Hola de nuevo y gracias por adelantado.
Nueva historia y con ella unas cuantas cositas para destacar...
La primera, darle las gracias públicamente a mi Beta Reader personal que le da el visto bueno y luz verdes a las historias y quien tiene el 12% del mérito de esta «criatura». Gracias por estar siempre del otro lado ;)
Segundo, realmente me encanta escribir esta historia y cada una de las criticas que recibí en las anteriores me ayudan a crecer cada día en esto, pero esta vez voy a ser un poco menos tolerante en cuanto a criticas. Quien habló alguna vez conmigo sabe que acepto todo tipo de criticas, siempre y cuando sean con respeto. Así que voy a pedir que aquellos que comenten, y perdón por decirlo de esta manera, con mala leche o mala onda, ponga su nombre de usuario o algo más que un simple "Guest". Porque es simple y fácil escudarse detrás de eso, pero asi como dan su opinión respecto a mi historia, me gustaría darle mi opinión respecto a su comentario. Y también recordarles que antes de dejar sus maliciosos reviews recuerden que no están obligados a leerme, que no voy ordenador por ordenador apuntándolos con el mouse obligandolos a perder tiempo en algunos de mis escritos, ¿Se entiende? El respeto es la base de todo, empecemos por respectar el trabajo ajeno porque lo que a esos usuarios mala leche les tomó cinco minutos comentar de la manera más maliciosa, a los autores les tomó días, incluso semanas crear. Y no es solo por mi, es por el resto de los autores que hacen maravillas con su imaginación pero que tienen que soportar personas que se creen geniales comentado atrocidades detrás de un "Guest" pisoteando el trabajo o el arte, como lo llamo yo, de ese autor.
Tercero, aclarar que yo no autorizo ni presto mis historias para adaptaciones de ningún tipo. Así que agradecería, si ven circular algunas de mis historias con alguna otra ship que no sea Faberry, que me avise por favor. No creo que mis historias sean tan geniales como para tomarlas pero otra vez retorno a la parte del respeto. Y ya lo dije en twitter, es hermoso darle vida a algo, crear una situación, crear algo que sabes que es tuyo, sentir ese orgullo... ¿Por qué tomar algo ajeno y perderse esa experiencia?
Por ultimo, y ya termino con esto porque sino sera más larga la nota de autor que el capitulo en si, agradecer por adelantado a todo aquel que elige leerme una vez más, quien recorre este camino conmigo y quien decide quedarse hasta el final. Muchisimas gracias por el apoyo de siempre y por leer cada cosa que nace de esta cabecita loca y que se plasma en estos escritos.
Gracias.
I.
Día 01. 07:30 am.
Caminar sobre sus tacones de diez centímetros le recordaba constantemente que al final del día tendría que sufrir un terrible dolor de pies, pero al mismo tiempo era un constante recordatorio que esos zapatos formaban parte de su indumentaria elegante y distinguida. La misma con la cual lograba intimar a todos a su paso. Sabía que sin sus faldas tubo, sus trajes sastre y sus zapatos de tacón no irradiaría tanto miedo o respeto como lo hacía cuando no llevaba todo eso encima. Eso sin contar el delineado de ojos que acentuaban más el color avellana de su mirada.
Levantó el mentón con aire soberbio una vez que las puertas del ascensor se abrieron dejando al descubierto el escritorio de su secretaria ‒una chica con rasgos asiáticos y cierto aire entrometido en el rostro‒, mientras que ésta mencionada estaba parada al lado del mueble con una sonrisa que achinaba muchísimo más sus ojos.
–Buenos días, señorita Fabray. Su padre quiere que se una a él en la sala de reuniones antes del almuerzo –le comunicó su secretaria siguiéndole el paso como pudo hasta su oficina. –El señor Puckerman también la está esperando allí y llamó el señor Hunter Clarington para invitarla a cenar.
«Oh, no. Otra vez no.»
Comenzaba a odiar a su padre por llevarla a esa cena benéfica el mes pasado. Odiaba la hora en el cual creyó que al rechazar la invitación por primera vez, las siguientes invitaciones no iban a llegar. Odiaba haber ido a parar con el más coqueto y persistente de los Clarington. Pero por sobre todas las cosas se odiaba a si misma por no plantarse delante del chico y zamparle una buena bofetada, a ver si de esa forma dejaba de insistir tanto en contactar con ella.
–Sigo sin entender que parte de «No ceno con imbéciles arrogantes y narcisistas» no entendió Clarington –soltó con un deje de molestia en la voz. –La próxima vez que vuelva a llamar, toma el recado y luego tíralo a la basura, ¿Ok, Tina?
No le preocupaba para nada quedar como la «Reina del Hielo» o «La soberbia hija de papi», como sabía que la llamaban por lo bajo aquellos a los que ella calificaba, casi con desprecio, como los de la «alta sociedad», renegando a veces ser partícipe de ese mundo tan banal y superficial. La primera vez que escuchó ese sobrenombre Se molestó muchísimo, porque no concebía que un puñado de personas desconocidas para ella lograra hacer alusión a una supuesta frialdad de su parte. ¿Acaso ser reservada era sinónimo de apatía? Con el tiempo comprendió que enojarse por falsos agravios hacia ella no solucionaba nada, así que desde ese momento comenzó a dejar que la gente hablara por hablar.
–Pero, señorita,... –la secretaria enmudeció en cuanto giró la cabeza y la miró seriamente sin otorgarle el derecho a réplica. –Lo que diga, señorita Fabray. Por cierto, ya hice las reservas en TAO Uptown para el almuerzo de este mediodía con los inversores mexicanos. Ordenes de su padre.
–¡Ja! Veo que mi padre aprendió a tratar con empresarios extranjeros –escupió con algo de diversión. –Llevará a los mexicanos a comer comida local y no comida típica de su país como si no conocieran tal cosa. Ya era hora que aprendiera que si vienen a un país ajeno al suyo es porque vienen a hacer negocios y a probar comida del país que visitan y no lo que comen habitualmente en el suyo.
Compartió una sonrisa rápida con su secretaria antes de entrar a su oficina. Dejó su bolso en el escritorio antes de quitarse la chaqueta y arremangarse la camisa hasta la altura de los codos. Le sonrió a la fotografía que descansaba en el estante detrás de ella y se sentó comenzando a teclear en su ordenador que era entera y únicamente para trabajo laboral.
Por fin un momento de paz donde solo serían ella y su trabajo, aunque no fuera muy amante de éste. Estar en su oficina le otorgaba un momento de tranquilidad y de libertad del cual no podía disfrutar durante el resto del día mientras cumplía con su horario en la financiera. Estar en su oficina significaba que podía quitarse sus Christian Dior para darle un respiro a sus pies y no resentirlos tanto. Quizás, con un poco de suerte, al llegar a su casa podría caminar sin tener la sensación de caminar descalza sobre vidrios.
