La ciudad de Londres era mundialmente conocida por sus cielos nublados y abundante lluvia la mayor parte del año, excepto en verano, cuando el sol brillaba y podían pasar días de calor insoportable y sin una gota de lluvia.
Pero a pesar del caluroso clima, la vida en Londres no se detenía, en especial para la gente que iba a trabajar. Ya fuera un banquero, un repartidor de periódicos o un maestro, todos trabajaban sin importar el clima.
Y la pequeña cantante del Big Ben no era la excepción.
Todos la conocían como Canario, o Canario del Big Ben, ya que todas las tardes, la niña de diez años que vestía de negro y siempre traía su cabello dorado escondido en un gorro rojo, el cual sólo se quitaba cuando cantaba y bailaba frente al Big Ben en las tardes a cambio de monedas de los transeúntes.
Nadie sabía su verdadero nombre, ni siquiera ella.
La niña daba su pequeño show todas las tardes sin falta, desde que tenía nueve años, cuando llegó a Londres de un orfanato en un pequeño pueblo al noreste de Surrey.
Al principio se dirigía a Kent, a trabajar en la pescadería hermana de la directora del orfanato. No era que quisiera hacerlo, pero la directora le había dicho que, si no trabajaba, no comería, así que no le quedó opción. O eso creía hasta que llegó la hora de abordar el tren que la llevaría a Kent.
—¿Por qué debería trabajar para esos tontos? —se quejó mientras esperaba en la fila para comprar su boleto— Todos en el orfanato me odian y me llaman fenómeno, hasta la vieja bruja directora.
Al fin llegó su turno, pero cuando abrió la boca para pedir su boleto de tren para Kent, la voz de un operador la interrumpió.
—Atención, este es el primer llamado para las personas que abordan el tren 509 con destino a Londres. Primer llamado para el tren 509 con destino a Londres.
—Un boleto para Londres, por favor —dijo la niña sin dudarlo. Una vez oyó a una mujer en la calle decir que las señales del cielo venían disfrazadas, y esa podría ser su señal del cielo que la llevara lejos de la vida de esclavitud que la esperaba en Kent.
Así pues, la pequeña huérfana se fue a Londres sin mirar atrás, y desde que llegó, comenzó a cantar y bailar en los lugares más concurridos de la capital inglesa, hasta que unos meses después se estableció frente al gran reloj junto al Támesis.
—I was sick and tired of everything
When I called you last night from Glasgow
All I do is eat and sleep and sing
Wishing every show was the last show
Mientras la niña cantaba la que todos sabían era su canción favorita, varias personas pasaban junto a ella y lanzaban monedas al pequeño gorro rojo sobre la acera.
—So imagine I was glad to hear you're coming
Suddenly I feel all right
And it's gonna be so different
When I'm on the stage tonight
Desde que escuchó Super Trouper en la radio una semana después de llegar a Londres, la canción se convirtió en la favorita de la pequeña rubia. No sabía por qué, pero había algo conocido en la canción, como si ya la hubiese escuchado antes, y sólo le había tomado unos minutos aprendérsela completa.
—Tonight the Super Trouper lights are gonna find me
Shining like the sun
Smiling, having fun
Feeling like a number one
A medida que la canción avanzaba, la niña danzaba alrededor del gorro, moviendo sus manos y pies con delicadeza, justo como lo hacían las chicas que practicaban ballet en la escuela de danza a unas calles de ahí.
—Tonight the Super Trouper beams are gonna blind me
But I won't feel blue
Like I always do
'Cause somewhere in the crowd there's...
—¡Alto, policía!
—You —murmuró la niña terminando la canción, antes de recoger su gorro, tomar las monedas y esconder su cabello y salir corriendo lejos de los policías que corrían tras ella.
Maldijo mirando de reojo el enorme reloj junto a ella mientras corría. Normalmente los policías llegaban hasta que ambas manecillas estaban juntas hacia abajo, pero al parecer está tarde habían cambiado de rutina.
—¡Detente, pequeña rata! —gritaban los policías— ¡Sabes que esta prohibido poner negocios en esta zona!
Dio la vuelta en un par de esquinas, perdiendo con facilidad a los policías. Uno no vivía dos años en Londres sin aprenderse las rutas de memoria. Aunque no le gustaba alejarse mucho del río. Las orillas del Támesis eran su lugar favorito en el mundo, tanto, que incluso había encontrado una pequeña bodega abandonada entre los locales frente al río, en donde pasaba las noches.
