Moby Dick.
Nota: esto no tiene coherencia.
Melone lo sabe, en el fondo.
Y en el interior también.
Que Ghiaccio tiene cabello de aguas benévolas de océano. Tras cada espiral hay un remolino de agua y azúcar y sal se entremezclan por igual; y su furia es tan tormentosa, tan inclemente, que Melone se ahoga cada vez que puede y es debido.
Tiene quince años apenas cuando lo conoce y ya lo siente repulsivo, ya le parece desagradable que se sienta superior al resto y con facilidad para decirte tus errores.
Que Melone lo mira todos los días a través de las ventanas y sólo un susurro se emite de sus labios, presuroso «Ghiaccio, Ghiaccio, déjame acariciarte las costillas que están dobladas en ángulos imposibles, a cambio te dejo volverme hielo la lengua»
Porque todo lo que Ghiaccio toca lo ha de volver hielo, para quemar a Melone y quemarse a sí mismo.
Pero el jovencito de cabello rubio le grita, entonces, que está bien, que está bien si las olas toscas de su cuerpo lo ahogan hasta el cuello y luego lo zambullen allí donde no puede escapar. Melone le repite tras los pasos de su mamá, que está bien si a Ghiaccio le tiritan las manos —de rabia, de frío o sabrá dios de qué—, porque si Melone puede tomarlas, entre las suyas calientitas y callosas por el pasto del jardín, las estalactitas de hielo en el corazón de Ghiaccio se ablandan.
Y de verdad añora robarle risas desde la garganta.
Pero se contiene, una vez más, porque así fue como civilizaciones completas terminaron bajo el océano: en un solo día de pura mala suerte, sin un rezo, y sin nadie que los escuchara en la lejanía. Pero Melone no es tan tonto, se dice Ghiaccio a sí mismo, el rubio nada en aguas de desengaño y no se deja manipular por él, no se deja amedrentar por la palabras sucias y crueles del maremoto que es él.
Melone es como metal que puede oxidarse, pero jamás caerá ante la turbulencia del peli-azul.
O eso se dijeron una vez, porque cuando el chico de mareas profundas quiso darse cuenta, lo que estaba sosteniendo en sus manos de ríos congelados no era la vida de Melone sino el cuerpo funesto, laxo entre la marea incipiente de su corazón, de ese corazón inútil que le hacía malgastar esfuerzo como por inercia.
A Melone, que se refugiaba en las goteras chorreantes del corazón de Ghiaccio, a él que le pesaba en el ventrículo izquierdo. Melone que lo miraba y sonreía, Melone que no se dejaba llevar por las palabras frías y venosas del peli-azul, que le respondía que sí, sí, sí era más estúpido que él.
Melone quien pudo haber sido y no fue.
