DISCLAIMER: La historia que van a leer ha sido creada con el único fin de entretener, sin ánimo de lucro. Los personajes y canciones pertenecen a sus respectivos autores y editoriales. Como es sabido, sólo me los cojo un ratito para escribir locuras sobre ellos.
Una historia sin final feliz... La canción se llama realmente "Me and Bobby McGee", fue escrita por Kris Kristofferson y Fred Foster; y su mejor interpretación se la debemos a Janis Joplin que la grabó para el álbum Pearl, editado después de su muerte a los 27 años.
ATENCIÓN: Pueden encontrar la canción subtitulada en Youtube. Gracias, Janis, por compartir tu talento!
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ME AND BERTIE ANDREW 1
(Pour Antoine: je me souviens très bien de vous, mon cher randonneur...)
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Lo conoció en abril, una fresca tarde a inicios de la primavera de 1967, afuera de la estación de trenes de Baton Rouge esperando un tren de carga hacia Nueva Orleans. Ella quería ir a un festival de música en dicha ciudad y luego tirar para San Francisco, mientras que él simplemente se estaba dejando mover como una hoja suelta en otoño. Los dos habían escapado de sus hogares, aunque por distintos motivos, y charlando en la estación hicieron buenas migas. Después de todo eran dos hippies, dos soñadores errantes que viajaban sin rumbo fijo por el país tratando de encontrar el sentido de sus vidas y su lugar en el mundo.
A Albert enseguida le cayó bien esa chica veinteañera de aspecto frágil y desaliñado; y a Poupée también. La mofeta corrió hacia donde estaba la mujercita de largo cabello castaño, blusa holgada, chaleco, multitud de collares, jeans viejos y sucia bandana roja. Era obvio que llevaba mucho tiempo andando por los caminos.
-Hola, chica... ¿Queda mucho para que llegue el tren?
-No lo sé, la verdad es que no he preguntado en la taquilla porque pienso colarme en el tren de carga. No llevo dinero...
-Bueno, voy a mirar. Espera un momento, ¿ok? Poupée, quédate con esta linda muchacha.
La joven, normalmente expresiva y parlanchina, se quedó patidifusa al contemplar al joven dueño de la mofeta que le sonreía divertido. Era tan guapo y elegante, nada que ver con los rudos hombres que había conocido en su texana ciudad de origen o con los chicos vulgares que fue encontrando por el camino. A pesar de tener la piel del rostro curtida por el sol, ropa sencilla y el cabello castaño algo sucio, era indiscutiblemente guapo. Un poco tosco por la ropa y la barba, pero con un indudable aire sexy e inocente, como sacado de un cuadro prerrafaelita con ese largo cabello color chocolate la espesa barba y esa hermosa cara.
El bello mozo usaba una desgastada chaqueta tipo sahariana sobre una sencilla camiseta de algodón negra, jeans que marcaban sus largas y tonificadas piernas, botas altas de explorador, un foulard blanco que aunque se notaba de gran calidad estaba algo sucio y gafas de sol complementando un agraciado rostro barbado.
Cuando el joven habló con la chica, se quitó por un momento las gafas de sol para poder mirarla a los ojos e inspirar confianza. En ese momento algo se removió en el interior de la muchacha y enseguida lo tuvo claro: se había enamorado al instante de ese adonis de pelo castaño y ojos azules tan alto y hermoso. Maldito fuera, tenía los ojos más hermosos del mundo. Grandes, con un tono azul increíble, irradiando belleza, confianza, ternura... sensualidad.
La aterciopelada voz del joven la sacó de sus pensamientos.
-El encargado de la taquilla me ha dicho que no hay tren a Nueva Orleans hasta mañana. ¿Y si detenemos un coche en la carretera a ver si nos llevan?
-Genial, no me gustaba la idea de dormir aquí en la estación... ¿cómo me dijiste que te llamabas?
-Me llamo Will... Albert, pero no te lo había dicho, perdón por mi mala educación, jajajaja... ¿y tú cómo te llamas?
