«Sabía que esto ocurriría», pensó mientras se reclinaba hacia atrás, apartándose con lentitud… entumecida por la cantidad de energía que había invertido en el último beso. Notó una leve punzada en el cuero cabelludo y se percató de que uno de sus mechones rubios se había enredado en los largos cabellos de su anfitriona.
Se dieron un pequeño tirón mutuo.
Muy a su pesar, pues la culpabilidad le nublaba cualquier pequeña alegría desde hacía tres meses, dejó escapar una risilla enternecida. Trató de desenredar sus melenas, y sus dedos dieron con los de ella. No pudo contenerse: los sostuvo para acercárselos a la boca y besarlos. A continuación, su mirada cayó en picado. Dio con el suelo. Allí reposaban dos preciosos tacones oscuros (uno erguido, listo para recibir un pie digno de lucirlo con elegancia y capaz de soportar su exigente altura… el otro caído, invitando a imaginarse las piernas que lo habían abandonado). Sus ojos se deslizaron involuntariamente hasta encontrarse con los tobillos de la propietaria del carísimo calzado y recordó el día en que había comenzado aquella relación transgresora… el día en que había iniciado a su amante en el adulterio.
«Gérard Lacroix me llamó sumamente preocupado… aunque mostrándose absolutamente respetuoso hacia mis responsabilidades médicas, Overwatch es muy necesario en París desde hace algunos meses. En cuanto logró que le confirmase que no estaba haciendo nada importante, me suplicó que acudiese a la Ópera de París. Qué lejano parece aquel día, ¿cuánto ha transcurrido?». Angela contempló el modo en que su anfitriona se estiraba; sus exquisitas piernas quedaron tensas para después relajarse. La doctora sabía lo duros que eran sus gemelos, la fuerza que podían soportar aquellos finísimos tobillos… y también lo suaves y delicados que resultaban los pliegues en torno a las corvas, en torno a los muslos… lo fácilmente que podía causar allí un cosquilleo con el que revolver a Amélie y conseguir que protestase e hiciese pucheros. Se recordó a sí misma usando su propia melena para tal fin en un dulce jueguecillo erotizado. «Gérard me había llamado porque Amélie tenía la pierna rota. Ambos podían aceptar que la sustituta le tomase el relevo durante varias funciones (era completamente razonable), pero les habían dicho que la lesión dejaría secuelas y que Amélie no podría volver a bailar. Aún recuerdo ese ángulo imposible en su miembro roto, la sangre acumulándose e hinchando la piel… pero eso, aunque desagradable, yo ya lo había visto previamente en mil ocasiones. No… lo único terrorífico era que ella soportaba estoicamente su padecimiento. No había ninguna expresión en su cara, solo algo de sudor en la frente. Parecía tan sola, tan aislada… como si temiese reconocer que aquello que obviamente era tan doloroso la afectaba. Al cabo de unos días descubrí que la había desenmascarado con aquella primera mirada: Amélie jamás había podido revelarle a nadie su sufrimiento… y, acostumbrada a semejante atrocidad, se esforzaba por ignorar la lesión. Mi pobre muñequita… Examiné su pierna y utilicé la nanobiología que tan bien conozco para sanarla. Fue como cualquier otra herida: fragmentos de hueso que se encontraban en lugares donde jamás tendrían que haber estado, tejidos dañados, vasos capilares destrozados… Al acabar estaba cansada y me apoyé en su muslo sano sin pensarlo. De repente, me di cuenta de lo que estaba haciendo por despiste y me aparté, me excusé. Entonces vi por primera vez el cuerpo que había estado tratando: las medias negras de su traje de cisne, las cintas anudadas en torno a esa piel tersa e increíblemente bien torneada, oprimiéndola con suavidad. ¡Era como una fantasía que me robó el aliento! Su aspecto era de ninfa seductora, de diosa, de valquiria… y, bajo el tutú, pude ver de refilón la curva que se perdía en el interior de la entrepierna del maillot. Entonces alcé la vista (estoy segura de que sonrojada) para preguntarle cómo se encontraba y supe que ella se había percatado de todos mis gestos, de todos mis pensamientos. En menos de lo que dura un segundo, vi su sonrisa enigmática ocultando una expresión de absoluta desesperación, de necesidad… No podías seguir ocultando toda esa angustia, ¿verdad, mi vida? Entonces me propuso tomar un café juntas al día siguiente… y así comenzó nuestro affaire».
—Chicas, ¿por qué tardáis tanto? —preguntó Gérard. Se acababa de asomar a la sala de música del palacio Guillard. Había invitado a Angela y a otros tantos compañeros de Overwatch a pasar el fin de semana allí, en el campo.
—El cabello de Angela se ha enredado —replicó Amélie sin inmutarse. La doctora volvió a agachar la cabeza y a ser consciente de la presencia de esos tacones delatores que Gérard no parecía saber interpretar.
«Lo siento… Lo siento muchísimo, Gérard, lo siento… lo siento, lo siento», pensó con intensidad. Notó aquella terrible culpabilidad amargando un momento más de su vida.
¿Qué podía hacer? ¡Llevaba meses preguntándoselo!
Sonriendo completamente ajeno a la escena sáfica que su esposa había protagonizado instantes antes junto a su invitada, Gérard regresó al salón principal. Era mediodía y estaba compartiendo un agradable almuerzo junto a sus compañeros y amigos.
—Amélie…
—Conozco esa cara. Vas a empezar otra vez —comprendió la francesa en tono triste. No se atrevió a impedirle hablar (nunca lo hacía): se sentía merecedora de cualquier reprimenda.
—Lo que le hacemos a Gérard es terrible —suspiró Angela. Se incorporó y colocó la tela de su falda en el lugar que le correspondía, luego se dirigió al piano. Allí, sobre las teclas de marfil y de espaldas a la puerta, había quedado su ropa interior. El marido de su amante no se había percatado de nada porque había estado sentada.
—¿Rompemos, Angela? —preguntó entonces la bailarina. Mostraba dignidad, esa mirada serena de la alta sociedad… ocultando lo que la suiza había aprendido a identificar como desafíos: «no eres capaz de abandonarme».
La invitada terminó de vestirse y le tendió la mano a Amélie.
—Deberíamos.
—Ordéname que te deje. Di que no me quieres. Hazlo de un modo convincente.
Angela retiró la mano. Se encogió desasosegada.
—… No puedo.
La anfitriona se quedó sola en la sala de música, tratando de superar su petrificación para calzarse y unirse a sus invitados en el almuerzo.
