Bien entrada la noche, en la habitación en penumbra de una simple residencia de alumnos, un joven hombre está sentado encima de la cama. En la mano una copa con licor y hielos, ya derretidos, que le aguan la bebida. Mira la copa sin verla, como si buscara en el fondo las respuestas a las preguntas que le atormentan todas las noches. Cuánto tiempo llevo así, se pregunta. ¿Serán minutos que le han parecido una eternidad? ¿Horas nada más? ¿O quizás son años ya? El hombre deja la copa en una mesita junto al despertador y se encamina hacia el pequeño baño. Enciende la luz y se mira al espejo: tiene unas grandes ojeras que ya no se pueden disimular, el pelo sucio y grasiento, y una barba que parece llevar semanas sin cortarse. Pero lo más preocupante son sus ojos. Están rojos, pero no sabe por qué. ¿Será por la falta de sueño? ¿O por las innumerables lágrimas que ha derramado? ¿O quizás es una mezcla de las dos cosas? Ha caído muy bajo. Él, que en otro tiempo hubiera resultado un tipo que despertaba expresiones de admiración por donde pasaba, ahora lo único que despierta es compasión. Debería ser el hombre más feliz del mundo: su licencia de Hunter le permite acceder a sitios a los que todos sueñan ir, los fondos que le proporciona la Asociación son los suficientes como para permitirle estudiar lo que más desea: la Medicina. Sin embargo, no es feliz. Hay algo que le falta. Y ese algo es lo que no le deja dormir, lo que le hace llorar, lo que le ha quitado las ganas de perseguir su sueño. Se echa un poco de agua en la cara para intentar borrar los rastros de lágrimas que aún quedan en sus mejillas, a pesar de que hace tiempo que se le han acabado. Se mira un poco más detenidamente en el espejo, y aún se pueden adivinar fragmentos de su antiguo yo: ojos azules, piel morena, pelo negro y encrespado y las arrugas testigos de una radiante sonrisa que siempre tenía en la cara. Lanza un suspiro al vacío de su cuarto y dice dirigiéndose al espejo:

- Como te has estropeado, Leorio.

Leorio esboza una sonrisa amarga y vuelve de nuevo a la habitación. Por el camino enciende un pequeño equipo de música, en el que hay un CD que se pone en marcha automáticamente. Leorio cierra los ojos y deja que la letra de la canción lo invada lentamente, describiendo a la perfección sus sentimientos.

I saw your face in the morning sun
oh, I thought you were there
I heard your voice as the wind passed me by
silently, whispering my name

(Vi tu cara en la luz del alba

Oh, pensaba que eras tú

Oí tu voz cuando el viento pasó por mi lado

Suavemente, susurraba mi nombre)

Más de una vez, cuando despertaba tras dormirse por puro agotamiento, la luz del sol le recordaba el color de sus cabellos, rubios y cortos, y creía que estaba ahí acostado. Pero cuando abría los ojos, la ilusión desaparecía y se daba cuenta de que estaba solo, sin esa persona que tanto quería. Después, con una fuerte opresión en el pecho, se levantaba de la cama y abría la ventana. El viento entraba entonces con suavidad y silbaba por los rincones, y cuando silbaba junto a su oído, creía estar escuchando su voz llamándolo suavemente al oído. Pero cuando se giraba, la ilusión desaparecía y se daba cuenta de que estaba solo, sin esa persona que tanto quería.

So many things that I wanted to say
forever left untold
I still remember the tears that you shed
over someone else.