Estaba tan enfocada en su trabajo, gestionando y pasando a limpio algunos recientes préstamos otorgados, realizando llamadas, firmando algunos papeles que requerían su firma y algunas cosas más relacionadas con su oficio, que se asustó –dando un pequeño salto en la silla– cuando el teléfono IP de la oficina comenzó a sonar.
–Señorita, su padre pregunta si tardará mucho en ir hasta la sala de reuniones –habló su secretaria del otro lado de la línea. –También volvió a llamar el señor Clarington insistiendo nuevamente en la invitación a cenar.
Dejó escapar un resoplido mientras apretaba los puños con fuerzas absteniéndose de golpear el escritorio con fuerzas. ¿Cuándo iba a entender Hunter que no quería aceptar su estúpida invitación a cenar simplemente porque conocía las intenciones que tenía para con ella? Le había dejado bien en claro la primera vez que la invitó a cenar que no buscaba una relación, ni siquiera un «polvo de una noche», como seguramente lo catalogaría su mejor amiga. Su vida ya estaba demasiado caótica como para encima agregarle una velada romántica con un idiota arrogante como lo era Hunter Clarington.
–Dile a mi padre que ya subo, Tina –terminó suspirando tecleando en el aparato. –Y con respecto a Hunter, ya sabes que hacer.
Se puso de pie acomodándose las mangas de la camisa antes de volver a colocarse la chaqueta y los zapatos. Antes de salir se miró el espejo de cuerpo entero que tenía en uno de los rincones laterales de la habitación y solo cuando creyó estar presentable, fue cuando abandonó la oficina haciendo sonar, un poco más fuerte de lo habitual, sus zapatos de tacón contra el suelo, sonriendo con arrogancia cuando vio la mirada depravada que el cadete administrativo de la empresa le regaló cuando pasó junto a él.
¿Hubiese estado fuera de lugar si dejaba escapar una carcajada cuando vio, por el rabillo del ojo, al cadete apretar con fuerzas el vaso descartable que tenía en la mano empapándose la camiseta? Si, lo hubiese estado. Aun así, dejó que una sonrisa satisfecha se plasmara en sus labios antes de recordar a Hunter y su insistencia por ir a cenar. Llegó a la sala de reuniones ubicada un piso más arriba, y ni siquiera se molestó en ocultar su mal humor ocasionado por el chico.
Efectivamente, su padre y su amigo barra compañero de trabajo, Noah Puckerman, ya se encontraban en la sala. Apretó la mandíbula con fuerzas y tiró de su chaqueta sastre hacia abajo para que quedara en perfectas condiciones antes de poner un pie dentro de la sala. Odiaba sentirse inferior frente a su padre y Puckerman aunque esto no fuera cierto. Odiaba no poder luchar contra esa estúpida sensación sin cabida y se odiaba así misma porque querer todo el tiempo estar probándole cosas a los demás cuando en realidad sabía que no tenía por qué ser así.
Respiró profundamente tratando de serenarse para tener una charla juiciosa sin necesidad de reclamarle cosas a su padre, pero supo que eso no sería posible cuando su boca fue más rápida que su mente.
–Que sea la última vez que vamos a una cena benéfica y tú me dejas sola hablando con un Clarington, papá –escupió con rabia colocando los brazos en jarra y el entrecejo completamente fruncido. –Ahora el imbécil no deja de llamar invitándome a cenar.
–¿Has aceptado? –preguntó Puckerman con la misma picardía que siempre tenía en su rostro.
–Aparento ser idiota pero no lo soy, Puckerman. Por supuesto que no acepté. ¡No quiero hacerlo! –determinó fulminando con la mirada puesta en su padre que no hizo nada más que levantar una ceja. –Hablo en serio, papá. Ya sé que es el heredero del imperio Clarington y no sé cuántos títulos más ostenta pero así sea el único hombre sobre el planeta, jamás saldría con él.
–Ignóralo, Quinn. En algún momento se cansará –predijo Russell levantándose de su asiento. –¿Está todo listo para el almuerzo con los mexicanos?
–Sí, Tina ya hizo reservaciones en el TAO –se adelantó Puckerman quitando su vista de la ventana por donde estaba mirando hacia el exterior. –Así que será mejor que ya nos fuéramos yendo. No queremos llegar tarde, ¿O sí? Tenemos que llegar una hora antes y cerciorarnos que los contratos están en condiciones. Además, muero de hambre.
–Tú siempre mueres de hambre –comentó Quinn aceptando el brazo que su amigo y compañero de trabajo le ofreció una vez que se alejó de la ventana y se acercó a ella.
Volvió a su oficina por algunos papeles y su portafolios antes de salir nuevamente de la habitación. Con su bolso en uno de sus brazos y con Puckerman en el otro, seguida de cerca por su secretaria, abandonó la financiera rumbo al almuerzo con los demás inversionistas extranjeros. Hubiese elegido ir en su automóvil pero su amigo se negó rotundamente alegando que prefería llegar con vida a la reunión.
¡Ni que condujera tan mal!
–No, en realidad conduces como un corredor de Nascar... o como alguien que quiere participar en la nueva de Fast & Furious –solía decirle Puckerman cada vez que alegaba no ser tan mala detrás del volante.
Después de diez minutos de viaje llegaron al TAO Uptown, a pocas cuadras de Central Park, esperando a los inversionistas que llegaron una hora más tarde. Al ver entrar a esas cinco personas se recubrió con su aura de elegancia e intimidación –dejando de lado el mal humor que sentía– mientras veía que Puckerman a su lado hacía lo mismo. Ellos eran las dos caras más importantes de la empresa, la empresaria financista y el abogado que Russell siempre se llevaba con él cuando tenía que cerrar un trato importantísimo.
–Espero que Hudson esta vez no meta la pata –escupió por lo bajo al ver al chico alto entrar al lugar. –Otro error en la traducción como la última vez y terminaremos viviendo debajo de un puente. ¿Es mucho pedir que esté con sus cinco sentidos puestos solamente en el trabajo?
No tenía nada en contra de Finn Hudson, el traductor de la empresa, pero después del error que había cometido en la última reunión con los inversionistas franceses –en la cual había confundido a ambas partes por un mal entendimiento en su traducción–, estaba a prueba para ella. Tenía al chico relegado a un rincón imaginario del cual lo sacaría cuando volviera a encontrar esa eficacia de la cual hacía gala de ostentación años atrás.
–Para ti es fácil porque no tienes a tu esposa comiéndote los sesos todo el tiempo –susurró Puckerman fingiendo mirar el itinerario. Aunque Quinn pudo ver una sonrisa burlona en sus labios. –Escuché por ahí que la esposa le pidió el divorcio pero que él no quiere dárselo.
