa de los Masen? ¿Cómo le iba a ex plicar que se había cambiado el apellido? ¿Cómo le iba a decir que tenía otra vida lejos de lo que tan brevemente, había sido suyo?

Luchando para que el miedo no pudiera con ella, Bella miró la foto que tenía sobre la mesi lla. Edward sonriendo. Con todo su carisma italiano, guapo y moreno. Se la había hecho du rante su viaje de novios, en Sicilia. Solo habían pasado juntos, en total siete meses. Tiempo su ficiente, sin embargo, para que se diera cuenta de que él se alejaba de ella, para que dejara de intentar que la puerta que comunicaba sus habi taciones se abriera de nuevo, para que él co menzara a pasar cada vez más tiempo en el ex tranjero por negocios, suficiente para romperle el corazón. Un amor así no se olvidaba, un amor así dolía.

Llamaron a la puerta del dormitorio.

-¿Está usted bien?

Controlando todas aquellas preocupaciones que la estaban llevando al pánico, Bella giró la cabeza.

-¿Qué pasa ahora? -le dijo pálida y con la cara llena de lágrimas a la agente.

-Nos vamos al aeropuerto en media hora. Yo, en su lugar, cerraría la tienda, y me preocuparía solo por lo que me iba a poner.

Bella se rió. Edward... Edward. ¿Qué le habrían hecho? Secuestrado, en peligro, gravemente herido, encarcelado en alguna prisión in humana. Edward, cuya vida no lo había prepa rado en absoluto para una odisea semejante. Edward, nacido para ser rico, para mandar y para vivir bien. Recordó que una vez, la había pedido que se vistiera de verde. Se le ocurrió de repente. El verde era su color favorito.

Bella se apresuró a buscar frenéticamente algo verde entre sus ropas. Tal vez solo quisiera verla para decirle «Hola, he vuelto, pero...». Y Tanya, su primer amor, su amor de verdad. ¿Cómo se había olvidado de ella? Tanya Denali, la ex novia de Edward. En los años que habían transcurrido, había tenido un hijo soltera y se negaba a decir quién era el padre. Bella se tapó la cara con las manos. Le temblaban y le sudaban. Se encontraba como una olla a pre sión. Solo quería gritar y llorar. Todo a la vez...

El teléfono sonó un minuto antes de que

Bella y su escolta salieran del piso.

-¿Bella? -era Garrett, el hermano pequeño de Edward.

Emocionada por que su cuñado la llamara después de todos aquellos años, Bella se quedó, literalmente, sin respiración. Temió que llamara en nombre de su hermano para decide que, al fin Edward se había arrepentido y no iba a ir a verla.

-¿Sí? Dijo en un hilo de voz.

-No le he dicho nada a Edward. ¿Cómo iba a darle la bienvenida a casa con semejantes no ticias? -la recriminó.

Me he visto obligado a mentirle, a decirle que habíamos perdido el contacto contigo porque te habías mudado. i Será mejor que le digas la verdad porque no aguantaré mucho tiempo callado viendo como mi hermano hace el ridículo!

¿La verdad? Al colgar el teléfono con manos temblorosas, la rabia invadió a Bella, que es tuvo a punto de volver a descolgar y de llamar a Garrett, pero no lo hizo. De todas formas, nunca la creería. Ni él ni nadie la creería ni ha ría el esfuerzo por descubrir la verdad: que sus dos mejores amigas la habían traicionado y la habían dejado sola.

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-Debe usted entender que el hombre al que va a ver no es el hombre que usted recuerda - le advirtió Rodney Russell mientras se dirigían al aeropuerto en un coche de policía camuflajeado. - Sería muy beneficioso para ambos si retornaran su relación.

-Sí... claro -contestó ella deseando que de jara de alarmarla con semejantes comentarios. Lo escuchó mientras le hablaba del síndrome de estrés postraumático.

