Disclaimer: Bla, bla, bla, Harry Potter no me pertenece, bla, bla, bla. Le pertenece a Rowling (gracias, estimada señora, por crear una de las obras más maravillosas de todos los tiempos. Y gracias —heh— por cagarla con la birria de octavo libro. No era necesario), bla, bla, bla. A ver, si me pagaran por hacer esto, no estaría en Venezuela para empezar.
Nota: Éste fic lo subí hace añales (por ahí por el dos mil once), cuando era nueva en Fanfiction, y lo borré hace dos años gracias a ciertas cosas (entre ellas depresión y ver que lo estaban "adaptando" en otros lados, cuando había especificado bien que no acepto adaptaciones de mis historias). Pero, no sé, hay momentos en los que la nostalgia ataca y solo quieres escribir algo, así sea rehacer alguna de tus historias.
Advertencias y aclaraciones: Lenguaje un poquito fuerte. No sé qué otra advertencia podría poner (vamos, que para eso está el bendito rating).
Música: Todos mis fics tienen música. Deal with it.
Fever Ray – Concrete Walls
Crosses (†††) - † (No es chiste, la canción se llama así)
"El amor es un estado mágico que ayuda a vivir, la obsesión en cambio puede llegar a ser mortal." (Anónimo)
(Prólogo)
Dorado
Tom Riddle sin duda podía encajar a la perfección en lo que muchas personas definirían como alguien perfecto, valga la redundancia. Era cortés, inteligente, educado, caballeroso, poseedor de un físico tan atractivo como para mantener a toda la población femenina rogando por un ápice, un minúsculo segundo de su atención. Aunado a esto, era inmensamente apreciado y tenido en alta estima por todos los profesores. ¡Vamos, que tenía a todo Hogwarts comiendo de la palma de su mano!
Con excepción, claro está, de aquel irritante profesor pelirrojo. Siempre hay excepciones, lastres en su camino, que no dejan de interpelarlo buscando averiguar qué pasa por su mente, qué ocurre en su vida. Quién es, qué es más allá de esa máscara de perfección que lo rodea como un halo invisible e indivisible.
Por supuesto, solo puede sentir la más profunda y oscura bilis subiendo por su garganta cada vez que debe toparse con éste profesor; pensar "Deja de entrometerte" cada vez que lo interpela, llamándolo por ese odioso nombre al cual debe responder temporalmente.
Porque todos sabemos que él, un mago como él, no puede –no debe— tener un nombre tan insulso y común como Tom. Pero esto es harina de otro costal y no nos atañe por ahora.
Tom no solía interesarse profundamente por nadie. Es decir, no es como si alguien estuviese a su altura o siquiera pudiera soñar con estar a su altura. No, claro que no —¡por supuesto que no!—. Los que lo acompañaban eran meros seguidores. Súbditos, diría él sin vacilación en su voz. Súbditos que podrían ser reemplazados en cualquier momento. Amasijos humanos reemplazables y olvidables por los cuales él no sería capaz de siquiera enarcar una ceja. Era maravilloso sentirse admirado, envidiado; pero él era quien era, y atraer nuevos seguidores, nuevos súbditos, no era algo que se le diera difícil. Podría ahogar una carcajada —y vaya que podría desternillarse si quisiera—, como si no tuviese a miles rogando por que siquiera les dirigiera una mirada o una mueca, sin importar cómo fuese la misma.
Eso, claro, era parte fundamental de sus pensamientos. Y lo fue, hasta aquel día.
Oh, aquel infame día.
La primera vez que la vio fue en la orilla del lago, sentada bajo uno de los frondosos robles que lo bordeaban. Cabello blanco y largo, recogido en una suerte de coleta mal amarrada, piel muy pálida, figura alargada, de un metro sesenta y algo de estatura… Y ojos dorados. Resplandecientes ojos dorados, como las brillantes insignias que permanecían estáticas, ausentes, tras el sempiterno vidrio de la repisa donde reposan todos los trofeos y premios dedicados y otorgados a alumnos excepcionales y sobresalientes.
Hacía frío (más de lo normal), y una niebla se arremolinaba en torno al inmenso cuerpo de agua, y en torno a ella. Toda la escena parecía salida de un sueño, tenía un matiz onírico innegable que le otorgaba cierto aire siniestro a la pálida muchacha que permanecía, ausente a todo, a la orilla del lago. De no ser por la clara visión de sus piernas y sus zapatos, hubiera creído a pies juntitos que se trataba de algún fantasma, alguna desdichada fémina ahogada en el lago tiempo atrás.
Al cabo de unos días, supo su nombre: Alice Stratford. Sangre pura. Con lejano, demasiado lejano, parentesco con los Black. De su misma edad. Destacada en Defensa contra las Artes Oscuras pero exageradamente pésima en Pociones. Perteneciente a su misma casa y, por sobre todo, sin amigos notables.
