Digimon no me pertenece. No prometo nada con este fic. Es raro, bastante.
.
La máscara carmesí
Parte I ― Para olvidar solo hay que fingir que no sucedió
.
Me estás observando, lo sé. Siempre estás ahí para juzgarme.
Giro un poco el extremo en el sentido contrario de las agujas del reloj. La barra sube lentamente, lo suficiente para que pueda usarla. Me llevo la punta a los labios.
El olor tan familiar hace que me sienta mejor y peor al mismo tiempo. Cubro mi boca de ese mejunje tan pegajoso con cuidado. Primero abajo, de derecha a izquierda. Luego arriba, de izquierda a derecha. Siempre igual, como si se tratase de un importante ritual.
Después, froto un labio contra el otro y me miro al espejo. El color carmesí resalta mis facciones. Trato de sonreírme y solo consigo una mueca. No importa, sé que delante de los demás actúo mejor. Quizás me preocupe el día que consiga mentirme a mí misma. Aunque puede que eso ayude a que la verdad se esconda más al fondo, hasta el punto de ser inalcanzable. ¿No es así como viven los demás? ¿No están ellos convencidos de que sus máscaras son invisibles a ojos de otros?
Cojo mi gran bolso y meto lo necesario para hoy. La misma rutina cada día, la misma vida vacía.
Como un eco perdido, escucho en mi cabeza tu queja. Pero ya llegas tarde. No hay vuelta atrás cuando te has construido una barrera con el mundo.
Me pongo un gran abrigo para intentar protegerme del frío. Es cálido y suave. No puedo evitar pensar que llevo un disfraz. Porque sé que yo hace tiempo que dejé de desprender calor, y mi corazón es tan áspero como una lija desgastada.
Soy como un jersey del que se desprende un hilo. Tiras un poco y cada vez el hilo se vuelve más largo. Lo cortas, pero siempre se vuelve a dar de sí y se hace un gran agujero. Por mucho que cosa mis heridas nunca se pierde la cicatriz. También tengo coderas y parches. Estoy cubierta de manchas de café amargo y otras blancas de lejía al intentar borrar las otras. Con los puños grises del paso del tiempo.
Nadie me ve como soy. Si alguien se fija en mi figura entre la gente pensará que me sienta bien mi abrigo. Pero no es más que una cruel verdad.
Tú sí me ves. Puedes apreciar cada una de mis heridas sangrantes. Puedes saber la razón de las cicatrices que me cubren. Hace tiempo que te alejaste de mí, sabes que no tengo cura.
Llego a mi destino con el aliento contenido. La dura prueba de cada día vuelve a empezar. Una y otra vez, como un castigo eterno, tengo que soportar las sonrisas hipócritas de los demás y aprender a devolvérselas. No saben que yo veo sus disfraces. No pueden ver a través de mi máscara carmesí. Pero yo sé la verdad.
Las clases empiezan. El silencio cubre la estancia, solamente perturbado por el discurso del profesor. Su voz monótona no hace más que recordarme lo cansado que está de la vida. Y lo cansada que estoy yo de cómo vivo.
Tomo notas que no entiendo ni yo, de frases sueltas que mis oídos consiguen capturar. Hace tiempo solía dibujar cosas en los márgenes de mis cuadernos, pero ya nunca tengo ánimos. Si desato mi mente solo habrá problemas. Estoy demasiado ennegrecida como para que salga algo bueno de mí.
En el descanso voy al baño con un par de compañeras. Retoco mi máscara con el pintalabios. Ellas alaban el color y yo rio estúpidamente mientras finjo intentar recordar dónde lo compré. Nombro un par de tiendas del centro y parezco acordarme de cuál de ellas es. Aunque en realidad lo robé del bolso de una tía mía hace unos años.
Ella siempre llevaba el pelo perfectamente peinado, rubio y largo. Le llegaba por la cintura. Cada vez que movía la cabeza un brillo acompañaba el gesto. Pero no quiero hablar de ella. Porque tuvo gran culpa de todo lo que me pasa. Aunque es estúpido que culpe a alguien que no sea yo misma. Los demás no tienen por qué afectarnos si nosotros no les dejamos.
Tus ojos juiciosos hacen que me sienta una basura. Tienes razón en pensar así de mí, pero no por ello duele menos.
Voy a más clases. Me siento con alguien distinto cada hora, aunque no noto la diferencia. Todo es seguir actuando. Todo es sonreír como si fuera de verdad. Ellos también lo hacen, algunos no son conscientes de que fingen.
A veces pienso que exagero. Pero es que si lo exterior no muestra lo que guarda el alma, es una forma de fingir. Todos llevan un disfraz. Se esconden detrás de sus propias máscaras. Y yo no soy quién para juzgar porque hago lo mismo.