—Al fin en casa —suspiró al llegar a su escondite. Al ser una bodega en desuso, no tenía ventanas, estaba llena de polvo y telarañas, y no era muy espaciosa. En una esquina estaban el par de sábanas que le servían de cama, junto a una mochila con sus pertenencias.
Se quitó el gorro, dejando caer su largo cabello sobre sus hombros y espalda. Suspiró al ver que se había vuelto verde oscuro, como siempre que la perseguían los policías, pero no le preocupó. En un rato volvería a ser rubio de nuevo.
Se sentó sobre las sábanas y sacó las monedas que había ganado esa tarde. No sabía contar, nunca nadie se había molestado en enseñarle, pero sabía cuales eran de menor y mayor valor según el tamaño las figuras que traían al reverso.
—¡No puede ser, son sólo la mitad de ayer! —suspiró— Y solamente hay de león, y esas no valen casi nada. ¡Tontos policías!
Colocó las pocas ganancias del día en un monedero que guardó en su mochila y sacó de esta una bolsa de papas fritas medio vacía.
—¡Provecho! —exclamó haciendo como que brindaba antes de disponerse a comer su cena de ese día.
TTTTTTTT
—Ojalá los polis no lleguen antes —dijo mientras salía del baño público. Cada vez que podía, iba a uno de esos lugares a tomar un baño. No es que fueran los lugares más limpios del mundo, pero había jabón y agua, dos cosas que ella no tenía y que necesitaba para no espantar a la gente de su "show".
Caminó por la orilla del Tamesis, disfrutando de la tranquilidad que el río le transmitía, hasta que tropesó con un cartero que la hizo caer al piso.
—¡Fíjate! —exclamó el cartero sin siquiera voltearla a ver.
—OK, esta me la gané —rió la niña levantándose con el trasero adolorido—. Al menos aún me queda tiempo antes del... ¡Oh!
Se agachó a recoger una carta con letras verdes al reverso.
—¡Hey, señor, olvidó su... —miró en la dirección en que el cartero se había dio, pero no había ni rastros de él— carta.
Corrió y dobló algunas esquinas en busca del hombre, pero nada. Yodo estaba lleno de personas caminando de allá para acá, pero ninguna vestida de cartero. Regresó al lugar en donde chocaron e intentó recordar alguna oficina de correos cercana, pero nada.
—Ojalá supiera leer —suspiró mirando la carta con tristeza—. Ahora nunca sabrán lo que tenías para decir —añadió tocando las letras con tristeza.
Caminó sin rumbo unos minutos pensando en lo que podría hacer. No podía darle la carta a un extraño. ¿Y si el sobre contenía dinero? Seguro cualquier adulto querría quedárselo. Además, nadie nunca le había hecho un favor de a gratis. De seguro le pedirían dinero por leerle el destinatario, y apenas tenía lo suficiente para comer.
Las campanadas del reloj la sacaron de sus pensamientos. Cuando la manecilla pequeña estaba recta a la izquierda y la grande hacia abajo, era hora de empezar a bailar.
Se metió la carta en el bolsillo del pantalón y salió corriendo a su puesto. Iba ran apurada que, de nuevo, chocó de frente con una persona, solo que esta vez ambas cayeron al suelo.
—¡Lo siento! —exclamó tratando de ayudar a la mujer a ponerse de pie— ¡Yo la ayudo, señora! ¡Lo siento!
—¡Por Circe! ¡Suéltame, mocosa del demonio! —exclamó la mujer tratando de golpearle la cabeza a la niña— ¡Mira lo que has hecho, sucia rata de alcantarilla!
Cuando la señora logró ponerse de pie, la pequeña rubia trató de correr hacia su puesto habitual, pero un doloroso agarre sobre su hombro la detuvo.
—¿A dónde crees que vas, pequeña delincuente? —dijo la señora haciendo girar a la niña bruscamente— Por tus fachas es obvio que vives en la calle. Te entregaré a ese policía para que se deshaga de ti.
—¡No, por favor! —exclamó la pequeña arrodillándose ante la señora con la cabeza gacha— ¡Por favor!
—Levántate —siseó la mujer forzándola a ponerse de pie—. ¡No vuelvas a arrodillarte! ¡Y mírame cuando te hablo!
La niña alzó el rostro y miró directo en los fríos ojos azules de la mujer, los cuales se abrieron como platos.
—No puede ser —murmuró la señora soltando a la niña—. No... No es posible.
La pequeña pensó en correr. Si se tardaba más, no recogería ni la mitad de ayer, pero la mujer no la dejó. Esta vez la sujetó de los brazos con firmeza y examinó su rostro con atención.
