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El Camino Seguro a la Independencia Telefónica

Una historia de
Megawacky Max

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Nota del Autor:
Deseo agradecer enormemente a mi amigo Tronkan Trok, de quien surgió esta idea luego de un extraño chat sobre un sueño todavía más extraño. Esas cosas pasan... no se sorprendan.

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Prólogo

No era una mañana más en Hillwood. Debería haberlo sido, pero no fue así. El Destino preparaba la escena de una obra maquiavélica en la que dos opuestos no tan opuestos deberían unir fuerzas. Una colisión de personalidades, una selección de opciones, y un único objetivo a alcanzar:

El Camino Seguro a la Independencia Telefónica.


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Capítulo 1
La veda telefónica

El sol asomaba su brillo, dando muestras de lo que sería un día caluroso. Hacía mucho que no llovía; ni siquiera se observaban nubes a la distancia. La ciudad de Hillwood amanecía de una noche incómodamente húmeda.

La vida se basaba en el movimiento de las primeras criaturas de la mañana: los niños repartidores de periódicos comenzaban sus rutas, los comerciantes abrían sus negocios, los primeros vehículos transportaban a adormecidos trabajadores a sus adormecedores trabajos. Un día normal.

O tal vez no...

Harvey el cartero se encontraba en la oficina de correo, esperando su fajo de cartas para el recorrido de la mañana. Poco sabía que él sería un pequeño pero funcional engranaje en la sucesión de eventos que tendría lugar, ese día. Un pequeño, inofensivo engranaje, y su inocente función de girar hacía mover todo un complejo mecanismo que terminaría en desastre.

Harvey tomó el fajo de sobres y lo metió en la bolsa. Uno de esos mensajes iba dirigido al Señor Big Bob Pataki. A Harvey no le interesó, pero siempre era así. Él no se hubiese interesado en nada salvo en cumplir su misión: entregar el correo.

El pequeño engranaje que representaba a Harvey comenzó a girar. Era el principio del fin.

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El barrio se mantenía visualmente intacto. Sólo una observación más profunda hubiera mostrado los grandes cambios que tomaron lugar en el interior de los edificios. Las estructuras no habían cambiado... sus habitantes, sí.

Veamos, por ejemplo, aquél edificio púrpura, hogar de la familia Pataki, la cual estaba a pocas horas de sufrir un gran cambio en su estructura monetaria.

Big Bob Pataki, jefe autoritario de una compañía de localizadores, ganó un par de kilos y perdió un par de cabellos, pero su carácter se mantenía en ser lo más interesadamente materialista como fuese posible.

Miriam Pataki, madre distraída y con un problema con la bebida, se encontraba ahora en tratamiento dentro de grupos de Alcohólicos Anónimos. Había mejorado mucho desde aquellos años de decadencia, y por estos días había reemplazado el alcohol por jugo de tomate. Contando ahora con un edificante hobby para distraer su mente, la jardinería, su salud y estado de ánimo mejoraba poco a poco, día a día.

Olga Pataki, la mayor de las hermanas Pataki, se graduó en la Universidad y actualmente equilibraba sus pasiones entre la actuación, la escritura de libros y su trabajo en una pequeña biblioteca comunitaria de una ciudad vecina, en la cual residía al día de la fecha.

Y luego estaba Helga Geraldine Pataki...

Llegar a sus diecisiete años actuales fue toda una odisea para la niña. Helga no desconocía la idea de que todos venían a este mundo por un motivo, y estaba casi convencida que el noventa por ciento de la gente tenía como motivo meterle piedras y palos en el camino. Helga lo vivió casi todo en estos pocos años de su existencia, y es que al llegar a los diecisiete ella se sintió como de cuarenta. Puede que más.

Su familia la quería. Desde luego que no la odiaban. El problema era que sólo la querían cuando no la ignoraban, y eso ocurría muy de vez en cuando. Quizá demasiado muy de vez en cuando. Allí no encontraba mucha contención.

Sus amigos le tenían un respetuoso temor. Sus nudillos eran conocidos allí donde dos o más personas protagonizasen un pleito. Insultarla era firmar el testamento, porque todos aquellos sentimientos que su familia no supiese reconocer, Helga los desahogaba en defender a sus amigos y, al mismo tiempo, defenderse a sí misma de sus amigos defendidos. La chica se había vuelto una figura misteriosa en el barrio.

