En un primer momento, no lo supo.

El mundo —qué palabra tan agria, pero aún así cálida— lo recibió en sus brazos violentamente cortados, ríos ácidos fluyendo como tinta espesa.

Fueron los labios de su creador —padre, deseaba llamarlo, mas la palabra continuaba escurriéndose entre sus dedoslos primeros en formular el propósito de su existencia:

—En este mundo, las ideas están muriendo. El mundo está sordo, decidido a acabar con cualquier pequeño resplandor que acalle por un momento los gritos del plomo y del fuego. Y por no ser consciente de que cada ínfima, minúscula luz extinta es energía que derrama de sus venas, el mundo está muriendo. Mi propia existencia, el recuerdo y registro de mi paso por los últimos suspiros del mundo morirá a su lado si no te transmito esto. Es necesario que esas singularidades sobrevivan al plomo, sobrevivan al fuego y al silencio, sobrevivan al olvido y sobrevivan al mundo para encontrar, algún día, el camino de vuelta a sus orígenes, el retorno a la fuente...

Y desde entonces, lo supo. Y el mundo murió sepultado bajo el fuego y el plomo, bajo el desconocimiento y la incomprensión, y sólo él —el alienado, el eternamente incomprendido—continuó aferrando los últimos vestigios, el último susurro de la luz del regreso a casa. Y cuando a él también le llegó el momento de ser sepultado, depositó la luz en sus manos confiando en que la mantendría a salvo del olvido y del silencio.

Y, en el último e ínfimo instante, supo que lo haría.