Capítulo 1.
Me despierto cuando noto algo muy suave acariciándome la frente. Con un gemido, intento apartar (a lo que sea que me ha despertado) dándole un manotazo. Oigo a mi despertador particular soltar un gañido, pero mi única reacción es curvar ligeramente las comisuras de mis labios y darme la vuelta, dispuesta a seguir durmiendo. Cuando lo hago, un pelaje muy suave me da la bienvenida, y yo me acurruco en él buscando calor. Pero antes de que lo consiga, me veo obligada a despejarme del todo, ya que me acababan de dar un buen lametazo en la cara.
Me incorporo de golpe:
- ¡Oye!
Me giro hacia ella, y el gran animal se está riendo de mí.
Asqueada, intento quitarme la baba de la cara con la tela de mi camisa, pero aunque quito la mayor parte, aún sigo teniendo la cara pegajosa. Suspiro:
Me va a tocar desandar el camino hasta el lago que vi ayer por la tarde para lavarme la cara.
No me apetece nada volver a recorrer aquel trecho, pero la baba de huargo no es algo que se quite fácilmente. ¡Exacto! He dicho, baba de huargo. Miro a la responsable de tener baba desde la barbilla hasta la raíz del pelo: Su nombre es Negrura, y como ya habréis intuido, es una loba huargo. Su pelaje es negro, tan negro como la noche más oscura (por algo se llama Negrura, ¿no?), y cuando abre las mandíbulas mostrando sus impresionantes dientes blanquecinos, un escalofrío atroz te recorre el cuerpo entero. Yo misma me encargo de que tenga en perfectas condiciones esos afilados dientes de modo que destacan bastante sobre el pelaje negro. Pero si hay algo que suele llamar la atención sobre Negrura, son sus ojos. Son amarillos, completamente amarillos, salvo su centro, que es de color blanco sucio. Recuerdo la primera vez que le vi esos ojos, creí que eran un par de narcisos y desde entonces, es mi flor favorita.
La mayoría de la gente se extraña de que tenga como compañera de viajes a una loba huargo y a veces intentan matarla nada más verla aparecer. A decir verdad, lo entiendo: los orcos suelen ir de la mano con estos animales, repartiendo destrucción y dolor. Pero yo he descubierto algo que el resto de la gente no entiende o no entenderá jamás. Los huargos no son seres malvados por naturaleza, al igual que un perro, se comportan según la educación que reciban. Por lo general, los orcos crían a los huargos con la idea de convertirlos en máquinas asesinas: los maltratan y torturan para que se vuelvan tan agresivos y ruines como ellos mismos. Esto lo sé de buena tinta, lo he visto.
En cambio, Negrura, recibió otro tipo de atenciones. Se crió con la certeza de tener un lugar calentito por la noche y un plato de comida para comer. Nunca le he dado de golpes ni la he maltratado, siempre la traté con cariño, y ella me ha demostrado con creces que la idea que la gente tiene sobre los huargos es totalmente falsa.
Su comportamiento está influido por esa educación: no ataca a elfos, hombres, ni siquiera a enanos (no ataca, pero sí que se defiende, ojo), y solo se muestra agresiva contra orcos, trasgos, trolls, e incluso contra otros huargos. Es decir, que sólo ataca cuando percibe el peligro, cuando alguien intenta hacernos daño, a mí o a ella. En esos momentos, ni siquiera yo me atrevería a intentar detenerla o enfrentarla ya que cuando se pone en ese plan, sale toda su furia animal que lleva dentro y puede cargarse a quien sea.
Incluso su aspecto se ha visto influido por la educación que le he dado. Todavía no puedo jurarlo porque no es adulta, pero Negrura no es exactamente igual que los demás huargos. Los huargos suelen parecer una mezcla entre lobo y hienas, unas mutaciones horrendas que dan como resultado un bicho totalmente asqueroso, de patas cortas pero fuertes y cuerpo con potente musculatura, totalmente grotesco.
Negrura en cambio no es así: ella tiene las patas mucho más largas que los demás huargos y su cuerpo en general es más estilizado, aunque eso no quita que sea igual de musculoso. Simplemente que los músculos de la loba están posicionados de manera que no se vislumbre como algo grotesco. Además estoy casi segura de que cuando termine de crecer, será más alta que cualquier otro huargo.