No era mala. Bien, en el fondo; muy, muy en el fondo; Helga era sensible, caritativa y dispuesta a ayudar. Eso, claro, si alguien conseguía alcanzar ese punto tan bajo en su corazón y hacerle sacar lo mejor de sí. Se sabía que sólo existía una persona que podía hacer eso. Sólo uno entre miles había aprendido a desentrañar la complicada existencia de Helga Pataki, ver dentro de su alma, comprender su accionar y, de tanto en tanto, hacer de ella una mujer feliz.

Pero Arnold ya no estaba con ellos.

Helga se entristecía al pensar en su amado. Arnold se había mudado con sus padres cuando cumplió los quince, exactamente cinco años después de haberlos encontrado en las profundidades de una jungla centroamericana; una experiencia en la que todos sus compañeros, partícipes involuntarios de la búsqueda, habían ayudado a culminar con éxito. Helga, especialmente.

Ver partir a Arnold fue muy duro para Helga. Junto con él se fue toda la contención que un novio podía darle, y aquellos sentimientos oscuros volvieron a apoderarse de su alma. Sin embargo, Helga nunca perdió las esperanzas. Ella sabía que el que Arnold se hubiese marchado no significaba que no volvería, y cada dos por tres ella telefoneaba a su casa, allá en algún lugar de Centroamérica, y le contaba todos sus males. Arnold siempre escuchaba, y siempre tenía una opinión al respecto. Así, Helga sabía que no debía desesperar, porque tarde o temprano volvería a llamar para desahogar sus penas. Y algún día, pensaba, podría marcharse de la casa y vivir junto a él, alejada de su familia y de sus males.

A veces le deprimía ver a sus amigos. La mayoría de ellos tenían alguien a quién amar. Phoebe y Gerald... Harold y Patty... Nadine y Sid... No, era difícil verlos tan felices junto a sus amores, mientras ella...

No.

Helga rió, aunque nerviosamente. No debía pensar en eso. Ella tenía su amor. La única diferencia era que se encontraba a miles de kilómetros de distancia. Pero bueno, era mejor que nada.

Qué rayos, pensó, la vida no es mala. Estaban en vacaciones de verano, había quedado con Phoebe en ir a la piscina municipal y llamaría a Arnold aquella misma noche. No, la vida no era mala.

Así que dejó de pensar, salió de la cama, se dio una refrescante ducha matutina, se puso ropas frescas y cómodas y bajó a desayunar, llena de una felicidad que hacía mucho que no sentía.

Y toda esa felicidad se redujo a nada poco antes de llegar al comedor.

Se sabe que el sonido es el movimiento secuencial de moléculas que parte de un emisor y arriban a un receptor. Aquello había sido como un terremoto de moléculas que partía de un emisor y colisionaba con todo en un radio de dos kilómetros. El sonido era grave, potente y desagradablemente prolongado. Sonaba, más o menos, así:

-¡¡¡HEEEEEELLLLLLLGAAAAAAAAAAAAAAA!!!

Helga se congeló antes de bajar el último escalón de la escalera. Maldita sea, pensó, esto no puede ser bueno.

No lo era. Big Bob Pataki había aprendido, por fin, cuál era el nombre de su hija menor. Y aún así continuaba llamándole "Olga". Pero cuando el motivo era un enojo, "Helga" salía con el poder de un corcho en una botella de champagne; y el problema con los corchos de las botellas de champagne es que, si uno no es cuidadoso, termina sacándole el ojo a alguno.

Dicho de otra forma, el grito de Big Bob Pataki podía resumirse en esta sencilla explicación: Olga, buena; Helga, mala.

Helga, ven aquí! -bramó el Todopoderoso Señor de los Localizadores.

Helga suspiró. Hasta aquí llegó la felicidad. Ahora a ver qué quiere el ogro...

Al entrar al comedor vio a Miriam y Bob desayunando. Miriam estaba inusualmente atenta, tratando de comer, y su expresión ya clasificaba el problema futuro inmediato dentro de la categoría Corre Por Tu Vida. Bob, en cambio, estaba de pie, aparentemente intentando quemar el papel en sus manos con una potente mirada de ira. Helga estaba segura de que lo hubiese logrado, de no ser porque sus ojos se desviaron a su joven figura.

-¿Qué significa esto, jovencita? -Bob sacudió el papel en el aire.

Helga observó el movimiento por un breve instante y contestó: -Significa que todavía puedes mover el brazo.

Qué rayos, pensó, si voy a pasarla mal, al menos me divertiré un poco, antes.

-A ver si puedes explicar esto, si eres tan lista -dijo Bob, depositando el papel sobre la mesa con tanta delicadeza que los platos con huevos fritos y panceta y los vasos con jugo de naranja dieron un interesante salto, digno del récord mundial.