¿Dónde había estado semejante persona durante todos los años que llevaba allí?
"Cosa rara", pensó Tom. Al menos debía llevarse bien con alguien, supuso. Todas las personas comunes tienen amigos, o siquiera un lastre del cual no pudieran deshacerse.
Error. A todos los trataba despectivamente, a todos sin ninguna notable excepción. Con los profesores era fría e impersonal —exageradamente distante—, y con los chicos, fuesen de la casa que fuesen, era cortante y reservada. Prácticamente los evitaba como a la lepra.
"Será homosexual", pensó, en un intento por justificar la normalidad de aquella fémina.
Pero, oh dulce ironía, estaba en un error. Una chica —la insistente y sempiterna chismosa Walburga Black— le había preguntado sobre sus orientaciones sexuales, extrañada por las mismas razones que él (y quién sabe por cuáles otras razones, más allá de ser una empedernida chismosa), y ella había contestado que era heterosexual. Sólo que aún no había encontrado a "alguien que le resultara interesante".
¿Qué concepto tendría ella de interesante? Porque vamos, él era interesante. Y ella no era una de las del montón que besaban el suelo por donde él caminaba. Ni siquiera había cruzado su mirada con él alguna vez. ¡Vamos, que hasta ese día había notado su bendita —maldita— existencia!
Sí, todo esto era información confiable, buscada por sus queridos "amigos" —pobres y reemplazables súbditos—. Podría preguntarle a cualquier persona y le diría lo mismo, habían afirmado ellos. Todo el aire, la reputación, la apariencia; que recopilaba ésta chica era la de un muro impenetrable, intraspasable. Una alta pared de hierro y hielo que no permitía la entrada ni salida de ningún elemento. Nada, ni un ápice. No había ni siquiera puertas, no. Aquella alta pared de hierro y hielo mantenía a esa extraña muchacha encerrada, enclaustrada, en un hermetismo casi bizarro.
Claro, había una sola cosa que nadie sabía explicar y de la cual ella misma no daba constancia, puesto que hasta ella desconocía las razones: Su apariencia. Es decir, ¿quién demonios tiene el cabello tan blanco como parecer una suerte de banshee menos terrorífica? ¿O los ojos dorados con pupilas ligeramente más pequeñas de lo normal, como si fuese una suerte de reptil humanoide? Y en especial, ¿quién demonios se mueve de esa manera? Tan sigilosa, tan fría, tan delicada y tan salvaje al mismo tiempo, tan… De basilisco.
Exactamente, como un basilisco al acecho de su presa.
Por supuesto, estuvo reprochándose mentalmente por pensar en una chica como si fuese interesante, cuando era igual a cualquier otra, debía serlo —tenía que serlo—. Porque, de acuerdo, apariencia rara, pero seguía siendo una chica. Una suerte de chica con aires de reptil. Pero claro, ¿cómo olvidarse de esos ojos dorados que lo miraron con curiosidad la fría mañana de Navidad, cuando bajó con la estúpida idea de que se encontraría con alguien más en la sala común, aparte de ella?
La misma curiosidad con la que él la había mirado por primera vez semanas atrás.
Claro, esos malditos ojos no lo dejaban en paz: Cuando dormía, soñaba con esos ojos. Cuando comía, cualquier cosa le recordaba a esos endemoniados ojos. Cuando observaba a su precioso basilisco en la cámara de su antepasado, aunque no miraba directamente a los ojos a su mascota, sabía que sus ojos eran dorados. Mortales, a diferencia de los de ella.
Condenada chica, condenados ojos, condenado color dorado. Condenado basilisco y su condenada similitud con ella. ¡Maldito sea el infame día en el que notó su maldita existencia!
Y los maldijo aún más cuando se clavaron en los suyos, mientras sus manos se estrechaban en un saludo suave: "Hola, Tom Riddle. Mi nombre es Alice Stratford. ¿Podrías aclararme una duda que tengo con respecto a la tarea de Pociones?".
Dorados, dorados. Condenados ojos dorados.
Condenados ojos de basilisco.
Y así Tom la apodó "La chica basilisco".
Ya saben: Si les gustó, dejen reviews. Acepto críticas constructivas, siempre y cuando tengan base y no sean ofensivas.
Qué raro fue esto. Hacía mucho tiempo que no rehacía ninguna de mis historias, pero me gustaría ver qué surge de todo esto.
¡Dejen reviews y les regalo galletas! (?) O bueno, quizás no galletas, porque la situación en mi país está del puto asco y ni siquiera yo puedo comer galletas (y con las ganas que tengo de comer galletas oreo o galletas de avena y pasas), pero prometo enviarles algo algún día. Quizás un Tom Riddle bien dócil y sin varita (no vaya a ser que se le salga lo psicópata y los mate, ehehehehehe~)
Mag C.
