Nota inicial: Esta es la versión revisada de "Grecia". Con ajustes históricos, corrección de errores ortográficos, mejor redacción y una que otra escena extra.
Actualmente en "Grecia" hay doce capítulos subidos, pero sólo los siete primeros requieren edición, de modo que a medida que los vaya corrigiendo los iré subiendo aquí. Asumo que no me llevara mucho tiempo, pero aun así les pido paciencia, sobre todo a los antiguos lectores. Por supuesto, ningún reviews publicado se perderá y al final tendremos la misma historia con titulo diferente.
Agradezco de antemano la comprensión y pido las respectivas disculpas por las molestias causadas.
Información histórica: La Grecia antigua estuvo poblada por cuatro tribus: los aqueos, los jonios, los eolios y los dorios. Los aqueos fueron los más antiguos y tuvieron varias dinastías. La última fue la dinastía atrida, cuyos reyes fueron Agamenón y Menelao, el primero en Micenas y el segundo en Lacedomonia (Esparta). Las dos grandes obras de Homero, la Ilíada y la Odisea, están basadas en esta civilización.
Némesis
Por Luna-sj
Parte I
La noche ha caído, finalmente. Es una noche oscura y serena en donde la luna ha preferido no asomar. El cielo, desde mi balcón, luce aterciopelado y ondulante gracias a la infinidad de estrellas que titilan tenaces. Al este y siempre incansable, el Escorpión surca el infinito en eterna persecución a Orión. Siempre me pregunté si esa fue la verdadera intención de Zeus cuando decidió honrar la divinidad del legendario cazador, condenarlo a huir por siempre. A veces me parece que sí, cómo un indicativo de que hay errores que no se pueden ni se deben perdonar…
La media noche no tarda en llegar y con ella la sensación de que mi camino ha encontrado su final. Ya no hay más pasos que andar, ni horizontes que mirar. Y es justo. Ya todo lo que merecía ser vivido, lo he vivido; y todo lo que era necesario ser sufrido, también lo he sufrido. No me puedo quejar. Más pido al dios de dioses me permita unos instantes más para grabar en mi mente el mundo que se extiende ante mis ojos. Es un mundo joven e intrigante, basto y hermoso, que en sus entrañas esconde secretos mil, y contrario a lo que los sabios aseguran, no conoce fin alguno. Lo sé porque yo he sido uno de los que ha ido en busca del gran abismo por el cual el mar se precipita a un vacío insalvable, más no lo he hallado y en su lugar sólo he visto bastas tierras. Tal abismo no existe, al menos no al alcance del común mortal. Creo más bien que está en la mente de los dioses, y acaso en sus corazones, si es que han de tener uno. Y no es que sea un hereje, acabo de apelar a la omnipotencia de Zeus para respirar unos instantes más, sino que la experiencia me ha enseñado que si hemos de llegar a un abismo no es por merito de nuestros pies, ni de nuestro caballo; es por nuestro mal accionar… Por nuestro mal accionar, eso es. Pues sólo cuando nos detenemos al borde de aquel abismo y vemos su inmensidad voraz, entendemos que su materialidad es insostenible, pues su infinidad ha sido pensada para contener la ignominia humana. ¡Oh si!, sesenta y cinco años he debido de vivir para llegar a esta simple conclusión. Espero no hayan sido muchos años, aunque por supuesto eso han de juzgarlo ustedes, únicos testigos de esta noche que, lo supe al despertar esta mañana, será la última que veré.
Necesito hacer una pausa aquí, de pronto la nostalgia amenaza desbordar los linderos que le he impuesto. De pronto quiero regresar en el tiempo y corregir errores. Sé que es imposible, ¡oh, Zeus, cuán imposible es!, pero han de saber que hasta un elegido de dioses se desespera al percibir el vaho de la Muerte rosar su nuca. Y si él lo hace, ¿por qué no he de hacerlo yo; un común mortal que ha errado cuando debía acertar, que ha olvidado cuando debía recordar, y que ha odiado cuando debía amar? ¿No es acaso normal, o, al menos, tolerable? Después de todo, la vida es tan intrigante y corta que al último día uno llega con más preguntas que respuestas, más aun si como yo se vive muchas vidas en una. No pocos me han preguntado cómo es posible ello y siempre una ha sido la respuesta: por amor. Amor de súbdito, amor de hijo, amor de padre, amor de hombre. Amor de Humano. He ahí tantas vidas, tantos sueños y secretos. ¿No se les antoja hermoso? Estoy seguro que sí. Ahora bien, es dado por cierto que para contar una historia es recomendable iniciar por el principio, pues según los entendidos, el origen es la fuente de todo. Aunque apoyo esta noción, creo que cuando la exuberancia de la vida es la cuestión a tratar, la línea del tiempo no determina la importancia de los sucesos y, como en mi caso, a veces el día de la muerte es más importante que el día del nacimiento. Ésta verdad, paradójica en esencia, llevaría mucho tiempo explicarla en conceptos, por lo que en adelante me limitare a narrar todo lo acaecido y dejare que ustedes formulen sus propias conclusiones.
Para empezar, permítanme presentarme. Mi nombre es Milo, que significa, de forma reveladora, El que espera, y soy hijo de un noble espartiata que vio en las tierras fértiles de Macedonia la oportunidad de forjar un nuevo comienzo. He ahí mi origen. Un origen decisivo para que ustedes puedan juzgarme con justicia y yo mismo comprenda ciertas acciones que conllevaron a falsas verdades y pactaron, irremediablemente, que hoy despertara con este sentimiento premonitorio, que, siendo fatídico, resulta también digno al haber llegado el día acordado, como un mensajero al que le has confiado un recuerdo bajo la promesa de devolvértelo una fecha deliberada y él ha cumplido sin demorar un instante. Eficacia al servicio del hombre, prodigiosa e intimidante, y que, sin ser fuente, da inicio a esta historia.
Corría el año 336 y el rey Filipo II acababa de ser asesinado. Si bien fueron las manos de Pausanias las que acertaron el golpe mortal, hasta ahora no se sabe quién fue el autor intelectual de tal asesinato. Algunos acusan a los persas y otros se inclinan por la culpabilidad de la princesa de la Casa Real de Epiro, la reina Olimpia. Personalmente comparto esta inclinación, no sólo porque conocí de cerca la ambición de la bella reina, sino también porque la vida me ha enseñado que las mujeres pueden ser tan o más peligrosas que las cobras cuando de defender a sus vástagos se trata. Pero hoy no he venido a hablarles sobre aquella admirable mujer, sino más bien de cómo su legado influyó en mi propia vida. Y cuando me refiero a su legado estoy hablando del Gran Alejandro III.
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Acababa de cumplir cinco años cuando de la poderosa Esparta pasé a vivir a la prospera ciudad macedonia de Pella. Admito que en ese entonces poco o nada me importaba por dónde andaban mis pies, pero ahora que me jacto de sabio puedo asegurar que no hubo mejor lugar donde crecer. Las tardes en que corrí tras la lluvia, las noches bajo la vigilia de la hermosa luna y los amaneceres cargados del aroma de la hierba, hicieron que mi espíritu se moldeara al ritmo de la naturaleza. Era en Macedonia donde los poemas de Homero lograban hacer llorar a nuestras impetuosas almas y era en Pella desde donde soñábamos con la grandeza.
Por ser hijo de un noble griego, mi infancia transcurrió sin más preocupaciones que dar dolores de cabeza a las doncellas con mis travesuras, luego, siendo ya un adolescente, se las daría escurriéndome a sus habitaciones de noche. Era una buena vida sin duda, aun más teniendo de compañero de fechorías al propio Alejandro. Aunque no sólo a eso nos dedicábamos, porque al ser los futuros líderes de occidente, nuestras responsabilidades eran grandes. Además, Filipo no aceptaba medias aguas cuando se trataba de la educación de su corte. Fue debido a esto que desde temprana edad fuimos víctimas de los maestros. Digo victimas porque para unos niños que aprendieron a hablar escuchando el canto del viento es una condena el tener que sacrificar las alegres mañanas de primavera para sentarse alrededor de un maestro.