(Tantas cosas que quise decirte

Se quedaron para siempre calladas

Aún recuerdo las lágrimas que derramaste

Por otra persona)

Leorio aún se sentía culpable por no haberle dicho todo lo que pasaba por su mente en esos momentos. Todas esas palabras de amor, de cariño, esas palabras que se quedaron en su garganta por culpa del orgullo. Quizás si las hubiera dicho, sus ilusiones se harían realidad, y vería su pelo rubio al despertarse, y sentiría sus brazos abrazándole y susurrándole al oído su nombre entre beso y beso. Pero había sido tan estúpido que se había callado. No había dicho nada, a pesar de que deseaba con todas sus fuerzas demostrarle todo el amor que sentía por él. No lo había hecho, ni siquiera cuando, en una de las tantas noches de copas que habían pasado ellos dos juntos, el pequeño rubio se había echado a llorar en sus brazos. Pero lloraba por su familia. Lloraba por su clan exterminado, por no haber sido capaz de exterminar a sus asesinos cuando tuvo la oportunidad. A Leorio se le partía el corazón cada vez que un sonoro gemido de dolor escapaba de sus labios, sabedor de que había perdido la oportunidad de hacerle saber que no estaba solo, que ahora lo tenía a él. Leorio lo único que pudo hacer fue acunarlo lentamente mientras le acariciaba el pelo hasta que su pequeño se durmió en su pecho. Cuando a la mañana siguiente despertaba, su pequeño rubio nunca recordaba nada de la noche anterior.

Our love could never die
all I can do is cry
save a little prayer for the fallen one.

(Nuestro amor nunca podrá morir

Todo lo que puedo hacer es llorar

Y rezar una plegaria por el caído)

Y ahora lo único que podía hacer era rezar, rezar para que su pequeño ángel no cometiera locuras, rezar por que su corazón roto se recompusiera y no muriera. Y mientras reza su plegaria, derramar lágrimas por él, por todo el dolor que su amor sentía. Era la única cosa que podía hacer, y sólo por el amor que le profesaba a su ángel caído, sería capaz de hacerlo por el resto de su vida si era necesario.

There is a light down at memory lane
slowly fading away
Still holding on to the dreams torn apart
I will follow my heart.

(Cuando recuerdo el pasado, veo una luz

Que lentamente se desvanece

Aferrándome aún a mis sueños destruidos

Seguiré el dictado de mi corazón)

Esa luz que le había proporcionado su querido ángel se estaba desvaneciendo. Con el tiempo, los recuerdos se van borrando lentamente, sobre todo si son malos. Para Leorio, la luz de su ángel se convierte cada vez en un brillo más tenue, más difuminado. Cada vez que intenta recordarlo, su rostro está más borroso, sus ojos son más lejanos, y su voz, menos clara. El sueño de un amor eterno se va rompiendo poco a poco. Pero Leorio no se rinde, y cada vez que lo recuerda intenta poner más atención para recordar todos y cada unos de los detalles de su pequeño rubio, y se deja llevar por las sensaciones que le embriagan en esos momentos. Las sonrisas que alguna vez adornaron la cara de su niño le devuelven la suya, las lágrimas que vio en sus ojos escarlata le crean un nudo en la garganta. Todos esos recuerdos le dejan con un mal sabor de boca por no haber sido capaz de apreciarlos.

Still on my own, chasing the sun
of a time long ago
The shade in my heart, tearing apart
everything that I longed for

(En mi soledad, sigo buscando el sol

De mis recuerdos lejanos

La sombra en mi corazón que destroza

Todo lo que yo quise)

Leorio mira la pared en frente de él. En todo este tiempo que ha durado su soledad, ni un solo momento ha dejado de pensar en su pequeño. Para Leorio, conocer a su ángel rubio fue como una explosión de color en su mundo gris, una revolución que le plantó cara a pesar de su juventud, o quizás a causa de su juventud. El joven Kuruta no dudó ni un momento en faltarle al respeto ni contradecirlo, cosa que, a pesar de ponerlo furioso, lo hacía sentir más vivo que nunca. Desde la muerte de Pietro, nada tenía significado para él, sólo vivía su rutina. Despertar, comer, estudiar y vuelta a la cama. Pero la llegada de Kurapika a su vida había sido como despertar de un sueño muy largo. Sin embargo, ahora una sombra se había abatido sobre su vida, una sombra que se había llevado todo lo que Leorio alguna vez quiso: el orgullo. Por orgullo, no le había dicho nada a Kurapika, por orgullo no le había escrito aún, por orgullo no le había llamado al teléfono a pesar de tener su número. Por orgullo no quería verlo hasta haberse convertido en alguien de provecho, o eso pensaba Leorio. Por eso, se había prometido a sí mismo que hasta que no se convirtiera en médico no volvería a verlo, para así poder afrontarlo con total seguridad en sí mismo.