Helga se acercó con cuidado y observó a la distancia, no el papel en la mesa sino el sobre abierto al otro lado de la misma. Era de la compañía de teléfonos.

Helga cerró los ojos. ¡Maldita sea!, pensó. Otra vez me extralimité. Que no sea mucho... que no sea mucho... que no sea mucho...

Helga abrió los ojos.

Miró hacia abajo.

Hacia el papel en la mesa.

Todo su mundo se partió en mil pedazos.

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Desviemos por un momento el foco de esta historia. Viajemos inmediatamente a la habitación de otra señorita que está a pocos minutos de sufrir una conmoción similar a la de Helga Pataki, y que además es la segunda protagonista de esta historia.

Allí pueden verla, recostada boca abajo en su amplia cama de dos plazas con elegantes postes y cortinas. Todavía lleva puesto su costoso pijama Caprini.

Rhonda Wellington Lloyd sería una de las pocas personas en la secundaria en preocuparse por cualquier tema vinculado al dinero. Sus padres habían incrementado ligeramente la ya interesante fortuna familiar mediante un par de acertados movimientos en la bolsa. Rhonda tenía cuenta propia en el banco de la ciudad, tarjeta de crédito para estudiantes y una perspectiva a una MasherCard de platino para su cumpleaños número 18, cuando sería suficientemente adulta como para tenerla.

Rhonda Wellington Lloyd era una chica feliz. Materialista, sarcástica, bastante pomposa, esquizofrenicamente elegante... pero feliz.

Hasta ese día.

Allí pueden verla, recostada boca abajo en su amplia cama de dos plazas, rodando sobre el cómodo colchón mientras ríe y expresa una jocosa opinión en un inglés muy perfeccionado.

-Ah, darling, it sounds so cool -dice al receptor al otro lado de la línea. Sus amigos por Internet suelen llamarle de tanto en tanto, pero es Rhonda la que aprovecha las maravillas de la tecnología de la comunicación a distancia en su totalidad.

Al otro lado de la línea, una voz británica hace un comentario simpático. Rhonda ríe, vuelve a rodar sobre el colchón y, al detenerse boca arriba, deja caer su cabeza más allá del borde de la cama.

Su padre está esperando en la puerta; de cabeza, al menos desde la perspectiva de Rhonda.

-Uhm, I'll phone you later, darling -ella dice, cortando la comunicación y rodando hasta quedar arrodillada en el colchón.

Rhonda siempre guardó un profundo respeto a sus padres, y si acaso los años le habían cambiado en algo esa actitud, era en el hecho de que ahora se tomaba su tiempo antes de prestarles atención, lo que no quería decir que no los quisiera con todo su corazón. Así que fingió desperezarse, salió de la cama y caminó elegantemente hasta su mesa de maquillaje con espejo incluido.

-Padre, te pediría que golpearas antes de entrar -dijo, tomando un cepillo y procediendo a la tarea primordial de todas las mañanas, que era demostrarle al mundo lo bella y fascinante que era.

-Golpeé -afirmó su padre. Rhonda podía verle desde el reflejo en el espejo-. Pero estabas muy entusiasmada hablando con... ¿cómo se llamaba? ¿Chad?

-Arthur -corrigió Rhonda-. Chad tiene acento irlandés -agregó, como si su padre escuchase todas sus conversaciones.

Hubo un momento de silencio, interrumpido apenas por el gentil frotar del cepillo sobre los cortos y morenos cabellos de Rhonda. La muchacha ya había probado dejarse crecer el pelo, pero le costaba horrores lavarlo adecuadamente. Siempre quedaban partes descuidadas. Prefería el cabello corto y manejable, y además así podía mostrar sus fabulosos aretes, los cuales cambiaban cada pocos días.

-¿Padre? Aún estás aquí. ¿Ocurre algo?

-Uhm... ¿Princesa? Tu madre y yo... -hizo una pausa y prosiguió-. Tu madre y yo quisiéramos hablar contigo.

Rhonda no se mostró sorprendida.

-Claro que si, padre. Bajaré a desayunar en unos minutos.

Su padre asintió y se marchó, cerrando la puerta con suavidad. Rhonda se dispuso a ponerse sus aretes, así que abrió un pequeño gabinete y casi fue cegada por el resplandor de cientos de modelos cuidadosamente catalogados, separado y organizados. Su dedo índice recorría tranquilamente las hileras de aretes, tratando de seleccionar uno con su uña de exquisita manicura. Al fin encontró un hermoso juego de aretes con pequeños zafiros dispuestos a modo de sonrisa "smiley", un pedido especial que su padre realizara a un joyero en honor del cumpleaños número dieciséis de su pincesita.