Era un hombre demasiado perfecto para esa chica de tan baja autoestima. Se convenció inmediatamente de que él jamás se fijaría en tan poca cosa, pero eso no evitó que se enamorase perdidamente de Albert desde ese momento.
-Yo... mi n...nombre es Je... Jenny, encantada "Will-Albert", jejejeje...
Y juntos se dirigieron caminando hacia la carretera. Mientras esperaban a que algún conductor los recogiera hablaron de sus lugares de origen y hacia donde iban. Jenny le contó a Albert que llevaba casi dos años viajando por todo el país con su armónica y su guitarra como únicas compañías fijas, pero la graciosa cadencia de su acento musical y franco la delataba como la texana de pura cepa que era.
Albert dijo a Jenny que hacía apenas tres meses que andaba por los caminos, y que era de Chicago. Sin embargo, tenía un acento distinto a la gente de esa ciudad que había conocido la chica. El joven comentó a Jenny que era debido a que parte de familia era escocesa y se le había pegado algo de ese acento. No quería que se supiera que en realidad era el heredero de un poderoso clan escocés de mucho dinero y que había vivido largos periodos en Londres y Escocia.
Ella lo escuchaba realmente admirada.
-Bueno, Bertie... ¿Puedo llamarte así? Yo vengo de un poblacho inmundo lleno de semi analfabetos y tan aburrido como el discurso de un político. He dejado la universidad para lograr mi sueño de ser compositora, y también para ver mundo y ser libre durante un tiempo.
Se cuidó muy bien de no contarle los malos tratos, los abusos, el acoso escolar... Toda esa mierda que la había empujado a coger los caminos y tratar de reconstruir su vida lejos de quienes le hicieron tanto daño. Aun con el peso del escándalo, decidió marcharse: era escapar o el suicidio. Pero Bertie no tenía que enterarse de todo eso, así que sonreía despreocupadamente mientras hilaba su historia a Bertie omitiendo los detalles más escabrosos.
-Me gusta eso de nombrarme Bertie. Suena más amigable y nadie me había llamado así- convino Albert, obsequiando a la joven con su risa sincera.
«Qué sonrisa más hermosa tiene este muchacho barbudo. Resplandeciente y seductora»
-Venga, coge tu morral y vamos a la carretera. Con un poco de suerte algún camionero querrá llevarnos antes de que el cielo se nos caiga encima- la apremió Albert, señalando hacia la bóveda celeste de Louisiana, que estaba oscurecida por unas amenazantes nubes grises cargadas de agua.
Llegaron a la carretera principal del pueblo y mientras empezaron a andar a pie para adelantar el camino, hacían señas a los vehículos para que parasen y les llevaran a Nueva Orleans. Por fortuna, después de que varios coches pasaron de largo, un camión cargado de mercancías diversas que iban protegidas con una enorme lona verde paró a socorrerlos, justo un par de minutos después de que el aguacero rompiera descargando su fría y húmeda ira sobre los campos de Louisiana.
Al volante del desvencijado camión iba un hombre regordete, medio calvo y de espeso mostacho. Tendría unos cuarenta y cinco años, pero aparentaba más porque su rostro lucía cansado. Sonrió afablemente a los chicos y les abrió la portezuela del copiloto desde dentro para que subieran.
-Vamos, muchachitos... ¡que se van a calar hasta los huesos si siguen ahí bajo la lluvia! ¿Para dónde van?- hablaba con un cálido y profundo acento sureño muy parecido al de Jenny.
-A Nueva Orleans, señor- respondió Albert.
-Bueno, yo voy a la Central de Abastos de Nueva Orleans, no me meto para el Centro, pero algo es algo...-el buen hombre parecía disculparse.
-Y ya eso nos viene muy bien, señor... gracias!- convino Jenny.
Los chicos subieron rápidamente a la cabina de la camioneta. Albert dejó caballerosamente que Jenny subiera primero, y además le dio la mano para ayudarle a salvar la gran altura que había entre el suelo y el peldaño del viejo camión, que seguro había conocido tiempos mejores. El vehículo arrancó apenas Albert cerró la portezuela, y el joven aprovechó para agradecer al conductor por el favor prestado.