Leorio se tumba en su cama. El equipo de música ha dejado de sonar y el silencio invade la estancia. El chico mira hacia su izquierda, donde aún está la copa de licor, y mira la hora que marca su despertador. Es ya de madrugada, pero no importa. No va a poder dormir esta noche. Así que, con suavidad, cierra los párpados y se dispone a recordar aquella fatídica noche en…

… York Shin City, hace 4 años.

Era la última noche de Kurapika en la ciudad. Gon y Killua estaban entrenando para entrar en el juego de Greed Island, así que ni hablar de molestarlos. Conociéndolos, Gon rechazaría la oferta con una mueca de remordimiento y Killua simplemente les dirigiría su mirada de asesino marca Zaoldyeck. Así que se quedaron los dos en la pequeña guarida junto con unas cuantas botellas de sake. Estaban los dos completamente solos; Senritsu también se había marchado con la excusa de que le sentaba mal el alcohol. Así que allí estaban, hablando de todo y de nada, del pasado y del futuro, hasta que el licor hizo su efecto y empezaron a hablar más de la cuenta.

- A decir verdad, me voy a sentir muy solo cuando me marche – dijo Kurapika con las mejillas rojas por el fuerte licor y un deje de melancolía en la voz. – No tengo familia, y mis amigos pronto se marcharán a cumplir sus metas. Gon y Killua se irán a buscar a Gin, y tú ingresarás en la Universidad para convertirte en médico. Es cierto que aún me queda Senritsu, pero no es lo mismo.

- No creas que serás el único que echará de menos esto. Estar los cuatro juntos es a la vez estresante y divertido. Es como practicar deporte de alto riesgo.

Kurapika lanzó una ruidosa carcajada y le dio otro trago a la botella de sake.

- No sabía que me consideraras un peligro – dijo después de tragar el líquido, y le dirigió una mirada llena de significado a su compañero.

- Pues lo eres. – En este momento el alcohol lo había desinhibido por completo, y Leorio hablaba sin comprender las consecuencias de sus palabras. – Tienes unos ojos azules demasiado brillantes, un pelo rubio demasiado atrayente, una sonrisa demasiado bonita. Con sólo verte pasar, la gente siente que eres casi el hijo del diablo, demasiado peligroso pero demasiado tentador. Haces que cualquiera quiera cometer un pecado tan grave que no haya sitio para él ni en el mismísimo infierno.

Kurapika se acercó un poco más a su amigo alargando aún más su sonrisa seductora. A él también le daba igual lo que pudieran causar sus palabras y preguntó:

- ¿Te consideras entre los que quieren cometer ese pecado?

Leorio sonrió a su vez y se terminó de acercar al objeto de su adoración, y le acarició suavemente la mejilla contraria con su mano izquierda.

- Es lo que más desearía en este mundo. Hacer el amor con el hijo del diablo.

- Entonces, hagámoslo.