-Edward regresa a un mundo que perdió hace cinco años. Acostumbrarse a él será todo un reto. Tendrá cambios de humor, se sentirá frustrado y verá con amargura los años que le han robado. A veces, querrá estar solo, pero, otras, buscará con desesperación la compañía de otras personas. Se mostrará silencioso, pen sativo o, de repente, será el hombre más fuerte del mundo, pero no durará.

-¿Ah, no?

-Las reacciones de su marido no son una prueba de fiar de cómo será cuando todo esto pase. Este período será de transición.

-De acuerdo.-dijo sintiendo que se le caía el alma a los pies. No era tonta. Le estaba diciendo que Edward quería verla, pero que, tal vez en unas semanas, se iría. ¿No se habría creído aquel hombre que ella se había hecho ilusiones de que un milagro salvara su matrimonio? No era tan estúpida. No esperaba nada de Edward ni le iba a pedir nada. Solo quería estar allí por que él lo quería así. Aun así, estaba orgullosa de que la necesitara porque Edward Masen nunca había admitido que necesitara nada ni a nadie.

Ella le había dicho que lo quería, pero él nunca se lo había dicho a ella. Seguro que a Tanya, sí, ¿verdad? Por lo menos, se lo había he cho grabar en un bonito collar. «Con todo mi amor, Edward».

-Creo que el aire fresco le vendrá bien, Bella - dijo el superintendente interrumpiendo sus pensamientos. Se dio cuenta de que habían lle gado al aeropuerto.

-Sí... sí -contestó bajando del coche y to mando aire con fuerza - ¿Cuánto queda?

-Unos diez minutos...

Diez minutos después de cinco años. Estaba tan nerviosa... Se paseó por la Terminal sin mi rar a la puerta por la que salían los viajeros. Se limpió las manos en el vestido de lana verde. Hacía mucho calor aquel día de verano, pero era lo único que tenía de ese color.

-Russell solo está haciendo su trabajo –la tranquilizó el superintendente - Según lo que me han dicho, su marido está estupendamente, tanto física como psicológicamente.

Bella asintió y notó que se calmaba un poco. Oyó un ruido, miró al cielo y vio el helicóptero que aterrizaba. Seguía sin poderse creer que Edward llegara en él, que Edward estuviera a punto de bajarse y de ir hacia ella.

A pesar de todo lo que le habían dicho, temió que aquel hombre no fuera él. Tal vez fuera un impostor. ¿Por qué no? ¿No merecería la pena intentarlo, incluso someterse a una cirugía plás tica, para hacerse pasar por un hombre inmen samente rico? Garrett, que siempre había be sado por donde había pisado su hermano mayor, y que no había parado de llorar desde su desa parición, habría sido muy fácil de engañar.

Rígida, se quedó mirando el aparato, que es taba a unos treinta metros. Se abrió una puerta. Bella se puso a temblar de miedo. Vio a alguien muy alto y muy fuerte que salía. Llevaba unos vaqueros negros, camiseta blanca y cazadora de cuero. Llevaba el pelo largo, mucho más largo que nunca, estaba muy moreno. Se quedó sin aliento, no podía respirar. Sintió una inmensa alegría en su interior. No se dio cuenta de que había comenzado a ir hacia él, lentamente, al principio, y a la carrera, después.

Edward dejó que corriera hacia él. Se paró a unos diez metros del helicóptero y se quedó es perándola. Más tarde lo recordó y se preguntó por qué, pero, en aquellos momentos, no podía ni pensar. Sus ruegos habían sido escuchados, ya no temía nada. Bella se abrazó a aquel ser, con el corazón a tanta velocidad que creyó que se le iba a salir. Del pecho cuando él la abrazó.

-¿Me has echado de menos, cara? -le pre guntó envolviéndola en sus palabras y haciendo que no existiera más que él.

Bella tenía la cara pegada con fuerza a su pe cho. Olía tan bien, tan familiar, aspiró su olor como si fuera oxígeno.

-No bromees, por favor, no bromees... -so llozó Bella aferrándose a él con ambas manos.