¡Hola, sempais! Les doy la bienvenida a mi segundo AkaMido. Lo cierto es que durante mucho tiempo he estado deseando retribuir a esta pareja con otra historia, pero el tiempo, la inspiración y todo lo demás no me habían dejado. Así que, me senté con todas las de la ley para escribir algo de ellos y este fue el resultado; espero que les guste (nwn)

Kuroko no Basuke le pertenece enteramente a Tadatoshi Fujimaki. Yo sólo quiero entretenerme y entretenerlos a ustedes.

¡Advertencias! Lo de siempre, supongo: OoC en los personajes, yaoi (o algo que se le acerca) y un semi AU.


((*~* [A HUMAN VULNERABILITY] *~*))

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« Yo vivía muy bien y con lujos todo poseía; no tenía qué desear, pues todo fue de mi elección. Pero sin avisar, como bomba aterriza un intruso. Mi vida tranquila de pronto comienza a cambiar ».

Ricardo Murguia, Cambios extraños.

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Akashi Seijuurou podía jactarse de tener una excelente condición física, pero el esfuerzo que suponía correr por las calles repletas de nieve (mientras sus pies se hundían y entumían con el frío), resultaba más que agotador. Sin embargo, él continúo abriéndose paso con tanta rapidez y elegancia como lo permitía su atormentada mente, la cual parecía al borde del colapso por primera vez en su vida.

Sobraría decir que esta experiencia le provocaba una sensación desagradable, parecida a tragar bilis. Después de todo, él era absoluto y no tendría por qué doblegarse cual adolescente estúpido frente a sus propios sentimientos (¿así se le llamaba a la serpiente venenosa que estrangulaba a su corazón?). El hecho de que éstos hubieran borrado todo el comportamiento rigurosamente lógico que lo caracterizaba, le provocaba cierto temor (pese a que no fuera a admitirlo jamás, incluso si su vida dependiera de ello).

Su propio aliento, el cual escapaba con cada jadeo, le regresó un poco de calor a su —rojiza— nariz. No obstante, resultaba un alivio pequeño en comparación al frío que calaba sus huesos y lo entumecía terriblemente incluso arropado con la bufanda, los guantes y una larga gabardina —todos de excelente calidad— que se levantaba a sus espaldas como si se tratara de alas negras.

El taheño no prestó ninguna atención a la calle: No había un destino al cual llegar y, por lo mismo, Akashi sentía que el camino se hacía más y más largo (tan interminable y tortuoso que el mismo Infierno de Dante sentiría celos por el alma que había condenado un simple nombre, el suyo propio). Ahora no existía un hombro dónde apoyarse ni mano amiga entre el mar de rostros que pululaban a su alrededor —vacíos para él—.

« Soy absoluto ». Repitió cínicamente mientras apretaba el paso, ignorando las advertencias que sus —acalambradas— piernas le hicieron desde un tiempo atrás. « Aquello no es más que un ideal: Sombras y polvo. Una cortina de humo a la cual permití cegarme ».

Él sólo quería huir de las tinieblas y el vacío de las que siempre fue consciente, pero que jamás intentó detener hasta que fue demasiado tarde.

A lo lejos, Akashi oyó un fuerte pitido que taladró su cerebro sin hacerlo realmente. Por el contrario, el chillido de las llantas fue tan real y cercano que él no tuvo tiempo de girar su cabeza en aquella dirección reconociendo que, en realidad, la muerte sería la única libertadora de su alma.

Su mente, ágil y rápida a la hora de hacer cualquier conjetura, rió amargamente: Demasiado tarde.

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Seijuurou no conocía la decepción ni la derrota. Él, cuyos ojos podían adelantarse a los hechos, siempre tuvo la certeza de que no las sufriría. Entonces fue una verdad irrefutable: Había sido temido y respetado desde niño, pero la ilusión terminó no mucho tiempo después de reparar en que estaba atado por la carga de su apellido. Después de todo, como único heredero de la familia Akashi, entregó la vida a los proyectos de su padre, nunca a lo que quiso.

