Personajes: Imperio Romano/Cartago
No me gustas sólo tú, me gusta también lo qué somos cuando estamos juntos.
¿Recuerdas todas las noches en los brazos del otro? Tú y yo solos, sin nadie más. Sin nadie que pudiera reprocharnos nada, siendo como somos dos muertos que únicamente buscan recuperar tiempo perdido.
La luna como única testigo muda, menguante.
Tu compañía es la razón de que me gusten las noches. Tu calor es la causa de que me guste el invierno. Tú eres la excusa perfecta para que me guste el amor, uno que antes evitaba como si se tratase de una enfermedad, una tara o una maldición.
Nuestra historia fue una lucha continua. Puede que desde el principio. Tú te niegas a llamarlo destino pero yo sé que fue así, no lo niegues. Estábamos condenados a amarnos y a pelear por sobrevivir, las dos cosas a la vez, aunque yo no supiera todavía lo primero.
Me pregunto si hubieras podido matarme como yo lo hice contigo.
Yo sólo quiero ser alguien a tu lado ¿sabes? pero seguías superándome con esa altivez silenciosa y ese porte púnico tuyo, siempre por delante de mí. Cada latido de este corazón que te pertenece dolía y mi cuerpo se negaba a simplemente a seguir a la espera.
Tú, todo fue culpa tuya. No importaba lo que hiciera, nunca era lo bastante bueno para ti, ¿Qué más podía hacer?
Pero no te preocupes. Lo prometí. Te prometí que estaría siempre a tu lado, ¿no es así? Así que ahora sólo abrázame, por favor, sólo te pido eso, abrázame.
Ya sólo me queda rendirme a ti sin remedio. Aún continúo tras tu estela, porque tú fuiste el único, el único que me ha mirado así. Aún conservas ese aire que te distingue de los demás. Yo fui grande, lo más grande en la antigüedad por encima de Grecia y su Alejandro, de Pirro y sin embargo tú me venciste a un nivel mucho más sutil.
Te quiero. Y ahora tengo que admitir que realmente estoy enamorado. ¿Por qué fui tan estúpido como para no darme cuenta antes?
Tú eres lo único que necesito. Ahora camino ciegamente tras de ti, con tu mano sosteniendo suavemente la mía.
Aunque sea sólo un sueño.
Llovía.
Apoyado en el alféizar de su ventana, Roma observaba el devenir de la gente por la gran urbe.
Había veces en la que pensaba que este ir y venir de la gente era una metáfora de su propia vida; por ella habían pasado muchas personas, algunas más importantes que otras, pero todas igualmente habían dejado una huella indeleble, como los rasguños del tronco de un árbol que marcan el paso del tiempo a través de él.
Pero todas esas personas acababan yéndose de su lado, abandonándolo en esa soledad que parecía haberse convertido en su castigo eterno.
Quizás fuese eso, un castigo.
El castigo por haber lastimado a la única persona a la que realmente había amado en su vida, a la única que realmente le había querido por ser él, sin importarle las apariencias de ese mundo de hipocresía en la que se desarrollaba su existencia. Pero esa persona ya tampoco estaba a su lado, él la había matado, apartado de su vida. Y todo por no haberse parado a pensar por si mismo. Lástima que hubiese estado tan cegado por los prejuicios como para darse cuenta en aquel entonces, lástima que ya fuese demasiado tarde para todo.
Siguió mirando sin ver a la gente que seguía su camino, ajenas a sus sentimientos, ajenas a su tristeza. Era una nación, él podía sentirlo todo sobre sus ciudadanos pero no al contrario. Daba gracias por eso.
Quizás él también estuviera allí… invisible a sus ojos, como podía serlo un fantasma. No le cabía duda de que Cartago, estuviera dónde estuviera, estaría observándole, esperando el día en que él cayese para poder mirarlo otra vez con odio.
No podía soportar esa idea.