Rhonda revisó meticulosamente su inmaculado reflejo en el espejo. Estuvo de acuerdo en que no había nadie más perfectamente guapa en toda la Tierra y procedió a bajar al comedor y desayunar.

Sus padres ya estaban allí, y desde el momento de entrar Rhonda ya podía sentir algo muy malo en el ambiente. La televisión estaba apagada; su madre nunca se perdía los noticieros de la mañana. Y su padre no estaba leyendo la sección Economía del periódico matutino. Ni siquiera había abierto el periódico.

Lo único que había abierto era un sobre, aparentemente de la compañía de teléfonos.

Rhonda procuró ignorara aquello y se sentó en su silla. Frente a ella le esperaba un delicioso desayuno francés que haría que un novato se atragantase con el primer bocado. Por suerte, Rhonda era casi una gourmet.

Intentó comer, pero el peso de las miradas de sus padres la hizo recapacitar. Tomó la servilleta y se limpió delicadamente los labios.

-Ah, sí... Padre, madre, ¿deseaban hablar conmigo?

Ellos intercambiaron una mirada, cosa que hizo que Rhonda se estremeciera por dentro. Ella sabía que sus padres sólo hacían eso cuando estaban por decirle algo malo.

-Cariño... -comenzó su madre-... Sabemos que es muy importante que entables amistad con habitantes de países tan elegantes como Gran Bretaña, Italia y demás...

-... Pero -continuó su padre-... hay mejores formas de... entablar esas conversaciones... más allá del teléfono.

El mundo alrededor de Rhonda se detuvo abruptamente. Los ojos de la muchacha se lanzaron inmediatamente hacia el sobre abierto sobre la mesa, y algo en esa cabecita elegante hizo clic de manera horrible.

Oh, rayos, pensó.

-Princesa, comprendemos tu gran interés por culturas tan interesantes, pero... lamentamos decirte que tus gastos telefónicos son...

-... muy elevados -terminó su madre.

Rhonda trató de sobrevivir al nuevo silencio, pero falló.

-Uhm... -aclaró su garganta-... ¿Podría... ver esa cuenta?

Su padre asintió y se la pasó con cuidado. Rhonda cerró los ojos y puso la cuenta frente a ellos.

Abrió los ojos.

Todo su mundo se partió en mil pedazos.

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-¡No tengo la culpa de que Arnold se haya mudado a Centroamérica! -protestó Helga.

-¡No pienso pagar esta cuenta! -bramó Bob.

La cuenta telefónica de los Pataki había dejado un hueco en el bolsillo de Bob. No era la primera vez. La cuenta había aumentado desde la partida de Arnold, y el problema era que cada mes era más grande. Helga siempre decía que no se excedería, pero la realidad era otra. Necesitaba hablar con Arnold.

No... no era la primera vez que llegaba esa cuenta a la casa de los Pataki... Pero, esta vez, Big Bob iba a asegurarse de que fuese la última.

-¡Mira, jovencita, no quiero que vuelvas a gastar tanto!

-¡Voy a cuidarme, lo prometo! -alegó Helga.

-¡Siempre dices eso, y siempre gastas un poco más! ¡Se acabó! ¡No más teléfono pata ti!

Helga iba a respinder, pero las palabras se perdieron en su garganta.

-Qu... Qu... ¿Qué?

-Lo que oíste. Ya has gastado demasiado. ¡No voy a pagar esto, si es para que pierdas tu tiempo con ese Arnold!

Helga no sabía qué contestar, pero por suerte fue Miriam la que habló.

-¿Y por qué no lo paga ella? -dijo. Ambas miradas se posaron en ella.

-¿Que lo pague ella? -dijo Bob.

-¿Que lo pague yo? -dijo Helga.

-Sí -respondió Miriam, bebiendo un poco más de café. Era mucho mejor el café que el coñac. Había mejorado mucho desde sus reuniones con Alcohólicos Anónimos.

Padre e hija intercambiaron una mirada que no se podía definir a simple vista. Era como si se hubiera lanzado un desafío y ahora uno de los dos debiera sellarlo. Helga habló.

-¿O sea que yo podría hablar con Arnold, siempre que yo pague la cuenta?

Bob meditó aquello, aunque no demasiado.