En nuestros primeros años de estudio fue Leónidas el encargado de moldear nuestros ingenuos espíritus; luego sería el propio Aristóteles quien nos impartiría los conocimientos necesarios para hacer germinar la semilla de la grandeza en nuestras mentes ingenuas. Bajo su tutela las sesiones de clase se convertían en discurso de aspiraciones griegas por parte de unos retoños que poco o nada sabían de la vida.
El más ambicioso sin duda era Alejandro. Había una roca en especial donde le gustaba treparse para calcular los dominios de su padre, mientras nos decía que un día no habría tierra seca en el mundo por donde él no anduviera. Nosotros lo observábamos maravillados al ver el destello en sus ojos. Era como si el fuego de mil antorchas crepitara en sus pupilas insólitas (una marrón y la otra gris).
—Nuestro guía primero tiene que aprender a enderezar la cabeza al cabalgar —solía burlarse Hefestión.
Alguna vez escuché decir que de amor nadie se ha muerto. ¡Qué gran mentira! Hefestión amaba a Alejandro y Alejandro amaba a Hefestión. Eran dos almas gemelas, toda Macedonia lo sabía y nadie se atrevía a desafiarlos. Ni siquiera nosotros, aunque eso no evitaba que sintiéramos celos. Pero claro, nada comparado a lo que sentía Olimpia. O hasta el mismo Filipo. Los reyes de Macedonia vivían atormentados con tan negligente amor.
Aunque en nuestra sociedad amar a otro hombre es tan natural como respirar, hay ciertas reglas que se deben obedecer para no caer en lo absurdo y refutable. Es así que para nosotros el amor entre hombres es algo sublime y único al ser fuente de virtudes. Los hombres necesitamos relacionamos con nuestros iguales para mantener y perfeccionar nuestra naturaleza superior. Un amor basado en la inteligencia, la sabiduría, la belleza, y por supuesto en el placer. Todo esto siempre y cuando los amantes aprendan el uno del otro, de lo contrario aquéllos pondrían estar haciéndose un mal al permanecer juntos.
Era debido a esto que en nuestra sociedad los jóvenes buscábamos la compañía de un hombre adulto, así podíamos aprender sabias lecciones que luego enseñaríamos a otros jóvenes. Era prácticamente un deber hacerlo en los primeros años de la juventud. Yo mismo pasé por esa etapa, aunque debo decir que no se me hizo nada agradable ya que mi mentor era un hombre posesivo y estúpido, tanto así que al final fui yo el que terminó enseñando y no al revés. Fuera de esto, tuve mucho tiempo para disfrutar de mi juventud. Por supuesto, admito que a pesar de toda mi fanfarronería, mis ojos brillaban más cuando conseguían una mirada de Alejandro. Sin embargo para mi desgracia y para la de muchos, Hefestión era el único dueño de su corazón. ¡Qué decepción sentíamos al verlos juntos! Aunque no éramos los únicos desencantados con la idea. Como les decía, los reyes vivían decepcionados de ese amor, ¡y es que qué provecho podría traerles si apenas eran unos mocosos! Por supuesto, eso no era lo que más les preocupaba, sino más bien el que Alejandro no mostrara interés por las mujeres. La misma reina Olimpia se desasía en nervios al imaginarse a su hijo sin herederos, y ni que decir del rey Filipo, quien bramaba sentado en su trono.
Fue así que ambos, cada uno por su lado, trataron de entusiasmar los humores de Alejandro presentándole bellas cortesanas. La más hermosa y especial fue Kallixeina, quien, yo creo, fue la que atizó el deseo por las mujeres en él, haciéndolo llegar al punto de trepar muros y desafiar nobles por tenerla.
Con su gusto por las mujeres resuelto, Alejandro pasó a ser la promesa griega de mi tiempo. Y todo marchaba bien hasta que Filipo decidió divorciarse de Olimpia para volverse a casar con una autentica macedonia. Ya en ese entonces la relación entre ambos estaba tan deteriorada que no se molestaban en ocultar su mutua repulsión en público. Sin embargo, esa boda fue un golpe bajo para la orgullosa mujer, además de humillarla, representaba una amenaza para el reinado de Alejandro. Algunas malas lenguas incluso osaban a decir que de esa unión nacería un legítimo príncipe macedonio, un digno heredero del trono. "¿Y yo qué soy? ¿Un bastando?", fue el grito enfurecido con que Alejandro interrumpió el discurso del flamante suegro de Filipo, Atalo, después de arrojarle su copa de vino.
¡La que se armó! Insultos, amenazas, golpes. La celebración se convirtió en una batalla campal. Alejandro defendió a su madre y nosotros, sus amigos, lo defendimos a él. Atalo nos echó los guardias encima, nuestros padres intentaron hacer de mediadores y Filipo renegó de su suerte. Pero todo fue inútil y al final Alejandro fue echado del salón cuando en una explosión de cólera se burló de su padre con las siguientes palabras:
—Quiere cruzar Asia, pero ni siquiera es capaz de pasar de un lecho a otro sin caerse.
Filipo, que acababa de tropezar y caer al suelo, se levantó con ayuda de sus guardias y envainando su espada le señaló iracundo.
—¡Bastardo, fuera de mi presencia! —le ordenó.
Hubo un instante de total silencio y a continuación una ola de murmuraciones se alzó en todo el salón. Alejandro le dirigió a su padre una dolorosa mirada y salió. Nosotros miramos a todos lados, esperando que alguien hiciese algo para detenerlo, y al no ver reacción alguna fuimos tras él. En vano nuestros padres intentaron contenernos, indignados montamos nuestros caballos y salimos de la ciudad siguiendo a nuestro gran amigo. Alejandro se había propuesto sacar a su madre de Pella a fin de protegerla y sin esperar ningún tipo de disculpa por parte de Filipo emprendió el viaje hacia Epiro. Nosotros los escoltamos y una vez la reina segura en el palacio de Alejandro II, rey de Molosia, nos dirigimos a la frontera de Macedonia a fin de despistar a los soldados de Filipo.
Fueron muchos días de vagabundeo. Pasamos hambre, sed y frio sobre nuestros caballos, pero nuestro orgullo no menguó ni un sólo instante, al contrario se hizo poderoso y ferviente. Alejandro y Hefestión soportaron juntos aquella humillante adversidad y no dieron su brazo a torcer sino hasta que los mensajeros del palacio nos anunciaron que Filipo clamaba perdón a los cuatro vientos. No puedo asegurar si fue la presión de nuestros padres o el amor por la sangre lo que obligó al rey desistir de su castigo, pero aun en nuestra desventurada situación nos hicimos de rogar, y sólo cuando estuvimos seguros de la sinceridad del rey decidimos regresar, orgullosos y hasta resentidos. Yo acababa de cumplir veinte años, pero mi padre me recibió con una tunda digna de cinco. La peor que recibí en mi vida, hasta hoy todavía me duelen esos golpes.
La calma regresó, pero no duraría mucho tiempo, ya que poco después Filipo sería asesinado frente a toda su corte. Sucedió en la celebración de la boda del tío de Alejandro, Alejandro de Epiro, con la princesa Cleopatra. Los Señores de Epiro se sentían ofendidos por el divorcio de Olimpia y Filipo, y a éste último se le ocurrió ofrecer la mano de su propia hija a fin de aplacar el descontento, treta diplomática muy bien pensada.
Era un día hermoso aquél, pero Alejandro se veía muy inquieto, quizá augurando el inminente desastre. Todo aconteció muy rápido. Filipo entró sin guardaespaldas al teatro donde se celebraba la boda y fue atacado de improviso por Pausanias, uno de sus guardias, resultando herido de muerte por una puñalada en el costado. Durante unos instantes la confusión reinó y fue Alejandro quien emitió un grito desgarrador. De inmediato toda la corte se precipitó a la arena y Filipo fue rodeado por una horda de rostros escandalizados. Alejandro se abrió paso entre los cuerpos y ordenó llamar al médico al tiempo que caía arrodillado atónito junto al cuerpo empapado en sangre. De nuestro grupo salió Hefestión y yo fui tras él. Hicimos a un lado a la gente y caímos de rodillas junto a Alejandro.