Cuando la miro a los ojos, puedo notar que es una criatura mágica y fascinante, y me apena sobremanera que el resto de su especie haya quedado relegada a las monturas de bichos apestosos como los orcos o los trasgos.
Alargo la mano hacia su cabeza y ella se acerca, de manera que mi mano se hunde en el pelaje que le crece entre las orejas, tocando la piel que hay debajo. Yo ya estoy acostumbrada pero sé que cuando consigo que la gente se relaje y le acaricie, suelen sorprenderse de lo suave que tiene el pelaje aunque de la piel nadie dice nada: no hay mucha gente que tenga suficiente valor como para tocarle la piel. El pelaje, pase, pero ¿la piel? ¿Tener que meter tanto la mano para llegar a tocar la piel que está debajo del pelo, y quedarse a escasos centímetros de sus dientes? ¡JA! Ninguno se atrevería.
A pesar de que mi compañera no es adulta, su lomo queda a la altura de mi estómago, y teniendo en cuenta de que mido mis buenos 1.73 m, no está nada mal. Es decir, es enorme, y sigue creciendo.
Me inclino hacia delante para llegar a su cabeza, de modo que se levanta del suelo (en el que se ha pasado tirada toda la noche sirviéndome de almohada). Se sacude las hojas y polvo que se ha quedado adherido a su pelaje y se aproxima aún más a mí.
Me quedo mirando un momento sus ojos ambarinos, que me devuelven la mirada unos segundos, antes de restregar el hocico contra mi pecho, instándome a levantarme:
- Ay, Negrura, no tengas tanta prisa, ¿quieres? Dame mi tiempo.
Separa el hocico de mi pecho y me da un buen lametón.
- ¡Negrura!
Suelta un corto aullido, divertida, y veo como empieza a sacar la lengua. Antes de que me vuelva a lamer la cara, le agarro el hocico, le pongo mala cara mientras le señalo con el dedo y digo:
- Vuelve a lamerme la cara y juro que te convierto en una alfombra.
Obviamente, no sirve de nada. Se suelta de mi agarre y yo me vuelvo a llevar un buen lametón.
- ¡Vale, vale, ya voy!
Me incorporo, y ella se aleja de mí trotando, directa a los árboles, saliendo así del pequeño claro donde hemos pasado la noche seguramente con la intención de ir a buscar el desayuno.
- Y luego dicen que la pesada soy yo... - bufo.
Me desperezo, abriendo la boca en un gran bostezo, y empiezo a recoger nuestras cosas: guardo las mantas en mi pequeño saco, extraigo de él una manzana y recojo mi capa del suelo, la sacudo mientras caen hojas y trozos de ramas secas, para luego enganchármela al cuello, por encima de mi ropa.
Como de costumbre, mi vestimenta es bastante discreta: son unos pantalones verde musgo, junto con una camisa más clara, y altas botas marrones. Digo "discreta" por los colores, ya que al ser, ropa "varonil", que la lleve una mujer no está muy bien visto. Pero por si no os habéis dado cuenta, lo que piense la gente de mi, me importa bien poco. Si me importara, hubiera matado a Negrura en cuanto me di cuenta de que era una huargo, la cual en ese momento aparece entre los árboles, con dos lebratos entre los colmillos.
Deja uno a mis pies pero la verdad es que no me apetece conejo para desayunar, así que le digo:
- Quédatelos tú. Yo comeré algo de fruta.
La loba no se hace de rogar, recogiendo al lebrato y clavándole los dientes en la tripa empieza con su festín. Me doy la vuelta para coger la manzana que había sacado anteriormente de mi saco, pero antes de darle un bocado, me doy cuenta de que hay un arbusto con moras unos pasos más allá (con lo que me encantan las moras).