– ¿Tú se lo darías sabiendo que es tu única fuente de dinero? –intervino Tina sin poder contenerse. –Dicen que en realidad no es él el adinerado del matrimonio. En realidad, la adinerada es ella y que él solo es el «mantenido» de la relación.
– ¿Se escuchan cuando hablan? Parecen dos viejas chismosas –espetó mirando tanto a Puckerman como a su secretaria. –«Escuche por ahí...», «Dicen...». En ningún momento mencionan una fuente confiable. Ahora dejen de chismorrear y concentrémonos en lo que realmente importa.
Le molestaba esa propagación de rumores infundados que una persona X. ¿Acaso esa persona no tenía vida propia y por eso se encargaba de difundir rumores respecto a los demás? Lo que pasaba entorno a las personas, eran asunto de esas personas. Propagar un rumor falso, a no ser que te dirijas a la fuente y te diga lo contrario, era de una bajeza moral completamente inadmisible. ¿Con qué propósito una persona difunde rumores de otra, así sean ciertos o no?
– ¿Lo que realmente importa dices? ¿Hablas de la morena que entra ahí? –preguntó Puckerman mirando hacia la entrada con una ceja en alto y una sonrisa entre coqueta y arrogante jugando en sus labios. Sacudió la cabeza concentrándose en lo que decía su amigo por lo que terminó mirando ella también hacia la entrada del restaurante. – ¿Lleva patines?
–No lo sé, ni me interesa –escupió levantándose de su asiento. –Necesito ir al baño... Y no, Tina, no necesito que vengas conmigo. Hasta el momento puedo orinar o lavarme las manos yo sola. Gracias.
Si algo faltaba para que su estado de mal humor regresara muchísimo más potente que antes era que su secretaria quisiera seguirla incluso hasta el baño. Demasiada persecución ya tenía con Hunter Clarington y su odiosa invitación a cenar que jamás aceptaría. ¿Acaso algún día llegaría a entender que no quería saber nada con él? ¿Porque tanta insistencia?
O no tenía dignidad, o le gustaba demasiado ser rechazado.
Creía haber dejado en claro en todo su entorno, y la sociedad a la que pertenecía, que ella rara vez aceptaba invitaciones a cenar, invitaciones a almorzar, salidas fuera del entorno laboral o insinuaciones de ese tipo. Básicamente toda su vida se resumía a casa-trabajo y viceversa, y hasta el momento la mayoría parecía haber entendido, ¿Por qué Hunter Clarington no lograba entender eso?
– ¡Cuidado! –gritó alguien sacándola de sus pensamientos antes de sentir un cuerpo impactando en el suyo.
Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando sintió una mano tomando la de ella evitando que cayera al suelo. ¡Lo último que le faltaba! Estar tirada en el suelo antes de una reunión importante, ¿Y todo por culpa de quién? De una morena en patines. Si no se equivocaba, era la misma morena que Puckerman había visto en la entrada. Se acomodó la falda y la chaqueta con toda la entereza, dignidad y molestia que le fue posible reunir antes de mirar a la chica frente a ella con el entrecejo fruncido.
– ¿Acaso no ves por dónde caminas? –le espetó con hostilidad mirándola de pies a cabeza. Obviamente la joven no tenía nada que ver con ella. Sus pantalones de jeans rasgados, sus pulseras en colores flúor, la blusa dos talles más grande y la chaqueta negra de cuero, así lo evidenciaban. No, definitivamente no tenía nada que ver con ella. – ¿No me viste venir?
Vio la mirada de la joven frente a ella mirándola de arriba a abajo también. Incluso llegó a sentir la rabia apoderándose de ella cuando la chica se mordió el labio levantando una ceja como si no encontrara nada espectacular para admirar o destacar. Ella era una mujer elegante, destacada y sofisticada, ¿Por qué esa idiota la miraba como si fuera una más del montón?
–La verdad es que no. Si supiera que iba a cruzarme con una frígida arrogante con usted, lo hubiera evitado –le respondió la chica mirándola a los ojos a través de su flequillo recto. El océano marrón de sus ojos la atravesó completamente pero ella lo ignoró. –Ahora si me disculpa, Su Majestad... –escupió la morena con rabia mirándola de arriba abajo una vez más. –Debo retirarme así no perturbo o estorbo más su camino de pétalos de rosas o su alfombra roja.
– ¿Quién te dio derecho a hablarme así? ¡Ni siquiera te conozco!
–Yo a usted tampoco la conozco... y, créame, no tengo intenciones de hacerlo –afirmó la morena pasando por al lado de ella pero sin quitarle la mirada de encima como si la desafiara a decir algo.
–Maldi... ¡Argggg! –se enervó cuando la morena descortés la dejó con la palabra en la boca.
¡Lo que le faltaba! Que una enana idiota sin clase y maleducada la desafiara. ¡Después de que prácticamente la había chocado! ¡Encima osaba llamarla «frígida»! ¿Frígida? ¿A ella? ¡Maldita sea ese gnomo en patines! Ahora no solo estaba de mal humor. Realmente estaba furiosa. No había quitado su mirada de la puerta por la cual la morena atrevida había salido, cuando sintió el cuerpo de Puckerman parándose a su lado izquierdo. Segundos después sintió también el de su secretaria, Tina, realizando la misma acción.
–Lindo encontronazo –ironizó Puckerman cruzado de brazos mirando al mismo lugar que su amiga y colega: la puerta del restaurante por el cual la morena se perdió. – ¿Es tan linda de cerca como lo es de lejos?
–No es para nada linda. Es un horripilante monstruo en patines ‒escupió alejándose de su secretaria y su amigo. – ¡Y ni siquiera llega al metro sesenta!
Día 2. 07:30 am.
Recién estaba a mitad de semana y ya comenzaba a sentir el peso del cansancio semanal. O quizás eran los zapatos Prada que llevaba puestos ese día. Los mismos que se convertían en un arma letal cuando se encontraban con escaleras que tenía bajar. Una de las opciones podría haber sido quitarse los zapatos y bajar los escalones descalza, pero si hacia eso rompería con su esquema de empresaria sofisticada.
–Buenos días, mi niña Quinn. El desayuno ya está listo y sus padres están esperándola para desayunar con usted –le comunicó Julia, el ama de llaves, que la esperaba al final de las escaleras con esa sonrisa fraternal que siempre le dedicaba a pesar de los años transcurridos. – ¿Quiere que llame a la niña?
–Primero, ¿Cuantas veces te he dicho que puedes tutearme, Julia? Así que hazlo, ¿Ok? Segundo, ¿La «niña» no ha bajado a desayunar? –preguntó con un deje contrariedad en la voz y en sus dedos dibujando comillas imaginarias. Ni siquiera terminó de bajar los tres escalones que le faltaban de la escalera principal cuando se dio vuelta en el lugar y comenzó a ascender nuevamente. –No te preocupes, Julia. Ya me ocupo yo de ella. Tú ve con mis padres y diles que empiecen a desayunar. Yo me uno a ellos en unos minutos, ¿Está bien?
