Holaaa! Se que me he tardado siglos y no tengo excusa pero si puedo asegurarles que la espera valdrá la pena, sin más aquí está la séptima entrega de la Saga Amos y mazmorras de Lena Valenti.

Los personajes volverán a como estaba previstos desde un principio: Sasuke y Sakura volverán a ser Lady Nala y King Lion, Ino e Itachi, Hinata y Naruto como tigreton, sin más...


Limpiaba briosamente la barra del Laffite's Blacksmith Shop, en Bourbon street. Bajo la luz tenue de las lámparas del techo, Karin colocaba meticulosamente y en orden los vasos que previamente había secado y, a su vez, aguantaba estoica los piropos de los hombres que pedían siempre una copa más, como si por decirle «guapa» ella fuera a facilitarles el accidente de coche que tendrían después, al salir del garito ebrios, o la discusión gratuita con la esposa eternamente preocupada.

No. Detrás de la barra mandaba ella, y no iba a complacerlos en sus vicios.

Sabía que no hacía nada diferente de lo que podría estar haciendo en Nueva Jersey. Allí también tendría que haber trabajado para pagarse los estudios; porque en ningún lugar le garantizaban que después de haberse sacado la carrera de Magisterio, encontrase trabajo de lo suyo, ya que, en realidad, no habían oportunidades laborales para ella.

Pero estaba claro que prefería la vida de su ciudad natal a aquel calor sofocante de Nueva Orleans, que pegaba la ropa a la piel y le hacía estar pegajosa todo el día hasta el punto de que a veces le costaba respirar. La falta de aire le agobiaba.

Incluso en ese momento, después de que hubieran pasado ya ocho años desde su atropellada y forzosa llegada, continuaba prefiriendo el bullicio de Newark, el barrio en el que nació, al barrio Francés, ya que ahí no había salida para ella de ningún tipo.

Se sentía encerrada como lo haría un pájaro libre y expeditivo. Si al menos hubiera algo que le interesase, algo que la entretuviese, pero no había nada, más allá de las obligaciones con su abuela octogenaria, absolutamente nada, que pudiera llamarle la atención. Ni siquiera su novio Kimimaro, al que iba a dejar en breve.

No obstante, no podía elegir. Esa era la realidad. Estaba encerrada en Luisiana lo quisiera o no. Era allí donde debía estar desde que cumplió los diecisiete y su madre la dejó sola en el mundo después de una larga enfermedad. Bueno, no sola del todo, ya que su abuela la esperaba en Nueva Orleans con los brazos abiertos para hacerse cargo de ella, aunque más bien, como se imaginaba Karin, fue al revés. Era su abuela quien necesitaba sus cuidados, ya que por aquel entonces la mujer contaba con setenta años, y tenía mal las caderas, así que su única nieta debía asumir el mando, a cambio de que ella le ofreciera comida caliente y un techo bajo el que poder seguir tirando sus sueños en saco roto.

Una joven de diecisiete años recién cumplidos, sin ninguna herencia ni familiares cercanos, no tenía más opciones que irse con el único familiar que le quedaba o aceptar permanecer hasta la mayoría de edad en una casa de acogida.

Karin eligió a la abuela, obvio.

Otro Estado, otra ciudad, otro barrio.

Gracias a Dios, nunca fue una chica débil, así que acató su destino como pudo. Se consideraba una persona responsable que sabía aceptar su sino, y la madurez y los años la habían vuelto realista; de hecho, Karin siempre había creído que estaba hecha para hacerse cargo de los demás: lo hizo con su padre, lo hizo con su madre hasta que falleció; lo haría con los críos a los que esperaba dar clase en un futuro, y ahora no solo cuidaba de su abuela, sino también de todos y cada uno de los borrachos que se peleaban cada noche en el club para ser el primero que saludara a la muerte por un coma etílico. Karin no iba a permitirlo, así que avisaba a los gorilas del pub para que los acompañara a la salida y se asegurasen de que iban andando o tomaban un taxi en el Barrio Francés que les llevara a sus casas sanos y salvos.

—¡Eh, Reina! —le gritó August.

Karin negó con la cabeza porque odiaba ese apelativo que le ponían los hombres de barrio a las mujeres de los bares.