Sonriendo, me guardo la manzana para otra ocasión y alcanzo mi primer puñado de moras. Para cuando termino de comerlas, Negrura hace rato que se ha zampado los dos conejos y se dedica a darme golpecitos en la espalda para que me dé prisa. Resoplando, le hago caso y empiezo a recoger mis armas. Me pongo el cinturón que lleva enganchada la vaina de mi espada y un par de dagas, para después introducir un cuchillo largo en una bota y un par de cuchillos arrojadizos en la otra (esto de llevar botas altas es un lujo a la hora de esconder armas). Alcanzo mi carcaj lleno de flechas y con mi arco dentro, y me lo ciño a la espalda, por encima de la capa, pero dejando libre la capucha de ésta, de modo que pueda subírmela si lo necesito. Por cierto, todas mis armas son élficas, por razones que comprenderéis dentro de poco.
Levanto la cabeza, buscando mi arma estrella... pero no la encuentro. Frunzo el ceño, recordando de que ya no estaba a mi alcance. Aprieto los puños con fuerza mientras fulmino a lo poco que queda de los conejos con la mirada, pensando en esos malditos trolls. Ya que hace un par de noches, Negrura y yo estábamos muy cansadas después de un largo día, y cuando nos echamos tres trolls por poco no nos convierten en su cena. Normalmente, hubiera tomado más precauciones a la hora de buscar un sitio donde pasar la noche, pero la verdad es que ambas estábamos agotadas tras un largo día, y ni siquiera para eso tuve fuerzas. Afortunadamente, salimos del embrollo pero casi no lo contamos y yo perdí mi arma favorita. Huelga decir que para cuando volvimos a la mañana siguiente para recuperar mi arma, tanto ella como los trolls habían desaparecido ¡Malditos sean!
Le pego una patada a una piedra que sale rodando, cabreada con aquellas imberbes criaturas (y conmigo misma), para después respirar hondo, intentar relajarme y terminar de recoger, esparciendo también las brasas de anoche para disimular la hoguera y removiendo las hojas del suelo para que parezca que aquí nunca ha habido nadie, tapando de este modo los rastros.
Por lo general no tomaría tantas precauciones para tapar una simple hoguera, pero desde que me encontré con los trolls ando algo preocupada: es muy raro que esas apestosas criaturas se alejen tanto de las montañas. Algo los ha tenido que ahuyentar de allí y ese algo me da muy mala espina. Es por eso que Negrura ha estado impaciente toda la mañana. Teníamos mucha prisa por llegar a la ciudad donde me crié, y ahora tenemos un motivo muy urgente.
Lo que sucede aquí no es normal, y si alguien puede ayudarme a encontrar respuestas, ese es Elrond, el Señor de Rivendel.
Así es, vamos a Rivendel.
Sonrío con cariño: ese elfo ha tenido una paciencia enorme conmigo, ya que me crié en su casa, y si ahora soy algo exasperante (por no decir insolente), de pequeña ni te cuento, y haberme aguantado todos estos años tiene su mérito. Crecí bajo la tutela de Elrond, dándole la tabarra a Arwen como buena hermana pequeña y dando mucha guerra cuando ambas nos uníamos para gastarles bromas a sus hermanos gemelos, Elladan y Elrohir. Aún recuerdo cierta broma en que los gemelos acabaron cubiertos de pies a cabeza de baba de Negrura... y también recuerdo como Arwen y yo tuvimos que recorrer Rivendel entera a toda pastilla para evitar que los dos hermanos nos pillaran.
Con el tiempo, Arwen y yo empezamos a comprendernos mejor: nos volvimos amigas de verdad, confidentes... hermanas. Llegó un momento en que esa hermosa elfa se convirtió en un gran apoyo para mí: fue la única persona que no me miró mal cuando empecé a llevar pantalones. A éstas alturas, los demás se han acostumbrado y cuando estoy por allí, Elrond se limita a pedirme que mis pantalones no estén sucios. Sabe que no hay manera de que yo me ponga un vestido.
La idea de volver a ver a Elrond, a Arwen, a los gemelos, pero sobretodo al sobrino de Elrond, Finrod, hace que me olvide un poco de la pérdida de mi arma. ¡Ah, el pequeño Finrod! Sonrío. Es inevitable pensar en ese pequeño elfo y sonreír al mismo tiempo: tiene apenas doscientos años, y digo apenas porque comparando su edad con la de un niño humano, Finrod no llega a los cinco años. Es el hijo del hermano de Elrond y está al cuidado de su tío, pero la verdad es que cuando estoy en Rivendel paso muchísimo tiempo con ese elfito de ojos grises y pelo negro, así que mi curiosidad y mi descaro se le han pegado hasta el punto de que más de una vez lo han tenido que sacar de una fuente, porque el chiquillo se estaba bañando tan ricamente.