—¡Por todos los dioses, que alguien me ayude! —lo oímos gritar.
Un grito impotente al ser Filipo ya un cadáver. Hefestión yacía perplejo, pero en vista de que nadie hacía o decía nada, recuperó el control de sus reacciones y obligó a Alejandro a ponerse de pie.
—¡El rey vive! —aclamó— ¡Alejandro III, rey de Macedonia!
Me recuerdo confundido entre la multitud, viendo el cuerpo de Filipo y sintiendo la sonrisa de Olimpia en el estrado principal. Todavía nadie asimilaba lo sucedido, ni siquiera el propio Alejandro, pero ya los ancianos le presentaban sus respetos y mis compañeros corrían en tropel hacia él. En medio de la exaltación lo levantaron en hombros y gritaron su nombre hasta quedarse sin voz, aclamándolo. Mezclando el dolor con la realización. Pisoteando la frustración y resentimiento.
Ah, bendita juventud que nos hizo ser dueños del mundo aquel día. Benditos todos los que compartieron ese sueño. Benditos los que lo disfrutaron y más benditos los que no pagaron ningún precio, como lo hice yo.
Es aquí donde empieza mi historia.
Sucedió exactamente la noche en que celebrábamos la coronación de Alejandro. Litros y litros de vino surcaban el aire en jarrones de oro, la música alegraba cada rincón del enorme salón y las más bellas cortesanas repartían sus caricias con prodigiosa equidad. Nebell me había estado persiguiendo toda la noche y yo ya me había hartado de mandarlo al quinto infierno, pero eso no había logrado menguar mí ánimo, porque ya habían sido dos bellas cortesanas las que habían estado entre mis brazos y la noche apenas empezaba.
Todos yacíamos alrededor de Alejandro, viendo como danzaban las doncellas, cuando al salón entró un grupo de hombres. Todos muy jóvenes. Al verlos mi rey se puso de pie y nosotros hicimos lo mismo sin entender muy bien por qué de pronto tanta solemnidad. Yo echando maldiciones al darme cuenta que el suelo se movía bajo mis pies. El grupo estaba liderado por un joven de majestuoso porte, de tez pálida y melena oscura. Rostro serio y gestos pretensiosos. Hermosos… Hablando en nombre de todos sus compañeros saludó a mi rey, le dio el pésame por su padre y lo felicitó por la corona. Alejandro le agradeció visiblemente fascinado y devolvió la cortesía presentándonos. Uno a uno, siendo yo al último al que anunció.
—Y este hombre es Milo, hijo de Neathos de Esparta.
Por un instante los ojos azules del recién llegado me examinaron y no pude evitar asociarlos con el mar de invierno. Eran igual de fríos.
—¿Espartano? —me preguntó con voz soberbia.
—Descendiente de dorios.
Lo vi hacer un desinteresado asentimiento antes de volverse hacia Hefestión. Al parecer el amigo de mi rey había captado su atención. El descubrimiento me regocijó porque creí ver en aquel joven mi esperanza para un camino libre hacia el corazón de Alejandro. Pobre de mí: nunca fui tan ingenuo como aquella vez. Clito también pareció darse cuenta del interés y con ganas de romper la fijación preguntó a qué debíamos el honor de la visita. El joven, sin mostrar emoción alguna, respondió que en nombre de su padre, un importante diplomático ateniense, venía a prestarle respetos al nuevo rey de Macedonia. Alejandro celebró la cortesía e invitó a los recién llegados ser parte de la fiesta, sorprendiéndose al recibir una respuesta poco entusiasta de parte del joven.
—En realidad pensábamos retirarnos temprano, señor. Hemos cabalgado toda la noche.
Se habría ido de no ser porque Hefestión puso a disposición su casa y además su compañía hasta la costa.
—Interesante joven, ¿verdad? —me preguntó Clito, sentándose a mi lado.
—¡Un engreído que se atrevió a hacerse de rogar para compartir nuestro vino! —bramó Amintas, primo de Alejandro.
—¡Hubieras hecho lo mismo si con eso conseguías la atención de Hefestión, Amintas! —se burló Clito.
Amintas le asestó un golpe, odiaba cuando le sacaban en cara aquel detalle. Para ese momento yo ya había bebido bastante, sentía un fuego extraño en mis entrañas y sólo quería llevarme a la cama a otra doncella. Ver a Alejandro esforzándose por entretener a su huésped me fastidiaba, no sólo porque parecía más fácil someter a los persas antes que robarle una sonrisa a aquel joven, sino también porque me resultaba patético que un recién llegado captara tanta atención. Además, hace rato que Clito ya se había olvidado de mi existencia y andaba detrás de una voluptuosa hetaira. Aun así decidí quedarme un rato más y desde la sombra de un pilar me distraje mirando el ir y venir de los asistentes. Cuando al fin me aburrí apresé a la doncella que llenaba mi copa y me marché sin despedirme de nadie. Hice el amor toda la madrugada y quedé prácticamente inconsciente sobre una de las tantas camas del palacio, arrullado por el tranquilo respirar de mi bella acompañante. El día siguiente llegó más rápido de lo deseado y tras un par de vueltas somnolientas decidí levantarme para volver a la casa de mi padre. Antes de abandonar el palacio fui hasta las habitaciones reales e interrogué a los guardias sobre el flamante huésped.
—Fue conducido a la casa del señor Amintor por el propio Hefestión —me dijo uno de los hombres.
—¿En serio?
—Sí, pero luego Hefestión regresó y ahora mismo descansa en una de las habitaciones reales.
¿Habitaciones reales? ¡Bah! Se suponía que no debía volver. No podía ser posible que el recién llegado fuera tan inútil para dejar escapar una oportunidad como esa. La frustración hizo presa de mí y decidí dejar fluir mi fastidio preguntando por todo lo ocurrido en mi ausencia.
—Nada realmente especial, señor —me dijo el guardia, respetuoso, pero al ver mi cara de incredulidad me llamó junto a él y me susurró lo siguiente—: En realidad hubo algunos comentarios.
—¿Qué tipo de comentarios? —pregunté.
—Ya sabe, sobre el joven recién llegado. Al parecer es hijo de una princesa barbará.
Me aparté sorprendido y el hombre asintió socarrón. Sonreí: el dato era por demás interesante. Para nadie era un secreto que los señores de Persia vivían sobornando a los griegos con sus más bellos frutos. ¿Alejandro estaría enterado de los orígenes de su huésped? Al atardecer de ese mismo día averigüé que si lo estaba.
—Es cierto que la madre de Camus es una extranjera, pero princesa no es. Es sólo una bella persa que encontró en Grecia su nuevo hogar.
Fue el propio Alejandro quien me lo dijo. Quedé un poco decepcionado por el asunto, pero se me pasó rápido, pues tenía otras cosas de que ocuparme habiendo sido nombrado general del decimo regimiento de falangistas. Además, no es como si quisiera causarle problemas a alguien. Todos éramos amigos en la corte macedonia y por aquel entonces mi carácter era más bien juguetón y despreocupado.
Tal como lo había prometido, Hefestión acompañó a Camus hasta la costa y regresó después de un par de días sin ninguna novedad.
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Como era de esperarse la juventud de Alejandro no inspiró respeto y no pasó mucho para que los estados griegos sometidos por Filipo se sublevaran. Tebas en primer lugar, cuna de grandes héroes y pensadores, no perdió tiempo y se alzó en armas contra la hegemonía macedonia. Alejandro intentó negociar, pero habiendo agotado todos los medios diplomáticos decidió marchar contra la ciudad y la hizo arder en llamas. Ofendido y herido, ordenó arrasar con todo, perdonando sólo la casa del gran poeta Píndaro. Los cadáveres fueron vueltos cenizas y a los sobrevivientes se les vendió como esclavos, asegurando así que ninguna otra ciudad intentara rebelarse. Una gran lección que terminó siendo también una fuente de desolación, pues Alejandro lamentó muchos días tanta barbarie. "Hay de los hombres que escupen sobre sus palabras…", dijo en alusión a los valientes hoplitas tebanos muertos en combate. La siguiente ciudad en ser subyugada fue Tesalia, tierra de gallardos jinetes. Con nuestro coraje calmado, la atravesamos apenas dejando un rastro de muerte y seguimos hasta Atenas, donde los verdaderos rebeldes, aquellos que atacaban con ideas, yacían concentrados.
