Y una sensación de asfixia me invadió con el dolor de mil púas bajando por mi garganta, rasgando cada atisbo de humanidad adyacente dentro de mí, rompiéndome las cuerdas vocales en mil pedazos. Creí morir de dolor y desfallecer antes de poder tomar cualquier represalia o siquiera comprender que ocurría y de qué manera había llegado a tal situación, por lo que me aferré a cualquier cosa que con mis manos pudiera alcanzar, con los ojos apretados de dolor y un miedo indescriptible que sólo quiénes no comprenden nada llegan a sentir. Entonces y para cuándo creí no habría esperanza más que la desesperación; sentí un agarre cálido y rudo sobre mis antebrazos, sacándome del agua con tal ligereza y facilidad, que parecía pesar tanto como un ovillo de lana. Abrí los ojos de golpe, pero no vi nada más que el dolor de garganta cegándome por completo, respirar se volvió una odisea y me pregunté como es que seguía con vida cuando todo lo que recordaba sentir, era que no podía respirar. Al correr agónico el tiempo, el dolor parecía disminuir paulatinamente a un ritmo francamente desesperante, pero soportable a su manera. Fue entonces cuando pude ver todo con claridad y no fue mar, ni olas ni viento lo que encontré. Oí una serie de murmullos que parecieron por un momento carecer de sentido alguno, pero a medida continuaban identifiqué frases como "Tiró el suero" "Parecía despertar de una pesadilla" y palabras que no me decían nada, pero era cada vez más fácil identificar con precisión. ¿Despertar? ¡Pero si hace un momento estaba a punto de desmallarme! Comprendí que ellos no sabían nada en lo absoluto de mi condición, ni yo tampoco. A cada frase nombraban a alguien que no me era familiar, y por más que lo pensé, aún en mi condición deplorable, no logré identificar. Cuándo al fin mis ojos lograron acostumbrarse a los enormes focos que sentía iluminarme directamente a la cara, alguien nombró nuevamente a aquella persona desconocida con un tono que rozaba lo profesional y la sorpresa desmesurada. La dueña de la voz en cuestión era una mujer ataviada con un uniforme blanco como las nubes en verano, morena y de demás rasgos que no alcancé a identificar. Le habló a alguien que parecía estar a su lado en el mismo tono, pero más alzado al profesional, aludiendo a que tenía que ver mis ojos y su extraño color. Entonces un hombre de vistoso cabello naranja se irguió para aparecer dentro de mi campo visual con una expresión seria, y antes de examinarle más, supe que fueron sus manos las que me sacaron del mar o donde quiera que haya estado. La mujer dijo esta vez con toda claridad para mis oídos que iría a buscar al doctor, para luego alejarse haciendo eco con sus zapatos de tacón que me taladrearon los oídos y me pregunté como no la había escuchado antes. El hombre, en cambio, ni se inmutó, permaneció con el ceño fruncido y una miraba que denotaba cosas incomprensibles, sobre mí. Siendo incapaz de apartar la vista, intenté incorporarme en lo que me parecía una superficie acolchada. Sus manos, comprendiendo mis intenciones, volvieron, esta vez a mis hombros son suma suavidad, tumbándome nuevamente mientras decía que debía descansar, nada que no supiera, pero dada mi consternación lo sentí como una tontería. Había olvidado el dolor de garganta por completo, por lo que intenté armar una simple frase que salió como dolorosos balbuceos atrapados en algo que me cubría la boca y hacía toda mi situación aún más complicada. Alcé la mano para quitármelo, y aún cuándo el hombre intentó impedirlo con suma delicadeza, logré mi cometido, y murmuré sólo para él
-¿Dónde estoy?
Con tanto dolor que creí jamás poder hablar nuevamente.
-En un hospital, Orihime-san- Respondió con voz profunda y un deje de comprensión que no alcanzó para frenar mi expresión de consternación- Pero estarás bien, solo debes descansar.- Continuó rápidamente, para apaciguar lo que parecía un gran golpe para mí. Pero tal expresión no se debía a eso.
-¿Quién es ella?- musité, casi con el ultimo aliento antes de quedar muda de dolor.
-¿Quién?- Dijo ahora dubitativo.
-Orihime- Respondí, como si fuese lo más obvio del mundo. La expresión del joven pasó de la seriedad a muchas emociones más que culminaron con una mirada llena de tristeza.
