Con los ojos puestos en el cielo

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Las calles de Namimori estaban casi vacías. Se podía percibir los pocos autos que pasaban a su lado cada tanto, y las pocas personas que encontraba se apartaban bruscamente procurando no enojar al chico de cabello negro que se había cruzado en su camino. En eso se había transformado él; en eso se había transformado su vida. No es que realmente le importara, porque no lo hacía. No le importaba ser temido ni excluido; no le importaba no tener amigos ni amantes. Sólo había una cosa que le importaba.

Caminaba con tranquilidad por esas calles que recorría sólo una vez al año y estaba a punto de llegar a la florería del viejo que ya lo conocía muy bien cuando se topó con alguien que no esperaba volver a ver en un largo tiempo, y mucho menos en ese momento.

En primera instancia sintió deseos de obviar su presencia y hacer de cuenta que no lo había percibido, pero aquél hombre alto de cabello rubio lo llamó obligándolo a detenerse.

—Kyoya, es bueno verte por aquí. La verdad es que andaba buscándote.

Hibari odiaba que lo llamara por su nombre, era algo a lo que no se acostumbraría fácilmente.

Volteó a verlo, aunque no con intención de prestarle demasiada atención. Dino tenía profundos moretones en sus brazos, sus manos estaban cubiertas de heridas que se asemejaban a quemaduras por sostener su látigo con tanta firmeza, y algunas banditas o gasas decoraban su mandíbula inferior y sienes para tapar los cortes que él mismo, Kyoya, le había hecho con sus tonfas.

Sin emitir el más mínimo sonido, lo ignoró por completo y se dispuso a seguir su camino. Dino no se sorprendió, eso era típico del adolescente. En esos momentos, el jefe Cavallone carecía de recursos con los que usualmente chantajeaba a su alumno, y ni Romario ni sus subordinados se encontraban cerca, por lo que su habilidad de batalla sería más que deficiente. Lo más sensato sería no hacer enojar a Kyoya, pero Dino no se rendía fácilmente.

Corrió con alegría infantil hacia el lado del chico, hablándole de cosas que no le importaban en lo más mínimo, y luego echó una carrera hacia el lugar al que se estaba dirigiendo, pues sabía muy bien hacia dónde iba. Y también sabía que el orgullo de Hibari era más fuerte que su deseo de mantenerlo lejos, por lo cual tuvo la certeza de que no cambiaría el rumbo de su caminata.

Dino llegó en pocos minutos a la florería que el menor planeaba visitar; Kyoya frenó el paso frente a la puerta del local, tan irritado como curioso de lo que el otro fuera a hacer. Aunque lo negara, realmente esperaba que su presencia allí se tratase de una coincidencia.

Dino observó con su típica sonrisa todas las flores del local, y como si le hubieran llamado poderosamente la atención, señaló unas flores que estaban arregladas para mostrar a través de la vidriera. Eran crisantemos blancos.

El anciano tomó cuidadosamente las bellas flores y se las entregó al Cavallone para luego dirigirle una amistosa sonrisa al adolescente que los observaba desde la puerta. Hibari no hizo caso de la mueca y miró fijamente a Dino, quien había comenzado a olfatear las flores en sus manos.

—Aah, huelen tan bien —exclamó con deleite al llenar sus fosas nasales de la deliciosa fragancia floral. Hibari no respondió—. ¡Vamos!

«¿"Vamos"? ¿A dónde?»se preguntaba Kyoya, y lo siguió por pura curiosidad a paso lento, haciendo parecer que no estaba realmente interesado en lo que el mayor estuviera pensando. Tan ensimismado se hallaba en sus pensamientos que no había prestado atención al entorno en el que se encontraba; de haberse dado cuenta, se habría marchado inmediatamente de ese lugar.

Dino comenzó a subir corriendo las escaleras en la colina, procurando llegar mucho antes que el otro, quien sólo caminaba a un pasito constante.

Cuando a Hibari ya no le alcanzaba la vista para encontrar al adulto, frenó en seco. A ese punto ya comprendía lo que hacían y adónde iban. Iban camino al cementerio de Namimori. A Hibari le costaba creer que Dino tuviera parientes enterrados allí, tan lejos de su lugar de residencia, en Italia. Sólo quedaba otra opción. Debió haberlo sabido cuando ése herbívoro compró los mismos crisantemos blancos en la misma florería que él compraba cada año; ya había sido mucha coincidencia.