Era un policía retirado que siempre le contaba batallitas para, al final añadir que, si él tuviera treinta años menos ella no habría tenido duda de quién era el amor de su

Vida.

— ¿Qué quieres, August?

—Sírveme otra, anda —August alzó el vaso vacío de whisky y lo removió provocando que los hielos tintinearan contra el frío cristal. Tenía las mejillas sonrosadas y la nariz roja y brillante.

—No —contestó Karin.

—La última —le pidió con cara contrariada—. Voy bien, Reina. Mírame — extendió la mano libre y rolliza—. No me tiemblan.

Ella sonrió pero no cedió un ápice. August era un buen hombre, pero uno de los típicos americanos de más de cincuenta que si no les mataba el alcohol, lo harían las arterias obstruidas por la grasa y el sobrepeso.

—Ya es suficiente. Mi jefe me tiene prohibido darte otra más.

—¿Tu jefe? —August rió—. Todos en el barrio Francés sabemos que la única jefa del Laffite's eres tú. Todos bailan al son que les tocas. Y no les culpo —aseguró achispado—. Con esa cara y ese cuerpo quien no iba a hacerte caso...

—Entonces —Karin pasó el trapo blanco por encima del dispensador de cerveza hasta sacarle brillo y contestó ignorando el piropo—. Sé consecuente con lo que dices y obedéceme.

—Una más, por favor.

—No. Vete a casa —miró a Spencer, el chico de seguridad y le hizo un gesto con la barbilla para que se hiciera responsable de August y no entrara de nuevo hasta que verificase que había cogido un taxi.

Spencer, un chico de color con las medidas de un armario empotrado, ayudó a bajar del taburete a August y lo sacó del local como si acompañara a un viejo amigo.

Ella miró su reloj Casio amarillo fosforescente para comprobar que Kimimaro era igual de previsible y puntual que siempre. Su novio no tardaría más de treinta segundos en aparecer por la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, el primer botón de una de sus muchas camisas de cuadros desabrochado y el pelo corto repeinado hacia atrás.

Y efectivamente. Kimamoro hizo acto de presencia mientras Karin contaba los segundos mentalmente.

Entró con aquellos andares desgarbados típicos de alguien que se había criado en una granja, y se sentó en el taburete de la barra para mirarla con adoración.

—Vengo a buscar a mi princesaa —dijo nada más verla, acercándose para recibir un beso que nunca llegó.

Karin miró a Kimimaro y no pudo recordar qué fue lo que hizo que tres meses atrás se fijara en él e iniciaran una relación formal.

De acuerdo. Sus ojos eran bonitos y exudaban bondad, y después tenía una voz agradable y unos hombros anchos de arar el campo. Pero... eran tan distintos, y querían cosas tan diferentes...

Mientras sonaba de fondo la canción de This Ain't a Love song decidió que no iba a alargar más aquella farsa. Kimimaro sería su amigo, si él quería. Pero no podía ser nada más, porque Karin buscaba en un hombre algo que... ¿Y qué sabía Karin de lo que quería en un hombre? Lo único que sabía era que no quería ese carácter masculino a su lado. Necesitaba otras cosas a las que no sabía ponerle nombre porque nunca se las había planteado. Pero puede que fuese siendo hora de que meditara sobre por qué sus relaciones no duraban, y por qué nunca se había enamorado locamente de nadie.

—¿Y mi beso? —preguntó Kimimaro sonriente—. ¿No me lo vas a dar?

"Pobre", pensó ella sintiéndose culpable.

—¿Has recibido mi mensaje?

—Sí —contestó él poniéndole morritos—. El de "tenemos que hablar".

Kimimaro era tan bueno e inocente que desconocía que esas palabras eran trágicas en una pareja.

—¿Y qué crees que significa?

Él se encogió de hombros.

—No sé. ¿Te preocupa algo?

Karin se pasó la mano por el pelo rojo que se recogía con una trenza al lado y se miró la puntas lacias.

—Kimimaro, me preocupa que no veas que lo nuestro no va a ninguna parte —intentó ser suave, pero pensó que una ruptura dolía igualmente lo mirase por donde lo mirase, así que, ¿qué más daba? Mejor ser directa y realizar un corte limpio.

El abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido y mucho menos una palabra que su mente supiera hilar.