-Gracias, señor. La verdad es que empecé a temer que mis amigas pillaran una pulmonía bajo esta tormenta, y en medio de ninguna parte. Ya estábamos demasiado lejos del pueblo y no sabemos dónde está el siguiente.
-Nada que agradecer, hijo, es deber de cristiano... espera... ¿amigas? ¡Jesucristo! ¿Dónde está la otra chica? ¿Nos la hemos dejado en la carretera?
Albert rió con ganas antes de explicar al pobre hombre que ya estaba dando marcha atrás con la palanca de cambios.
-No, señor, al decir mis dos amigas me refiero a esta dulce chica -todavía entre risas señala a una sonrojada Jenny- y a mi niña, Poupée.
La mascota asomó la cabecita del morral de Albert, sobresaltando al conductor.
-¡Una mofeta! ¡Cuidado, nos rociará! Hijo, tírala por la ventana...
-Perdone, señor. Ella es mi Poupée. Le aseguro que hace honor a su nombre[1]: es mansa, cariñosa y limpita.
El hombre del mostacho no parecía muy convencido, pero ya no dijo más porque la lluvia arreció y tras accionar los limpiaparabrisas se dispuso a reanudar la marcha. Después de ello, encendió la radio y por casualidad estaba sonando un conocido blues que comenzó a cantar con más ganas que talento. Jenny sacó una vieja armónica de su bandana para acompañar la desafinada voz del hombre y así camuflar un poco la voz del pobre conductor.
Albert se sorprendió por la habilidad de Jenny con la armónica, y también porque tuvo una sensación de déjà vécu al recordar a cierto adolescente inglés con el que hizo amistad en el zoo donde trabajaba en Londres.
«¿Qué habrá sido de él? Candy sólo me dijo en su última carta que se habían hecho muy buenos amigos, pero sé que irán a más. Ojalá la trate bien...»
Sintió un aguijonazo de celos, porque ese rebelde muchacho era el interés romántico de su pequeña y por ello tuvo que poner océano de por medio. Para tratar de olvidarla.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos porque la canción era de esas que invitan a ser coreadas, y el guapo muchcho se dejó arrastrar por el alegre dúo que componían el conductor y Jenny. Sorprendió a la chica y al camionero con una preciosa voz afinada, cálida y masculina. Ese joven indudablemente había recibido una exquisita formación musical.
Se pasaron las casi dos horas del trayecto cantando con júbilo la multitud de canciones que el conductor iba enlazando una tras otra. Se trataba de conocidas melodías de country, blues y otros ritmos sureños; canciones con cadencia y alegría a pesar de la letra triste de algunas, y gran belleza. El limpiaparabrisas del camión no sólo cumplía su evidente función de despejar el agua de lluvia del cristal, sino que parecía ejercer de improvisado metrónomo en el espontáneo concierto de los tres viajeros.
Hello Mary Lou, goodbye heart
Sweet Mary Lou I'm so in love with you
I knew Mary Lou, we'd never part
So hello Mary Lou, goodbye heart
Hola, Mary Lou... adiós, corazón
Dulce Mady Lou, estoy tan enamorado de ti
Lo sé, Mary Lou, nunca seremos algo
Así que hola, Mary Lou, y adiós, corazón [2]
Sin darse cuenta, Jenny dejó de lado su armónica, y se había unido a los dos hombres en el canto. Tampoco supo en qué momento Albert había acunado sus pequeñas manos entre las grandes y masculinas de él. En cuanto cayó en que Bertie sostenía sus manos, las sacó de repente, con brusquedad. No estaba acostumbrada a tales atenciones.
-¿Qué pasó, Jenny? Sólo quería calentar tus manos, las tienes heladas... ¿te he molestado?
Los colores invadieron el rostro de la chica, pero respondió lo más despreocupadamente que pudo.
-Oh, es que no me había dado cuenta, eso es todo. Y de molestarme, nada, qué dices... si estaba muy a gusto...
