Disclaimer: Estos personajes no me pertenecen. Forman parte de las películas de Frozen y El Origen de los Guardianes (Rise of the Guardians).

Nota de la autora: Espero que seáis benevolentes, es el primer Fanfic que escribo y no estoy muy puesta en el tema. Hacía mucho tiempo que tenía ganas de escribir una historia Jelsa, ¡y por fin me decidí! Lo cierto es que me gusta más la idea de centrarme en Elsa y en sus sentimientos, ya que me encanta como personaje y me fastidia que no le sacasen más partido. Jack también me encanta, y claro, blanco y en botella... Quiero que se centre en el reino de Arendelle, sin embargo, y mi deseo es adaptar las escenas para que encajen de una forma u otra con la película, pero tampoco seguirla al pie de la letra, porque obviamente tendré que realizar muchos cambios (aunque espero que no demasiados). No sé en qué categoría meterlo, porque llevará tanto drama, como algunas partes de humor y, claro está, romance. Entre otras cosas, aunque no quiero que la historia se centre únicamente en el romance. Si eso es lo que estás buscando, siento decepcionarte a medias. Romance habrá, pero hay cosas que me interesan más, como los sentimientos de angustia de los protagonistas. ¡Pero tranquilo/a! Como buena fangirl y shipper, no dudaré en poner esas escenas que hacen que se te acelere tu corazón por el amor de tu otp.

No sé cuántos capítulos podría tener este fic, en un principio me gustaría alargarlo, pero por otra parte no quiero desgastarlo demasiado. Pero un principio es un principio, y veremos hasta dónde llega.

Aviso: Esta historia puede contener Spoilers de las películas en cuestión. Si lo lees, que sea bajo tu propia responsabilidad.


Noche helada


Una ráfaga de viento se coló en la habitación cuando encontró la puerta abierta, haciendo estremecer a la niña que dormitaba en la cama. Otra niña, un poco más pequeña que la primera, subió con cuidado a la cama de ésta y la zarandeó con angustia.

-Elsa –susurró a su hermana-. Elsa, despierta. La puerta se ha abierto sola.

Elsa emitió un débil quejido, pero no se despertó. Anna giró la cabeza hacia la puerta, que se balanceaba con pesadez de un lado a otro, empujada por la corriente de aire. Tragó saliva e intentó despertar de nuevo a su hermana.

-Elsa –suplicó con su voz infantil-, por favor, despierta. Tengo miedo.

Elsa pareció oírla, porque se desperezó con lentitud y abrió un ojo somnoliento en dirección a su hermana pequeña. Esta llevaba el cabello pelirrojo alborotado y tenía una expresión de angustia grabada en su rostro.

-¿Qué quieres, Anna? –Le preguntó mientras se erguía y se sentaba en la cama- ¿De qué tienes miedo?

Anna señaló con un tembloroso dedo hacia la puerta. Elsa inclinó la cabeza para echar un vistazo. Qué raro. Juraría que había cerrado la puerta al entrar. Además, ese frío… No era posible. Se levantó con fastidio de la cama, haciendo un gesto con la mano a Anna para indicarle que la esperase ahí. Se acercó a la ventana y apartó con esfuerzo la pesada cortina morada que impedía el paso de la luz lunar a la habitación. Se inclinó sobre el cristal y observó los jardines que rodeaban el castillo. Soltó una exclamación de sorpresa y una leve sonrisa se posó sobre su rostro. Los alrededores del castillo estaban cubiertos de nieve, de blanca y hermosa nieve. Pero aquello debía ser una visión. Estaban en pleno verano, no podía nevar aún. Y ella…

-¿Has hecho tú esto, Elsa? –Le sorprendió a su lado la voz divertida de Anna- ¡Qué guay! No sabía que pudieses hacer todo eso –se giró hacia su hermana inclinando la cabeza y dedicándole una de sus infantiles sonrisas.

Elsa titubeó, desviando la vista de los jardines a su hermana, y viceversa. ¿Había hecho ella aquello? No, imposible. Lo habría notado. Pero entonces no sabía qué o quién podría haber hecho aquello. La duda la carcomía por dentro, ¿de verdad había hecho ella eso? Si así fuese, ¿de qué otras cosas sería capaz? ¿Podría resultar peligroso para alguien?

Anna la observaba con curiosidad, a medida que la sonrisa se le borraba del rostro. Elsa miraba a algún punto sin ver, perdida en sus más profundos pensamientos. A Anna no le gustaba que hiciese eso, era como construir un muro entre ambas que las separaba durante un periodo indefinido de tiempo. Pronto se cansó de esa situación y agarró a Elsa de la mano, sobresaltándola, pero la tranquilizó con otra de sus sonrisas.

-¡Vamos a jugar! –pidió mientras daba pequeños saltitos en el sitio, agitando el brazo de Elsa, que negaba con la cabeza- Venga, por favor, vamos a jugar, que ya me he desvelado y no tengo sueño –suplicó.

Elsa seguía negando con la cabeza, aunque una sonrisa empezaba a aflorar en sus labios conforme Anna seguía insistiendo.

-¿Y qué te parece un muñeco de nieve? –seguía insistiendo Anna. Elsa sonrió abiertamente y ella, tomándolo por un sí, echó a correr arrastrando a su hermana por los pasillos.


Tras recorrer un laberinto de largos e infinitos pasillos, llegaron al salón principal, que estaba coronado por unas amplias y enormes puertas de hierro entreabiertas, por las que se colaron las dos niñas. Entraron sigilosas, o al menos lo intentaron, porque Anna no podía contener la risa. Elsa le chistó para que se callase y acto seguido comenzó su magia. El suelo se cubrió de hielo, y la temperatura bajó vertiginosamente. ¡Y empezó a nevar! Anna rió y se deslizó torpemente por el hielo.