—Pero si nos llevamos bien —arguyó finalmente.

—Sí. Es cierto —contestó Karin—. Pero no me siento como creo que debería sentirme.

—¿A qué te refieres? Yo... yo estoy enamorado de ti. Nos queremos. Pronto conocerás a mi madre.

—Bueno, podré conocerla si quieres, pero en calidad de amiga. No estoy enamorada de ti, Kimimaro—Karin le acarició la mejilla. Sorprendentemente, y como haría un gato sumiso, en vez de retirarse, acercó la mejilla a la mano que le daba consuelo.

—Pero yo no puedo ser tu amigo, Karin. No puedes ser amigo de alguien a quien quieres tanto —se levantó del sillín muy atribulado—. Tú eres la mujer de mi vida...

A ella le supo mal hacerle daño de ese modo. Pero llevaban solo tres meses, y no iba a alargarlo más.

—Pero tú no eres el hombre de la mía, Kimimaro. Estoy convencida de que encontrarás una mujer que te quiera como te mereces. Ya verás. Pero esa mujer no soy yo.

—Pero yo no quiero otra mujer. Te quiero a ti —estaba a punto de echarse a llorar.

Karin se sintió incómoda al ver que Kimimaro se derrumbaba de ese modo.

—Kim, vete a casa —le ordenó para que no montara una escena ahí mismo. Lo hizo con un tono que impelió a su ex novio a hacerle caso. Tenía esa habilidad. Los hombres acataban sus designios con una facilidad inaudita. Aunque, de vez en cuando, Kimimaro miraba atrás como un perro que buscara mimos y cariños de su dueña.

A eso se refería Karin cuando decía que no quería ese tipo de carácter masculino a su lado. No podía enamorarse de ningún hombre sumiso. No le gustaba que no tuvieran carácter con ella y que se comportaran como niños con mamitis, o peor aún, como calzonazos. Ella odiaba esa última especie más que a nada.

Cuando vio salir a Kimimaro del local, ni siquiera sintió el vacío o la duda existencial que le quedaba a una cuando rompía una relación.

Lo que le hizo preguntarse si, a sus veinticinco años, no era raro que nunca se hubiera enamorado. Que jamás hubiera entregado el corazón.

—Bueno, ya era hora, mujer. Por fin te decidiste.

Karin se dio la vuelta y miró a la otra punta de la barra, localizando la fuente de la educada, a la par que soberbia voz de hombre, que había espetado esas palabras de alivio e incredulidad.

Y entonces, lo vio por primera vez.

Un hombre con una presencia magnética y oscura a su alrededor que, curiosamente, resplandecía entre tanto detalle ordinario.

Un Príncipe de las Tinieblas.

Suigetsu permaneció sentado en el taburete con las piernas abiertas, los antebrazos sobre la barra metálica, y la cabeza cubierta por un espeso pelo negro largo a media melena, gacha. Aquella pose pronunciaba más su mirada velada a través de interminables y rizadas pestañas. Y aunque no necesitaba verla otra vez, porque ya se sabía a Karin de memoria, tuvo la necesidad de encararla y de hacerle notar su presencia mirándola directamente a los ojos.

A esa mujer los hombres la miraban como corderitos, pero él quería darle a entender que él era el lobo.

—¿Perdona? ¿Qué has dicho?

Suigetsu alzó más el rostro para que la luz lo alumbrara mejor. No se iba a ocultar ante aquella amazona.

Era verdaderamente fascinante sentir la fuerza de sus ojos sobre él. Y era la primera vez que los sentía; la primera vez que se cruzaban las miradas.

—Digo que ya era hora.

Ella alzó una ceja perfecta y arqueada y eso se la puso dura. Dios. Era hermosa como una musa.

—¿Qué pasa? —preguntó con aquel tono de meretriz descarada que le ponía los pelos de punta—. ¿Llevas mucho esperando? No te había visto —se dio la vuelta y guardó el trapo blanco en el mueblecito bajo que había a su espalda. Después se llenó un vaso de agua para sí misma y bebió con tranquilidad para demostrarle que podía hacerle esperar más si le daba la gana.

Suigetsu observó con agrado cómo bebía con elegancia y cómo satisfacía sus necesidades.

