Maes le pasa un brazo por el hombro. Roy se permite el lujo de alzar los ojos al cielo. Clic. La fotografía no se hace esperar. Tres días después, reposa en un marco sobre su escritorio de roble. Allí sigue desde entonces. Roy procura ponerse delante de ella cuando alguien entra en el despacho. Es consciente de que Riza le mira raro por eso pero no tiene caso darle importancia. Es extraño el sentimiento de posesión que ha desarrollado por una fotografía. Tampoco es que piense mucho en ello. De hecho, no piensa mucho en general. Últimamente no. Se siente vacío, deshecho. Como la mitad de algo. Un poco como el juguete roto y desgastado de algún muchacho.
A veces se pasa las horas esperando. El qué espera tampoco lo sabe bien. Se sienta mirando a la puerta, con la barbilla apoyada en las manos. Pero nada ocurre, él no entra, afuera no ha parado de llover, la foto sigue mirándole desde la mesa. Cuando se cansa o se da cuenta de que se ha hecho demasiado tarde, se levanta y se alborota el pelo con una mano en un gesto cansado que le hace parecer mayor de lo que es. Luego se cala la gorra, se pone el abrigo y sale con las solapas del cuello alzadas y las manos embutidas en los bolsillos.
Echa de menos las llamadas a deshoras para hablar de tonterías, de cosas sin sentido para el mundo excepto para ellos dos. Lleva días sin dormir, le pica la barba incipiente que le está saliendo y los ojos le escuecen por la falta de descanso.
Cuando llega a casa, está tan perdido que no sabe cómo encontrarse. Cena a medias algo frío e insípido y se deja caer sobre la cama, vestido de cualquier manera, la ropa tan descolocada como él.
Hace seis días que han enterrado a Maes y su recuerdo no deja de perseguirle. Roy se pregunta si siempre dolerá igual. Sabe que no pero, aún así, no puede aceptarlo. Tiene que doler, tiene que ser así. Duro, triste, solitario. Maes ya no se ríe. Maes ya no volverá a reír. Roy hunde la cabeza en la almohada. Él tampoco lo hará más.
***
Al día siguiente, no se reconoce cuando se mira al espejo. Es como mirar a un extraño solo que con la certeza de que eres tú, que la carne que tocas es tu carne, que el aliento que empaña el cristal es el tuyo. Tiene la mirada carente de expresión y un gesto indiferente en el rostro.
En la oficina, todo el mundo le da los buenos días pero procuran no molestarle más. Se le va la mañana mirando por la ventana, aislado en su mundo. Cuando todos se van a comer, se levanta de su silla y vacía los cajones en una bolsa de papel. La fotografía es lo último que cae en ella. Después, se queda a esperar a que pasen las horas para salir de allí.
En casa, el contenido se desparrama por encima de la colcha de su cama. Tres fotografías, una de ella enmarcadas, una pequeña libreta, un sobre manchado de algo, varias cartas abiertas, otra por abrir, la pluma que le regaló Maes por su último cumpleaños, una insignia militar y unas gafas de cristales sucios.
Nadie preguntó cuándo se inclinó sobre él y se las quitó. Nadie preguntó cuándo se las guardó por el bolsillo. Nadie le preguntó nada durante los días después.
Se pasa una mano por el pelo y observa los objetos encima del cobertor. Un escalofrío recorre su espalda. Es todo lo que le queda de Maes, todo lo que le queda de una vida que ha quedado atrás. Alarga la mano hasta la fotografía. Está sucia, no se ve bien. La limpia con el puño de la camisa una y otra vez. Sigue igual de sucia que al principio. Entonces, levanta la mirada y nota la humedad en su cara. Todo está borroso. Está llorando.