La verdad es que desde el repentino fallecimiento de su madre, un par años antes de entrar en la secundaria, el pelirrojo negó cualquier sentimiento que tarde o temprano pudiera causarle aflicción. Akashi estaba hecho para alcanzar la gloria y, tal como había dicho su padre esa lluviosa tarde, debía impedir que la vulnerabilidad humana —en cualquiera de sus formas o tamaños— lo destruyera por no ser capaz de dominarse. Así, Seijuurou no cedió ante la amistad y mucho menos al amor; claro que los beneficios en su desempeño fueron notables, pero él creció ignorando (o más bien, olvidando) cómo se sentía sonreír con honestidad. Lo cierto es que su padre lo mantuvo encerrado en un armario; nunca se había tomado la molestia de conocerlo.

Durante toda su vida, procuró ser el joven digno que su progenitor estaba orgulloso de exhibir a sus empleados —claro, a manera muy fría—. Aprendió cada una de las lecciones, se destacó en todos los ámbitos y al final, no era más que un muñeco haciendo piruetas para su padre y su séquito de admiradores, los cuales le importaban un comino incluso entonces. Las personas que lo rodeaban no tenían mayor consistencia que el humo, pues el único por quien sentía un remoto deslumbramiento, era Raijin Akashi.

Pero ambos se transformaron pronto en simples extraños, o quizá lo fueron siempre, mucho antes de los saludos formales que se daban durante las mañanas y los reportes escolares que Seijuurou presentaba al mayor como parte de una estricta rutina. Poco a poco, el respeto de Akashi se degradó a simples cortesías distantes y observaciones meticulosas que lo ayudarían a superar a la cabeza de la familia.

En realidad, el capitán de Teiko jamás se lamentó por la distancia del mayor (quien realmente hacía honor al nombre del Dios del Trueno por su imponente figura y soberbio actuar): En su lugar, Akashi aprendió a someter a otros y actuar desde la perspectiva de que siempre tenía razón. Por supuesto, le había funcionado mucho tiempo, hasta que conoció a Shintarou.

Repentinamente, lo que antes había sido o pudo lograr en días futuros, encontró un callejón sin salida. Para quebrantar la convicción de ser absoluto, sólo hizo falta encontrar a Midorima sentado frente al piano de cola en el salón de música.

En aquel entonces, Seijuurou se detuvo repentinamente al lado de la amplia puerta blanca. Con una expresión seria, el pelirrojo se asomó a través de la rendija y vio, lleno de curiosidad, a Shintarou iluminado por el atardecer. Los tonos rojizos que pintaban de anaranjado las cortinas al viento, creaban la ilusión de que la figura detrás de ellas emitía un fulgor propio.

La música, que llevaba consigo un indiscutible tono melancólico, envolvió inesperadamente el corazón de Seijuurou. Se atrevería a decir que nunca había sentido tal gama de sensaciones: La manera en que la boca de su estómago se contrajo, invadido por una emoción desconocida mientras cerraba los ojos y dejaba escapar un pesado suspiro, repleto de aflicción. Su aliento se detuvo, presa de la imagen que empezaba a tomar forma detrás de sus párpados, apretados finamente de manera que sus largas pestañas temblaban. El sonido cobró una profundidad y desolación que lo llevó a arrancar su respiración con un repentino ímpetu, como si hubiese corrido kilómetros enteros.

Percibía la rapidez de las notas, traducidas a un grado de angustia tal, que significó un esfuerzo sobrehumano mantener el rostro impávido pero expectante a la lluvia de sonidos cada vez más tristes, como el réquiem a la vida de un hombre que a pesar de poseerlo todo, tiene el alma vacía. Un ser incomprendido destinado a seguir las ideas que otro había trazado para él.

Hubo un periodo de calma en la sonata, exquisita y dulce a pesar de la amargura que traía para Akashi. El taheño abrió los ojos despacio, como si temiera caer dentro de un abismo aparecido de la nada.

Ya entonces le dolía el pecho y se sentía un poco mareado por las abrumadoras sensaciones que habían hecho mella en su corazón, igual que las termitas en un banquete. Su rostro rompió la ilusión de firmeza eterna y durante un par de segundos se contorsionó, mientras tanto las últimas notas de la canción se sucedían unas a otras, como apresuradas por desaparecer en el suave eco del salón.