Alejandro era un rey, un guerrero, y no le hacía mucho honor a la democracia, así que no tuvo problemas en pasar por encima de las formalidades y lograr que la ciudad de la diosa de la sabiduría lo reconociera como su absoluto soberano. Tal vez fue cruel, pero se trataba de unificar Grecia, de extinguir sus guerras civiles consecuencia de la democracia corrupta, y hacerla gobernable. Sin duda, fue su primera gran victoria como rey, pero fue sólo la primera de tantas. Envalentonado, rebosante de vigor y con una Grecia más o menos pacifica, decidió volver su vista al sueño que heredó de su padre, someter a los persas, y dio la orden de preparar la gran campaña que nos llevaría hasta los confines del mundo.
Fueron meses agotadores, donde todo parecía escaparse de las manos, y cuando al fin nos pusimos en marcha, un año después, nada pareció funcionar. El dinero, la cantidad de hombres, las rutas y estrategias, cada cosa nos ponía a prueba y debíamos ser muy pacientes y creativos a la hora de tomar decisiones. Con todo, logramos organizar un ejército de treinta y dos mil infantes y tres mil seiscientos jinetes; marchando a través de Grecia, ignorantes de todo lo que nos esperaba y sufriendo infinidad de inconvenientes en el camino. Uno de ellos, quizá el más terrible, fue el desencuentro entre las tropas de Alejandro y las de Hefestión. No puedo asegurarles cómo sucedió, una orden equivocada tal vez, pero el resultado fue que llegamos al Helesponto sin buena parte de nuestra caballería. Alejandro no cabía en su desolación, culpando a todo el que se le ponía al frente, renegando de su suerte. En más de una ocasión quise acercarme, pero el miedo y la sensación de culpa me lo impidieron. Muchas veces había deseado una situación parecida. Semejante frustración sin embargo logró aterrarme y sometido por el remordimiento fui en busca de Clito y le expuse mi preocupación, diciendo que nuestro rey se estaba muriendo en vida.
—¡Por todos los dioses, Milo, qué tonterías dices! Alejandro no se está muriendo, sólo está haciendo una pataleta.
—¡Pero no ha comido ni dormido en tres días! —bramé—. ¿Y si Hefestión no vuelve?
—¡Bah! Primero el cielo arde antes de que esos dos se separen.
—¡Pero…!
—Escribe lo que digo: Hefestión saldrá del mismo Hades con tal de estar con su rey. ¿Y sabes por qué? Porque se atraen como dos conejos en celo. Aunque claro, tú no sabes lo que es eso.
Me sentí ofendido por el comentario, pero decidí tomarlo en serio. A nuestra llegada a las costas troyanas, el estado de ánimo de Alejandro no había mejorado, pero su instinto de líder seguía tan ardiente como siempre y no dudó en guiarnos por la costa oriental del Egeo. Tierras bastas y legendarias, donde el gran Aquiles había alcanzado la inmortalidad. Supongo que debía ser un lugar especial para mi rey, pero todo el tiempo que cabalgué a su lado fui testigo de un llamado silencioso, donde los ojos permanecían aferrados al camino arenoso, pero la mente yacía muy lejos, guiando a Hefestión. Al tercer día de cabalgata recibimos la orden de acampar y buscamos un lugar cómodo, a orillas de un riachuelo, para hacerlo. Levantamos nuestras tiendas y soltamos los caballos para que pastaran a gusto en los alrededores. Descansamos, algunos acompañados y otros solos, pero siempre soportando el mal humor de Alejandro.
Al atardecer del segundo día, después de un renovador sueño, salí a contemplar el paisaje troyano.
—El crepúsculo siempre me hizo sentir vacío —escuché. Volteé y me encontré con los ojos de Alejandro. Acababa de salir de su tienda y caminaba hacia mí. Se detuvo a mi lado y señaló el horizonte con un gesto melancólico.
—Hasta los más grandes reyes han sentido desolación, Alejandro —dije.
Debí sonar bastante despechado porque se volvió a verme con expresión escéptica. Se adelantó para ponerse delante y me tomó de los hombros.
—Por mi vida pasaran muchas personas, Milo, y no quiero que tú seas una de ellas.
—Podría quedarme si tú quisieras —afirmé, determinado.
Alejandro se sorprendió, y lentamente negó con el rostro.
—El cuerpo acepta complacido distintas tibiezas, el corazón ama de mil maneras, pero el alma brilla sólo con una luz.
Quise refutarle, pero fui callado por un casto beso en la frente. No había nada más que hablar. Decidí resignarme y cerré, o al menos así lo creí, ese capítulo de mi vida. Delante de nosotros el atardecer arañaba el cielo en un intento de retrasar la llegada de Artemisa y el silencio era profundo y perpetuo. Nos quedamos de pie observando el cielo y fuimos los primeros en divisar una gran polvareda. Mis compañeros salieron de sus refugios e incrédulos miraron el espectáculo al tiempo que un vigía anunciaba solemnemente que las tropas de Hefestión habían logrado darnos alcance. Alejandro lanzó un grito jubiloso y de un salto abandonó mi compañía en dirección a la entrada del campamento. Fui tras él y en el camino se nos unió Clito.
—¿Qué te dije sobre los conejos, Milo? —se burló.
La nube de polvo tomó forma de animal mitológico justo cuando de su centro emergieron cinco jinetes. Reconocí a Hefestión en uno de ellos. Alejandro no esperó que llegara a su lado y salió a darle encuentro. Se saludaron con un gran abrazo, comprobando que estaban sanos, y se volvieron a mirarnos victoriosos. Su dicha nos emocionó y agradecimos a todos los dioses por aquel encuentro, yo mismo me sorprendí haciéndolo. Sin embargo mi regocijo fue rápidamente suplantado por el desconcierto cuando de otro caballo vi desmontar a cierto personaje conocido.
—Por las barbas de Poseidón, ¿ese no es el muchacho ateniense? —preguntó Clito.
Al principio no lo creí y sin darme cuenta adelanté varios pasos para comprobar lo que pensaba era un engaño de mis ojos. Pero no, Camus, el joven ateniense que habíamos conocido en Pella hace un año, estaba ahí. Inmutable y distante como lo recordaba. Tragué saliva con dificultad, oprimido por una sensación hasta ese momento desconocida, y me quedé observando. De no ser por Clito, que me tomó del brazo y me haló hacia donde nuestro rey y Hefestión conversaban, no me habría movido en toda la noche.
—¿Ves que no somos tan inútiles, Hefestión? He aquí tu rey, sano y salvo.
El hijo de Amintor sonrió como única respuesta a las palabras de mi amigo, incapaz de poner en palabras el agradecimiento que profesaba a todo el que cuidaba de Alejandro. Estrechó nuestras manos, casi nos abrazó, y se volvió hacia su escolta para hacer las respectivas presentaciones. Camus fue al primero al que llamó. "De no ser por él, no sé cómo hubiéramos terminado", dijo. Alejandro, ante la atenta mirada de todos, tomó al mencionado de los hombros y le sonrió gentilmente, asegurándole que jamás podría pagarle tanto bien. "Vaya exageración", recuerdo que pensé, orgulloso y obstinado, y por qué no, también algo asustado, al ser víctima de un repentino nerviosismo al sentir la cercanía del homenajeado. Camus devolvió la cortesía de mi rey con una reverencia y sin cambiar su expresión seria explicó lo ocurrido. Un despiste, una emboscada, un ataque y una llegada a tiempo. Para ser sincero apenas y escuché sus palabras, ocupado más bien en su elegante porte y hermosos rasgos. Parecía ser digno de ser esculpido.
—Las tropas de Camus nos salvaron de morir —completó Hefestión.