Me río, no voy a negar que cuando se baña en la fuente yo me baño con él, es algo que hacía de pequeña, y ahora sigo haciéndolo. Suele ser el primero en recibirme, más que nada porque en cuanto me ve aparecer tarda dos segundos en llegar desde su habitación hasta el puente de Rivendel. Eso de no correr por los pasillos no va con él. Siempre se me suele lanzar al cuello de un salto, mientras grita a todo pulmón: "¡Prima, estás aquí!". Para él, yo soy su prima humana y me quiere un montón (el sentimiento es mutuo). Siempre insiste en que juegue con él y si por lo que sea no puedo, tampoco le hace ascos a montarse sobre Negrura y recorrerse Rivendel de cabo a rabo.
No hace falta decir que Finrod es el elfo que mejor acepta que yo tenga como montura a un huargo, aunque claro cuando él nació, Negrura ya había crecido y lleva paseando con él por Rivendel desde que aprendió a caminar. Además, yo llevo comiéndole el coco con mi idea de que "los huargos no son malos" desde que supe que me entendía cuando le hablaba, así que él ya ve normal que un huargo se pasee a sus anchas por Rivendel. De hecho, suele ser el encargado de llevarse a Negrura a las cocinas para darle de comer después de un viaje, porque a los demás elfos no le hace gracia y Elrond suele arrastrarme a su despacho nada más llegar para que le cuente mi viaje. Cosa que obviamente, a su tío no le hace mucha gracia, pero como buen "aprendiz" mío, le importa un pimiento y lo hace igualmente.
Sonriendo, cojo la silla de Negrura, que esta tirada en el suelo, y ella se acerca para que se la ponga. Coloco la silla sobre su lomo, ajusto las chinchas y las correas, y cuando me aseguro de que está bien sujeta, me subo en ella de un salto, metiendo los pies en los pequeños estribos. Le acaricio el pelaje que tiene sobre las orejas, le palmeo ligeramente el cuello y digo, a la vez que le doy un suave golpecito con los talones:
- Vamos, preciosa. Tenemos un largo camino por delante.
Ella suelta un ladrido y comienza a trotar, en dirección al lago de anoche para que pueda lavarme la cara. Gracias al trote ligero de Negrura, llegamos al lago en media hora escasa así que desmonto y me acerco al lago, arrodillándome en la orilla y restregándome la cara con agua. Gracias al agua, pronto noto como tengo la cara menos pegajosa, de modo que dejo de lavarme y miro mi reflejo. Lo primero que noto es que necesito volver a recogerme el pelo: tengo media melena fuera de la coleta, y la otra media recogida. Desato la tira de piel de animal que me sirve para atarme el pelo, de modo que el pelo que aún llevaba recogido cae en cascada sobre mi cuello. Resoplo, e intento ordenar como sea mi melena rizada.
Al final, me rindo y me vuelvo a recoger la melena rubia oscura en una coleta alta, bien tirante, para que tarde lo máximo posible en deshacerse. Repaso mi cara, en busca de alguna herida: mis labios carnosos no están partidos, cosa buena, pero en cambio, el moretón que me hice en la refriega contra los trolls aún no ha desaparecido y sigue insistiendo en decorarme el pómulo izquierdo, debajo del ojo. Que, dicho sea de paso, es grande, de color verde pardo y adornado de largas pestañas. La nariz, pequeña y respingona, se ha recuperado perfectamente de la fractura que me provoqué yo solita al querer saltar de un árbol a otro. Ya podéis imaginar lo que pasó: no llegué a la otra rama y PUM, castañazo contra el tronco. ¿Resultado? La nariz rota y una chica muy cabreada consigo misma.