El joven la rodeó con un brazo, y con el otro volvió a coger sus manos para darle calor.
-Entonces no se diga más, niña... vamos a quitarte el frío antes de que te enfermes... ¿me ayudas, Poupée?
La mofeta se posó encima de las manos de Jenny. Era un animal hermoso e inteligente. La chica se sintió cómoda y protegida, e instintivamente estrechó sus manos contra la del castaño.
Continuaron cantando hasta que vislumbraron a lo lejos la urbe de Nueva Orleans enmarcada por el azul del Golfo de México y el delta del Mississippi. El camionero les dejó en un arcén de la carretera de acceso principal a la ciudad, por lo que les sería muy fácil llegar a su destino ya fuera andando o con la ayuda de otro conductor.
-Me habría gustado llevarles hasta el centro, muchachos; pero la empresa me cuenta el tiempo de trayecto... Que tengan un feliz viaje y ojalá nos veamos pronto: nunca había tenido compañeros de viaje tan divertidos.
-No se preocupe, señor...
-Martin, Joseph Martin, muchacho.
-Albert Andrew, encantado...
Oh, no. Se la vio venir el joven, su apellido era una bendición y a veces una maldición.
-¿De los Andrew de Chicago? ¿Los millonetis?
-Jajajaja, no señor... siempre me preguntan lo mismo- y siempre se sentía mal por negar a su familia, pero si quería seguir viviendo esa vida errante que le encantaba, uno de los precios a pagar era mentir sobre su orígenes.
-Ah, claro... seguro hay miles de gentes con ese apellido.
-En efecto, no todos los Presley son Elvis, ¿verdad?
-Jajajaja, pues no... ¿Y tú cómo te llamas, hija?
-Jenny... Jennifer Justin.
El conductor se llevó una mano a la cabeza, como si intentara calarse un inexistente sombrero, y se despidió de los jóvenes.
-Bueno, muchachos, ha sido un placer. Que tengan un buen viaje y diviértanse a la salud de este viejo, que no puede acompañarles por estar casado y con dos hijos que mantener, jajajaja...
Los errantes muchachos agitaron las manos diciendo adiós al hombre que se fue alejando a través de la carretera, y tras unas horas andando llegaron a Nueva Orleans. Disfrutaron del festival de música, Jenny le presentó a Bertie a algunos amigos, probaron comida cajún y se animaron a actuar en una plaza pública a cambio de unas monedas. Bertie tocaba la guitarra y ella al principio sólo tocaba la armónica, pero el joven la animó a cantar.
-Jenny, pequeña, debes aprender a valorarte. Camina orgullosa, yergue el cuello y mantén la frente muy alta: el mundo debería estar tus pies porque eres una chica increíble y muy talentosa. Ve y muestra tu dulce voz a todo el mundo.
«¡Dios! ¿Se puede ser más perfecto?» pensó Jenny contemplándolo arrobada.
Así pues, vieron que la portentosa voz de Jenny les granjeaba las monedas para su sustento por las calles, y continuaron recorriendo la colorida ciudad de marcada influencia francesa y africana. Cada noche, Bertie ayudaba a Jenny a montar la tienda de campaña donde dormían juntos, pero como amigos. Charlaban un rato de sus vidas, sus anhelos y planes, hasta quedarse dormidos.
Un día, estando a punto de salir de Nueva Orleans, Albert volvió de la oficina postal muy feliz. Traía una carta en sus manos y Jenny estaba intrigada.
-¡Es mi Candy, Jenny...! ¡Por fin recibí una carta suya!
-¿Candy?- la expresión que hacía Albert al mencionar ese nombre fue un pinchazo para Jenny. Claramente era alguien muy importante para él.
-Es una mujercita a la que quiero mucho, Jenny... en realidad, te lo digo en confianza, la amo. Desde que yo tenía trece años, y ella sólo seis ¿puedes creerlo?
Jenny se limitó a sonreír condescendiente, pero a la vez su corazón se partía en mil pedazos.