—¿Sera posible? —Alejandro se exaltó—. ¿Quiénes, cómo?
—Restos de renegados, señor —respondió Camus—. Nos encargamos de todos, ya no hay nada de qué preocuparse.
—¡Pero no puede ser! Nuestras tropas acababan de peinar toda la zona! ¡Y esa estúpida confusión de órdenes, a quién se le ocurre!
—Vamos, Alejandro, no seas tan duro —terció Hefestión—. Debió tratarse de un error.
—¡Un error que merece la pena de muerte!
—En vez de renegar, ¿por qué mejor no celebras? Tu caballería regresó entera.
Alejandro miró pasmado a su amigo, y suavizó su expresión. Se acercó de nueva cuenta a Camus y le tendió una mano.
—Gracias. Muchas gracias.
—No hay de qué, señor, sólo cumplíamos con nuestro deber —fue la respuesta de Camus. En medio de mi delirante contemplación, me pareció que sus ojos me examinaron de soslayo, sólo por un instante, y no pude evitar enrojecer.
—Bien —habló Clito—. Todo muy grato, pero creo que ya estuvo bueno de bienvenidas. Los recién llegados deben estar cansados y hambrientos.
—Ordenaré que levanten sus tiendas, pero hasta entonces podrían buscar el cobijo de sus conocidos.
—Venga, Milo, tú que te jactas de hospitalario, ¿por qué no recibes a Camus en tu tienda?
La pregunta me golpeó como una piedra. Espantado, me volví a buscar al responsable y descubrí a Amintas riéndose entre dientes. Lo maldije en voz baja y tosí un par de veces tratando de hacerme el desentendido; sin conseguirlo pues a mi rey la idea le pareció fantástica y fui prácticamente empujado hacia adelante.
—He, yo —balbuceé patéticamente—. Si eso creen… Es decir, si Camus está de acuerdo, entonces por mí no hay problema.
No pasó mucho cuando estuve guiando a mi flamante huésped. Desoyendo las risas burlonas de mis amigos, esquivando fogatas y tiendas. Camus me seguía sin preguntar ni comentar nada, como si de pronto hubiera perdido el don del habla. En una aptitud que me resultaría insoportable luego, pero que en ese momento me pareció normal al ser dos completos desconocidos. Mis guardias nos recibieron con una mirada interrogativa, pero antes de que pudieran decir algo los callé con un gesto. Una vez bajo mi techo, puse a disposición todo cuanto podía ofrecer y esperé nervioso algún tipo de pedido. Al no haberlo di por sentado la comodidad de mi pequeño refugio y me dispuse a salir, pero la voz de Camus me detuvo.
—¿Tu nombre es Milo, verdad? —me preguntó.
—Así es.
Sus ojos me escrutaron un instante antes de desviarse a la cama.
—Gracias —dijo.
Moví la cabeza afirmativamente y dejé la recamara. Gracias. No sé que esperaba, pero esa única palabra me resultó demasiado poco. Hubiera sido mil veces mejor si le hubiera agregado mi nombre. Ya afuera, ordené a mi criado que atendiera al joven, preparándole un baño y dándole de comer, y me alejé en busca de Clito. Mi amigo conversaba alrededor de su fogata con varios de nuestros compañeros y al verme no pudo esconder una sonrisa burlona. Le di un ligero golpe en el hombro y me acomodé a su lado, buscando un poco de calor.
—¿Y cómo esta nuestro engreído favorito? —preguntó Amintas haciendo un esfuerzo por no reírse. No le respondí para no darle gusto—. ¡Oh, vamos, Milo, ni que el asunto fuera tan malo! —insistió.
Fruncí el ceño, escéptico, y fijé mis ojos en las llamas de la fogata dispuesto a seguir ignorando todo lo referido a Camus. Clito se dio cuenta de mi hartazgo y ordenó cambiar de tema al tiempo que me servía un poco de vino en una taza. Los reclamos no se hicieron esperar, pero finalmente la conversación tomó otro rumbo cuando Coeno preguntó por el destino de nuestra flota de barcos. Oyendo a medias, bebí sin muchas ganas, analizando todo lo acontecido aquel día. Las horas transcurrieron, los amigos se fueron y yo seguí hundido en mis pensamientos hasta que Clito me codeó.
—Si deseas puedes pasar la noche en mi tienda —me dijo. Dudé por un instante, pero sabiendo que no tenía otra opción, decidí aceptar. Agradecí la hospitalidad y me puse de pie para ir en busca de una túnica limpia.
Al entrar a mi tienda mi criado me recibió diciendo que había hecho las cosas tal como se lo había ordenado. Le agradecí, le mandé a dormir y crucé las cortinas que separaba la recamara. Al fondo de ésta se encontraba mi cama y sobre ella yacía tendido Camus, durmiendo. Pensé que sería de mal gusto despertarlo y para no hacerlo caminé de puntillas hasta el baúl de mis ropas. Lo abrí con sumo cuidado y extraje una túnica. Me incorporé despacio, dispuesto a salir como había entrado, pero llegado el momento no fui capaz de moverme al descubrir el semblante pacifico de mi huésped. Me quedé inmóvil admirándolo y por un instante casi olvidé mi nombre mientras calculaba su suavidad y lozanía. Dejé de respirar y adelanté un paso hacia la cabecera de la cama. No sólo el rostro era hermoso, también el cabello que lo enmarcaba; de un negro brillante y un lacio imposible. ¿Sería herencia de su madre? Posiblemente, era demasiado exótico para ser de origen griego. Me quedé contemplando un rato más y finalmente abandoné la recamara extrañamente perturbado. Afuera esperaba Clito y a la pregunta de por qué había demorado tanto no supe qué responderle. Nos dirigimos a su tienda y una vez allí discutimos por el lado derecho de la cama. Poco puedo decir del resto de la noche, dormir con Clito era en extremo cómodo y natural para mí. Al amanecer regresé a mi tienda y como era de esperarse mi huésped ya se había retirado, dejando mi lecho tibio. Sin poderlo evitar me dejé caer sobre los almohadones y en medio de mi somnolencia percibí un aroma a mirto en las telas.
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En Macedonia era costumbre que el rey escuchara las opiniones de sus generales y Alejandro no era la acepción. Lo tratábamos de igual a igual, incluso muchas veces éramos severos con él, restregándole sus errores con el afán de abrirle los ojos a lo que nosotros creíamos correcto. Es así que en las reuniones eran dos fuerzas las que se enfrentaban. La primera era la razonable, defendida por los generales más antiguos, servidores de Filipo. La segunda era la temeraria, la de Alejandro. Los destinados a equilibrar la balanza era un puñado de hombres, Clito, Cráteros, Ptolomeo, Pérdicas, entre ellos. Gracias a la voz firme de esos hombres los debates y discusiones terminaban siempre bien. Alejandro quedaba satisfecho y nosotros rendidos después de comprender que se necesitaba algo más que buenas razones para contener su ardor y ansias de gloria. En suma, bastaba oír sus apasionados discursos para quedar convencidos de que todo era posible. Para ceder y apoyar. Recuerdo que la gran obsesión de Alejandro por esos días era vengar la muerte de su padre, llevado por su soberbia y amor de hijo, convencido de que detrás del ruin asesinato había oro persa.
En una reunión en particular, Alejandro nos comentó que aprovechando el descanso de las tropas quería hacer una visita privada a las tumbas de Aquiles. Clito le preguntó si era seguro y al obtener una respuesta demorada, pues mi rey se había vuelto a mirar a Hefestión, anunció que prepararía un destacamento para acompañarlo. La idea me pareció fantástica y al salir de la secretaría corrí junto a mi amigo para preguntarle si podía ir con ellos. "No será un paseo, pero si quieres venir por mí no hay problema". La noticia me hizo feliz y en ese mismo momento fui en busca de mi criado para que me preparara un par de cosas. Como Clito estaba ocupado, esa noche me encontré solo frente a mi fogata, disfrutando la tranquilidad acarreada del desierto. Había una jarra de vino tibio a mi lado y en mi cabeza daba vueltas las cariñosas palabras que mi madre me había escrito en su última carta.