–Como ordene, mi niña.
Escuchó las palabras de su ama de llaves y sonrió a pesar de la molestia que iba instalándose en su interior. Su ama de llaves jamás iba a tutearla y ella lo sabía. Caminó por el largo pasillo que daba a las habitaciones abriendo y cerrando los puños tratando de serenarse antes de entrar a la habitación que estaba pegada a la suya. Ni siquiera se molestó en golpear o en hacer gala de su educación, así que entró directamente encontrándose con un revoltijo de almohadas y edredones tirados por el suelo y la cama. Respiró profundamente para aplacar su molestia antes de caminar hasta la cama y despertar a la joven de cabellos rubios que dormía boca abajo babeando las sábanas.
–Beth, despierta –ordenó sin recibir respuesta. –Beth, hablo en serio. Despiértate –escuchó un «Déjame en paz» amortiguado por una de las almohadas. Cosa que la hizo exasperarse muchísimo más. –¡Bethany Puckerman! ¡Hablo en serio! ¡Levántate!
–Ay, ya. ¿Quién necesita despertador cuando tú gritas así? –rezongó la pequeña por lo bajo sentándose en la cama con el pelo revuelto. – ¿Qué quieres, mamá?
Odiaba cuando le hablaba en ese tono tan mandón y rebelde, como si ella fuera una más de sus amigas y no su madre. Odiaba ponerse a su altura siguiéndole la corriente hasta el punto de iniciar una discusión donde ambas se decían cosas hirientes. Odiaba no saber cómo tratar con una adolescente de catorce años y salir ilesa de eso. Pero por encima de todo, odiaba no ser una buena madre para su hija.
–No me hables en ese tono, Bethany –espetó apuntando con un dedo a la pequeña que se tapó el rostro con una almohada. –Ya es hora del desayuno y he venido a buscarte, ¿Acaso está mal que quiera desayunar con mi hija?
–No, lo que está mal es que quieras comprar a tu hija con un desayuno –replicó la pequeña mirándola con sus ojos azules herencia de su abuela. – ¿O no me vas a negar que quieres que olvide con ese desayuno que Shelby se va?
–Tu niñera necesita vacaciones, Beth. Se las merece. Además no se va para siempre, solo son tres meses.
¿Tan difícil era de entender que una niñera que trabajaba 24/7 al mes necesitaba descanso? Se las merecía. Shelby había estado prácticamente desde el nacimiento de Beth junto a ella y jamás se había separado desde entonces. Era hora de que la mujer comenzara a despegarse un poco, después de todo ella también tenía una familia propia. Beth todavía no entendía que el mundo de Shelby no giraba a su alrededor a pesar de que ésta se lo hiciera sentir de esa forma, y ya era hora de que comenzara a entenderlo.
Había malacostumbrado a su hija a que se creyera el centro de todos los universos, y no quería eso. No quería que Beth se convirtiera en una más de esos elitistas vanidosos, superficiales y engreídos de los cuales ella renegaba tanto. No quería que su pequeña bebé se convirtiera en un monstruo arrogante o, en el peor de los casos, en una copia barata de Hunter Clarington.
«¡No, eso no!»
–Sí, lo que digas –ironizó la pequeña levantando una ceja. – ¿Planeas quedarte mucho tiempo aquí? Necesito ducharme y para ducharme, necesito desnudarme. No lo haré delante de mi madre.
–No tienes nada que yo no tenga –observó con la misma ceja en alto que su hija. –La dejare para que pueda ducharse,... princesa. La veré en el desayuno dentro de quince minutos.
–¡Con ese tiempo no me lavo ni siquiera una pierna! –escuchó que gritaba su hija desde adentro de la habitación.
Sabía que en algún momento ese día llegaría, pero jamás pensó que su pequeña bebé rubia de tres kilos ochocientos gramos nacida un 8 de junio de 2010 iba a crecer catorce años en un abrir y cerrar de ojos. A menudo se preguntaba en que momento el tiempo había pasado tan rápido, cuando fue que pasó de escuchar un «Hola, mami» a «¿Qué quieres, mamá? ¡Sal de mi habitación!». No estaba preparada para lidiar con una niña de catorce años en plena adolescencia, y era tras ese encuentro en la habitación de su hija que se replanteaba pedirle a Shelby, la niñera, que se quedara. Estaba dispuesta a pagarle el doble si la ayudaba a tratar con su hija.
O por lo menos que la ayudase a aprender a entenderla.
Pero el recuerdo de la mujer pidiéndole unos días para pasar tiempo con su familia acudió a su mente y borró ese deseo. Shelby merecía esas vacaciones y ella no iba a arrebatárselas. Ni ella, ni Beth. Tendrían que aprender a convivir juntas, a conocerse y a entenderse aunque eso sonase a una gran proeza destinada al fracaso desde el minuto uno.
Deberían aprender juntas, y lo harían. Le guste o no a la pequeña.
– ¿Problemas con el demonio? –preguntó Russel sin quitar la vista del periódico que estaba leyendo. –No sé porque reniegas tanto de la actitud de Beth o te molesta su personalidad. ¿Qué esperabas al mezclar tu ADN con un Puckerman? ¿Una niña obediente y sumisa, Quinn? Te hacía más inteligente.
–Y a ti te hacía más compresivo, Russel –intervino Judy, la madre, mirando a su esposo. Se giró hacia su hija y le tomó de la mano por encima de la mesa. –Siéntate a desayunar y respira un poco, Quinnie. Estas perdiendo la cabeza por algo sin importancia. Nadie nace siendo madre, vas aprendiendo por el camino. Confía en mí.
¿Aprendiendo? ¿Y cuando uno terminaba de aprender y se graduaba de madre? Porque ella sentía que estaba empeñándose muchísimo en pasar de año pero al parecer se había quedado estancada en los primeros años de aprendizaje. Se sentía en la etapa de «Madre neófita» y quería, por lo menos, avanzar hasta la etapa de «Madre a prueba». ¿Era mucho pedir? Suspiró por lo bajo y decidió compartir con sus padres lo que rondaba por su cabeza. A lo mejor ellos podrían ayudarla, o guiarla un poco.
Solo un poco.
–Tengo miedo de equivocarme al darle las vacaciones a Shelby. Se las merece pero... Beth va a comerme viva y yo a ella –susurró con una mueca infantil en su rostro, para diversión de sus padres que intercambiaron una mirada cómplice. – ¿Creen que hago lo correcto dejando que se vaya?