Por supuesto que Karin no le había visto. Se había cuidado de no sentarse en la barra, ya que ella controlaba todo a su alrededor. En su lugar, se sentaba en las mesitas más retiradas, semi oculto entre la oscuridad, para que fuera otra chica quien le sirviera. Mientras tanto, él podía estudiar al objeto de su deseo. Y gracias a su observación, había aprendido mucho más de lo que ella le contaría cuando se conocieran.

Y todo de ella le encantaba. Esa noche, al ver que el pamplinas de su novio se acercó de nuevo a la barra y al comprobar gustoso cómo lo despachaba, decidió que era el momento de presentarse. No podía permitir que esa mujer, ese premio gordo del poder y de la feminidad, se echara a perder con vainillas con demasiada suerte, ignorantes del diamante que tenían en frente.

Ahora, ella sería para él.

Solo cuando ella decidió que ya lo había hecho esperar suficiente, lo miró divertida y le dijo:

—¿Qué te pongo?

«Me pones muy cachondo», pensó Suigetsu.

Sonrió sabedor de que le tenía la medida cogida, y sin bajar la mirada le contestó:

—Quiero un Hurricane.

Bueno, al menos no pedía una cerveza o un whisky, pensó ella harta de servir lo mismo.

Karin se iba a dar la vuelta dispuesta a servirle, pero Suigetsu la detuvo con su exigencia.

—Escucha —hizo una pausa con misterio, acaparando toda su atención—. Lo quiero bien frío. Con la rodaja de limón fina y relajada sobre el vaso, sin demasiada bebida de la pasión y la misma cantidad de naranja que de limón.

Ella lo miraba por encima del hombro, impresionada por ese tono autoritario que, lejos de molestarla, la espoleaba como a un caballo loco por provocarle más y más. Y al mismo tiempo, quería demostrarle que podía hacerlo tal y como él deseaba. Era la mejor «barman» de la ciudad y eso lo sabían todos.

—¿Y también quieres que te peine?

Suigetsu sonrió por debajo de la nariz. Le encantaba su osadía. No le tenía ningún miedo y eso era excelente para la naturaleza de la relación que él soñaba con ella.

—Eso después —contestó él sin ninguna duda de que lo haría. Sus ojos morados brillaron facciosos.

Ella le echó una última mirada furtiva y se puso a preparar el Hurricane.

—Ese chico no te merecía —espetó Suigetsu resuelto.

Karin, que cortaba la rodaja de limón, detuvo el cuchillo con sorpresa. No había pretendido que su escena con Kimimaro se convirtiera en algo de conocimiento popular.

Había tenido cuidado con las formas y el tono, intentando controlar la situación en todo momento. Al parecer, ese hombre no perdía un solo detalle de nada, a diferencia de los demás que apenas se aguantaban sentados en la barra, apunto de quedarse dormidos, atontados por el consumo excesivo de alcohol.

—¿Le gusta escuchar las conversaciones ajenas, Señor? —de repente dejó de tutearle. Pensó que le molestaría que dejara de usar el tono familiar.

Pero en vez de eso, Suigetsu sonrió abiertamente y su gesto le iluminó la cara. Madre mía, era un hombre impresionante. Parecía no encajar en ese tiempo ni en ese lugar.

Debería de estar en un castillo, seguramente hablando con los animales y con sus concubinas vampiresas.

Tenía ese aire de misterio y de hombre de la noche que a Karin le encantaba y que la atraía de un modo magnético.

—No me interesan las conversaciones ajenas. Pero sí la tuya con tu ex novio.

—¿Y eso por qué? —quiso saber—. No es de su incumbencia.

—Digamos que me preocupaba que un pobre chico como ese se llevara toda una Reina como tú. Ha sido un acto de condescendencia impropio de una soberana.

«Increíble. ¿Me está regañando?».

—¿Y qué sabe usted de cómo es mi relación con Kimimaro? ¿No considera osada esa suposición?

—De cómo era, querrás decir —la corrigió—. No vas a volver con él.

Aquella orden la puso en guardia, y al mismo tiempo calentó su sangre como nada hasta ahora lo había hecho. ¿Cómo podía ser que le excitara la actitud y el tono de voz de ese desconocido, cuando ella, acostumbrada a tener el control, y a llevar el mando, no toleraba ni que le resoplaran?