-¡Elsa, Elsa! Haz un muñeco de nieve –rogó a su hermana.

Elsa agitó las manos y formó un muñeco de nieve, escondiéndose tras él de su hermana. Agarró las dos ramas que hacían de sus brazos y las movió de un lado a otro.

-¡Hola! –dijo cambiando el tono de voz a uno más chillón- ¡Soy Olaf, y me gustan los abrazos calentitos!

-¡Olaf! –Gritó Anna llena de alegría, mientras se abalanzaba a abrazar al muñeco de nieve-. Te quiero.

Anna miró a su hermana y le sonrió con cariño. Solían hacer eso muchas veces, cuando ninguna de las dos podía dormir, o en su defecto Anna, que siempre conseguía sacar a Elsa de la cama para jugar con ella. Y aquella noche era una de ellas.


En el exterior reinaba el silencio. Era muy extraño que hubiese nevado en pleno Julio. Más que extraño, improbable. Pero ahí estaba la nieve. Cayendo sin prisa pero sin pausa, pintando los tejados de las casas de blanco y congelando el agua de las fuentes. No había ni un alma en la calle, exceptuando, tal vez, aquel chico pálido que observaba desde lo alto de la ventana del salón principal del castillo real. El sonido de las risas de las niñas le había atraído como el queso a un ratón. Y se había quedado de piedra ante la visión que le ofrecían sus ojos.

Una niña pequeña, con la melena rubia casi blanca, lanzando nieve. Creando nieve. Justo como él. El corazón le latía con fuerza en los oídos. No podía ser. No conocía a nadie más como él. No podía existir nadie como él. Nadie vivo, al menos. Pero allí estaba ella. Riendo y creando más y más nieve. No pudo resistirlo. Entró de un salto a la sala por la ventana entreabierta y aterrizó con suavidad sobre el suelo.

Tenía que conocerla.


-¡Venga, Elsa, vamos a saltar! –Dijo Anna mientras se subía en un montículo de nieve y saltaba al vacío.

Pero antes de caer, otro montículo de nieve apareció, amortiguando su caída y permitiéndole saltar de nuevo, cada vez más alto. Elsa, que lanzaba rayos de nieve para que su hermana saltase en ellos, se mostraba agobiada. Cada vez le era más difícil crear nieve, sus poderes eran limitados y los estaba llevando al máximo a una velocidad vertiginosa.

-Anna, para –pidió a su hermana-. Espera, ¡no tan rápido!

Pero Anna no la escuchaba. Estaba demasiado absorta en su juego, riendo y saltando de un lado para otro.

- ¡Anna, por favor! -Elsa rogó, asustada.

Anna había llegado a un montículo bastante alto, y se preparó para saltar. Elsa agitó las manos, pero no funcionó. Su poder había llegado al máximo. Anna saltó, y ella lo intentó desesperadamente varias veces más. Y lo consiguió. Desafortunadamente.


El joven observó a las niñas jugar. Parecían pasárselo muy bien. Y no se habían percatado de su presencia, aunque claro, eso era imposible. Nadie que no creyese en él podría verle. Y nadie sabía de su existencia. Suspiró y se sentó en el suelo con pesadez. Al menos verlas era divertido.

Al rato se percató de que la chica con poderes –que decía llamarse Elsa- se estaba quedando sin fuerzas. Sus rayos eran lanzados con menos intensidad, y cada vez con más lentitud. Le suplicaba a su hermana Anna que fuese más despacio, pero ella no le hacía caso. Aquello tenía pinta de acabar en desastre. Y llevaba razón.

Anna saltó desde un alto montículo, y él observó con interés a Elsa, que era incapaz de seguir creando nieve.

«Vamos», pensó, «vamos, tú puedes». Pero no pudo. En el último momento, Jack se levantó y lanzó un rayo de nieve en dirección a Anna.


Salió mal. Elsa corrió hacia su hermana, que yacía inconsciente –o algo peor– en el suelo. Le había dado. No había sido lo suficientemente rápida. Ni siquiera sabía de dónde había salido ese rayo de nieve. Ella debía haberlo creado. Y le había dado a Anna en la cabeza.

Abrazó con angustia a su hermana, mientras veía como un mechón de su melena pelirroja se tornaba blanco como el hielo. Era incapaz de notar su pulso. Anna no respiraba. Se esforzó por retener las lágrimas. La había matado. Había matado a su hermana.

-¡Mamá! –Gritó desesperada- ¡Papá! ¡Venid rápido, es Anna!

Las lágrimas se deslizaban por su rostro mientras abrazaba con fuerza a su hermana y chillaba el nombre de sus padres. No podía ser. No podía haberla matado.

Sus padres debieron escuchar sus gritos, porque acudieron veloces al salón. Observaron a sus dos hijas, con los ojos como platos, y sin dudarlo ni un segundo las cogieron y echaron a correr. Alguien debía socorrer a Anna, aunque ya fuese demasiado tarde.


No podía ser. Había sido culpa suya. Elsa no había tenido nada que ver. ¿Y si la había matado? Jack no podía aceptar esa idea. No era su intención. Él sólo quería ver a las dos niñas jugar. Nunca les habría ello daño a ninguna de ellas, o a nadie en particular. Y ahora por su culpa una niña inocente estaba a punto de morir, si no lo había hecho ya. Y lo peor era que su hermana mayor debería cargar con la culpa.

Se acuclilló en el suelo, enterrando la cara entre las manos. Y, por primera vez en muchos años, lloró.