Gemía con descontrol ante todas las sensaciones de las que estaba siendo preso. No era la primera vez que las experimentaba pero siempre le hacían perder el control.

Manos expertas recorriendo su cuerpo con avidez y lujuria. Dulces labios reclamando los propios en un apasionado beso. Sus muñecas sujetas por esas frías esposas que tintineaban con cada embestida recibida. Cuerpos sudorosos, llenos de excitación, rozándose constantemente.

Cada pequeño detalle, cada suave susurro, todo le hacía perder el control. Sabía que en debía. Era el enemigo y el su rehén, pero no se podía resistir.

Siempre empezaba con una piruleta que llevaba a besos azucarados, al principio suaves, quizás tiernos, pero luego se volvían apasionados y hambrientos.

Esa piruleta era su perdición.

Era un rehén, un rehén que había cometido el error de enamorarse de su captor.