–Dime, niña, ¿cómo te llamas? ¿Dónde vives? ¿Dónde están tus padres?
—Yo... No lo sé. No sé nada, solo... Debo irme.
—¡Que me digas cómo te llamas! —exclamó sacudiéndola con fuerza.
—¡Que no lo sé! —gritó la niña cansada de las locuras de aquella vieja.
—¿Que no lo...? ¿Dónde vives? —preguntó frenética— Debes tener algún lugar, alguna... guarida o madriguera en donde ocultes tus harapos...
—¿Y a usted qué le importa? –escupió la pequeña pataleando por librarse del agarre, que sólo se hizo más fuerte.
—¿Que qué me importa? ¡Me importa mucho, muchachita insolente! —respondió la mujer con desesperación— Ahí puede haber algo... Algo que te ligue a ella, que te vincule, que...
—¡Usted está loca! ¡Déjeme ir!
—¡No hasta que me digas donde está!
De repente, el cielo se nubló, el viento comenzó a soplar y las aguas del Tamesis empezaron a revolverse, como si estuvieran en invierno y no a inicios de Julio.
—E-en una bodega —murmuró aterrada—, a t-tres cuadras de aquí...
—Llévame ahí —exigió la mujer, y casi de inmediato el viento cesó y las nubes se disiparon. Las aguas del Tamesis estaban tan tranquilas como las personas que caminaban alrededor, como si no hubieran notado aquel cambio tan drástico.
Con las piernas temblando y lágrimas en los ojos, la niña guió a la señora hasta su hogar. La mujer miró la bodega con desdén, miró con asco las paredes destartaladas y con desagrado el suelo polvoriento. Y casi se desmaya del horror al ver la "cama" de la niña.
'Por supuesto' pensó la pequeña viendo el vestido y los zapatos finos y el peinado elegante de la intrusa 'una mujer rica no conoce nada más que la limpieza y comodidad'.
—¿Es aquí donde guardas tus cosas? –preguntó tocando la mochila con la punta del zapato.
La niña la tomó con brusquedad, la abrió y dejó caer el contenido sobre la sábana. Había un monedero, una botella de refresco a la mitad, un rollo de papel higiénico, un par de guantes sin dedos, un gorro púrpura y una muñeca de trapo,la cual la mujer tomó con cuidado. Su cabello era de lana amarilla, sus ojos era un par de botones verdes y su nariz y boca estaban pintadas sobre la tela. Traía un vestido blanco que se había vuelto amarillento con el tiempo y unos zapatos hechos de lana azul.
—¿Es tuya?
—Ajá. La directora del orfanato dice que estaba junto a mí el día que me encontraron.
—¿Qué edad tenías cuando te encontraron? —preguntó con la vista fija en la muñeca.
—Como un año.
—¿Y no había nada más contigo? ¿Una nota o algo?
—No —mintió la niña.
La expresión de la mujer cambió por completo. Al principio parecía una mujer segura, altiva y prepotente, pero ahora parecía envejecida y sin fuerzas.
—Entiendo. Yo... Debo irme ahora.
Mientras oía los tacones de la mujer marcharse, la niña se agachó a recoger sus cosas, cuando un objeto en su bolsillo llamó la atención.
—¡Oiga! —exclamó la niña, alcanzando a la mujer a punto de salir de la bodega— ¿Podría leer la dirección de esta carta, por favor?
La mujer suspiró, pero aún así sacó unos finos anteojos de su bolso y tomó la carta.
—Dice: bodega frente al Támesis, Londres, Inglaterra.
—Sí no quería leerla, solo tenía que decirlo —respondió la niña tratando de quitarle la carta.
—Eso es lo que dice —respondió la señora con el ceño fruncido—. Dice que está dirigida a una tal A... Apollonia Ramsay...
—Tsk qué nombre tan tonto —se murmuró la pequeña sonriendo.
—Sí, lo es —balbuceó la mujer abriendo la carta—, pero es el nombre de mi nieta.
—Oiga, no puede abrir correo ajeno...
—¿Que no me oíste, niña? —exclamó furiosa— ¡Esta carta es para mi nieta!
—¿Pero por qué tiene esta dirección? —preguntó confundida.
La señora estaba por responder, pero su rostro se tornó pálido en segundos. Miró a la niña frente a ella y volvió a tomarle el rostro en sus manos, cayendo de rosie las mientras lo hacía.
La pequeña vio asustada cómo los ojos de la mujer se llenaban de lágrimas, mientras recorrían su rostro con atención.
—Tú eres ella —murmuró con un hilo de voz—. Eres su hija. Apollonia.