–Shelby necesita sus vacaciones, Quinn, y tú debes reencontrarte con tu hija –dictaminó Judy mirándola seriamente. –Deja que esa paciente mujer se tome un tiempo para ella y tomate tú un tiempo para pasarlo con Beth.
–Lo haría... si no me explotaran tanto en la empresa –soltó mirando significativamente a su padre que sonrió de lado pero sin dejar de mirar el periódico. –Hablo en serio, papá. Me gusta mi vida de casa-trabajo, pero llega un momento en el cual yo misma me aburro de eso.
–Tienes treinta años, puedes hacer lo que quieras –señaló Russell sin inmutarse mientras pasaba la página del periódico. –Y si tu preocupación es que, al no estar Shelby, vayas a matarte con Beth, entonces busca una niñera de reemplazo que te ayude durante estos tres meses.
No había pensado en eso. Parecía una buena solución y una nueva oportunidad de empezar de cero con su hija. Si contrataba a alguien nuevo, aprendería junto con la niñera sustituta a conocer a Beth o, en su caso, a reencontrarse con la pequeña. El problema estaba en no saber de qué forma iba a tomarse la noticia su hija. Debía ir con cuidado de no hacerle creer, erróneamente, que quería cambiar a Shelby por una desconocida.
Se levantó momentáneamente de la mesa para llamar a su secretaria. Le pidió que pusiera el aviso de la búsqueda de una niñera temporal en la página de la empresa y rogó internamente porque todo saliera según lo planeado. De lo contrario, tendría que aprender ella sola a tratar con una adolescente de catorce años completamente rebelde.
–Estuve hablando con tus abuelos y se nos ocurrió una idea –comentó como si nada una vez que volvió a la mesa y se encontró con su hija desayunando. –Por cierto, te dije quince minutos, no cuarenta, Bethany.
– ¿Me contaras la brillante idea? –replicó Beth mirándola por encima de la taza que tenía en la mano ignorando el reclamo.
–Dado que Shelby va a tomarse unas merecidas vacaciones, pensamos que lo mejor es que contratemos a una niñera sustituta. Solo por el periodo de tres meses.
No iba a admitirlo jamás –bajo ninguna circunstancia, ni siquiera bajo amenazas– pero cuando su hija no emitía palabra alguna después de comunicarle una noticia de ese tipo, sentía un terrible escalofrío recorrer su columna vertebral acompañado de un sudor frío. Ella jamás tenía miedo de nada. De nada que no tuviera cabellos rubios, ojos azules y una sonrisa traviesa, arrogante y coqueta en sus labios. Tampoco admitiría que Beth era su debilidad. De hecho, las decisiones importantes las consultaba con la adolescente, pero siempre de una manera que la pequeña no fuera a darse cuenta que lo hacía para que no supiera el poder que tenía sobre ella.
Durante varios minutos ninguna de las dos emitió sonido alguno ni quitó su mirada de los ojos de la otra. Verde y azul tratando de leer en las profundidades, tratando de encontrar un punto débil o una grieta por la cual colarse y hacer ceder a la persona que tenían enfrente. Una lucha entre madre e hija a través de miradas en la donde cualquiera de las dos podía salir vencedora. O perdedora. Algunas veces hasta terminaba en empate, pero eso sucedía cuando Russel, Judy o Shelby intervenían.
–Ok –terminó respondiendo Beth ocultando una sonrisa traviesa detrás de su taza. –Como quieras, mamá.
Entrecerró los ojos poco convencida de la respuesta de su hija. Podía no pasar mucho tiempo con la pequeña, podía incluso tener una mala relación con ella, pero a esa sonrisa traviesa marca Puckerman escondida detrás de la taza la conocía muy bien. La leía muy bien y sabía lo que significa. Era una pequeña señal de que una posible guerra se acercaba entre ambas. Sabía muy bien que la decisión final era suya, sí, pero por nada del mundo podía esperar un poco de cooperación por parte de su hija o un poco de apoyo.
–Pero yo elegiré a la persona que pasará tres meses conmigo. De otra forma no aceptaré a nadie... Y no, no es negociable. ¿Tenemos un trato?
Ahí estaba. Lo sabía, lo presentía. Que Beth eligiera a la niñera sustituta no la tranquilizaba en lo más mínimo, pero al menos una parte de ella se alegraba de haberle ganado una nueva batalla a su hija, aunque en su interior sabía que no tendría tiempo ni para regodearse de eso. Dejó escapar un resoplido por lo bajo sintiéndose, de cierto modo, perdedora de antemano. Frunció el entrecejo –acentuando más la sonrisa traviesa de su hija– antes de responder:
–Tenemos un trato.
Día 04. 09:50 am.
Durante los siguientes dos días no había tenido éxito alguno en cuanto a la búsqueda de niñera para su hija. Se habían presentado unas diez mujeres –grandes curriculums, con referencias, todo– pero ninguna se había llevado la aprobación de Beth y en su lugar lo único que obtuvieron a cambio fue el típico y desalentador «Cualquier cosa te llamaremos». Beth parecía estar empeñada en no aceptar a ninguna de las niñeras que a ella le parecía que iban a ser adecuadas para el puesto de trabajo, y ni siquiera Puckerman había logrado que la pequeña eligiera a una de todas de las que se presentaron desde que Tina había subido el anuncio a Internet.
–Wow... necesitas un descanso. Pareces agotada, Quinn –escuchó que decía Puckerman entrando a su oficina sin tocar. Costumbre en él que aún no podía borrar, o por lo menos quitar. –Llamó Sam. Beth acaba de salir de la escuela y la está trayendo para acá. ¿Muchas postulantes el dia de hoy?
–Cuatro –respondió sin quitar la vista del ordenador mientras tecleaba en el teclado. –Marley Rose, Mercedes Jones, Sugar Motta y Kitty Wilde. ¿Conoces a alguna? Porque el nombre de Sugar me suena pero no sé de do...
–Es la esposa de Finn –interrumpió Puckerman sentándose en el sofá que había en la oficina con un vaso de whisky en la mano mientras aflojaba el nudo de su corbata. –Quizás no necesita el dinero del trabajo pero si la experiencia. Debe estar cansada de estar en su casa todo el día. Quiere salir a jugar con chicos que compartan su mismo nivel de inocencia.
«¿Inocencia?» pensó con algo de ironía.
Ahora que Puckerman lo había mencionado, lograba recordar a la joven castaña. Se habían visto dos o tres veces en alguna reunión, cena o fiesta relacionada con la financiera, pero no más que eso. Al igual que con Finn, no tenía nada en contra de la chica pero tampoco lograba destacar algo como para recordarla debido a eso. No conocía su edad pero su aspecto físico no superaba los veinticinco años, aunque su mente y su forma de hablar aniñada hicieran pensar al resto que tenía menos de edad de la que aparentaba.