Era una melodía hermosa, capaz de sacudir la vida que hasta ese día se mantuvo dormida. De pronto, se sentía un forastero en su propia piel. Sin saberlo y mucho menos proponérselo, Midorima abrió una brecha en la muralla que escondía el corazón de Seijuurou, demostrándole que durante años había aprendido a ignorar más que erradicar todos los sentimientos…, le reveló la gran mentira en la que vivió toda su vida: Tanto tiempo muriendo bajo la luna, envenenándose de un ansia de poder que no desaparecería jamás.

Sin darse cuenta, había llevado una mano a la altura del pecho. A través de la ropa y piel, sentía los fuertes latidos. De pronto, la mueca de disgusto se transformó en una sonrisa, no del todo vacía pero con un matiz que no podría describir con su vocabulario (el cual no era para nada limitado).

Devolvió su mano al costado y empujó la puerta del aula con suavidad, evitando hacer algún ruido que pudiese interrumpir. Con pasos silenciosos y felinos, Akashi entró al salón y permaneció quieto no muchos pasos después, cruzándose de brazos y esperando que el peliverde terminara la interpretación.

Éste mantuvo los dedos un poco más de tiempo para las últimas notas, que fueron quizá las más sublimes y permanecieron en los oídos de Seijuurou aun cuando la música se extinguió por completo. Prosiguió un hondo silencio, roto únicamente por el suspiro del más alto. La canción parecía no abandonarlo tampoco.

—Midorima Shintarou —llamó repentinamente el pelirrojo, haciendo que el aludido diera un respingo antes de girar la cabeza en su dirección, con el ceño ligeramente fruncido—, ¿verdad?

Observó detenidamente los rasgos del otro: Era un chico de complexión delgada y elegante, para nada la usual postura desgarbada del resto de sus compañeros. Cuando sus miradas se cruzaron por primera vez, el viento que se colaba a través de la ventana se detuvo abruptamente; las cortinas cayeron de nuevo a su lugar (meciéndose apenas un poco gracias a la débil brisa que apenas y las acariciaba).

Midorima levantó su mano izquierda, colocando el dedo índice y medio sobre el puente de los lentes y empujándolos hacia atrás. Los últimos rayos del atardecer emitieron un brillo sobre el ojo derecho, pero el otro quedó libre, mostrando su increíble iris esmeralda.

Shintarou era sin duda un joven atractivo y claro, antes de este encuentro fortuito no le había pasado totalmente desapercibido a Akashi: Después de todo iban en la misma clase y Midorima sin duda levantaba ya el interés de muchos (su belleza era innegable), ya curiosidad (pues era muy reservado) o incluso suscitaba ciertas burlas (al traer siempre un objeto consigo y no se separarse de él en ningún momento; justo ahora, el ítem anunciado por la famosa Oha-Asa parecía ser un listón rojo sangre que descansaba a su lado en el banco).

—Sí —respondió con voz grave, tomándose el tiempo en apartar la mano de sus lentes—. ¿Puedo ayudarte en algo, Akashi?

Seijuurou se acercó al piano de cola, deslizándose con gracia mientras respondía:

—Ha sido una pieza maravillosa la que tocabas hace un momento —hizo una pausa, deteniéndose a un lado del instrumento y apoyando la mano sobre la superficie lisa y fría. Shintarou le observó con cautela, frunciendo más el ceño—. No creo conocerla.

—Es obvio. Yo la he compuesto-nanodayo.

Akashi rió un poco entre dientes al escuchar eso último, entre sorprendido por el talento de Shintarou y lo divertido del acento —presumiblemente— extraño con el que hablaba éste. Inclinó la cabeza hacia delante, esbozando una sonrisa amable; por su parte, Midorima permaneció observándolo a los ojos, como hechizado por ellos (así que no le molestó del todo que siguiera viéndolo de esa manera tan fija).

—Bueno, te reitero que ha sido una canción excelente, Shintarou.

Midorima parpadeó tras los lentes, como si acabara de despertar de un sueño. Inmediatamente después, compuso una mueca.