—¿Interrumpo?
Una voz me sacó de mis pensamientos y me obligó a alzar la cabeza. Pestañeé varias veces y abrí los labios sorprendido al encontrarme con Camus. Moví la cabeza negativamente y me incorporé para tenderle una mano.
—Quería agradecerte la hospitalidad de anoche —me dijo—. Espero no haberte incomodado mucho.
—No te preocupes, no fue nada.
Sonreí nervioso y tosí un par de veces antes de invitarlo a tomar asiento. Le pregunté si quería un poco de vino y al verlo asentir le serví una copa generosa. Me agradeció y bebió un sorbo antes de fijar sus ojos en las llamas de la fogata. Hubo un incomodo silencio y luego él me preguntó por los preparativos de viaje.
—Ah, eso. En realidad no es nada importante, es sólo que Alejandro se le ha ocurrido visitar la tumba de Aquiles y nosotros vamos a escoltarlo.
—Entiendo.
—Sí… Alejandro siempre admiró al héroe de Homero y ahora que está aquí no quiere dejar pasar la oportunidad de visitarlo.
—Por supuesto.
—Nada formal, pero si muy interesante, al menos para mí. Se trata de Aquiles después de todo —reí, removiéndome en mi asiento—. ¿Te gustaría venir?
No sé por qué demonios hice semejante pregunta, pero tan pronto la solté me sentí avergonzado. Camus frunció el ceño y se volvió a mirarme. Quise decirle que sólo era una pregunta, que carecía de importancia, pero él fue más rápido y me sorprendió al decir que si le gustaría. Pasé saliva incrédulo y me mordí los labios en un intento de asimilar las palabras. Le pregunté si estaba seguro y contuve la respiración al verlo asentir. ¡Jo, ahora sí que Clito me iba a matar! Me serví una copa más de vino y me la bebí de golpe. Camus también bebió y pasó un rato hasta que volviéramos a hablar. Yo fanfarroneando sobre el viaje y él preguntando si no causaría problemas. ¿Problemas? No, cómo se le ocurría. Volví a llenar mi copa y esta vez bebí más despacio mientras escogía las palabras para hablar con Clito. Con un poco de suerte podría convencerlo. O eso creía. No imaginaba que mi amigo andaba cerca. Cuando lo vi de pie frente a mí casi caigo fulminado.
—Así que aquí estabas. ¿Ya te organizaste para mañana?
Tragué saliva, mirando de soslayo a Camus.
—Clito… Eh, ¿no vas a saludar a…?
—¡Ah! Camus. Perdón, no te había reconocido. ¿Cómo estás?
—Bien. Gracias por preguntar.
Mi amigo asintió y de nueva cuenta se dirigió a mí, repitiéndome la pregunta.
—¿Qué si me organicé? Pues sí. De hecho, les estaba comentando a Camus las cosas que debíamos llevar.
No hace falta decir que la expresión de Clito se endureció ante mi comentario. Miró a Camus y luego me miró a mí, interrogativamente. Le devolví la mirada con un gesto suplicante, guiñándole un ojo, torciendo la boca en dirección a Camus; y conseguí un quedado asentimiento. Clito entendió el lio en el que me había metido y por enésima vez decidió seguirme la corriente, dejando la amonestación para después. Le preguntó a Camus si estaba interesado en ir y al obtener una respuesta afirmativa le dio las respectivas indicaciones para la partida. Le deseó las buenas noches y se alejó en dirección a la tienda real, no sin antes dedicarme una mirada de advertencia. Agradecí a todos los dioses la suerte de tener un amigo como él y jubiloso me volví hacia Camus. Alertados por su presencia, Amintas y otros amigos hicieron acto de presencia e comedidos se sentaron alrededor de mi fogata, poniéndome en aprietos.
—Por Dionisio, esta debe ser la noche más fría en este cruento lugar —comentó Amintas.
—Vamos, si serás exagerado —dije—. En Mieza las noches son más frías.
—¿En Mieza? Qué va. Aquí hace más frío. ¿Tú qué opinas, Camus?
—No sé: nunca estuve en Mieza.
—Pero eres de Atenas, ¿no? Mi padre solía decir que los atenienses no toleran el frío.
Camus frunció el ceño.
—¿En serio? —preguntó—. Debe ser porque resulta más difícil pensar.
Fue una respuesta letal. Amintas quedó con los ojos hechos un par de platos y yo terminé riendo de buena gana.
Dos días después partimos en busca de la tumba de Aquiles. Apenas cargando lo necesario y con el sol aun sin despuntar. Cabalgamos un día entero obviando el calor abrasador y nos adentrábamos en los territorios de la antigua ciudad troyana siguiendo el rastro de sus legendarios muros dorados. Con la tarde pesándonos en la espalda recibimos la orden de desmontar y nos dispusimos a verificar los mapas. Alejandro mandó varios exploradores a rastrear las sagradas tumbas de Aquiles y Patroclo, y en lo que esperaba se entretuvo reconociendo el lugar. Yo traté de recordar las lecciones de geografía que Aristóteles alguna vez nos impartió, pero terminé por frustrarme y me declaré fuera de combate a causa de un horrible dolor de cabeza. Clito quiso reconfortarme con un poco de leche tibia, pero al ver que era inútil me invitó a dar un paseo por la antigua ciudad. Acepté encantado y pasamos el resto de la tarde caminando de un lado a otro. Llenamos nuestros cuerpos con el aire mítico de las leyendas del lugar e intercambiamos teorías y apreciaciones sobre sus orígenes y gentes. A Clito le atraía especialmente aquella historia que hablaba de cómo los dioses Poseidón y Apolo habían construido los muros de la ciudad. Se decía que al no recibir el pago convenido, el dios del mar había mandado a un monstruo marino a castigar a los malos pagadores. Desesperados, el rey consultó al oráculo y éste le dijo que sólo sacrificando a la princesa conseguirían aplacar la furia de Poseidón. La princesa, llamada Hersione, al enterarse aceptó su destino y terminó encadenada a una roca.
—Pero entonces llegó Heracles, rompió las cadenas y la salvó.
Clito se detuvo en lo alto de una pendiente, a donde habíamos llegado sin darnos cuenta, y señaló el mar que se extendía en el horizonte. Seguí la dirección de su mano y distinguí una sombra deslizándose a través de las aguas. ¿Sería el monstruo marino de Poseidón? Guardamos silencio por un momento y sin quererlo me encontré pensando en mi tierra natal, Esparta. ¿Algún día volvería a verla? Quise creer que sí, pero preferí no pensar en ello. Clito se volvió a mirarme y me sonrió, volvió los ojos al mar y me hizo un gesto para que mirara también. Paseé mi vista por la playa y abrí enormes mis ojos al divisar a Alejandro y a Hefestión caminando sobre la arena.
—Tengo que admitirlo: se ven bien juntos —sonrió Clito—. Sólo espero que no se entusiasmen mucho. El trono macedonio necesita un heredero.
—Aristóteles hablaba de un amor perfecto entre hombres.
—El agape… ¿Crees que lo lograron?
—No sé, pero si es así, bien por ellos.
Regresamos por otro camino para no perdernos ningún escenario de la ciudad. Al llegar con nuestros amigos nos enteramos que los exploradores ya habían regresado trayendo las buenas nuevas de un hallazgo. La voz se corrió y Alejandro y Hefestión no tardaron en aparecer. Mi rey interrogó a los hombres ansiosamente y al dar por sentado que el hallazgo era nada más y nada menos que la tumba de su héroe, ordenó a los esclavos hacer los respectivos preparativos y a nosotros nos mandó a dormir diciendo que tendríamos que levantarnos muy temprano la mañana siguiente. Clito refunfuñó fastidiado por la voz de mando y me tocó calmarlo a fin de arrastrarlo hasta la ruina de una construcción donde un esclavo había preparado un par de hamacas para ambos. Al pasar junto a las carretas nos topamos con Camus. Le saludamos y preguntamos qué tal la estaba pasando. Al intuir que no estaba acostumbrado a ese tipo de incomodidades nos vimos en aprietos. Le pregunté si prefería dormir con nosotros en las ruinas y lo vi negar con la cabeza, agradeciendo la invitación, pero diciendo que ya tenía un lugar preparado. Antes de despedirnos le dije que nos buscara si necesitaba algo. Ya recostado en mi improvisado lecho, analicé la situación y le consulté a Clito si debía hacer algo por el ateniense.
