Hay un único lugar en todo mi Distrito en el que me siento libre, en el que puedo estar aunque sea un segundo sin que el Gobierno del presidente Snow haga conmigo lo que le plazca, y me refiero al mar. La inmensidad de aquella masa de agua, siempre azul y sin fin, su ira salvaje en tiempos de tormenta y la vida que acoge, me ha cautivado desde niña. Tengo mucha suerte de haber nacido en el Distrito 4 pues no concibo un lugar más hermoso. Lamentablemente, esa belleza se ha ido extinguiendo poco a poco.

El sol está a punto de ocultarse en el horizonte cuando Finnick y yo salimos del mar. La arena se pega a nuestros pies mientras caminamos hacia la ducha que hay detrás de mi casa para sacarnos los restos del agua salada. Hay una ducha detrás de cada casa de la Aldea de los Vencedores ya que vivimos frente al mar. El flujo constante de agua potable es uno de los privilegios que nos dan por haber ganado los juegos, por haber dejado atrás nuestra humanidad para satisfacer los estúpidos caprichos de gente que ha tenido más de lo que la mitad de Panem podría siquiera llegar a soñar.

La injusticia en todo eso hace que agache la mirada. No puedo tolerar vivir en aquella casa a sabiendas de lo que en realidad significa, los Vencedores somos como el ideal de lo que cada persona del Distrito podría ser, como... como esperanza. Otro de los motivos por el que camino mirando mis pies es por mi acompañante, que va con el torso descubierto, lo que deja a la vista sus abdominales marcados y la suave piel de bronceada sobre la que me gustaría pasar las yemas de los dedos más de lo que quisiera admitir.

Finnick Odair, la persona que, como yo, también necesita sentirse libre de vez en cuando, lleva la red con la que hemos pescado colgada sobre el hombro, y yo llevo todos los peces en una cesta. Aquí a los Vencedores se nos permite pescar y tomar lo que queramos para nosotros una vez a la semana.

El agua que sale de la ducha está helada pero aun así trato de enjuagarme lo más que pueda. Finnick deja la red donde siempre, oculta detrás de unas maderas podridas, mientras yo cierro el caño y me agacho para coger la cesta en donde está nuestra cena. Aparto la vista violentamente del cuerpo de Finnick cuando es su turno con la ducha, un estremecimiento recorre mi cuerpo y no tiene nada que ver con estar empapada y chorreando.

Espero que no note el rubor que cubre mis mejillas.

Cuando por fin logro abrir la puerta trasera de mi casa, avanzo por el largo pasillo que conduce hasta la cocina y el comedor. Las paredes pintadas de un suave azul tienen el tono exacto del cielo despejado en un día de verano, y me dan una cálida bienvenida. No importa lo que piense de la casa, siempre el azul va a ser mi color preferido. La decoración es escasa, incluso cuando el Capitolio no quiso escatimar en gastos, y consiste en adornos hechos con conchas que yo misma recogí y uní para formar marcos o lámparas.

Al llegar a la cocina pongo el pescado en la encimera y cuando me doy la vuelta, él está recostado casualmente contra el marco de la puerta. Se ha acercado tan sigilosamente que no oí sus pasos. Aquella sonrisa que nunca parece irse del todo está ahí, esperando a que la vea para dejarme sin aliento.

—¿Vendrás a cenar? —le pregunto, como suelo hacer siempre.

Frunce el ceño y parece contrariado por mi pregunta, aunque la expresión desaparece de inmediato.

—Sí —responde recorriendo mi rostro con la mirada, lo que hace que me aferre con fuerza a la encimera detrás de mí— ¿Por qué siempre me preguntas? ¿No es lo que hacemos todos los días?

—Es cierto —le concedo, aunque en el fondo sé que no podemos tener una "tradición". Sólo somos marionetas a las que Snow ama manejar. Hilos invisibles tiran de nosotros, guiando cada movimiento que realizamos— pero los planes pueden cambiar.

Centro mi atención en el pescado y empiezo a limpiarlo meticulosamente sacando las escamas con un cuchillo y abriéndolo por la mitad para retirar las vísceras. Una vez que termino, divido todos los peces en dos cantidades iguales y le doy su parte a Finnick envuelta en papel.

—¿Qué podría cambiar? —me pregunta Finnick luego de un rato, como si no hubiera habido pausa. Ha dejado el pescado sobre la mesa como si no le importara.

Eso me molesta un poco ya que la mayoría de gente no tiene ni un pedazo de pan duro que llevarse a la boca; y no sólo es aquí, sino que viene sucediendo desde siempre en Panem. Por eso los rebeldes se alzaron contra el Capitolio, por eso hubo Los Días Oscuros y también por eso, aunque no fuera el propósito inicial, se crearon Los Juegos del Hambre.