– ¿Tendrá beneficios por ser una conocida? –preguntó Puckerman dándole un trago al vaso de whisky. – ¿Planeas contratarla?
–Su curriculum está en blanco, aún es virgen. No tiene referencias ni experiencia –señaló mostrándole el papel a Puckerman que escondió una sonrisa traviesa detrás del vaso. La misma que Beth había heredado. –Parece buena chica, lo digo en serio, pero si la contrato simplemente por ser una «conocida», tú y yo terminaremos sufriendo las consecuencias.
– ¿De qué hablas?
–De tu cuenta bancaria y la mía. Necesitamos una niñera que le ponga los pies sobre la tierra a Beth, como lo hace Shelby. No una que desde el primer día la lleve a un shopping –afirmó sin siquiera sonreír. Todo lo contrario a su compañero que dejó escapar una carcajada. –No es por ser mala pero creo que ya tengo a mi descartada número uno.
– ¿Y por qué no le propones a Santana que sea la niñera? –sugirió Puckerman abriendo los ojos sorprendido cuando la rubia frente a él dejó escapar una carcajada.
Fue una risa sincera, de esas que se escapan tras haber escuchado algo divertido pero a la vez imposible. ¿Santana? ¡¿SANTANA?! Solo Dios sabía cuánto amaba a su mejor amiga, así como también solo Dios sabía cuán adecuada era la chica para ese empleo. Santana no tenía instinto maternal ni siquiera para el hámster que se había comprado cuando se fue a vivir sola por primera vez, y eso que había dicho, en cuanto vio al roedor, que había sentido lo más parecido y cercano al «verdadero amor». Un mes después el animal murió y Santana no volvió a tener mascota desde entonces. Ni siquiera lloró por su «amor verdadero».
– ¿Santana y Beth compartiendo tiempo y espacio? Suerte con eso –se burló volviendo la vista al ordenador antes de comenzar a firmar unos papeles. –Tu hija ya de por sí es rebelde e impertinente, Puckerman. No necesito que además de esas dos... «virtudes», se le sumen el sarcasmo y desfachatez de Santana. Suficiente con que haya heredado esa sonrisa traviesa de tu parte.
–Algún día muchos agradecerán esa sonrisa heredada. Ya verás –predijo Puckerman con arrogancia. –Aunque todavía no quiero pensar en mi bebe teniendo citas. Si lo hago, terminaré yendo a comprarme una AK-47.
–Noticia de última hora, Puckerman. Tu «bebé» ya tiene catorce años, así que no te sorprendas si un día de estos nos presenta a algún noviecito.
Sabía que ese tipo de comentario no le iba a gustar a su amigo. Sabía que cada vez que salía a la luz la mención del crecimiento inminente de Beth, Puckerman arrugaba la cara como si escuchar tal cosa le causara dolor. De hecho, se sorprendía de que el joven no adoptara la típica actitud infantil de taparse las orejas como lo hacía su hija cuando escuchaba algo que no le gustaba. Sabía que por mucho que se burlara de su amigo, una parte de ella también esperaba que ese fatídico momento jamás llegara. Ya tenía problemas viendo como su pequeña crecía sin poder detener tal cosa. No quería agregarle más a eso.
–Señorita Quinn, acaba de llegar la última postulante para el puesto de niñeras, ¿Quiere que las haga pasar de a una? –preguntó Tina, la secretaria, a través del teléfono de la oficina. Respondió afirmativamente antes de llevarse los dedos al puente de la nariz rogando encontrar, por fin, a la persona adecuada para el puesto. –Por cierto, el señor Evans acaba de subir con la niña Beth, ¿La hago pasar a ella también?
–Por supuesto, Tina. Es mi hija –le recordó con algo de impaciencia en la voz. –Luego espera a mi llamado para hacer pasar a la primera postulante. Gracias.
Creyó que agradecer a su secretaria sería mejor que apercibirla por la espontanea deficiencia al olvidar que Beth era la única que tenía acceso directo en todo momento a su oficina. A lo mejor de esa forma se evitaba una bronca con la chica asiática y una escupida en su café a la mañana siguiente.
Intercambió una mirada con Puckerman antes de que éste fuera abrazado por su hija. Bajó la mirada y fingió teclear solo para ocultar la sonrisa tierna que apareció en sus labios. La misma que siempre tenía reservada para esas dos personas importantes para ella. Puckerman no era solamente un compañero de trabajo. Era un amigo, el padre de su hija, una vía de escape cuando todo a su alrededor la sobrepasaba. Alguien con quien tomarse una copa y hablar hasta el amanecer sin estar pendiente del tiempo. Y Beth... Bueno, lo de Beth se resumía simplemente a que era el amor de su vida.
Si ocultaba la sonrisa cada vez que veía a Puckerman y a su hija juntos, se debía a que no quería que ambos se dieran cuenta de eso. Regalarles una sonrisa cuando estaban juntos equivalía a darles pase libre a cometer locuras. Porque no importaba cuan mayor fuera Puckerman o que fuera un respetado abogado de Nueva York, cuando estaba con Beth era un niño más. Entonces ella pasaba de tener una hija a tener dos hijos.
–¿Te quedas a la entrevista de la niñera, papá? –preguntó Beth acercándose hacia donde estaba su madre. Esperó el asentimiento de cabeza por parte de Puckerman antes de besar a Quinn que volvió a ocultar una sonrisa. –Hola, mamá. ¿Crees que hoy será fácil o será como el resto de los días anteriores?
–Eso depende de ti –respondió girándose para mirar a su hija que sonrió restándole importancia al asunto. Tomó una de las manos de la pequeña, solo para mantener algún tipo de contacto, y con su mano libre tecleó en el teléfono IP. –Tina, haz pasar a la primera postulante, por favor.
Una vez que su hija se sentó a su lado, intercambiaron una mirada cómplice –una de las pocas que compartían–. Se recubrió con esa mascara intimidatoria en cuanto escuchó la puerta de su oficina abrirse. Una joven de cabello castaño y ojos azules hizo acto de presencia en la habitación y no hizo falta mirar hacia donde estaba sentado Puckerman para saber que el chico le estaba haciendo un repaso de arriba a abajo con esa mirada inquisitiva y seductora.
–Buenos días, señorita Rose –saludó levantando momentáneamente la vista antes de volver a perderla en el curriculum de la joven que estaba entrevistando. –Esto es fácil, simplemente le hare algunas preguntas y nada más, ¿Estamos de acuerdo? –el asentimiento de cabeza casi tímido la hizo sonreír para sus adentros. La postulante frente a ella estaba nerviosa y temerosa. Su papel de financista perra ya había hecho su efecto. –Bien. Nombre: Marley Rose, ¿Correcto?
–Corr... Correcto –balbuceó la castaña asintiendo con la cabeza.