Cuándo al fin alzó la voz nuevamente sentí un repentino espectro de culpabilidad hurgarme los sesos con saña, puesto que ésta presentaba un temblor que de haber estado en un silencio pocos decibeles menos completo, de ninguna manera habría identificado. Debía dormir, fue su respuesta. Escueta y evasiva. Pero de algún modo reconfortante, tanto parecía yo necesitar respuestas que cualquiera era bien recibida. Y la verdad, luego de aquello navegué sobre preguntas en un limbo entre consciente y dormida, donde sentía el mar acolchado sosteniendo mi cuerpo, los zapatos de tacón agujereando el piso y las fuertes ventiscas de alguna costa onírica. Ventiscas que susurraban infinidad de frases inconexas, tan confundidas como yo, cada vez más fuertes, más agiles, más retumbantes, más…
-No recuerda su nombre.
¿Mi nombre?
Abrí los ojos de golpe, y me incorporé tan rápido como la máscara de oxígeno voló hacia algún lugar de la salita blanca y espectral que acogía todo el acto. Mi nombre. No sabía mi nombre. Los espectadores actuaron como tal y no movieron un solo musculo además de los del rostro que en todos formaban una mueca de lástima y sorpresa. La misma mujer de piel oscura, el mismo hombre de cabello naranja y un nuevo personaje al cuál no alcancé siquiera a observar más allá de su bata blanca. No sabía mi nombre. No sabía mi nombre. Me tomé la cabeza con las manos, como si así pudiera arrancar algún recuerdo anterior a la sensación de estar ahogándome, de estar muriendo. No había nada ¡Estaba todo tan oscuro! Y yo no supe en que momento comencé a llorar, ahogando pequeños gritos y alaridos contra mi pecho. Las demás personas se callaron, o ya no las oí. No veía, no sentía, no escuchaba, y respirar fue tan difícil como la primera vez que recordaba haberlo hecho. En algún momento el torrente paró, pero con o sin lágrimas seguía llorando, y arrancando lo que fuera de mi cabeza. Sólo levanté la vista cuándo una mano se posó sobre mi hombro con la fuerza suficiente para devolverme a donde quiera que estuviera. Era el hombre de la bata. El hombre rubio de la bata, con la amabilidad de una sonrisa que buscaba mis ojos.
¡Es tan misterioso el país de las lágrimas! Que instantáneamente me partí entre sollozos. Y no logré armarme nuevamente. Repartida entre la oscuridad oí la voz de el hombre de bata pidiendo a la mujer que le acompañara afuera, indicando que tenían otros asuntos por atender en el hospital y dirigir unas ultimas palabras hacia el hombre de cabello naranja pidiendo encarecidamente que velara por mi hasta su regreso. Estaba equivocado. No podía velar por mí, porque yo simplemente no existía. Y si lo hacía, era solo en el mundo dónde las olas se peleaban por quién iba a matarme primero. El hombre permaneció en silencio, y solo alzó la voz en cuanto sintió mis sollozos disminuir. Sacó algo de su bolsillo y lo puso ante mis ojos, de manera que pudiera enfocarlo a pesar de las lágrimas que continuaban sin dar tregua.
-Lo llevabas contigo- Dijo. Era una identificación. La foto correspondía a una chica de cabello naranja de nombre Orihime. El resto de la información había sido de alguna forma borrada.- De ese modo supimos tu nombre, pero el apellido es ilegible.
Era yo. De una palidez saludable, ojos grises y vivaces y una leve sonrisa. Que chica más feliz, pensé.
Tomé el objeto entre mis manos y le examiné otro tanto, buscando algo más que una chica afable completamente desconocida.
-Lo siento.- Pronunció, con el mismo titubeo que me revolvió los sesos. Le miré suavemente sin saber a que se refería exactamente.- No hemos podido investigar más allá de esto.
Sentí un leve enternecimiento, por su tono sincero y mirada arrepentida. Tenía los ojos café. Los primeros que veía. Estaba sentado en el pequeño taburete donde la mitad de su cuerpo quedaba fuera, en medio de la salita, con no mas iluminación que una ventana en la pared paralela a nosotros y unos cuantos focos que ésta vez no parecían capaces de cegarme. El lugar me pareció más lúgubre de lo que realmente era, y unas ganas de salir de ahí me apremiaron, pero ¿adónde? ¿Al mar? ¿Afuera? Lo que rodeara las cuatro paredes blanquecinas de aquella habitación de hospital me pareció, de pronto, aterrador. Y comencé a llorar otra vez, deseando dormir, o despertar. Me recosté sobre la cama en posición fetal, de espaldas al taburete del hombre que no emitió sonido alguno más que el pestañeo ocasional de sus ojos café. Tenía una espesa neblina cubriéndome la mente, carente de preguntas y llena de afirmaciones que intentaban copar una cabeza vacía, sin identidad, pasado ni presente.
Edit: Alargué el capítulo, ya que en el próximo comienzo a narrar como omnisciente y me pareció que sería confuso entender un capítulo con dos distintos tipos de narrador.