—Gracias —dijo, y aunque pretendía restarle importancia al hecho (volviendo a subir sus lentes por el puente de la nariz), Akashi percibió el ligero rubor en sus mejillas—: ¿No te parece pronto para utilizar mi primer nombre? Hasta hoy, no nos hemos dirigido la palabra-nanodayo.

La sonrisa de Akashi se extendió.

—No te sientas incómodo. Tú puedes llamarme Seijuurou, si lo prefieres —sugirió, pero desde un principio supo que Midorima no se tomaría la confianza, aun con su permiso de por medio—. Sepas que es algo que no suelo permitir con tanta facilidad.

El ceño de Shintarou se frunció más.

—¿Y por qué lo haces ahora?

—En el fondo, sé que no lo harás. Supongo que es eso —admitió, riendo. Midorima entrecerró los ojos y volvió la mirada a las teclas—. De cualquier forma, me ha gustado mucho la canción. Hasta me conmoviste por un momento.

El tono que utilizó era amable y sincero; y la selección de palabras, lo más cercano a un elogio que había dado desde hace mucho tiempo.

—En efecto, no lo haré-nanodayo —replicó Shintarou, volviendo a mirarlo para responder a su segundo comentario—: Gracias.

Akashi levantó la barbilla.

—Toca algo más. —Ordenó con una voz que no daba pie a réplica alguna. Si acaso Midorima estaba sorprendido u ofendido por el tono, ni el ojo escrutador de Akashi llegó a saberlo. Tenía que reconocer que le complacía sobremanera la firmeza del otro.

—¿Cómo qué? —Fue lo único que dijo, casi sin pensar. Seijuurou tampoco lo meditó demasiado tiempo.

—Ya que no sé a quién puedes interpretar, lo que gustes —concedió, haciendo un ademán permisivo con la mano, girándola hacia arriba con movimientos elegantes y de apariencia calculada (como si los hubiera ensayado hasta el cansancio).

Midorima no actúo de inmediato, tal como le gustaría al pelirrojo. En su lugar, volvió la atención al teclado. Akashi decidió proporcionarle unos segundos más para escoger, así que aguardó pacientemente (cosa que en realidad, él no acostumbraba a hacer luego de ordenar algo). Por fin, luego de varios instantes, el peliverde se preparó. Seijuurou no perdió detalle del primer movimiento para empezar (el cual consistía en frotar rápidamente el dedo índice con su respectivo pulgar y dejar que el resto se apretara contra su palma). Un instante después, Shintarou cerró los ojos y empezó a acariciar las teclas con evidente habilidad.

En esta ocasión, la música fue más tranquila y suave. Seijuurou (probablemente aún bajo los efectos de la primera canción), se dejó abstraer por los movimientos de esas manos níveas, con dedos envueltos en cinta blanca. Las notas habían empezado a adquirir cierto matiz alegre, confiado y rápido que hizo sonreír al pelirrojo mientras observaba los ojos del chico a través del cristal. Éstos aún se mantenían cerrados y su expresión era seria, pero las arruguitas en su frente habían desaparecido. De vez en cuando, mecía la cabeza ligeramente y sus cabellos verdes se balanceaban al ritmo.

Su tranquilidad, pensó Akashi durante un ínfimo momento, resultaba algo contagiosa.

Seijuurou permaneció ahí, sólo observando las manos de Shintarou ir y venir con facilidad mientras éste se abstraía completamente.

Cuando la pieza terminó, Midorima abrió los ojos lentamente. Desde su posición, las largas pestañas de éste parecían temblar y cuando el iris esmeralda chocó con el granate, la sonrisa complacida de Seijuurou no hizo más que crecer.

—Una más.

Shintarou volvió a una actitud un tanto desafiante.

—He terminado por hoy —respondió, haciendo amago por cubrir el teclado. Ahora fue el turno del taheño para mostrar su desacuerdo e irritación.

—Una más —repitió autoritariamente, como un rey dirigiéndose a uno de los caballeros de la corte (por el que sentía un respeto y confidencia mayor que al resto)—. Quiero acompañarte en esta ocasión.