Leorio acercó su boca a los labios en apariencia dulces de su pequeño demonio y lo besó con dulzura, saboreando cada pequeña parcela de piel suave y húmeda. Kurapika cerró sus brazos en torno a su cuello y se apretó contra aquel cuerpo cálido y protector. Leorio mordisqueó con delicadeza esos labios prohibidos hasta que éstos se abrieron con deliberada lentitud. Entonces coló su lengua furtiva en esa boquita y la recorrió con fruición, grabando en su mente cada rincón, acariciando a su congénere con pasión, hasta que no pudieron aguantar más la respiración y se separaron. Se volvieron a besar con impaciencia, en una pequeña pelea que ninguno de los dos quería ganar para poder deleitarse eternamente con la suavidad y la calidez del otro. Leorio tomó a su pequeño por la cintura y lo fue acercando poco a poco a su cuerpo, que lo recibió con alegría y alivio por sentirlo. Con tranquilidad, fue recostándolo en la cama que improvisaron hace tiempo para que Kurapika pudiera recuperarse de su fiebre, y él se situó entre sus piernas. Con cierta dificultad y un gruñido de desaprobación, abandonó la boca de su compañero para dar pequeños besitos por toda su faz: las comisuras de los labios, seguidas por las mejillas, luego la nariz, la frente, pasó por los lóbulos de las orejas en los que se entretuvo lamiendo un poco y mordisqueando, bajó de nuevo por la mandíbula hasta llegar de nuevo a sus labios, de los que salió una lengua ávida de amor que se lanzó al encuentro de su boca. Las manos de Leorio soltaron la cintura a la que se habían aferrado con deseo y partieron rumbo al cuello de la túnica de su amigo. Éste, intuyendo las intenciones de su amante, le cogió las manos y las dirigió a un punto impreciso de su espalda.

- Si tiras de ese pequeño hilo, te será mucho más fácil – le dijo susurrándole sensualmente al oído, momento que aprovechó para lamerlo lentamente y provocando escalofríos en su compañero.

Leorio tiró con un gesto decidido y vio maravillado cómo la túnica de su amigo se "deshacía" sus brazos y el joven Kuruta quedaba únicamente vestido con su ropa interior. El joven moreno se quedó quiero, con los ojos muy abiertos, admirando la silueta seductora de su pequeño ángel, hasta que se decidió a acercar una mano a su pecho. Lo recorrió con un solo dedo, delineando cada curva con la yema, lenta y suave, como si tuviera miedo de que de un momento a otro se desvaneciera. Volvió a acercar su cara, pero esta vez la dirigió hacía el cuello blanco, que besó con gran placer para ambos y en el que dejó un par de marcas rojizas. Bajó un poco hasta llegar al punto en el que el cuello se une al hombro, y allí besó y mordió hasta que escuchó un gemido ahogado. Complacido, se desvió un poco hacia en hombro, en el que también depositó besos ligeros como mariposas, y se dirigió de nuevo al cuello de su pequeño. Tras dejar unos ligeros rastros de saliva, se encaminó hacia la clavícula, que mordisqueó y lamió a placer hasta que Kurapika dejó escapar un suspiro extasiado. Siguió bajando hasta llegar a sus pezones, y se dedicó a torturarlo con gran fruición El Kuruta no pudo soportarlo más y se aferró a la nuca de su compañero, masajeándole el cabello presa del placer. Leorio lamía, mordía, besaba y tiraba de uno de los pezones, mientras que con dos dedos previamente mojados repetía los mismo gestos en el otro. Kurapika no podía contener los gemidos, y eso a pesar de que aún ni tan siquiera habían empezado. El joven moreno pronto se excitó por los sensuales y desesperados gemidos de su compañero, y empezó a bajar con parsimonia, recorriendo con los dedos los costados delgados y demarcados por la enfermedad. Kurapika no pudo retener la risa por las cosquillas que le causaban esos dedos, y Leorio sonrió tiernamente. Llegó hasta el ombligo y empezó a besarlo con cariño y ternura para después soplar. El chico rubio se estremeció ante esa sensación, y tembló aún más cuando la lengua de su amante hizo un simulacro de penetración, provocándole la necesidad de sentirlo dentro de sí. Leorio entonces acercó sus dedos al borde de la única prenda que aún le quedaba al Kuruta, pero en ese momento la magia desapareció. Kurapika pareció tomar conciencia de lo que estaban haciendo y se encogió repentinamente, temblando y apartando a Leorio. Este, extrañado, se acercó y le acarició suavemente la mejilla para después tomarlo del mentón y obligarlo a mirarle. En ese momento sintió que se enamoraba aún más si es posible de su querido niño. Esas mejillas completamente rojas que le daban un toque de inocencia, sus labios temblorosos, y esos ojos llorosos que le hacían parecer desamparado. Espera un momento, ¿ojos llorosos?

- Kurapika, ¿qué te ocurre?