La ironía en todo aquello me hace sonreír.

—No lo sé. Tal vez algún día Marie te invite a cenar, o Mags, o alguien, y tendrás que ir —contesto al notar que él todavía espera una respuesta. A veces me cuesta un poco mantenerme enfocada en algo, ha sido así desde que regresé de mis juegos— Cosas imprevistas suelen suceder todo el tiempo... Cosas como una llamada del Capitolio.

Me estremezco al pensar en eso y Finnick lo nota. Las demás personas podrían decir que debido a nuestro estatus somos libres, pero no es así.

—No, ni siquiera ellos nos impedirán cenar juntos —sus labios se curvan involuntariamente, como si retar al Capitolio le resultara divertido— Eso se ha convertido en algo así como nuestra tradición, ¿recuerdas? ¿Acaso no es eso lo que hacen los amigos?

Juego con un mechón de cabello húmedo mientras sus palabras me causan gran incomodidad. Él y yo no somos iguales. Finnick cuenta con cierto magnetismo que hace que a la gente le guste. No es sólo la sonrisa; es la mirada, el sonido de su risa, su rostro. Todo en Finnick resulta atractivo. Lamentablemente, eso le ha traído más problemas que beneficios. Al menos desde mi punto de vista.

—¿Les temes, a los del Capitolio me refiero? —de pronto esa jocosidad que suele estar siempre en su voz se ha ido. Me mira muy serio, como si mi respuesta fuera de vida o muerte.

Estoy a punto de abrir la boca y decir una mentira para hacer que el Finnick de siempre vuelva, aunque algo me hace dudar.

—Sí —termino confesando con voz trémula, muy consciente de que la única persona que podría entender lo que siento es él. Después de todo, ambos somos parte de los trofeos de Snow— Algunas veces quisiera...

—¿Acabar con ellos? —sugiere cuando ve que no puedo continuar. Su rostro está tan impasible que me es difícil averiguar si bromea o no.

—No. Conmigo —me avergüenza decir aquello, pero no tanto como lo que nos ha hecho Snow— Hay días en los que siento que no puedo seguir con esto. Me da tanto asco, Finnick. ¿Por qué a nosotros?

Ahora agradezco que no diga nada. Creo ser capaz de soportar la desaprobación de cualquiera menos la suya en estos momentos. Creo que soy una cobarde, y me duele ser consciente de eso.

—El problema, Althea, es que no se trata sólo de nosotros. Hay más Tributos a los que obligan a hacer... eso. ¡Nadie hace nada para evitarlo!

Es la primera vez que le veo verdaderamente molesto. Su rostro se ha enrojecido de repente y aprieta tanto los puños que los nudillos se le marcan. En sus ojos hay ira contenida. Deseo sentirme igual de indignada pero no lo logro, el miedo en mi pecho que Snow provoca es mayor a este asunto.

—Ya no hablemos de esto, por favor —digo con un hilo de voz. Su mirada tiene tal intensidad que lo único que puedo hacer es apartar la mía— Siento haber tocado el tema, y sé que debería hacer algo, pero... Snow me aterra. Tú no sabes... No tienes idea de...

—Claro que lo sé, él me ha hecho lo mismo. ¿Lo recuerdas? —en su voz no hay reproche, sólo el simple deseo de hacerme ver que no estoy sola— Arreglaré esto, ya lo verás —la sonrisa por fin regresa, y un peso que no sabía que cargaba desaparece de mis hombros.

—¿A qué te refieres? —insisto confundida.

—Sé cosas, Althea —se inclina hacia mí con cierto aire de confidencialidad aunque estamos sólo nosotros dos— De Snow, de sus hombres de confianza. De todos. Creo que puede lograr un acuerdo.

Ahogo un grito al comprender sus palabras. No, esto es horrible. Incluso peor que una llamada del Capitolio. Le matarían si tan sólo mencionara aquello, no puedo permitirlo. Ellos no pueden quitarme a Finnick.

—No lo hagas —le ruego. Me veo tentada a alzar las manos y aferrarme a él, o sacudirlo hasta que reaccione— No hay nada que podamos hacer.

—Tal vez tú no puedas pero yo sí —sé que quiere agregar algo más pero se contiene. En cambio, sacude la cabeza— Siento haber mencionado esto. Olvídalo, no te tortures.

¡Es tan obstinado! No voy a lograr nada hoy, debo ir persuadiéndolo poco a poco.

—No pasa nada —respondo, forzando una sonrisa— Ahora ve a tu casa a asearte para la cena.

—¿Esa es tu manera sutil de echarme?

Hago como si lo meditara.

—Sí, es probable.