Comenzó a correr tan rápido como sus piernas le permitían hacia el punto más alto de la colina. Sus pies sabían exactamente adonde ir, y en cuestión de segundos estuvo allí. Y Dino también.

El líder de los Cavallone se encontraba de rodillas, rezando frente a una lápida. Había puesto las flores en esa misma, pero había separado unas cuantas para ponerlas en las dos tumbas a sus costados. Eran las tumbas de los padres y el hermano de Hibari Kyoya.

En ese preciso instante, decenas de preguntas sin respuesta atormentaron la cabeza del chico de pelo negro. Pero Kyoya era una persona que conocía muy bien la receta para disfrazar sus emociones, y como siempre, en su rostro no se asomó ni una pizca de la confusión que sentía. Dino se dignó a ponerse de pie y levantar la vista. Su rostro estaba decorado con esa sonrisa tan típica de él, que Hibari odió allí más que nunca.

—Te he estado siguiendo durante un tiempo. Tenía que conocer las costumbres de mi estudiante favorito o de otro modo no podría entrenarte —confesó. El guardián Vongola no sabía cómo responder, así que prefirió no responder en absoluto y bajó la vista a las tumbas, ahora adornadas con esas bellas flores. Dino viró su cabeza hacia el mismo lugar—. Supe que tu familia había muerto hace no mucho tiempo, y supe también que visitabas sus tumbas una vez al año con unas flores: crisantemos blancos. Las flores que representan el dolor, llanto y muerte…

—¿Qué haces aquí? —habló Hibari por primera vez, cortante y amenazador. Sumando su voz a su helada mirada azulada, fija en los ojos café del otro, resultaba entendible que el jefe de los Cavallone hubiera sentido escalofríos recorrer su espalda.

—Quise venir contigo a visitarlos. Te conozco más de lo que te gustaría, y por eso entendía que si te pedía venir contigo probablemente terminaría con una de tus tonfas partidas en mi rostro. ¿Me equivoco, Kyoya? —preguntó sin borrar esa sonrisa poderosa, haciendo de cuenta que no presentía la iracunda aura que emanaba de su estudiante. Hibari no respondió, pero tampoco retractó su mirada.

Dino sabía. Sabía el porqué de las visitas de Kyoya al cementerio. No era porque ellos eran ni más ni menos que su familia; tampoco era por obligación ni porque los extrañaba, que –aunque lo negara– lo hacía. Era porque quería que ellos se sintieran satisfechos de la increíble fuerza de su hijo, que se sintieran orgullosos del control y la paz que suscitaba en Namimori.

Dino alzó una mano y la llevó al hombro del adolescente. Extrañeza surgió en su corazón al ver que Kyoya no corría su mano, sino que había permitido su osado accionar.

—No los conozco, Kyoya, y lamentablemente nunca los conoceré. Pero déjame decirte algo que estoy seguro de saber sobre ellos…

El muchacho no levantaba la vista. Por primera vez no se sentía con ánimos de partirle una costilla con sus tonfas, aunque en su mente repetía una y otra vez que se lo merecía por andar indagando en la vida de alguien más. Sin embargo sentía que realmente deseaba escuchar lo que estaba por decirle, e incluso si no lo estaba contemplando a los ojos, sus oídos sólo lo escuchaban a él.

—Están orgullosos de ti…

Y enseguida, Dino puso sus manos en los bolsillos de su pantalón y bajó las escaleras de la colina con la satisfacción grabada en su rostro.

Hibari Kyoya se había quedado solo, con la vista fija en las tumbas de sus adorados, y no la volteó hasta que los pasos del mayor se perdieron en el eco. Se había quedado algo impactado por la buena acción del hombre al que siempre golpeaba en los entrenamientos. ¿Cuándo se habían tomado tanto afecto?

Kyoya alzó su vista al cielo, adornado con espesas nubes blancas, y sonrió para sí mismo.

No le importaba ser temido ni excluido; no le importaba no tener amigos ni amantes. Sólo había una cosa que le importaba, y ese era Dino. Muchos creerían que lo más importante para él era su escuela, o incluso sus padres, pero no era verdad. Desde el momento en que se convirtió en su entrenador, a Kyoya le había agradado Dino, y el tiempo que pasaban practicando le resultaba entretenido. Pero se mordería a sí mismo hasta la muerte antes de dejar que ése herbívoro lo supiera…


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-Eritea.