Alzo el mentón, lo suficiente para ver que la cicatriz en el cuello sigue ahí. Suspiro, esa cicatriz me la hizo el mismísimo Azog el Profanador con un cuchillo envenenado, voy a tener que aceptar que se va quedar ahí para siempre. Cabreada con ese maldito orco, meto la mano en el agua, que se agita y desdibuja mi reflejo, mientras me levanto. Me acerco a Negrura, que está bebiendo en el lago. Cuando me oye acercarme, levanta la cabeza y yo me monto en su lomo. No tengo ni que abrir la boca: en cuanto me acomodo sobre ella, da la vuelta y empieza a trotar en dirección a Rivendel. Menos mal que Negrura sabría llegar hasta la ciudad élfica aunque le vendara los ojos, porque no estoy con ánimos de estar pendiente del camino ya que pensar en ese maldito pálido orco me provoca ganas de destrozarlo y de matar a todo bicho viviente que interponga en mi camino.
No es un pensamiento muy común en una chica de veintidós años, lo reconozco, pero a estas alturas ya da igual. Azog el Profanador, también conocido como el Pálido Orco. A diferencia de los demás orcos, tiene la piel blanca, de ahí el apodo, los ojos azules, y desde que intentó conquistar las minas de Moria, un brazo menos. El pensamiento me hace esbozar una sonrisa perversa: me sé la historia de memoria. Azog y sus orcos se habían hecho con Moria, y eso fue lo que se encontraron los enanos cuando volvieron de Érebor, huyendo del dragón Smaug. Obviamente, allí se entabló una de las batallas más sangrientas de la historia, durante la cual Azog se cargó al por aquel entonces Rey Bajo la Montaña, Thrór. Su cabeza rodó por el suelo y su hijo, Thráin, desapareció, de modo que tuvo que ser el nieto, Thorin, quien se encargara de Azog. Enano y orco se enzarzaron en un pelea se convirtió en leyenda, y mientras luchaban Azog le quitó la espada y el escudo a Thorin, dejándole desarmado. Pero cuando el orco iba a dar el golpe de gracia... va el enano y se defiende con una rama de roble que había por ahí tirada. Azog y Thorin (desde aquel entonces llamado Escudo de Roble), volvieron a enzarzarse en la pelea y por lo que sé, Azog parecía tener las de ganar hasta que Thorin se las arregló para cortarle el brazo con el que manejaba su arma. Tras esto Azog se retiró, los orcos perdieron a su comandante y los enanos vencieron. A un gran coste, eso sí, solo sobrevivieron unos cuantos enanos. Tras la batalla, los pocos enanos vivos nombraron rey a Thorin, y Azog murió en las profundidades de su infecta cueva a causa de sus heridas. O al menos eso se dice.
Aprieto los puños con fuerza furiosa: sí, todo el mundo se piensa que Azog está muerto... pero yo sé muy bien que no es así. Todos conocen a Azog por su crueldad y también por este incidente en Moria, pero nadie lo relaciona con el ataque de orcos contra la ciudad de Minas Tirith. El muy cabrón lo movió todo desde las sombras, de modo que cuando sus orcos irrumpieron en los jardines del palacio, en los que se celebraba la fiesta de bienvenida a la primogénita del senescal de Gondor, que volvía a casa tras haber estado fuera durante quince años, él no se encontraba allí. Eso sí, cuando me llevaron ante él, se lo pasó de rechupete torturándome, a mi y a otros ciudadanos de la ciudad, tanto de origen noble como humilde.
Ha pasado mucho tiempo (bueno, unos dos años), pero aún recuerdo la risa cruel de ese orco mientras me retorcía del dolor por culpa de sus torturas. Aún recuerdo el frío que me provocaba el metal de sus cuchillos. Aún recuerdo esa sensación espantosa de ahogarme por culpa del veneno. Y, por supuesto, aún recuerdo el sonido que hicieron mis dos cuchillos al hacerle una raja cada uno, en sus mejillas, y su grito de dolor.
Azog solía tener dos cicatrices en cada mejilla, y otra sobre los ojos. Bueno, pues desde hace dos años tiene una tercera cicatriz en cada mejilla, por obra mía. Por supuesto, el atreverme a rajarle la cara tuvo sus consecuencias (que fueron insufribles), pero mereció la pena.