Cuando acaba la mañana recuerdo un mensaje de Mimi que me llegó la noche anterior. Quiere que comamos juntas las chicas. Tiempo atrás estaría entusiasmada, pero poco a poco me he ido distanciando de ellas y cada vez me cuesta más comportarme de forma natural. Aunque en el fondo quiero verlas, nunca me quito de encima la sensación de mis amigas podrían salvarme de esta existencia extraña en la que me he sumergido. Pero no pido ayuda. Soy demasiado orgullosa.
Chillidos de Miyako me perforan los oídos cuando llego. No tarda en unírsele Mimi. La más pequeña, Hikari, me sonríe con cariño. Yo también sonrío. No es de forma tan sincera como debería, pero sí más de lo normal.
A ti no te engaño, nunca lo hago. Sé que te ríes sarcásticamente cada vez que yo escondo una lágrima.
―Hacía mucho que no quedábamos las cuatro.
La voz de mi amiga de pelo lila hace que intente centrar la atención en la conversación, en lugar del humo que despide mi café. Acierto a asentir con la cabeza. Ninguna parece disgustada por mi poco entusiasmo, tal vez he aprendido a actuar tan bien que ni siquiera se me nota. Pido una ensalada y me la aliño poco. Mastico con parsimonia y trato de entender algo del monólogo que ha empezado Mimi.
―¡Tendríais que haber estado allí! Hacía mucho que no me divertía tanto. ―Parecería más cierto si no dijera lo mismo cada vez que nos vemos―. He pensado que voy a volver a cambiarme el pelo. Creo que el color negro no lo he probado, seguramente resalte mucho mi piel.
Miya no tarda en deshacerse en halagos ante la idea. Yo no puedo evitar clavar la mirada en mi amiga de ojos como la miel. Recuerdo que hace años pensaba que ella no tenía máscara, pero poco a poco pude ver los atisbos de las rendijas, la goma para sujetarla, el olor a pintura cuando está recién arreglada.
Mimi, la chica que se esconde tras un disfraz de princesa moderna, la de los mil colores y las mil caras. Estoy convencida de que hay un mundo en su cabeza que no enseña. Inseguridades, dolores, miedos... Hay quien aprende a pasar desapercibido para que nadie se fije en él, hay otros que prefieren llamar mucho la atención para que piensen que se muestran tal y como son. Y ese es su caso, estoy segura.
Dices que yo no consigo ser invisible por mucho que lo intente. Supongo que tienes razón, con este pelo tan llamativo y el color de mi pintalabios. Dices que me miento al pensar que quiero pasar desapercibida. Es cierto, en realidad quiero reclamar atención. Quiero que alguien escuche mis llantos silenciosos y me libre de las lágrimas secas.
Miro a Hikari y la veo reír ligeramente por algo que han dicho pero no he llegado a escuchar. Da un mordisco a su sándwich antes de mirar la pantalla de su móvil. La veo suspirar. No sé si por algo que encuentra allí o precisamente por lo contrario. Tal vez está esperando palabras de alguien pero no llegan.
Levanta la cabeza y se da cuenta de que la observo. Me regala una sonrisa, con fingida alegría, para después unirse de nuevo a la conversación.
No me engañas, pequeña, sé que te escondes tras una máscara blanca.
Me gustaría poder ayudarla, pero si no tengo consejos para mí misma tampoco los tendré para nadie. Años atrás le hubiera preguntado qué le pasaba, la hubiera abrazado y habría sabido qué decir. Pero perdí esa facultad al mismo tiempo que mis viejos vaqueros.
De pronto me acuerdo de mi café. Está ya frío. Tanto casi como mi corazón. Me lo bebo sin ganas, no sé en qué momento he perdido la percepción del tiempo hasta este punto.
Un extraño silencio me rodea. Levanto la cabeza y encuentro los ojos de mis amigas clavados en mí. Algún que otro ceño fruncido se mezcla con gestos de preocupación. Está claro que me han dicho algo y no he contestado. Puede que fingir delante de personas que te conocen antes de que te pongas tu disfraz no sea sencillo.
Lo sé, a ti siempre te ha parecido que no sé actuar. Tus insultos me duelen aunque no molestan como deberían. Porque sé que no son más que verdades.
―¿Cómo te va en la carrera?
Estoy segura de que es, por lo menos, la segunda vez que Miyako me hace la pregunta. Empiezo mi propio monólogo acerca de las asignaturas que me cuestan más, de profesores incompetentes y de trabajos que parecen no acabar. Veo gestos comprensivos, aunque siento que ninguna está escuchándome realmente.
Mimi se mira con disimulo en el reflejo del servilletero, como para comprobar que no tiene ningún pelo fuera de su sitio. Los ojos de Hikari se pierden debajo de la mesa, supongo que de nuevo comprobando el teléfono.