Para controlar sus nervios, continuó preparando el Hurricane. Cortó la rodaja de limón, y puso la cantidad justa y necesaria de bebida de la pasión.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó dandole vueltas a la bebida utilizando una cucharita estilizada y alta que sobresalía por la copa superior del vaso.

—Porque sabes que con él haces lo que quieres. Y eso te aburre.

La joven, sorprendida al escuchar esas palabras, se dio la vuelta para mirarlo con asombro.

—Tú no sabes nada de mí como para afirmar eso.

—Me gustaba más cuando me llamabas señor —sonrió con petulancia—. Y sí sé cosas de ti.

Karin se acercó a él y le dejó el Hurricane delante de sus narices. Después, admiró los rasgos de Suigetsu e intentó ver más allá de sus ojos oscuros. Y lo que fuera que vio la sobrecogió. En sus profundidades residían promesas y pecados, tan oscuros como el color de su mirada.

—Aquí tiene —le dijo—. Señor —añadió puntillosa.

—¿No quieres oír lo que he descubierto de ti?

Ella se cruzó de brazos.

—De todas maneras me lo va a decir. Sorpréndame.

Suigetsu oteó el fondo de la copa. Después se la llevó a los labios y miró a su objetivo por encima del cristal añil, imaginando que aquel sabor huracanado era el de Karin.

—Odias que te llamen Reina con el tono de los borrachos. No te gusta tu trabajo, pero eres exigente contigo misma y lo haces de un modo diligente. No sé a qué te gustaría dedicarte ni sé cual es tu profesión —entrecerró los ojos intentando leer su mente—, pero estoy convencido de que necesitas un puesto de autoridad.

Ella no sabía ni qué decir. De momento ese apuesto y misterioso caballero no había errado en nada. ¿Había aprendido todo aquello solo de la observación?

—No he acabado aún —Suigetsu detuvo toda interrupción—. Te comprometes con las personas que apuestan por ti, por eso el dueño del Laffite´s ha sabido delegar en ti, y tú te has convertido en sus ojos, y en la autoridad de este lugar. Y lo has conseguido sin hacer ruido. Solo con tu presencia. Y... lo que más dice de ti, ¿sabes qué es?

—Dime.

—Nunca has sido feliz con ningún hombre, porque ninguno ha sabido averiguar lo que necesitas. Te conformas con potitos cuando tienes estómago para un buen estofado. Pero es cuestión de tiempo que tu estómago pida lo que necesita.

—Ya... ¿Y sabes tú lo que necesito?

Él no se movió. Solo se quedó ahí, saboreando el Hurricane. Después se encogió de hombros y contestó:

—Escucha a tu cuerpo. Él sabe la verdad.

Nunca nadie le había hablado con tantísima certidumbre. Era como si él supiera cosas de ella que ni ella sabía.

Karin carraspeó, y miró alrededor incómoda.

—Oh, ¿en serio?

—En serio, preciosa —dijo él sin más. Después se levantó, como el que ya había cumplido la misión otorgada y apoyó sus manos estilizadas y fuertes sobre la superficie de la barra—. Te dije la rodaja del limón fina —la corrigió.

—Vaya, ¿lo he hecho mal? —dijo fingiendo indiferencia. Aunque, cierto era que el hecho de no haberlo hecho como él quería la hizo sentirse mal.

—¿Mal? No. Haces el mejor Hurricane de Nueva Orleans. Pero no como yo te lo he pedido. Este sábado volveré y esperaré a que me lo hagas como yo deseo.

—¿Y qué harás si no lo hago así? ¿Me darás en el culo? —Karin se quería reír de él.

Pero Suigetsu parpadeó perezosamente, sonrió ocultando una serie de inmoralidades que solo él conocía y esos malditos ojos color resplandecieron con un fondo oscuro.

—Solo si te gusta —le guiñó un ojo—. Tal vez hasta te invite a cenar. —Se sacó diez dólares de la cartera y los dejó al lado del vaso medio lleno. A continuación, sin más, se dio la vuelta y se fue de su pub, dejando a Karin en un estado de shock al que no estaba habituada.

Era la primera vez que un hombre la dejaba sin palabras. Lo que no sabía era que también le haría pasar una noche en vela pensando en sus ojos llenos de vida y también de oscuridad.