- Yo… - intentaba decir el Kuruta entre pequeños sollozos. – Yo… tengo miedo. Jamás he hecho nada parecido. Y todas estas sensaciones desconocidas me abruman. Me hacen sentir como si perdiera el control. Y… yo… no puedo seguir.

Kurapika empezó a derramar lágrimas, hasta que de repente un suave contacto le sorprendió. Leorio sonreía dulcemente y le acariciaba la cabellera. Se acercó lentamente y depositó en sus labios un beso, un beso que reflejaba todo el cariño que sentía en ese momento, un beso lleno de calma y confianza. El chico moreno apoyó su frente en la del rubio, y abriendo los ojos, le susurró:

- Confía en mí. (N/A: Esto parece el Libro de la Selva: "confía en míííííí, y sólo en mííííííí´") ¿Lo harás?

Kurapika dejó de llorar, y mientras hipaba ligeramente asentía con la cabeza. El mayor ensanchó un poco más su sonrisa en un mudo "gracias" y volvió a recostarlo sin dejar de mirarlo a los ojos. Se inclinó para besarlo en una caricia más pasional, recorriendo con desesperación cada rincón de esa cavidad húmeda y deliciosa, y al mismo tiempo lo despojó de la última prenda. Lentamente, se separó lo suficiente como para contemplar a su pequeño en todo su esplendor. Lo que vio lo dejó deslumbrado: la piel blanca recubierta de una fina película de sudor, fruto de la intensidad del momento; los pezones totalmente erectos y aún húmedos por su saliva; el pelo alborotado que cae sin orden y le enmarca la hermosa cara; los ojos completamente oscurecidos por el deseo que intenta asomar, tímido, en esas hermosas orbes azules; pero sobre todo esas mejillas rojas por la vergüenza y el torbellino de emociones. Leorio se quedó hechizado por esa imagen, hasta que un infructuoso intento por parte de su pequeño ángel de tapar su desnudez lo hizo volver a la realidad. Le tomó las manos y las subió por encima de su cabeza. Empezó a besarle de nuevo el cuello con renovada pasión, y ascendió hasta llegar a su oído, en el que suspiró más que susurró:

- Eres realmente hermoso. Creo que me he equivocado contigo. No eres un demonio, eres un auténtico ángel. – Después subió hasta enterrar la nariz en los espesos cabellos rubios y oler el ligero aroma a flores, aroma que lo embriagó como un vaso de aguardiente.

Leorio retomó su trabajo y acarició los muslos blancos de su amante. Primero despacio, sólo con las yemas de los dedos, para después rodearlos con sus manos, y finalmente apretarlos con fuerza y empezar a subir hasta llegar a sus nalgas. Kurapika no pudo evitar lanzar un jadeo sólo perceptible por el oído agudizado de su moreno. El mayor entonces decidió atacar una parte de su anatomía que ya empezaba a estar muy necesitada. Sopló, y le complació oír una pequeña exclamación de su niño. Después sacó la lengua y lamió superficialmente la punta. El Kuruta jadeó un poco más fuerte y se estremeció, ansioso por sentir más. Leorio decidió entonces empezar a lamer el miembro que tenía enfrente. Con la punta de la lengua, subía y bajaba por el tronco de una forma tortuosamente lenta, acto que hizo tensarse aún más al cuerpo que tenía debajo. Kurapika decía palabras caóticamente, hasta que finalmente, entre un gemido y un jadeo, acertó a decir:

- Por… favor… deja de… torturarme.

- ¿Qué quieres que haga? – dijo Leorio sin dejar de lamerlo, como si no supiera de que iba la cosa.

- Métetela – respondió Kurapika con un hilo de voz.

- No te he oído – Leorio entonces aceleró un poco más el ritmo de las lamidas, pero sin cumplir los deseos de su ángel.

- ¡Ah! Mete… ¡ah! Métetela… en la boca… ¡Mmmm!

- Como desees – y Leorio se la metió bruscamente en la boca.