-Uhm... No veo por qué no -gruñó-. Pero para eso tendrás que conseguir un empleo, y yo no te lo voy a dar. No es una mala idea, en verdad. Creo que ya es hora de que entiendas el valor de un dólar.

Helga también medito aquello, pero ella lo pensó mucho. Si ella trabajaba, podía hablar con Arnold. Si ella no trabajaba, no podía hablar con Arnold.

Era bastante simple, en realidad.

-Muy bien, Bob -sonrió-, la próxima la pago yo.

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-¡Esto no puede ser mío! -gritó Rhonda, caminando nerviosamente de un lado al otro del comedor, mirando con ojos desorbitados la cuenta de teléfono en sus manos.

-Lo lamentamos, cariño, pero allí está todo -dijo su padre-. Las llamadas a Londres, a París, a Nueva York...

-¡No, no, no! -negaba ella-. ¡No puede ser, yo no hablo tanto!

-No es que hables tanto -su madre trató de tranquilizarla-, el problema es a dónde hablas.

-Sí -alegó su padre-, si todas esas llamadas hubieran sido locales, la cuenta sería ínfima.

Rhonda repasó toda la lista nuevamente. No podía creerlo, de verdad no podía creerlo.

-¿Seguros que no es un error? -dijo al fin, girando abruptamente hacia ellos-. ¿Seguros que no son llamadas de otra persona? Quiero decir, este es el primer mes que reciben semejante cuenta... ... .. ¿V-Verdad?

Sus padres se incomodaron un momento, antes de decir: -En realidad, esta es la tercer cuenta elevada.

-¡¿La... ter... ter... ... ...?!

Rhonda debió aferrarse a la mesa para no caer de espaldas. Toda la sangre de su cuerpo pareció desaparecer, dejándola muy pálida. Sus padres se aprontaron a socorrerla, ayudándole a sentarse en la silla más cercana.

-Dios mío... Dios mío... Padre, Madre, lo siento tanto...

-Cariño, tal vez es nuestra culpa. Debimos decírtelo el primer mes.

-Pero, podemos pagar esto... ¿verdad?

-Sí, por supuesto -asintió su madre-. Pero el motivo de esta charla está centrado en otro tema.

-¿Cuál? -preguntó Rhonda, temiendo la respuesta.

-Princesa, sabes que queremos lo mejor para ti, pero nos preocupa un poco tu... llamémosle "incapacidad para considerar costos".

Rhonda parpadeó.

-Lo que queremos decir -dijo su madre-, es que ya es hora de que empieces a comprender el verdadero valor de un dólar.

Rhonda parpadeó, pero más fuerte.

-Tu madre y yo, cariño, hemos decidido que no te haría daño tener una... responsabilidad.

Rhonda parpadeó con tal fuerza que sus cejas le dañaron los párpados.

-¿Una... responsabilidad? -dijo con todo el poco aire que le quedaba en los pulmones.

-Creemos que sería muy bueno para ti -su padre se apresuró a explicar-. Puedes aprender muchas cosas de esta experiencia: ganar algo por mérito propio, pagar tus propias cuentas, administrar tu propio dinero...

Rhonda se pellizcó el brazo. Se asustó mucho al comprobar que no estaba teniendo una pesadilla.

-... y hemos decidido -continuó su madre- que la continuidad de tus comunicaciones telefónicas serán tu responsabilidad. A partir de este momento, todo lo que gastes de teléfono se abonará con tu dinero.

Rhonda procuró no entrar en pánico. Veamos, se dijo, yo debo pagar mi cuenta telefónica. Rayos, rayos, esto no está bien. Uhm... Veamos... veamos... Si mido el tiempo que hablo, puedo costearlo. Tengo dinero en mi cuenta bancaria. Puedo usarlo. También tengo mi tarjeta de crédito. Bien. Muy bien. Sólo debo pagar mi cuenta telefónica. Puedo hacerlo.

-Acepto -dijo, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no desmayarse.

-Bien. Algo más -dijo su padre-. No podrás usar el dinero de tu cuenta bancaria para pagar el teléfono. Tampoco tu tarjeta de crédito.

Rhonda intentó gritar, pero no tenía suficiente aire para hacerlo. Tosió un poco y consiguió decir:

-¿Y cómo voy a conseguir el dinero?

Hubo una pausa muy larga, hasta que su madre dijo:

-Estábamos pensando que... podrías buscar un trabajo.

Luego de diez segundos de impasible silencio, Rhonda Wellington Lloyd caía, desmayada.

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(Continuará...)