–Bien. Edad: veintiséis años. Vive en Harlem. Soltera, sin hijos. Ok, hasta aquí todo perfecto –afirmó alternando su mirada entre el curriculum en sus manos y la joven parada del otro lado del escritorio. –Todos los estudios cursados. Habla francés, italiano y un poco de español. Trabajo para los...
– ¿Te gustan los videojuegos? –interrumpió Beth mirando ella también a Marley. Vio como la joven fruncía el entrecejo como si estuviese manteniendo algún tipo de dilema interno por culpa de esa pregunta. –No hay mucho que pensar. Te gustan o no.
– ¡Beth! –exclamó regañando a su hija que simplemente levantó una mano sin quitar la vista de quien podría llegar a ser su niñera. –Lo siento, señorita Rose. Mi hija a veces olvida lo que es tener respeto y modales.
–No se preocupe –murmuró Marley con una sonrisa en los labios. –Y con respecto a lo que pregunto la niña, lo siento pero no. No me gustan, prefiero un buen libro que alimente mi intelecto.
Esa respuesta le valió a la postulante un punto más que al resto. Siempre había pensado que si se tenía un buen libro en las manos, nada más valía la pena. Había estado muchísimo tiempo tratando de inculcarle ese pensamiento a Beth pero la pequeña parecía estar más de acuerdo con su padre que pensaba que los videojuegos eran mejores. Aún seguía preguntándose cómo fue que Puckerman llegó a ser un prestigioso abogado con ese pensamiento en mente, y siempre se respondía a si misma: «Sorpresas de la vida».
Estuvo haciéndole unas cuantas preguntas más a la postulante hasta que sintió como la mano de su hija apretaba su rodilla. Esa era la señal para saber que la chica no había sido elegida por Beth, y lo peor de todo es que ella no podía acotar nada por el trato que había hecho con su hija. Aun así dejó el curriculum de la joven en la lista de «Posibles».
–Tina, haz pasar a la que sigue –ordenó cuando Marley abandonó la oficina tras haber escuchado el típico «Te estaremos llamando».
Mercedes Jones, una joven de color con rizos en su cabello marrón y ojos del mismo tono, corrió con la misma suerte que Marley Rose. No llegó a saber por qué razón la descartó Beth pero supuso que era porque ella tampoco jugaba a los videojuegos. El destino laboral de Sugar ya estaba predicho desde el principio así que su entrevista de trabajo fue más bien una charla entre conocidos con Puckerman que otra cosa. Por último, llegó Kitty Wilde, una rubia de ojos verdes que le hizo fruncir el entrecejo no por nada en especial, sino por su vestimenta. Más precisamente por la chaqueta de cuero que llevaba puesta ese día, y quizás solo era una mera coincidencia pero esa prenda de vestir ya la había visto antes. El problema estaba en recordar dónde.
Le hizo casi las mismas preguntas que les había hecho a las postulantes anteriores y pensó que por fin había encontrado a la niñera adecuada al no sentir el apretón en su rodilla por parte de su hija. «Demasiado bueno para ser real», pensó al sentir la señal antes de comunicarle a la señorita Wilde que había sido elegida para el puesto, aunque ella no estuviera demasiado de acuerdo o no lo creyera adecuada. En su opinión era un poco joven para el puesto y no parecía poseer tanta autoridad como lo deseaba. Eso, además de la mirada de pies a cabeza que le obsequió Puckerman. Una señal que le indicó que posiblemente esa chica sería la nueva víctima sexual del abogado. No quería mezclar lo personal con lo profesional así que se sintió aliviada al sentir el apretón en su rodilla por parte de su hija.
–Muchas gracias por presentarse, señorita Wilde. La estaremos llamando en caso de que haya conseguido el puesto –afirmó con una sonrisa diplomática en los labios. Esperó a que la joven rubia desaparecía de la oficina para agregar: –Ok, creo que aquí finaliza otra búsqueda más destinada al fracaso. ¿Por qué no elegiste a ninguna de ellas, Beth? A mí me gustó la primera, Marley Rose. Era joven, sí, pero tenía preparación académica y un profesorado de historia.
–No me gustaron ninguna y ya está, mamá. El lunes seguiremos con la búsqueda. Ya, no te pongas tan intensa –pidió con una mueca en el rostro alejándose de su madre. – ¿Podemos olvidarnos de todo esto e ir a comer? Muero de hambre.
–Estoy con Beth –declaró Puckerman poniéndose de pie antes de acomodarse la corbata. –Vamos a comer, Quinn. Más tarde tenemos una reunión y sabes que no pienso con claridad cuando tengo el estómago vacío.
Se rindió a la petición porque, aunque no lo admitiese, ella también se moría de hambre. Tomó su bolso antes de seguir los pasos de Puckerman y su hija que ya la estaban esperando afuera, y otra vez miró al suelo para ocultar la sonrisa cuando vio a su amigo arrodillado delante de Beth para que ésta pudiera colocarle la corbata correctamente. Un momento padre e hija inolvidable que la llevó a desear tener una cámara fotográfica en las manos para inmortalizar ese momento.
– ¡Con usted quería hablar! –escuchó que gritaron a sus espaldas mientras ella cerraba la puerta de su oficina. Se detuvo en seco cuando creyó que esa voz no era la primera vez que la escuchaba y se dio vuelta lentamente –una vez que cerró la puerta– encontrándose de lleno con unos ojos marrones cubiertos por un flequillo recto. Pero ni siquiera ese detalle logró tapar la furia que esa mirada chocolate lanzaba. – ¡Oh, por dios! ¡Tenía que ser usted! ¿Quién más sino?
Ella no era ordinaria o vulgar, de lo contrario si fuera así hubiese empezado a maldecir a diestra y siniestra. No podía ser posible que frente a ella se encontrara la morena maleducada con la que tuvo la desgracia de chocar, literalmente, en el TAO Uptown. La misma morena maleducada que la llamó «frígida arrogante» y «Su Majestad». La misma morena maleducada que la desafió en silencio a decirle algo mientras se iba.
Definitivamente ese día no podía ir peor.
Respiró profundo para serenarse viendo como la morena escupía palabras por palabras sin siquiera tomarse un tiempo para respirar o tragar saliva. No entendía nada de lo que pasaba o porque la joven la estaba atacando. Hasta donde ella sabía, no le había hecho nada, absolutamente nada. A no ser que la morena grosera y sin clase la hubiese seguido todos esos días para reclamarle sobre el choque en el restaurante.
–Veo que es maleducada por naturaleza, sin importar el lugar –replicó adoptando su mejor pose de financista intimidante. Quizás de esa forma le pondría fin al parloteo de la morena. –No sé qué es lo que hace aquí, señorita, pero si no se va ahora mismo llamaré a seguridad.