—Le dijiste que nos buscara si nos necesitaba, ¿qué más podrías hacer? —se removió mi amigo.
—No sé. De pronto me siento responsable por él.
—¿Responsable? Vamos, ni que fuera un crio.
—Pero…
—Tiene un montón de hombres escoltándolo. Estará bien.
Aunque la respuesta no me convenció del todo, pero decidí dejar el asunto allí. Al día siguiente partimos muy temprano siguiendo a los exploradores y a medio día estuvimos frente a lo que se suponía eran las tumbas de Aquiles y Patroclo. Alejandro, con su inmensa pasión, hizo construir dos altares y los hizo adornar con flores e incienso. Mandó a traer un par de toros para el sacrificio y a nosotros nos ordenó vestirnos de gala a fin de honrar a los amantes legendarios. No tengo idea cómo vivieron mis amigos aquella experiencia, pero para mí fue muy especial. La primera estrella brilló justo cuando Alejandro y Hefestión sacrificaron los toros y danzaron desnudos delante de los cúmulos de piedra, confirmando lo que ya todos sospechábamos sobre su relación. Se quemó libano y se tiró al viento pétalos blancos. Desde mi posición de espectador no perdí detalle, asombrado, y sin poderlo evitar me volví en busca de Camus. Lo encontré concentrado en el espectáculo y me pregunté qué opinión tendría. De pronto parecía una persona ajena a nosotros, distinta, y no sabía exactamente por qué. Algo en él simplemente no encajaba en nuestro extenso lienzo de realidades, poniéndolo un paso por delante de nuestro mundo, haciéndolo inaccesible, igual que una fortaleza amurallada.
Esa noche dormimos a la intemperie, pero como estábamos demasiados cansados apenas y resentimos el mal trato. Antes de partir, los sacerdotes de un templo cercano obsequiaron a Alejandro un escudo que supuestamente había pertenecido al héroe homérico. Mi rey, sin caber en su cuerpo de tanta dicha, agradeció conmovido el regalo y prometió honrarlo. En los meses siguientes siguiendo el plan de hacernos con la costa oriental mediterránea, peleamos varias batallas para liberar poblaciones griegas y terminamos enfrentándonos al ejército persa a orillas de río Cránico. Si bien fue nuestra primera batalla, también fue nuestra primera gran demostración de poder y estrategia. Los barbaros, comandados por el astuto Memnón de Rodas y respaldados por una gran cantidad de mercenarios griegos, atacaron al principio con vigor descomunal, pero al darse cuenta que no tenían oportunidad contra nuestra recia formación, empezaron a retroceder. Nosotros aprovechamos esta vacilación y les pasamos prácticamente por encima. Alejandro en primera fila, abriéndose paso entre las espadas enemigas, montado sobre el noble Bucéfalo, rompió filas enemigas y se lanzó contra los barbaros blandiendo su ligera espada. Mató a todo el que se le puso delante seguro de que nosotros le cuidábamos la espalda, valiente como sólo él, y a punto estuvo de ser atravesado por una espada. Felizmente Clito andaba cerca y con un sablazo amputó la mano atacante, librándolo así de una muerte segura.
La derrota persa fue estrepitosa y Alejandro, ensangrentado de pies a cabeza, cansado y aun impresionado después de haber sentido la muerte cerca, fue aclamado como el Hijo del rayo. La voz se corrió por toda la costa y en los próximos meses varias colonias griegas cayeron rendidas ante nuestro ejército, jurando lealtad. Alejandro las acogió como un padre acoge a sus hijos extraviados y honrando la promesa que les había hecho a los sacerdotes troyanos prometió defenderlas.
En el invierno del 344, luego de un año de intensa conquista, decidimos refugiarnos en Gordión. Cansados, pero satisfechos de nuestros logros, entramos a la ciudad y nos hicimos de ella. Mi rey aseguró provisiones para todo el ejército y ordenó a los generales el descanso de sus tropas. Él mismo se retiró con Hefestión a una gran casa y pasó varios días sin dar señales de vida. Nosotros seguimos su ejemplo, pero una vez instalados no pudimos evitar aburrirnos y empezamos a organizar reuniones. Nada pomposas, pero si muy entretenidas con todos los amigos de infancia reunidos. Vino, comida y horas y horas de conversación. Algunas noches incluso contábamos con bailarinas y bellos mozos. Todos la pasaban en grande, pero yo más que nadie. Sabiéndome dueño de varias miradas interesadas, entre ellas la de Casandro, hijo de Antipater, iba y venía por las fiestas satisfaciendo todo tipo de necesidades, incluso las que no creía tener, ganándome regaños de Clito. Mi amigo me llevaba diez años y no pasaba un día sin recordarme las virtudes que un noble debía ostentar. Yo le escuchaba atento, pero en cuento daba la vuelta olvidaba sus palabras y corría en busca de más diversión.
Fue durante esos días que me topé de nuevo con Camus. Una tarde en la que salía de la casa que compartía con Clito lo vi al otro lado de la calle y lo saludé con un gesto. Él me respondió con un asentimiento y esperó que pasara una carreta para acercarse. Me estrechó la mano y me dijo que iba de camino a la casa del rey para conversar con Hefestión. Me ofrecí acompañarle y caminamos un corto trecho conversando sobre el clima. Al llegar a la puerta indicada un par de guardias salieron a recibirnos. Me despedí invitándolo a asistir a una de nuestras reuniones y seguí mi camino. Pasé la tarde pensando en ese encuentro y llegada la noche me descubrí rendido ante el arrebatador recuerdo del joven ateniense. Clito no pasó por alto mi abstracción y me preguntó si me sucedía algo. Le dije que no, pero como no soné convencido me tocó la frente para ver si tenía fiebre. Una vez convencido de mi buen estado se sentó frente a una mesa y empezó a revisar varios papiros. Pasado un momento se volvió a verme y al hallarme igual de distraído soltó un bufido.
—¿Te peleaste con Licantos? —me preguntó.
—¿Eh?
—La última vez que te vi así te habías peleado con él.
Cuando uno camina entre la vida y la muerte necesita tener la certeza de que alguien cuida sus espaldas, alguien capaz de jugarse la vida por ti. Para mí ese alguien, además de Clito, era Licantos. Un valeroso joven que había conocido en un simposio de Macedonia. Apuesto, divertido y noble, era mi amigo a donde sea que iba, haciéndome reír en los momentos más angustiosos y confortándome después de la batallas. No podía decir que compartiéramos un vínculo sentimental, pero ciertamente nos estimábamos y cuidábamos. Clito lo sabía y de allí su pregunta.
—Nada de eso, es sólo que estoy un poco cansado —respondí.
—Ya… Entonces será motivo para que no salgas de casa.
—¿Qué?
—A tu padre no le gustaría saber que te trasnochas tanto.
—¿A mi padre? ¡Clito, acabo de cumplir veintiún años!