El Kuruta reaccionó lanzando un grito increíblemente agudo. Se agarró con desesperación las los cabellos morenos y se dejó llevar por el mar de sensaciones que lo anegaba. Leorio, excitado por los gritos de su rubio, llevó sus manos hasta las ingles y empezó a masajear todo lo que pudo. Kurapika se encontraba dividido por sus propios sentimientos: quería que eso continuara infinitamente, para el resto de su vida; pero inconscientemente también quería acabar con todo ese fuego que le quemaba las entrañas. Poco a poco, ese fuego abrasador le empezó a enviar escalofríos por la espalda que le provocaban espasmos, hasta que en una de esas sacudidas empezó a verlo todo en blanco. Sabía que estaba a punto de acabar, así que tironeó de los cabellos morenos en intentó decir:

- Estoy… estoy… yo…

Leorio captó el mensaje, pero en vez de apartarse como pretendía Kurapika, aceleró aún más sus movimientos hasta que sintió en la boca un líquido amargo y caliente, muy caliente. Se apartó mientras su compañero caía hacia atrás, intentando recuperar el aliento. Su cuerpo estaba en una postura que denotaba completo abandono y sumisión: brazos que le tapaban la cara, piernas abiertas, y el pecho blanco que subía y bajaba bruscamente. Esa imagen, extremadamente erótica para los ojos de Leorio, le dio unas ganas imperiosas de poseerlo en ese mismo instante, de entrar en su interior de un empujón y hacerle el amor toda la noche. En ese momento, Kurapika abrió los ojos, y vio la mirada lujuriosa que lo devoraba, y el gesto sensual con el que Leorio se lamió un pequeño rastro de su semen que resbalaba por la comisura de sus labios. El chico moreno empezó a desnudarse lentamente para deleite de su único espectador: primero se quitó la chaqueta (N/A: o el saco, como se diga en su país), después se aflojó la corbata y la lanzó a un rincón perdido de la habitación. Siguió con la camisa, soltándose los botones extremadamente despacio, para después sacársela y dejarla caer por sus hombros. Luego se soltó el cinturón, hasta que le llegó el turno al botón del pantalón y a la cremallera. Kurapika no pudo soportarlo más y se lanzó sobre su amante para terminar de desnudarlo. Cuando vio el estado de excitación en el que se encontraba, se puso aún más colorado. "Eso no puede ser humano", pensó para sus adentros. "Espero que sepa lo que hace, por que si eso tiene que entrar donde me imagino, necesitaré la ayuda de Dios y de Satanás a la vez". Ante este pensamiento, su cara cambió al blanco.

Leorio, asustado por la reacción de Kurapika, le sacudió un poco hasta que pareció volver de sus pensamientos. Cuando posó los ojos sobre los suyos, le dedicó una sonrisa radiante y se acercó con una mirada de predador.