-¿Tú nunca te has enamorado, Jen? ¿Alguno de los chicos de aquí te gusta?
¿Qué iba a decirle? "No, Bertie, no me he fijado en ninguno de nuestros amigos porque desde que te vi, sólo tengo ojos para ti". De ninguna manera, así que tuvo que sacarse un as de la manga y le dijo lo primero que se le ocurrió.
-Bueno, es que los chicos como que no me atraen... ¿me comprendes?
-Oh, ¡por supuesto! Ven aquí, mi amiga querida...
El joven la estrechó en un cálido y protector abrazo mientras le decía que todo iba a estar bien. Aunque el mundo podía estar evolucionando a pasos agigantados, no pasaba lo mismo con los temas considerados tabú como la homosexualidad.
Jenny se reprochó a sí misma por contar tamaña mentira a su gran amor, al objeto de su adoración, pero... ¡se sentía tan bien estar en sus brazos sin que sospechara nada! Así pues, decidió mantener la mentira para poder estar cerca de Bertie sin que él se sintiera incómodo con su presencia. Además, el creerla lesbiana permitió a Albert ser un poco más natural y confiado con ella. La abrazaba a menudo, hablaban de chicas, sonreían entre ellos abiertamente, jugaban a las luchitas. Para él, su Jenny era más que una amiga: era el colega que le hubiese gustado tener desde que estaba encerrado en aquel severo colegio londinense. El hermano que nunca tuvo.
-¡Auch, no vale, Bertie! ¡Eres más fuerte que yo!- decía la chica siempre que jugaban a luchar, pues él terminaba encima de ella. en el joven no había malicia alguna, pues estaba convencido de que su amiga pensaba y sentía como un chico.
-Ok, ok, seré menos brusco la próxima vez...
Sus huellas pisaron muchos caminos, disfrutando de los espectaculares paisajes naturales y de las bellas poblaciones a su paso.
Albert recibía con regularidad correspondencia de Candy, aquella chica muy especial para él que en esos momentos estaba en Londres estudiando en un colegio interna. Aunque anduviera errante por el país, recibía las misivas gracias a que un tal George, al parecer amigo en común, se aseguraba de que se entregasen las cartas en la dirección proporcionada por el joven telefónicamente. Finalmente, aunque a Albert le encantaba la naturaleza y ver mundo, se esforzaba por mantenerse al menos dos semanas en el mismo lugar, con el fin de poder comunicarse con esa chica tan importante para él. En una de ellas Candy le dijo que por estar de vacaciones en Chicago se había conseguido un empleo temporal como enfermera en las minas de carbón de Kentucky, así que a instancias de Albert él y Jenny cogieron sus bártulos y se fueron de Boulder, Colorado, a un pueblo cerca de Owensboro.
-¿Kentucky? Nunca he estado ahí... ¡será una gran aventura, Bertie!- En realidad al quinto infierno iría ella sin dudarlo, sólo por seguir a su amor.
Pero llegaron tarde. Candy había olvidado mencionar en su carta la breve duración de su contrato, y los dos amigos decidieron quedarse unas semanas en el pueblo minero. Como los habitantes eran personas pobres e ignorantes, Albert se dio cuenta enseguida de que tendrían que ganarse la vida con algo más que arte, por lo que encontró empleo en una mina de carbón mientras Jen consiguió un trabajo por horas fregando los suelos de una cafetería.
La mina donde contrataron a Albert era parte de las empresas de los Andrew.
Bertie al primer momento podría haber dicho que era el dueño, pero quiso ver con sus propios ojos el funcionamiento de la mina. Pudo comprobar la dureza del trabajo de extracción y las condiciones miserables en que vivían y trabajaban los mineros. En cuanto tuvo oportunidad, escribió a George para ordenarle que hiciera con carácter urgente algo al respecto para mejorar las cosas.
Cada noche Jenny esperaba a Bertie en la diminuta casita de madera que habían alquilado, con la cena caliente y el ungüento para las ampollas en las manos del joven. ¡Cuánto habría dado por aplicar ella misma la sustancia y que la cosa hubiera ido a más! Pero eso pasaba sólo en las películas, y sólo a las chicas guapas, no a las feas desgarbadas como ella.