–Uy, sí. «Llamare a seguridad» –se burló la morena frente a ella mientras trataba de entender la razón del ataque. –Llame a seguridad, a la CIA, al FBI, a la DEA, a Atención al Cliente... Llame a quien quiera porque le bajaré sus perfectos dientes blancos y quiero que todo el mundo lo vea con sus propios ojos. ¿Por qué no le dio el empleo a mi amiga? ¡Ella está perfectamente capacitada para el puesto! ¡Y necesita el trabajo!
O sea que ahí estaba el meollo de la cuestión. La morena bajita sin clase ni educación estaba que echaba chispas porque no había contratado a su amiga. ¡Su amiga! ¡Su...! ¿Cuál de todas las que se presentaron para el puesto era su amiga? ¡No conocía a la amiga! Entonces, ¿Por qué le echaba la bronca por no contratarla? ¿Porque hacía tanto escándalo? ¡Había quedado claro no conocía a la amiga, ¿No?! Y lo peor de todo era que con sus gritos de cabra loca estaba llamando la atención de todos. Bueno, quizás no de todos pero si la del cadete administrativo que siempre babeaba por ella, también la atención de Tina, Puckerman y Beth que extrañamente tenía una sonrisa en los labios.
–Usted no solo es una estirada frígida que le gusta chocar con las personas y ni siquiera pedirles disculpas, sino que además le gusta jugar con la ilusión de los demás. Mi amiga necesitaba esta oportunidad de trabajo y usted no dudó ni siquiera un poco a la hora de decirle el estúpido «Te llamaremos». Claro, lo dijo con tanta liviandad porque usted jamás tuvo que escuchar esas palabras ni saber lo desalentadoras que son.
Apretó los puños con fuerzas. Esa morena estúpida realmente lograba sacarla de quicio, lo peor de todo es que ni siquiera tenía la autoridad o el derecho de hacer eso porque prácticamente no la conocía de nada, solo de ese maldito encuentro en el TAO Uptown. ¡Mierda! Ya estaba maldiciendo e insultando, algo que no iba según lo pautado en su educación.
Esa morena definitivamente sacaba lo peor de ella.
Vio a una rubia de ojos verdes acercarse a la chica tomándola de la mano mientras le hablaba en el oído. ¿Con que ella era su amiga? Ahora por fin sabía a qué se debía todo ese escándalo. Si hubiese contratado a Kitty Wilde como la niñera temporal de Beth, nada de eso estaría pasando. Al parecer, la rubia de ojos verdes trataba de tranquilizarla –o por lo menos ponerle un alto a todo eso– pero la morena no parecía estar de acuerdo. Por un momento creyó que a lo mejor se trataba de alguna hippie activista por los derechos humanos. Luego la miró de arriba abajo y supo que eso no era posible. Lo de hippie a lo mejor sí, lo de activista luchadora de derechos por supuesto que no.
– ¿Cómo te llamas? –intervino Beth dirigiéndose a la morena.
–Berry. Rachel Berry –respondió la chica algo confusa por la sonrisa que tenía la pequeña en sus labios. – ¿Por qué?
– ¿Cómo qué «por qué»? Es claro, para poder denunciarla –se adelantó Quinn mirando despectivamente a la morena frente a ella.
–No se meta. Estoy hablando con la dueña del circo, no con el monito come plátanos –replicó Berry recibiendo como respuesta una carcajada por parte de la niña rubia de ojos azules. – ¿Te gusto el chiste, pequeña?
–Quiero que seas mi niñera –fue la respuesta de Beth sorprendiendo a todos. Sobre todo a su madre y a la morena que respondía al nombre de Rachel. –Por tu amiga no te preocupes. Papá necesita una secretaria así que eso ya está cubierto, ¿Verdad, papi? –Puckerman, ignorando la mirada fulminante que le lanzó Quinn, terminó asintiendo haciendo sonreír más a su hija. – ¿Ves? Matamos dos pájaros de un tiro. Mami, ¿Qué piensas?
¿Qué pensaba? ¡Estaba claro lo que pensaba! Su hija, su propia hija, la estaba traicionando al pretender meter a ese monstruo de metro y medio en sus vidas. A esa morena sin educación, sin clase, rebelde, maleducada, soberbia y muchísimas cosas más que no sabía cómo definir pero que obviamente ninguna era cosas positivas.
Esa morena no iba a poner un pie en su casa, claro que no. ¡Sobre su cadáver!
–No olvides el trato –le recordó Beth sacándola de sus pensamientos y haciendo tambalear sus convicciones. –No puedes romper tu palabra ahora, porque entonces todo lo que me enseñaste del honor en una promesa se convertirá en una cortina de humo.
Odiaba cuando su hija aplicaba ese juego en su mente. La pequeña sabía lo importante que era para ella mantener una promesa, cumplir un trato, tener honor ante todo y jugaba con eso. La estaba poniendo entre la espada y pared. Si aceptaba a la morena, su vida se convertiría en un caos, si no la aceptaba sería un caos igual porque su hija se encargaría de recordarle una y otra vez su deshonor a la hora de cumplir un trato.
«Caos por caos…» pensó completamente rendida y apretando los puños.
Se acercó a la morena con esa expresión impertérrita en su rostro, con su mirada más gélida y con todo el orgullo, y la soberbia que le fue posible juntar, miró a la chica de arriba abajo mientras que ésta parecía no tenerle ni un poco de miedo a ella ni a su expresión. Es más, ni siquiera parecía estar intimidada y eso le molestaba muchísimo más.
–Tina, prepara los contratos para las nuevas empleadas –ordenó sin despegar sus ojos avellanas de los marrones de la morena que le mantenía la mirada casi sin parpadear. Se acercó un poco más y con su mejor voz amenazadora susurró: –Será la nueva niñera de mi hija, así que por su bien espero que haga un trabajo excelente e impecable –se separó de la morena y le ofreció una mano a su hija. –Ven, Beth. Vamos a almorzar.
Tomando la mano de su hija abandonó la financiera sintiéndose completamente triunfante. Había dejado a la morena sin palabras, sin replicas, sin nada para decirle. ¿Dónde había quedado esa mirada desafiante que le lanzó cuando salía del TAO Uptown? ¡Ja! «Frígida arrogante 1 - Morena mal educada 0» pensó con una sonrisa de oreja a oreja. Aunque una parte de ella le recordó, terminando así con todo su espíritu triunfante, que no disfrutase mucho porque a partir de la siguiente semana esa misma morena odiosa que la sacaba tanto de quicio iba a ser la nueva niñera de Beth.
Definitivamente, su vida iba a convertirse en un infierno desde ese momento.
Un moreno, exasperante y pequeño infierno llamado Rachel Berry.
Próxima actualización: Lunes 17 de Agosto.
#90DíasFic