Mi amigo enarcó una ceja y volvió a sus papiros. Esa noche salí sólo para dar la contra y no regresé sino hasta entrada la madrugada. Clito no me dijo nada, pero cuando al día siguiente amanecí resfriado mandó a buscar al médico más estricto de toda la corte y con su ayuda me tuvo bebiendo horribles infusiones por el resto de la semana. Los días pasaron lentamente y las reuniones se hicieron más frecuentes entre mis amigos. Yo traté de portarme mejor, pero con todo terminé mareado por el tibio aroma de las mujeres de Gordión. Mujeres hermosas, de cuerpos frágiles y voces dulces, que me invitaban a disfrutar sin pensar en nada, como en mis días de adolescente. Azuzado por ellas pasé muchas noches delirantes y una mañana me descubrí hastiado. Volví con Clito y no salí de casa por varios días. Abrigado por una chisporroteante fogata, atendido por mi criado, me dediqué a estudiar informes y escribí cartas a mis padres. También entrené mi cuerpo practicando lucha en un improvisado gimnasio, y afilé mi puntería con el arco. Tantas actividades me hicieron sentir renovado y Clito tuvo que aceptar de buen grado todas mis exigencias de convivencia. Una de ellas era contar con un buen aprovisionamiento de manzanas. "Tú y tus manzanas", solía decir mi amigo. Una tarde Licantos fue a visitarme y con una gran sonrisa me anunció una fiesta en la casa de Alejandro. La noticia no me interesó, pero llegada la noche no pude evitar sentirme atraído con la idea de ver a mis amigos. Le pregunté a Clito si pensaba ir y al verlo asentir todo mi cuerpo ardió de entusiasmo. Le pedí que me esperara para ir juntos y ordené a mi criado preparar mis mejores ropas. Me vestí y perfumé lo mejor que pude y salí de la casa dispuesto a pasar un buen rato en compañía de mi rey.
Al llegar a la casa real Licantos salió a recibirnos y nos condujo hasta el salón de recepción. Todos nuestros amigos ya estaban allí y al vernos alzaron sus copas. Clito me pidió que me adelantara a saludar a Alejandro y se dirigió donde Cráteros a consultarle no sé qué. Al verme solo fui en busca de mi rey.
—¡Pero miren nada más quién nos visita! —exclamó Alejandro cuando estuve cerca—. Hasta que das señales de vida, Milo.
—Lo mismo digo, Alejandro —sonreí—. He pasado semanas enteras sin saber nada de ti.
—Porque nunca vienes a visitarme, ingrato.
—Porque nunca me invitas, querrás decir.
—¿Necesitas que lo haga?
Sonreí. Alejandro me señaló un banco junto a él y me ofreció una copa de vino. Acepté ambas cosas y a los pocos instantes me encontré disfrutando de su incansable e interesante conversación. Clito no tardó en unírsenos y pronto fue palpable la ausencia de Hefestión. Preguntamos dónde estaba y para nuestra sorpresa Alejandro alzó su mano hacia adelante. Alzamos la vista y nos topamos con Hefestión… y con Camus. Mi primera reacción fue atorarme con un trago de vino y la segunda fue ponerme de pie para saludarlos. Estreché la mano de ambos y tosí un par de veces antes de regresar a mi asiento. Clito hizo lo mismo y la conversación fue retomada cuándo Hefestión comentó que venían de hablar con Nearco. Al parecer los persas habían decidido contraatacar por mar y nuestra flota se preparaba para hacerles frente. La noticia me tomó desprevenido y no fui capaz de calcular la dimensión real del problema. Clito por el contrario entendió la seriedad del asunto y preguntó cuánto tiempo nos quedaba antes de organizar la partida.
—Un par de semanas —respondió Hefestión—. Tal vez menos. Todo depende del avance enemigo.
Un par de semanas era muy poco tiempo para organizar todas las tropas, pero Alejandro estaba decidido y a nosotros no nos quedaba otra que obedecer. Desilusionado con la noticia, miré de soslayo a Camus y lo encontré más reflexivo que de costumbre. Me pregunté en qué estaría pensando. Las pocas veces que nos cruzábamos apenas intercambiábamos saludos, pero de un tiempo acá vivía escuchando habladurías sobre él. Que era muy inteligente, pero también muy presumido; que nunca hacía mención de su patria, pero que sentía cierta aprensión de convivir con macedonios. Yo no lo conocía muy bien y ciertamente no podía poner las manos al fuego por él, pero prefería creer que todo era mentira. Aunque si había algunas cosas que me intrigaban de él, como el hecho de que no se le conociera amigo alguno.
A medianoche, después de una productiva charla, algunas jarras de vino y más de una broma, mi rey se retiró a sus habitaciones. Hefestión lo siguió poco después y sólo quedamos Clito, Camus y yo. Los tres conversamos un buen rato más y ya cerca de la madrugada Clito pidió permiso para retirase también. Lo miré sorprendido, intentando retenerlo, pero al ver que sus ojos estaban fijos en una bella muchacha lo dejé ir. Ya solo con Camus, y en vista de que ninguno de los dos atinaba a decir nada, apuré mi copa de vino y me removí inquieto pensando que era un buen momento para irme también. Miré el techo de la habitación buscando una buena palabra de despedida y tenté ponerme de pie apoyando una mano en los cojines. Entonces, y sin que me lo esperara, sentí que sujetaban mi muñeca firmemente. Bajé el rostro, sorprendido, y al descubrir que el responsable era Camus me estremecí.
—Espera, Milo —me dijo—. Aun es temprano y me preguntaba si podías contarme algo sobre Esparta.
Tragué saliva y retiré mi mano bruscamente, espantado. Camus me pidió disculpas y fijo sus ojos en el asiento que tenía delante.
—Sólo si quieres —dijo.
No sé exactamente qué vi en su expresión, pero me sentí arrepentido de mi torpe actitud. Le pedí disculpas también y me volví a acomodar en mi asiento. Traté de traer a mi mente los paisajes de mi tierra natal, pero sentir sus ojos azules mirándome con atención no facilitó mi labor. Sin embargo, pasado unos instantes recuperé mi temple y sonreí cuando a mi memoria acudieron mis días de infancia en esa tierra de bravos guerreros. Empecé por mencionarle mi descendencia doria, algo que me enorgullecía hasta la soberbia. Dudé contarle todo respecto a nuestras costumbres, pero en vista de que no tenía nada que perder confesé la cruel selección de recién nacidos que practicaban los ancianos. Esperé una respuesta indignada, pero como no la hubo continué diciendo que en Esparta los niños debían ser perfectos para no ser desechados. Siendo así, a los siete años la educación de estos pasaba al estado y era entonces cuando el largo camino hacia la gloria daba inicio.
—"Vuelve con el escudo o encima de él", son las palabras de despedida de una madre espartana.
—Parece un poco duro.
—Sí, supongo, pero es porque para nosotros el honor vale más que la vida. O bueno, valía. Ahora las cosas han cambiado un poco.
—¿Lo dices por los mercenarios?
Asentí. El asunto de los mercenarios era una espina para mí, algo de lo que en realidad prefería no hablar. Camus lo entendió e inteligentemente desvió el tema.
—Corrígeme si me equivoco, pero tú no naciste en Esparta, ¿verdad?
—No, nací en Micenas.
—Pero eres espartano…
—Sí, por mis padres: ambos son espartanos.
—Por supuesto… ¿Viviste mucho tiempo en Esparta?
—Sólo mis primeros cinco años. Mi padre es una persona razonable y siempre creyó que había algo más para mí fuera de nuestra tierra natal. Llegado el momento calculó su riqueza y la puso a disposición de Filipo, logrando que se nos permitiera vivir en la ciudad de Pella.
—Una gran decisión sin duda. El futuro de Esparta no es precisamente bueno.
Esas palabras y la forma en que fueron dichas lograron que mi sangre se helara. Camus se dio cuenta y se apresuró a disculparse.
—No debí decir eso. Es sólo que lo pensé y… —se irguió para mirarme y en sus frías pupilas azules, casi grises, pude ver un mar a la espera de ser conquistado.
—Camus…
—En verdad lo siento —sonrió—, pero sucede que tú me inspiras mucha confianza, Milo.
Yo había estado por golpearle, pero ver ese gesto en su bello rostro me perturbó en demasía. Supongo que fue ingenuidad, pero lo cierto es que desde ese momento aquel hombre, de apariencia gallarda y mirada inmutable, dejó de serme indiferente.
Continuara…
Notas finales:
1.- Píndaro de Tebas y Safo de Lesbos fueron los más grandes poetas de la antigua Grecia.
2.- El Helesponto, conocido actualmente como el estrecho de los Dardanelos, es una franja de mar que conecta el Mar de Mármara con el Mar Egeo.
3.- Después de las batallas de Leuctra y Mantinea, donde Tebas aplastó el poderío de Esparta, ésta última perdió su hegemonía en Grecia y pasó al retiro militar.