-Deberías dejar ese trabajo, Bertie... se te nota a la legua que nunca has sido obrero manual y cada vez te veo más agotado...
-Pamplinas, Jenny, es sólo que el trabajo de la mina es realmente duro, pero ya me acostumbraré. No soy una delicada señorita- respondió Bert fingiendo enfado.
Algunas noches, a pesar de ser verano, hacía mucho frío. Pero Jenny encontraba calor y protección en los tibios brazos de su amigo, que también la guareció de la lluvia, el polvo y cualquier elemento durante sus trayectos a pie por las carreteras.
Finalmente unas semanas después dejaron Kentucky, para dirigirse a San Francisco. Habían oído hablar de una mega concentración de hippies en San Francisco, donde habría mesas de debate, música, amistad y drogas. Pero Albert no consumía nada, y a instancias suyas Jenny dejó de fumar cannabis.
-Pequeña, tu capacidad creativa no depende de sustancias ajenas. Es una hermosa virtud con la que has venido al mundo-le repetía cada vez que intentaba liarse un cigarrillo de maría, quitándoselo y tirándolo lejos; con el consecuente enfado de la chica.
Durante el viaje desde Kentucky hasta California, que duró varias semanas, los jóvenes tuvieron mucho tiempo para hablar de sus cosas, aprovechando que de nuevo podían ganar algo de dinero cantando en las esquinas de las calles más concurridas de las ciudades. Teniendo como marco los majestuosos paisajes naturales del oeste americano o al calor de una fogata nocturna, Albert y Jenny revelaron sus secretos más íntimos, aquellos acontecimientos que los habían marcado y lo que querían para su futuro.
-Siento mucho que tus padres y tu hermana hayan fallecido, Bertie... y bueno, tu sobrino también te estará mirando desde el cielo. Seguro tu familia desde allá estará pensando "aféitate, Bertie"...
El guapísimo joven se limitó a sonreírle con ternura, y acarició con cariño la mejilla de su querida amiga.
Jenny sintió unas ganas terribles de besarlo, pero era imposible. Qué tortura era verlo tan hermoso e indefenso, con su pelo dorado iluminado a la luz de la luna y la fogata. Parecía un ser irreal, divino podría decirse. Pero por eso mismo, por ser tan maravilloso, no sería nunca para ella. Era mejor quedarse así. Quieta y fingiendo alegría aun con el corazón a punto de estallar por tanto amor contenido.
Por fin llegaron a su destino. San Francisco era un hervidero de gente venida de todo el mundo. La contracultura hippie se había concentrado en la ciudad californiana e incluso los estudiantes de las universidades -empezando por Berkeley, la cuna del movimiento- se habían movilizado para no perderse el acontecimiento que comenzó con el llamado Human Be-In en el parque Golden Gate de San Francisco.
If you're going to San Francisco,
be sure to wear some flowers in your hair...
If you're going to San Francisco,
Summertime will be a love-in there.
Si vas a San Francisco,
no te olvides de llevar flores en el cabello...
Si vas a San Francisco,
el verano será una celebración de amor [3]
Fue una experiencia increíble. Conocieron a mucha gente nueva, se reencontraron con viejos amigos, cantaron por toda la ciudad, visitaron los parques nacionales cercanos y participaron en varias mesas de debate. Jenny se moría de celos al ver que su Bertie estaba siendo objeto de atenciones por parte de las más guapas chicas asistentes a la convención; pero ¿qué podía hacer, si le había dicho que era lesbiana? No tuvo más remedio que contemplar frustrada cómo Albert se iba felizmente a la tienda de una u otra chica, y no precisamente a discutir sobre la Guerra de Vietnam o la Revolución Cubana.
-Bertie, no soy quién para meterme en tus cosas, pero espero que al menos estés tomando precauciones...
-¿Mi pequeña Jenny ahora se erige como mi madre? Jajajajaja... claro, Jen, no es la primera vez que me acuesto con mujeres, sé cuidarme...