Akashi dejó su mochila a los pies del piano y buscó rápidamente en el salón, hasta dar con el armario donde guardaban algunos instrumentos. Se acercó y extrajo un estuche de violín. Luego giró sobre sus talones con un movimiento tan distinguido como si de un paso de baile se tratara y regresó al lado de Shintarou, quien permanecía en el banco, observándolo con algo parecido a la curiosidad. Mientras tanto, Akashi ya había sacado el violín y lo preparaba, afinándolo.

—De Rachmaniov, el concierto No. 2 en C menor, ópera 18: Moderato —indicó, dando por sentado que Midorima la conocía. El rostro del peliverde lucía un tanto descolocado por la sugerencia—. ¿Puedes tocarla? —Añadió y había un claro matiz de reto no expreso en su voz.

Midorima no varió un ápice su rostro, pero procedió a quitarse el suéter blanco de Teiko y dejarlo a un lado. Akashi ya tenía el violín en posición y observaba los movimientos de Shintarou mientras se arremangaba la camisa. El pelirrojo adivinó la constitución atlética del joven y reservó el dato en algún lugar entretanto Midorima suspiraba.

—La conozco y puedo tocarla-nanodayo.

—Muy bien. Cuando estés listo, entonces.

Las primeras notas de Shintarou fueron suaves, pero segundos después la manera en que dejaba caer la mano izquierda se hizo más violenta y rápida. La fuerza de sus movimientos, que eran al mismo tiempo delicados, lo sorprendió. El rostro severo de Midorima tardó poco más de medio segundo en llegar a la armonía con la música y para cuando cerró los ojos, sus dedos se movían velozmente por el teclado, dándole la señal al taheño. Así pues, también sus manos empezaron a moverse acorde con el ritmo.

Ninguno necesitaba las partituras y —por alguna razón— eso complacía a Akashi. Porque él sabía que podía interpretar esta pieza increíblemente, pero el hecho de que Midorima también fuera capaz, era una agradable sorpresa.

Ambos dejaron que la momentánea pasión fuera expresada por la canción. Sus cuerpos, por la agilidad con que se movían, daba la impresión de que estaban poseídos por una extraña magia a la luz del atardecer. Akashi también cerró los ojos y permitió a sus manos ser guiadas por un arrebato, más producido por el hermoso y tranquilo sonido que ahora provocaba Shintarou que por el sentimiento de la música en sí. El ritmo era precioso y resultaba grato en manos del peliverde, quien adquiría o disminuía su velocidad según correspondía.

Los minutos fueron transcurriendo, manteniéndolos ajenos al mundo, pero no al otro ni tampoco a la canción. En cuanto el sonido del violín debía hacer una pausa, Akashi abría los ojos y miraba a Shintarou, pero en los últimos segundos, con las notas emergiendo con la fuerza del desenlace, él no volvió a privarse de la expresión concentrada de Midorima. Él sabía que era una idea terrible, algo que podía controlar (o quería pensar que tenía en su dominio), pero que sin embargo, iba cobrando mayor resistencia conforme observaba la faz del peliverde.

Una vez terminada Moderato, ambos sostuvieron ese momento: Uno sin abrir los ojos, el otro observándolo con una sonrisa.

Shintarou por fin despegó los párpados y volvió la cabeza hacia él. La brisa cobró fuerza y agitó una vez más las cortinas y los cabellos de Midorima. Y entonces, Akashi lo supo. La verdad lo agobió tanto que su respiración se cortó al instante, mientras observaba los párpados de Shintarou despegarse y mostrar el fenómeno que se llevaba a cabo en los ojos del peliverde, los cuales brillaban como un par de esmeraldas magníficas e inigualables.

Akashi sintió la profunda inmensidad en esa mirada y pensó que nunca había visto unos ojos que pudieran compararse con aquello; él, que jamás se doblegaba ante nadie, estaba fascinado por su color, su brillo y las sombras que habitaban al mismo tiempo dentro del iris.

Eran hermosos, en todo el sentido de la palabra. A Seijuurou no le tomó demasiado darse cuenta que deseaba ver brillar esos ojos sólo para él. Reparar en ese último detalle, hizo que su corazón se batiera con la misma rapidez que las alas de un colibrí, de manera asombrosa y preocupante.

