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El cumpleaños de Anaís
Había tenido un sueño apacible gracias a la infusión de hierbabuena que su madre le había preparado la noche antes. Volvía a ser junio, el verano apenas iniciaba y ese día ella agregaría un año más a su vida. Era su cumpleaños.
Se levantó de la cama, con un poco de pesadez, haciendo que la pequeña Yorkie se revolviera en las mantas, consciente de que su dueña ya se había despertado, pero sin ninguna intención de hacerlo también. Tenía el largo cabello rubio muy enmarañado. Abrió las cortinas de su habitación y la luz de la mañana entró de golpe, haciéndola pestañear rápido. Sus ojos azules se deslumbraron repentinamente, se cubrió la cara con una mano y se alejó de la ventana. Segundos después salió de su habitación, bajó las escaleras hacia la cocina, y mientras pisaba cada escalón pensaba en lo silenciosa que se encontraba la casa, demasiado silenciosa para ser verdad.
─¡Sorpresa!
En la iluminada cocina su madre, la tía Ángela y la abuela gritaban con serpentinas, llevaban gorritos de fiesta sobre la cabeza. Su madre sostenía una torre de waffles con crema batida en la punta y una velita.
Anaís sonrió: mentiría si dijera que no esperaba aquello. Toda la semana su madre había estado planeando con la tía Ángela, a escondidas, cómo sorprenderla el día de su cumpleaños. Sin embargo, respetó el detalle y se dirigió hacia ellas.
─Feliz cumpleaños, cariño ─dijo su madre abrazándola con fuerza, como solía hacerlo.
─Gracias, mamá ─respondió Anaís con la voz todavía adormilada.
─¡Creímos que nunca te levantarías, Annie! ─dijo la tía Ángela, mientras se quitaba el gorrito de fiesta.
─Vamos, vamos, sopla esa vela y come algo ─apuró la abuela, mientras se quitaba también el gorrito de su aparatoso peinado─. Qué tengas un feliz día, princesa.
Anaís obedeció: sopló a la vela y en cuanto esta se apagó las tres mujeres aplaudieron complacidas. La muchacha, de ahora dieciséis años, se sentó frente a la pequeña mesita de la cocina. Amaba desayunar ahí aunque a su madre no le gustaba tanto, ésta siempre prefería el comedor, el cual era amplio y ocupaba una estancia completa. La pequeña Yorkie bajó las escaleras apenas escuchó el alboroto y Anaís se regocijó en cuanto vio que el ambiente en casa volvía a ser el de siempre: su madre atendiendo el móvil y caminando de un lado a otro con una taza de café en la mano, la tía Ángela haciendo anotaciones en su agenda púrpura, esta vez llevaba las uñas de color azul y la abuela leyendo el periódico, completamente abstraída, con sus gafas de media luna casi en la punta de la nariz.
─¿Y bien, cariño?, ¿ya sabes a dónde quieres ir a cenar? ─dijo su madre, de pronto, mientras terminaba el último trago de café.
─Todavía no.
─¿Necesitas ayuda? ─intervino la tía Ángela, sin despegar los ojos de la libreta púrpura.
─Tengo tiempo suficiente para pensarlo ─dijo Anaís, mientras mordía uno de los waffles.
─Bien, no olvides ponerme al tanto ─decía su madre, apurada, como siempre.
─Sí ─asintió Anaís, bebió un poco del café que la abuela le había servido y miró de soslayo a su madre─. ¿Y a qué hora piensas decírmelo?
─¿Qué cosa, cariño? ─preguntó su madre, distraída, mientras buscaba el termo donde solía llevar el mismo café que se preparaba cada mañana al trabajo.
─Lo de mi padre.
Su madre se quedó perpleja, mientras el termo con el café hirviente temblaba peligrosamente en su mano izquierda. La tía Ángela despegó los ojos de la libreta y miró a la abuela, quien también parecía turbada.
─¿Ahora? ─inquirió su madre, en un tono apenas audible.
─Bueno, todo el día será mi cumpleaños. Puedes decírmelo cuando estés lista ─dijo Anaís, mientras probaba otro bocado de los waffles, despreocupada.
─Sí… bueno… entonces lo hablaremos más tarde, ¿te parece bien?
─De acuerdo.
De pronto, casi de milagro, sonó el timbre de la puerta. La tía Ángela se levantó para abrir y en el rellano apareció David, el chofer.
─Debo irme ─dijo su madre, atropelladamente─. Termina tu desayuno y no olvides que tienes cita a las once. Feliz cumpleaños, cariño.
Anaís recibió dos besos de su madre en ambas mejillas y la vio salir, apresurada, por el umbral, se escuchó la puerta cerrarse y enseguida el sonido del auto en marcha.
─Bueno, yo también me voy al trabajo ─dijo la tía Ángela, temerosa de que su sobrina de pronto comenzara a hacer demasiadas preguntas, como costumbre.
─¿Quieres que te acompañe a tu cita? ─preguntó la abuela a Anaïs.
─No, Lizbeth irá conmigo.
─Oh, bien ─dijo la abuela, regresando a la lectura del periódico, aliviada también.
En la pequeña y estrecha sala de la calle Baker, dos hombres tomaban el té. Frente a frente, casi sin pestañear. La luz tenue de la tarde se filtraba por las cortinas, iluminándoles el rostro. Entre ellos había una pequeña mesita sobre la cual estaba un tablero de ajedrez con las piezas intactas, inmóviles, en su casilla inicial.
─¡Oh, por Dios! ─exclamó John Watson, al fin─. ¡Llevan media hora así! Uno de ustedes haga ya un movimiento y acabemos con esto.
─Eso no sucederá, John, hasta que Mycroft admita que leo sus pensamientos.
─No sucederá hasta que Sherlock admita que, mucho antes de que él lea mis pensamientos, yo habré ganado esta partida.
─Oh, vaya ─resopló John Watson─. Pueden quedarse toda la tarde aquí, yo iré a casa, Mary debe estar esperándome.
─Oh, la vida doméstica… Algo de lo que tú y yo jamás sabremos, Sherlock ─dijo Mycroft con una breve sonrisa, sin apartar la mirada del tablero de ajedrez.
─Me alegro que así sea ─respondió Sherlock, también sin inmutarse.
Watson suspiró, no tenía nada más que hacer. Hacía semanas que Sherlock no tenía ningún caso nuevo por el cual interesarse. Por supuesto que la página Web estaba saturada de correos urgentes, pero el detective se daba el lujo de despreciarlos por considerarlos aburridos, por lo que las visitas de Mycroft se reducían a intentar juegos mentales que nunca llevaban a ninguna parte, como el ajedrez.
De pronto, antes de que Watson saliera del departamento, el sonido del celular obligó a Mycroft a apartar la mirada del tablero. Tomó el móvil, ligeramente sorprendido por el número que marcaba la pantalla. Respondió luego de unos segundos de duda, los cuales Sherlock no pasó por alto, por supuesto.
─Diga ─dijo Mycroft, sin levantarse del sillón─. Ajá… sí… ya veo… ─hizo una larga pausa, sus resplandecientes ojos azules se posaron sobre la ventana─. Sí, está bien… No, yo iré.
Mycroft colgó. Sherlock le dirigió una mirada sutil. Watson, sin ser muy deductivo, pudo darse cuenta de que algo ocurría. Mycroft carraspeó un poco y se aflojó el nudo de la corbata.
─Era ella ─dijo al fin.
Sherlock, después de unos segundos de silencio, sonrió.