Y la que me lo ha preguntado parece la más perdida. Su mirada se clava en mí aunque siento que no me ve. Siempre ha sido la que más me preocupaba, porque es la que peor finge. Su máscara es tan transparente como el cristal de sus grandes gafas. Casi puedo palpar sus inseguridades, cuento en las cosas en las que copia a Mimi para intentar sentirse mejor consigo misma y me siento idiota por no ayudarla a ver lo bueno que tiene. Miya no necesita pretender ser otra. Pero soy una hipócrita al pensar así, cuando soy la primera que me abandoné a mí misma.
Sin darme cuenta todas van levantándose, las sigo para pagar. Nos despedimos y me dicen que les gustaría que quedásemos con los demás. Finjo que me muero de ganas.
Por fin soy libre para volver a mi casa. Algunos copos de nieve se arremolinan a mi alrededor. Recuerdo otras veces que he visto nevar, lo emocionada que estaba por que cuajara y así poder salir a jugar fuera. Las cosas han cambiado, los años han pasado y ya no soy una niña.
Que me llames inmadura no me extraña. Sé que desear anclarme en el pasado es la definición de esa palabra. No puedo evitar querer volver atrás, cuando todo era fácil y tú estabas ahí, conmigo.
Llego a mi habitación arrastrando los pies. Me siento en la cama mientras me quito la ropa para darme una ducha. Entro al baño y me miro en el espejo, harta de lo que veo.
Ahí están de nuevo esas marcas en mi piel.
Da igual lo que trate de estirarla, tardará un tiempo en irse. Y estarán para recordarme lo que se debe pagar por fingir ser otra. Por empeñarme en llevar ropa de talla más pequeña de lo que debería. Pero es lo que hace todo el mundo, ¿no?
Mientras el agua cae contra mi cuerpo quiero pensar que se lleva la tristeza que guardo en el corazón. Y pienso en las marcas que adornan mi cadera, que no se quitan aunque lo intente. ¿Por qué nos empeñamos en hacernos esto? Hay tantos complejos que nos persiguen que cuesta enumerarlos. Ser gordo o demasiado flaco, feo o estúpido, soso o aburrido. Nos empeñamos en temer cómo nos ven los demás y no nos damos cuenta del daño que nos hacemos a nosotros mismos.
Cuando me voy a dormir sigo pensando en eso. En las estupideces que cometemos, en que son lo que rigen nuestros actos, en que no sabemos actuar de otra manera.
No hace falta que me mires así. Sé que soy la primera en hacer tonterías. Tú también las has hecho, aunque eran bien distintas.
Me levanto con el sol, algún pájaro canta y todo parece prometerme sonrisas. Esa es la sensación que deja la atmósfera del buen tiempo, pero ya no me dejo engañar por ello. Cuando me asomo a la ventana encuentro la capa de fría nieve que lo cubre todo. Me tomo un café amargo, ese líquido adictivo que necesito todo el día.
Bostezo en el metro de camino a la Universidad. Saco un pequeño espejo de mano para ver si mi máscara carmesí sigue intacta. Saco el pintalabios para retocarla un poco.
Otra mañana más que pasa entre apuntes, charlas sobre diseño e imágenes de telas. Si le dijera a alguien que no me gusta mi carrera seguramente se sorprendería. Juré y perjuré a todos hace tres años que esto es lo que he soñado toda la vida. A mi madre debería haberle costado creer que mi sueño no tuviera que ver con una pelota de fútbol, pero no me conoce tanto. Nunca se ha esforzado para conseguirlo.
Decido comer un bocadillo rápido antes de irme a la biblioteca para buscar algún libro que me ayude en un trabajo. Con un café en una mano y papeles en la otra, recorro las grandes estanterías. Me pregunto cómo serán realmente las personas que me cruzo. Quizá quienes sonríen esconden lágrimas, igual que yo. Sus máscaras y disfraces tienen todo tipo de colores, texturas y formas. Las carcajadas en realidad son sollozos escondidos en lo más profundo de sus almas.
Un susurro me saca de mis pensamientos. Levanto la cabeza para encontrarme a Jou y Koushiro sentados en una mesa cercana y haciéndome señas para que me acerque. Me siento en una silla junto a ellos y nos preguntamos cómo nos va. El silencio incómodo en el que nos sumimos hace que me pregunte si ha sido buena idea acercarme.
Miro a mi amigo pelirrojo. Siempre he pensado que él me entendería, que ambos escondemos mucho, que también me compadece. Su máscara es negra, tan oscura como sus ojos y tan profunda como su dolor. Me siento egoísta cuando me quejo por mis problemas y recuerdo los suyos.