La abrazó con fuerza y le revolvió el pelo con el puño, como se hace con un colega varón. Estaba feliz, era libre, hacía el amor con multitud de chicas preciosas, conoció nuevos amigos, participó en debates y tenía la mejor amiga... ¿acaso no era motivo para estar muy contento?
Sin embargo, como todo lo que comienza acaba, al terminar el Verano del Amor decidieron ir a Los Ángeles. Bertie había convencido a Jenny de grabar una demo, e irían a la famosa ciudad a mostrar el material a las disqueras.
Una tarde en que acababan de salir de Salinas rumbo a Los Ángeles, Albert estaba extraño, como preocupado. Ella le preguntó qué sucedía.
-Tengo un mal presentimiento, Jenny... déjame hacer una llamada telefónica a mi casa en Chicago, ¿de acuerdo?
-Claro que sí, Bertie, mira, en esa gasolinera hay teléfonos públicos...
Jenny se sentó en las afueras de la tienda de la desvencijada gasolinera, lejos de Albert para darle privacidad, y aprovechó que el joven se había dejado la guitarra para tocar y cantar un poco. Los clientes del establecimiento dejaron algunas monedas que les vendrían muy bien para su estancia en la cara Los Ángeles, pensó la chica.
Sin embargo, sus planes se vinieron abajo. Albert colgó el teléfono y fue directo a ella, estaba serio, enfadado y angustiado.
-Jenny, debo ir a Nueva York ahora mismo...
Fue como un balde de agua fría para la chica.
-¿Qué pasó, Bertie? ¡Me asustas!
-Mi Candy... se ha fugado del colegio siguiendo a un insensato que que se la cameló...
Sí que estaba enamorado de esa chica, Jenny nunca lo había escuchado tan enfadado.
-Sólo tiene diecisiete años... ¿qué será de mi pequeña princesa, Jen?
-Bertie, ve por ella. Yo seguiré mi camino...
-Pero Jenny...
-Pero nada, Bertie. Cuando nos conocimos iba sola, y ahora puedo volver a hacerlo. Además, en Los Ángeles conozco a mucha gente. De verdad, estaré bien.
Le sonrió con afán de inspirarle confianza, y Albert se sintió mejor. Volvió a la gasolinera y salió de ella con una notita en su mano que entregó a la chica.
-Gracias, Jenny, te escribiré... mira, mándame tus cartas a este apartado postal de Chicago.
Le había apuntado los datos en un papel que pidió al dependiente de la tienda de la gasolinera. Luego, abrazó fuertemente a su Jenny, depositando un dulce beso en la frente de la chica.
-Pequeña, cuídate mucho por favor...
Y así, sin más, se marchó. Jenny le vio subirse a un trailer de cuyo conductor obtuvo el ofrecimiento a ser llevado hasta Phoenix. De ahí seguiría a Nueva York por su cuenta.
La joven se despidió de su gran amor haciendo la señal de "amor y paz" con la mano izquierda levantada y una amplia sonrisa mientras sus ojos se anegaban de lágrimas que él no pudo ver, ya fuera por la lejanía o porque estaba demasiado preocupado por aquella rubia que tanto amaba.
Pero Albert sí que la vio. Le pareció una criatura etérea con el sol crepuscular formando en el menudo cuerpo de la chica un halo rojizo. Una chica que apenas había dejado y ya lo echaba tantísimo a faltar. Cuando el camión se perdió en el horizonte, ella se echó a llorar desconsoladamente.
«Oh, Señor... cambiaría todos mis mañanas por un sólo ayer, para poder tenerte otra vez a mi lado, Bertie...»
,.
CONTINUARÁ...
©Stear's Girl
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[1] Poupée significa "muñeca" en francés.
REFERENCIAS MUSICALES
[2] "Hello, Mary Lou" Ricky Nelson (1961)
[3] "San Francisco" Scott McKenzie (1967)
Espero que les guste este songfic... ¡bienvenidos sean todos sus reviews!