Su estómago se encogió al ver el rostro solemne de Midorima, más propio de un príncipe que de un joven de secundaria: Tan majestuoso y digno como un lobo.

Un —poderoso y desconocido— sentimiento empezó a propagarse a través de oleadas que recorrían su cuerpo entero, dejándolo ligeramente aturdido. No sabía cómo llamarlo y lo cierto es que le daba un poco de miedo hacerlo, pues iba tomando control sobre él más rápido de lo que le gustaría. Sin embargo, ocultó toda su inquietud en una sonrisa de satisfacción.

—Ha sido un verdadero placer que me concedieras esa pieza, Midorima Shintarou —dijo, con un tono entre insinuante y amable. El peliverde no pareció advertirlo (probablemente, era muy torpe en descifrar el lenguaje corporal, o habría advertido el matiz travieso y cortejante que impregnó en su voz).

Midorima pestañeó, como si no entendiera del todo las palabras.

—El placer ha sido todo mío —contestó, volviendo a acomodarse los lentes aunque no hacía falta.

—Ojalá podamos repetirlo.

El otro esperó unos segundos antes de contestar:

—Sí.

Obtenida aquella respuesta, Akashi sonrió, guardó el violín y desapareció del salón sin nada más que decir, pero ansioso por volver otro día.

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—¡Akashi!

Una voz extrañamente familia, pero distinta de todas maneras, se hizo escuchar por encima de las llantas. El pelirrojo sintió que su cuerpo retrocedía violentamente, atraído por un firme tirón. No le dio tiempo siquiera de emitir un gemido de protesta o dolor cuando sus asentaderas golpearon el pavimento helado y su espalda chocó contra el pecho de alguien.

Él sólo era —medianamente— consciente del auto rojo metiendo más velocidad y desapareciendo en la avenida. Su respiración se agitó, mas no sabía si era producto del jalón que lo salvó o si fue porque reconocía las manos grandes, de dedos hábiles y envueltos en cinta, a los cuales ya conocía muy bien después de observarlos tantas horas, día tras día.

—¡Akashi! —Repitió la voz, con una nota histérica (como jamás esperó oírla)—. ¡¿Estás bien?!

Seijuurou tomó su tiempo antes de girar la cabeza para ver por encima del hombro y encontrarse de lleno con los ojos encendidos de Midorima.

—¡Maldita sea! —Gritó Shintarou, ignorando los chillidos de los peatones que se acercaban a ellos—. ¿En qué pensabas cruzando así la calle? ¿A caso te has vuelto loco?

El pelirrojo regresó su cara a la mueca inmutable de siempre, con los párpados semi caídos, como si no le importara realmente lo que acababa de suceder.

—Shintarou —llamó con voz aterciopelada, logrando únicamente cabrear todavía más al peliverde—. Gracias.

—¿Cómo puedes hablar tan fríamente después de lo que acaba de pasar? ¡Casi mueres!

Akashi se limitó a sonreír, cerrar los ojos y apoyarse en el hombro del chico, igual que si estuvieran en la playa o el sofá de un departamento y no sentados sobre la banqueta, con un montón de gente observándolos y los pies extendidos hacia la carretera, donde los conductores —ajenos a lo sucedido— continuaban marchando a alta velocidad.

—Está bien. No ha pasado nada. —A pesar de sus palabras, levantó una mano y atrapó la que Midorima había enredado alrededor de su cintura, sintiéndose reconfortado por esa presencia—. Llegaste justo en el momento exacto, Shintarou.

El chico no trató de liberarse, pero gruñó algo ininteligible que sacudió sus cabellos y le provocó un cosquilleo agradable en el oído.

—Lo sabías, ¿verdad? ¿Todo esto era parte de un plan o algo así?

—No. Yo sólo estaba buscándote.

Una señora se acercó hasta ellos y les preguntó con voz aguda si estaban bien. Akashi se abstuvo de responderle que, viéndolos sanos y salvos, era una reverenda estupidez preguntar aquello. En su lugar, asintió y esperó a que Midorima lo soltara para levantarse, siendo imitado por el peliverde casi enseguida.

