Hola^^

estaba divagando cuando se me ocurrió esta idea para un fic. Pensé en la posibilidad, de modo que no podía dejar de escribirlo. Real o no, espero que disfruteis con la lectura. ah, y gracias por leer.

por supuesto, los personajes pertenecen a su autor^^


CAPITULO 1: LA HUIDA

Por fin lo había conseguido. Esperaba que esta fuera su último intento sin sufrir las consecuencias. Ya antes había huido del orfanato al que llamaba hogar, y el que no sentía como tal, logrando solo que lo capturaran y le dieran una buena paliza. Junto a ello, había sufrido el castigo del hambre y la incomunicación. No era que los demás niños del orfanato le importaran demasiado, pero vivir excluido del mundo en esa celda era una tortura.

Sin embargo, aquello no impedía que lo intentara una y otra vez. Sufría, si, pero sabía que si lograba alejarse de aquel infierno podría tener una vida mejor. Era su mayor deseo y no podía renunciar a ello.

Por eso había ideado el plan perfecto. Cada intento de fuga había supuesto una anotación mental de qué hacer y qué no hacer, una estrategia más o menos elaborada para una mente infantil. Apenas si contaba con cinco años, pero la vida le había hecho crecer interiormente. En el mundo en que estaba, solo valía uno mismo. Solo tenías lo que eras capaz de soportar y de hacer.

Orgulloso consigo mismo, se escabulló como una sombra entre los muros y callejones de la ciudad. Casi siempre que había escapado era de noche. Con el tiempo, dedujo que aquello era un error, ya que todos estaban más alerta a esas horas. Sin embargo, durante el día, el grupo de niños era tan diverso que desaparecer de repente para ir al baño no era algo sospechoso.

El niño sonrió. Había sido demasiado fácil. Si solo lo hubiera sabido meses atrás... ahora tenía tiempo para alejarse de allí antes de que se percataran de su desaparición.

Se dirigió hacia las montañas, con la idea de pasar desapercibido entre las rocas y templos derruidos. Pasó entre turistas, entre gente rica, entre otros pobres, entre niños, adultos... siempre alerta, con el sentido del instinto al acecho ante cualquier indicio sospechoso. Nadie parecía advertir algo extraño y si algunos le miraban con desconfianza era por su aspecto desaliñado de posible ladronzuelo. Ya estaba acostumbrado a eso.

Conforme se alejaba de la civilización, se dio cuenta de su gran error. Vagar por las montañas no había sido en absoluto lo más acertado. Hacía calor, tenía hambre, estaba cansado... pero no se atrevía a detenerse. Al caer la noche, cuando se sintió exhausto, se sentó sobre una roca.

- Nadie me sigue... - murmuró – no pueden seguirme... - se convenció ante la reinante oscuridad.

Derrotado, se dejó caer en el suelo hasta quedarse profundamente dormido. Los rayos del sol y el canto de los pájaros le despertaron. Se levantó del sitio sobresaltado, mirando hacia todos lados. No había nadie. Cuando estuvo seguro, recordó que de nuevo había tenido ese sueño extraño. Uno que le perseguía todas las noches. Se miró los dedos frunciendo el ceño y se dio cuenta de que además sentía el cuerpo entumecido por el frío de la noche y un pinchazo profundo en la garganta. Pero todo lo olvidó cuando sus tripas comenzaron a sonar y se agarró el estómago.

- Demonios – gruñó – tengo hambre...

Su elaborado plan no había incluido comida, bebida o cualquier otra cosa que ahora pudiera echar de menos. Y, lamentablemente, allí no había nada. Nada que comer, nada que robar, incluso nada que cazar. Se maldijo a sí mismo por haber tenido la brillante idea de alejarse hacia las montañas.

- Si, Milo, tú y tus ideas geniales – se dijo.

Decidido a no darse por vencido y a no morir de hambre después de su gran logro huyendo del orfanato, se alejó de allí. Unas horas después, caminaba mareado por la ausencia de agua y comida, con el sol abrasador del mediterráneo sobre su cabeza. Comenzaba a ver borroso. Sabía que de un momento a otro caería al suelo y que moriría allí mismo, entre las rocas. Al menos eso era mejor que morir de una paliza en el orfanato...

Cayó al suelo de rodillas. Le dolía el estómago por el hambre y tenía la boca seca, pastosa. Trataba de humedecerse los labios pero no podía. Entonces oyó unas voces cercanas. El sonido estaba amortiguado entre las rocas, pero no se oía lejos. Cerciorándose de que no eran imaginaciones suyas, se aproximó con cautela y subió a una de las rocas, haciendo un esfuerzo que no creía tener. Se mantuvo alerta y vigilante, asomándose lo justo para ver a un adolescente de pelo castaño claro que caminaba con aire resuelto. A su espalda le seguía una versión en miniatura del muchacho.

- Vamos, Aioria - le apremió el mayor, sin volverse.

- Estoy cansado – se quejó el niño – el entrenamiento en las montañas es duro... - masculló.