- Date la vuelta – dijo con una voz extremadamente sensual, y Kurapika pensó que, si le pedía con esa misma voz que se tirara en medio del océano, lo haría sin pensar. Así que se puso boca abajo, y su compañero le levantó las caderas hasta dejar expuesta su entrada rosadita. Con cuidado, le separó las nalgas y empezó a lamer. El rubio lanzó una exclamación de sorpresa; no se esperaba que fuera a hacer eso, y sobre todo que eso le diera tanto placer. Su esfínter se contraía en espasmos rítmicos cada vez que esa lengua ardiente pasaba por ahí. Pronto esa lengua traviesa intentó abrirse paso en su interior, y Kurapika sintió la imperiosa necesidad de sentirla aún más dentro de él, de que llegara hasta el fondo de su cuerpo y de su alma. Leorio, al notar ese estado de necesidad, decidió que era el momento de dilatarlo un poco más. Mientras seguía lamiendo, tres de sus dedos empezaron a buscar la deliciosa boca de su compañero, quien no dudó ni un momento en empezar a ensalivarlos con gestos desesperados pero no por ellos menos cargados de sensualidad. Cuando estuvieron bien mojados, Leorio los dirigió a esa entradita que prometía los placeres más prohibidos y metió el primero. El chico rubio dio un pequeño salto por la intrusión, pero no se quejó de dolor. Era un buen signo, así que Leorio continuó un poco más lejos y empezó a moverlo: primero en círculos para después introducirlo un poco más adentro. Su pequeño ángel comenzó a imitar los movimientos de su dedo para sentirlo aún más en su interior, hecho que Leorio interpretó como la señal de que podía ir más lejos. Decidió entonces meter dos dedos a la vez, y obtuvo como repuesta un ligero quejido de dolor. Mientras esperaba a que se acostumbrara, le besó la estrecha espalda y acarició con delicadeza los blancos muslos. El sabor del sudor que recorría su espalda era salado, pero a él le pareció el más delicioso de los manjares, y tocar su piel ardiente fue como tocar la seda más pura. Cuando su pequeño se acostumbró a esa molesta intrusión, los movió muy despacio, haciendo primero movimientos de tijeras y en círculos, para después imitar una penetración. Su ángel rubio empezó a gemir suavemente y le temblaron las piernas, señal de que podía dar el penúltimo paso. El chico moreno metió por fin el tercer dedo, pero por la pasión que lo embargaba en ese momento lo hizo con un movimiento brusco que hizo gritar a su pequeño. Leorio, asustado, empezó a pedir perdón y a besarlo por todas partes sin dejar de susurrarle palabras tranquilizadoras en un tono grave y profundo. Tomó el miembro de su amante y lo acarició con ligereza, y notó como casi instantáneamente su pequeño se relajó. Murmuró una última disculpa y empezó a mover los tres dedos muy lentamente mientras repartía dulces besos por su faz. El joven Kuruta, enternecido por toda esa atención que le dedicaba, por todo ese cariño que ponía en cada uno de sus gestos, se secó las lágrimas traidoras que bañaban sus mejillas y respondió a cada uno de sus besos con caricias torpes pero llenas de ternura. Finalmente, cuando las paredes internas de Kurapika se relajaron lo suficiente, Leorio sacó los tres dedos y le dio la vuelta a su pequeño con suavidad. Le miró a los ojos, le acarició la mejilla, y por fin le dijo:

- ¿Estás seguro?

- Por supuesto – respondió con una sonrisa.

- A partir de aquí, ya no hay marcha atrás.

- Lo sé.

- ¿Y aún así quieres continuar?

- Sí – en su respuesta no hubo vacilación ninguna, sólo la serenidad guió sus palabras. – Después de todo lo que has hecho por mí, te mereces que te lo agradezca de esta forma.

Kurapika abrió un poco más las piernas y dejó que Leorio se recostara sobre él. El chico moreno le tomó por los muslos que no se cansaba de tocar y, justo antes de entrar en su interior de un único y rápido movimiento, le dijo en un susurro enamorado:

- Te quiero.

Calor. No había otra palabra para describir lo que sentía en esos momentos. Un calor abrasador que lo envolvía por completo y que le hacía perder los últimos vestigios de autocontrol que pudiera tener. Abrió los ojos, que no recordaba haber cerrado, y miró a su pequeño. El joven Kuruta tenía los ojos muy abiertos y se agarraba con fuerza a las sábanas. Leorio, preocupado y sintiéndose culpable, lo llamó por su nombre y acercó su rostro al suyo. La reacción de Kurapika fue extender los brazos para aferrarse con desesperación al cuello de su amante y rodear su cintura con las piernas. Las sensaciones habían sido devastadoras. Sentir ese trozo de carne ardiente en su interior, ser consciente de que formaba uno con su compañero, notar esa agradable fuente de calor y cariño abrirse paso hasta lo más profundo de su alma… no había, hay, ni habrá palabras suficientes para describir ese vórtice de sentimientos que lo devoraban en ese momento.

- ¿Te encuentras bien?

- Mejor que nunca – el joven rubio lo apretó aún más contra sí, y al sentir que se hundía en él le clavó las uñas en la espalda y gimió en su oído. – Sigue.