Ambos se miraron y, como acordando tácitamente, esperaron que se pusiera el alto y cruzaron la calle. A Seijuurou no le temblaban las piernas ni estaba conmocionado por el accidente, en cambio Midorima lucía pálido. Justo ahora, con su elegante saco gris y la bufanda a cuadros verdes y grises, le parecía tan joven y asustado como un niño.

—¿No vas a preguntar por qué te estaba buscando? —Preguntó entonces el pelirrojo, esbozando una sonrisa que no le llegaba a los ojos.

—Basta. Olvídalo. —Contestó con voz seca. Akashi se detuvo frente a un café y Midorima lo imitó; a ambos les debía llegar el delicioso aroma de los panecillos recién hechos y el de la misma bebida que, en otras ocasiones, habían compartido durante las mañanas que amanecían juntos—. No quiero escucharlo.

—Eres un terrible mentiroso. —Declaró Seijuurou, con una sonrisa más sincera—. Además, no es una opción.

—Claro que no —se quejó Midorima, volteando hacia otro lado—. Nada, absolutamente nada puede ser contigo un asunto de libre albedrío, ¿cierto?

Eso le dolió, aunque su rostro no cambió un ápice.

—Vas a escucharme —exigió y luego, un momento después de que Shintarou bufara, añadió—. Y entonces podrás decidir. Sólo… quiero que me escuches.

Lo último había sido, por primera vez, una especie de súplica. Midorima abrió grandes los ojos y le miró, anonadado al identificar esa variación.

—Nunca fui libre —prorrumpió—. Siempre he sido la marioneta de mi padre, un trofeo para exhibir al resto del mundo. Él jamás me dio respeto, sólo quería darme todo lo que quería para no tener que lidiar conmigo. Todo es material, debo tener razón y no equivocarme ni una sola vez. He renunciado a la vulnerabilidad humana sólo para complacer a mi padre, sin pensar si lo quería o no. Y con ello, me he equivocado toda mi vida.

»Nadie me enseñó a amar… o al menos, la persona que lo hizo desapareció cuando yo no era más que un niño. Así que cada vez que me enfrentó a ti, no sé cómo actuar y te hago daño. Lo siento.

»Pero yo… yo te amo a mi muy imperfecta y egoísta manera. Y si tú quieres… si tú aceptas…

»Negaré mi nombre si eso hace falta para estar contigo.

Midorima frunció el ceño.

—Te dije que lo olvidarás —cortó, haciendo énfasis en cada palabra y provocando un agudo dolor en el pecho del pelirrojo—. Entiendo. Nunca haré honor al nombre Akashi. Jamás seré suficiente para ellos…

—Ellos no me importan. Me quieren en una jaula, como un ave exótica. No quiero volver allá. No lo haré, aun si tú decides romper conmigo.

La expresión de Shintarou se ensombreció y Akashi se preparó para el punto final en su relación. Que ese momento llegaría, lo supo siempre, tan pronto como se dio cuenta que estaba enamorado de Midorima. Por eso, le sorprendió cuando el peliverde le sujetó de la barbilla con delicadeza y lo obligó a levantar el rostro mientras él se inclinaba hacia delante y le robaba un beso.

Aquello había sido algo que Seijuurou no fue capaz de leer. Un movimiento tan inesperado que le hizo gemir, aunque no había violencia ni la pasión acostumbrada; era un beso casto, tierno y que, expresaba mucho mejor los sentimientos de Midorima con respecto a él que cualquier otra cosa y se sintió libre y absurdamente feliz porque en el fondo sabía que no merecía el amor de Shintarou.

Pero él era egoísta y disfrutó de ese corazón que le pertenecía, sólo que esta vez, no dejaría que sólo Midorima entregara su amor sino que aprendería a entregarlo él también.

Sólo entonces comprendió que la muerte no era la única capaz de libertarlo.

FIN


Y fin. Sé que no es muy bueno y se agradece a cualquiera que haya terminado de leerlo, pero es lo único que me vino entre tareas y todo lo demás (x'D). De verdad espero que les haya gustado aunque sea un poco y puedan honrarme con algún review (:3)

¡Hasta luego!