El mayor no le dijo nada y continuó caminando. Entonces la vista de Milo se fijó en algo importante. El más pequeño llevaba en las manos una bolsa de tela no muy grande. De ella sobresalía un poco de pan. Al niño se le hizo la boca agua y, sigilosamente, decidió bajar de las rocas.

La energía había vuelto a su cuerpo como por arte de magia. Así que como un felino que acecha a su presa, les siguió escondiéndose. No en vano, él había aprendido a robar para compensar la falta de comida nutritiva del orfanato. Sabía cómo hacerlo. Era cierto que no se encontraba en las mejores condiciones físicas, pero una vez hubiera atrapado ese pan, correría como un gamo y nadie podría atraparlo.

Sigiloso, fue hacia el pequeño de pelo castaño, llamado Aioria. Se maldijo a sí mismo por pensar en el nombre de su víctima. Nunca pensaba en el nombre de las personas a las que robaba. Ese niño no parecía preocupado por nada y casi arrastraba los pies. Se le veía cansado y se había quedado rezagado, lo cual era un punto a favor de Milo. Sonrió.

Estaba a unos pasos cuando empujó la espalda de Aioria con fuerza, que dio un traspié al no esperarse aquello. En ese momento, Milo le dio un tirón de la bolsa y salió corriendo en dirección contraria, mientras Aioria caía al suelo de rodillas, gruñendo.

Milo sonreía abiertamente ante su victoria, sin dejar de correr y sin mirar atrás. Había sido demasiado fácil. Por fin podría comer algo y por suerte no moriría. La sola idea de llevarse ese pan a la boca le produjo una tremenda satisfacción y le dio fuerzas en su huida. Sin embargo, su suerte duró poco. Cuando se veía libre, notó como le agarraban de la ropa, impidiéndole seguir avanzando. Se giró bruscamente para toparse con quien fuera que le tenía, cuando se dio cuenta de que era el adolescente a quien había robado.

- Pequeño ladrón – dijo el joven con gesto serio, pero no severo - ¿a dónde crees que vas?

Soltó a Milo que cayó al suelo, mientras le arrebataba la bolsa. Se la lanzó a Aioria, que miraba ceñudo a Milo, a cierta distancia.

- ¿Sabes cómo se castiga a los ladrones? - continuó el mayor sin dejar de escudriñarle.

Milo no respondió. Claro que lo sabía, pero prefería no pensar en ello. Sin embargo, todo lo que podría ocurrir llegó a su mente como una película a cámara rápida. Si aquel chico le entregaba a las autoridades, estos a su vez le devolverían al orfanato y todo volvería a empezar. Seguramente la paliza le mataría esta vez. Apretó los puños.

- ¡No dejaré que me entreguéis! – gritó poniéndose de pie, encarando al chico.

No parecía advertir que el adolescente le sacaba más de medio cuerpo y que le había atrapado a pesar de que Milo era bueno corriendo, incluso que aquel le había quitado la bolsa sin que se diera cuenta.

- Dale su merecido, hermano – dijo el pequeño golpeando el puño contra su palma. Milo solo apretaba los dientes.

Para sorpresa del mayor, Milo se puso en pose defensiva. No había recibido clases de lucha, pero el convivir con otros chicos en el orfanato y pelear a cada momento era algo que ocurría a menudo. Tenías que aprender a la fuerza. O te golpeaban o golpeabas tú. Era cuestión de elegir. Y ahora no estaba dispuesto a que se lo llevaran, ni mucho menos a que le dieran una paliza.

El joven le miraba fijamente. Milo no sabía cómo catalogar su expresión. Tal vez le hiciera gracia la idea de que fuera a defenderse a pesar de la diferencia de edad y estatura. Pero el pequeño tenía claro que no iba a atraparle sin plantar cara.

- ¿Qué pasa, tienes miedo? – preguntó Milo encarándose. El otro sonrió.

- Vaya, tienes agallas… - murmuró como para sí mismo – no te iría mal en el Santuario…

Milo se extrañó con el comentario. No sabía de qué Santuario hablaba, pero si se trataba de algún otro orfanato, no quería saber nada de él. Aquellos dos chicos vestían ropas muy extrañas y tenían un aire misterioso que les rodeaba, sobre todo el mayor. Apretó los puños y los dientes y le miró fijamente, intentando aparentar seguridad.

- ¿Qué harás con él, hermano? – preguntó el pequeño, que estaba algo más alejado de los otros dos.

- Lo estoy pensando – respondió tocándose la barbilla y volviéndose hacia su hermano pequeño.

- ¡Es un ladrón! – dijo Aioria molesto en su orgullo por haber sido golpeado y robado por un niño de su edad que ni siquiera pertenecía al Santuario.

- Tsk – se quejó Milo, molesto porque hablaran como si no estuviera allí.

Pero el niño aprovechó que los supuestos hermanos conversaban entre ellos y que el mayor ahora no le miraba, y decidió escabullirse de allí. Sin pensarlo dos veces, dio media vuelta y se alejó a toda prisa. No había llegado demasiado lejos, cuando el hambre, el sol y el cansancio hicieron mella en él y, sin poder evitarlo, sintió como las fuerzas le abandonaban. Se desplomó en el suelo y perdió el conocimiento.

(Continúa...)