Ante esas palabras, pronunciadas en ese tono tan lleno de lujuria, Leorio no pudo contenerse más y empezó a moverse. Los movimientos al principio fueron lentos y cadenciosos, y les hicieron suspirar y gemir apagadamente. Las palabras tiernas llenaron el silencio de la habitación, y entre esos murmuros se distinguían declaraciones de amor eterno por ambas partes. Poco a poco, esa lenta cadencia no fue suficiente, y los movimientos se hicieron cada vez más rápidos, cada vez más precisos, cada vez más desesperados. Las palabras se volvieron cada vez más inteligibles hasta que lo único que se oía eran los jadeos entrecortados de esas dos personas, de esas dos almas heridas que por fin encontraban consuelo y alivio en el calor y el cariño de otro. Leorio notó como las paredes de su pequeño se estrechaban en espasmos, y supo que su fin estaba cerca. Aceleró un poco más el ritmo, llevándolos a los dos al borde de la locura, y llenó de besos toda parcela de piel que pudo, hasta que un velo blanco le envolvió la vista y mordió un hombro blanco hasta hacerlo sangrar. Kurapika acabó también al mismo tiempo en un grito de éxtasis, momento en el que sintió como si su alma entrara en el cuerpo de su amante y se fundiera con su congénere para toda la eternidad. Leorio salió con delicadeza del interior de su ángel de cabellos dorados y abrió la colcha. Con gestos cuidadosos lo metió dentro de la cama y lo tapó con las mantas. Le acarició los cabellos húmedos por el sudor y le besó la frente. Por último, se tapó él también y atrajo a su niño hacia sus brazos, en los que se recostó con una sonrisa. Kurapika se durmió casi al instante; Leorio, sin embargo, permaneció despierto un rato, disfrutando de la cercanía de su objeto de adoración, y elevó una plegaria para que este día lo recordaran los dos para el resto de sus vidas.

Su plegaria, sin embargo, no fue escuchada. A la mañana siguiente, Leorio despertó en una cama vacía y fría. No había ni rastro del joven rubio en toda la guarida. Leorio se disponía a vestirse y salir corriendo en busca de su pequeño cuando el teléfono sonó. Le llamaba Senritsu para pedirle que los llevara a ella y a Kurapika al aeropuerto. Cuando colgó, Leorio se echó a llorar. Lloró porque todo había acabado. Kurapika, o bien no recordaba nada, o bien lo recordaba todo y no le correspondía. Y lloró porque su sueño se había hecho pedazos entre las sábanas que una vez cobijaron el testigo de un amor imposible.

De vuelta al presente…

Leorio despierta de su ensoñación y mira el reloj. Ya debe estar amaneciendo. Se levanta de la cama y se dirige a una pequeña cocina sucia y llena de cacharros que esperan ser lavados. Abre uno de los armarios y coge una taza. Después se dirige hacia la nevera y toma el cartón de leche. Vierte la leche en un cazo ennegrecido y lo pone a calentar mientras busca el café instantáneo y el azúcar. Mientras se calienta la leche, busca una camisa que no esté arrugada, una corbata elegante y la chaqueta a juego con el pantalón, y se viste. Cuando acaba de ponerse la ropa, la leche ya hierve, así que la vierte en la pequeña taza y se sirve dos cucharadas de café y una de azúcar. Desde aquella noche, las cosas amargas son las únicas que aún tienen sabor para él; el resto de comida sólo le sabe a carbón y cenizas. Termina de beberse el café y se lava la cara en el baño. Se mira la cara en el espejo y piensa que quizás hoy sus ojeras no llamarán la atención. Hoy es un día especial para todos los alumnos de la Facultad. Hoy se entregan las notas de final de carrera, las notas que determinarán si son médicos o tendrán que pasar por este calvario otra vez. Hoy, además, es un día decisivo para Leorio. De los resultados de hoy depende su felicidad. Así que se seca la cara, y con más decisión de la que realmente siente, coge su maletín y se encamina hacia la puerta. Al llegar al umbral, se gira por última vez hacia el pequeño apartamento de una simple residencia de alumnos. Quien sabe, quizás hoy las cosas cambien. O quizás no.