¡Hola a todos! ¿Cómo están? Desde siempre he querido escribir un fanfic de Saint Seiya pero hasta ahora me atrevo a hacerlo, espero que les guste. Si tienen alguna sugerencia, crítica constructiva o comentario los review son bienvenidos.
Carpe noctem.
Aunque todos creían que las moiras tenían un aspecto aborrecible, la verdad era que no lo eran. Por el contrario, eran absolutamente hermosas. La primera, Cloto, era rubia y tenía un aspecto adorable y casi infantil. La segunda, Láquesis, era pelirroja y parecía estar en el pico de la vida. Mientras que la tercera, Átropos, era pelinegra y su belleza era madura. La única de ellas que tenía los ojos abiertos era la Laquesis, quien a su vez era la única que podía contemplar el presente.
—¿Qué deberíamos hacer, hermanas? —dijo la pelirroja.
Athena les había encomendado encontrar el castigo justo hacia sus congéneres por cómo habían torturado a sus santos.
—¿Clo? —le preguntó a su hermana más joven.
La rubia asintió, tomó una fotografía de todos los santos y abrió los ojos. Se concentró y observó cosas que solo ella podía ver, luego de un rato en absoluto silencio sus ojos se llenaron de lágrimas y estas empezaron a caer.
—¡Pobrecitos míos! ¡Han sufrido tanto! — murmuró la rubia.
Ese no era un punto de partida muy alentador. Su hermana era la más inmisericorde de ellas y eso no les ayudaba. Entre mayor fuera el crimen, mayor era el castigo.
—¿Atty?
La pelinegra caminó hacia un cuenco con agua que usaba para enfocar sus visiones. Abrió los ojos y contempló lo que el futuro deparaba a esos pobres santos. Luego retrocedió con horror.
—¿Qué viste? —demandó la pelirroja.
—Tanto dolor… cuando se sufre tanto dolor las personas se endurecen y atacan a los que más aman en un esfuerzo por protegerse a sí mismos —la pelinegra negó con la cabeza y se recompuso— no les vaticino una vida muy larga y mucho menos feliz.
—¿Hay algo que podamos hacer para ayudarles? —preguntó Cloto.
—Sabes que no podemos intervenir, Clo.
—Nosotras no, pero ellos sí.
Los dioses del panteón estaban sentados en sus respectivos tronos, cada uno de ellos temiendo el tipo de castigo que les sería impuesto. Todos ellos sabrían que no sería agradable porque las moiras eran conocidas por muchas cosas, pero no por su misericordia. Al final Cloto se aclaró la garganta y usando su voz infantil con un tono solemne dijo:
—Se les dijo en una ocasión que no debían intervenir en la vida de los mortales. Podían sugerirles, ofrecerles, aconsejarlos, pero no poseerlos ni causarles perjurio directamente.
Todos se tensaron como si hubieran recibido un golpe. Átropos se adelantó y tiñó su voz con pura indignación.
—Ahora sus acciones hicieron que los inocentes sangraran y deben pagar por ello.
Laquesis se aclaró la garganta.
—Como eso no ha pasado… todavía. Tienen dos opciones. La primera es esperar a que eso ocurra y recibir su castigo.
—¿Cuál es la otra? —preguntó Zeus.
—Arreglar el desastre que ustedes armaron antes que eso desencadene un fatídico resultado.
A partir de ahí todos empezaron a discutir que podían hacer y como lo harían. Al final Zeus impuso orden.
—La vida de los mortales es demasiado corta y sus vidas concluirán antes de que nos pongamos de acuerdo. Cada uno de nosotros le será asignado un caballero y cada uno de nosotros velará por este. La elección será aleatoria. No se permiten cambios ni cosas drásticas ¿Ha quedado claro?
Algunos mostraron inconformidad, pero al final asintieron y Zeus destelló una copa para que cada uno de ellos sacara un papel.
Mientras veía a los dioses sacar papeleta tras papeleta temió el nuevo temporal que les caería a sus incautos santos. No debió haber dicho nada. Después de todo, cada vez que un dios trataba de arreglar el designio de un mortal empeoraba las cosas.
Esa era una regla para la que no había encontrado excepción.