Jou me dedica una débil sonrisa al ver que me levanto para marcharme. Se la devuelvo a duras penas mientras me doy cuenta de que su máscara se parece a la de Miyako. Casi transparente como sus gafas, al menos así lo veo yo. Puedo dibujar sus miedos y complejos, enumerarlos y clasificarlos por tipos. Seguramente él mismo ya los tiene ordenados de esa manera.
Me siento extrañamente vacía al darles la espalda y seguir con mi búsqueda. Una extraña nostalgia me invade cada vez que estoy con mis "amigos". No sé si ya los puedo considerar así.
Sí, sé que es culpa mía el haberme distanciado. No tengo fuerzas para luchar por mí así que mucho menos para hacerlo por los demás. No creo que me echen de menos. Yo sí lo hago pero nunca lo reconocería. Ni siquiera a ti.
Mi día todavía puede estropearse aunque no lo sé hasta que llego a casa. Encuentro a mi madre revolviendo mi armario por su obsesión por tenerlo todo ordenado.
―Voy a tirar esta camiseta.
Mi corazón reacciona por primera vez en siglos. Porque bombea a dolorosa velocidad.
Suelto a medias un gemido y le arranco la prenda de las manos. Me dice que soy una cría. Me da igual lo que ella piense. La echo de mi habitación y cierro con pestillo.
Me abrazo a la tela y dejo escapar suspiros que encierran llanto contenido. No puedo tirar esta camiseta vieja llena de agujeros, necesito verla cuando quiero recoger los pedazos de mi corazón destrozado, cuando necesito saber que el pasado sucedió. Mi antigua camiseta de fútbol.
Mi madre no lo entiende. Tampoco es que yo haya intentado explicárselo. Ni ella quiere que lo haga.
Meto un dedo en uno de los agujeros y siento que el hilo que se desprende es una gota de mi propia sangre. Me hacen gracia esas modas de ropa rota. Aunque "gracia" no en el sentido estricto de la palabra. Ver a multitud de personas con prendas agujereadas no hace más que verificar mi hipótesis de que no son más que disfraces. Si no lo fueran nadie querría mostrar lo vacíos y destrozados que están en realidad.
Aunque pienses que exagero yo no lo creo. Lo que llevamos debería ser parte de lo que somos, al menos de nuestros gustos. Hace tiempo que me visto solo por lo que le gusta a los demás.
Llega la noche y con ella un sueño. Uno de los más angustiosos que he tenido, aunque no es realmente una pesadilla.
Me miro en el espejo. Mi ojo izquierdo está adornado por una profunda arruga que le da un extraño aspecto, como si lo tuviera cerrado a medias. Estiro la piel con los dedos pero vuelve a esa forma antinatural.
Mi madre aparece y me empieza a dar productos, cremas y otros remedios caseros. Los extiendo en la arruga pero no sirven para nada. Empiezo a respirar con pesadez al darme cuenta de que me está saliendo otra en la mejilla.
Quiero llorar mientras me doy cuenta de que esas arrugas me acompañarán toda la vida. No las podré borrar, no las podré esconder. Me miro de nuevo al espejo, veo mis ojos llenos de lástima por mí misma.
Es entonces cuando despierto. Entre jadeos y gritos ahogados. Cubierta de sudor a pesar del frío del invierno.
Me gustaría llamar a mi madre para que me abrace y me diga que todo ha sido un sueño, pero sé que hace años que no puedo. No soy una niña. Me lo tengo que recordar cada día. Decidí dejar de serlo aquel lejano día, cuando abandoné mi sombrero.
Me llevo la mano a la cara, asegurándome de que no estén esas horribles arrugas. Voy al baño y me miro de cerca. Me doy cuenta de que hace tiempo que no me analizo así.
Mi piel está más pálida de lo que fue siempre, supongo que porque ya no paso tiempo al aire libre desde que dejé el deporte. Mi pelo es demasiado largo para que me resulte cómodo, pero ya eso no importa. Grandes ojeras enmarcan mis ojos, esos que han perdido el brillo.
Me tiemblan las manos cuando recorro con un dedo mis labios pálidos y resecos. Me doy miedo, tengo aspecto enfermizo.
Entre temblores, consigo coger el pintalabios y pasarlo por mi boca hasta que el llamativo color resalta en mi rostro. Estoy cansada pero me da miedo volver a dormir. Así que me paso horas sentada en el suelo del baño, abrazándome las rodillas y tratando de mantener la mente en blanco.
No llores por mí, hace tiempo que yo ya no lo hago. No merece la pena.
.
Este fic lleva meses rondándome la cabeza, tengo el título desde antes incluso. El sueño lo tuve yo, me angustié aunque no entendí por qué, nunca me han preocupado las arrugas.
No sé cómo de confuso es, tendrá otro capítulo y en él quedará todo claro.
Espero que hayáis disfrutado con la lectura.