Finnick me da una última sonrisa radiante y sale de mi casa después de tomar un puñado de azucarillos y sus peces. Siento que me podría derretir en cualquier momento.

«No seas estúpida», pienso. «Nunca conseguirás que te vea como algo más que su amiga».

Eso hace que mi corazón se rompa en dos, como ya ha sucedido antes, aunque logro arrancar la idea de mi mente y me pongo a adobar el pescado para la cena, agradecida por la repentina distracción que se me presenta. Luego de un rato lo dejo reposando en una de las encimeras y mientras tanto me voy a dar un verdadero baño.

Subo corriendo las escaleras que llevan al segundo piso en donde están las habitaciones, saltando el octavo peldaño para no tropezar ya que está flojo, y me meto al dormitorio principal. En esta casa hay tres habitaciones pero sólo la mía está ocupada. Me saco la ropa empapada y la tiro al cesto lleno a rebosar de ropa sucia. Finalmente cojo una toalla limpia y entro al enorme cuarto de baño.

Al salir me siento fresca, limpia y sin ningún rastro de arena. Ese es el gran inconveniente de vivir frente al mar, y quizás el único, aunque vale la pena.

Antes de ganar los juegos mi casa solía estar cerca al embarcadero, yo amaba acompañar a mi padre todas las mañanas hasta el muelle principal para despedirlo. Claro que había que tener cuidado en dónde pisabas pues algunos tablones estaban podridos o astillados. Si no prestabas atención podías romperte una pierna y eso, para la gente que no tenía absolutamente nada, era lo equivalente a dejarse morir. Sin embargo, mi padre lo hacía de manera inconsciente luego de tantos años trabajando allí. Al regresar a mi casa me gustaba sentir la arena bajo mis pies y la suave brisa salina despeinando mis cabellos.

Es una lástima que la arena pierda su atractivo cuando se mete a tu ropa interior o se adhiere a tu piel.

Me visto con unos shorts de mezclilla que están tan deshilachados y tan viejos que parece que se romperán en cualquier momento, y me coloco una sencilla blusa azul de tirantes. Pensar en mi papá logra ponerme triste, no es justo que luego de un día tan extraordinario termine sintiéndome de este modo.

Peino rápidamente mi cabello, ignorando todo nuevamente, y bajo para tratar de seguir cocinando. Hacer como que no pasa nada funciona algunas veces, pero los problemas no se solucionan sólo porque cierras los ojos y finges que no existen.

No obstante, nunca he sido del tipo que maneja bien las confrontaciones.

Preparo el arroz tarareando una vieja melodía que tiene que ver con barcos alejándose por el horizonte, y me pongo a freír el pescado. Para cuando termino de hacer la cena ya ha oscurecido totalmente así que prendo todas las luces de la casa justo antes de que Finnick toque la puerta.

—Entra —le grito.

Oigo la puerta delantera abrirse con un rechinido y entonces recuerdo que debía echarle aceite a las bisagras la semana pasada. Pisadas se acercan por el largo pasadizo que va desde la entrada, cruzan la sala y luego alguien aparece. Aunque no es quien yo espero.

Mis alarmas se disparan de inmediato, incluso antes de que mi cerebro termine de procesar todo. Mags me sonríe de manera tranquilizadora al notar que estoy a punto de desmayarme.

—Hola, no esperaba verte hoy por aquí. Es una grata sorpresa —le digo en un intento por ser amable y aparentar calma. Sin embargo, no logro mi cometido pues pronuncio tan rápido las palabras que dudo que haya comprendido algo.

Mags alza una mano y, aunque no usa palabras, sé lo que quiere decir: cálmate.

Inhalo hondo, en parte para prepararme ante alguna posible eventualidad. Finnick jamás ha faltado nuestras cenas, al menos no sin previo aviso.

Sus manos se mueven en el aire, retorciéndose para formar palabras inaudibles que voy comprendiendo poco a poco. Aquellas señas son útiles para comunicarse ya que Mags no puede hablar, así que hace muchos años me obligué a aprenderlas. Ahora, sólo deseo instarla a que vaya más deprisa.

A medida que va narrando todo, siento como si una mano invisible apretara mi cuello y me asfixiara: Finnick ha sido llamado al Capitolio, y a ese tipo de llamadas no le podías decir no.


Hola, ha sido un largo tiempo sin estar por aquí así que seré breve: Esta historia será re-publicada puesto que planeo corregir todos aquellos HORRORES que escribí hace mucho ._. en serio, casi me sangran los ojos al leerla de nuevo. Quizás me demore un poco, pero lo haré. Espero que puedan darle a la historia una segunda oportunidad.

—Nat.

Por cierto, cambié mi antiguo user y ahora tiene mi verdadero nombre (menos lo de Schreave, la maldita America me quitó al amor de mi vida). XD