Disclaimer: Harry Potter le pertenece a J. K. Rowling. El resto, yo incluida, a Charles Baudelaire.

[Este fic participó del Reto #27: "Los colores del arcoiris" del foro Hogwarts a través de los años.]

Primera vez con un reto, primera vez con un femslash. Me tocó el color verde con el significado de «naturaleza.» Inspiró Monsieur Baudelaire, que se inscribe dentro de la corriente del Romanticismo, y cuyo libro más icónico se titula Les fleurs du mal (Las flores del mal.)


La Fleur du mal

«La Flor del mal»


Passante

«Transeúnte»


La primera vez que la ve, la ve sin verla.

Baja por la escalerilla dorada justo por detrás de Madame Maxime y siente que su entrada es igual de imponente que la de su Directora. Quiere sacudir su melena plateada, pero el frío que impera en el exterior del carruaje de Beauxbatons la hace desistir.

—Qué fgío hace acá —son sus primeras palabras sobre el suelo de Hogwarts.

Los estudiantes que están más cerca alcanzan a oírla y le sonríen estúpidamente. Fleur voltea a verlos ignorando que se esconde dentro de esa multitud de capas negras. Algunos quieren acercarse más a ella para darle sus abrigos, pero sus compañeros de Beauxbatons la instan a que siga caminando. Fleur les regala una sonrisa, se aferra su bufanda azul al cuello y se despide de ellos con una última mirada. Es el orden natural de las cosas.

Durmstrang hace su entrada en un barco que viaja por debajo del nivel del mar. No pudo saber la impresión que había causado la llegada de su propio Colegio, pero se percata, de alguna manera, de que la llegada de los búlgaros causa mayor revuelo. Mira el barco con una mueca de desdén, los inmensos caballos de Madame Maxime eran mejoges, sin duda.

Después de que Dumbledore hubiese saludado cortésmente a Karkarov, los alumnos de los tres Colegios avanzan hacia el interior de Hogwarts. Los visitantes se detienen súbitamente en el umbral de la puerta del Gran Comedor. Nadie les había dicho dónde debían ubicarse. Esa mala organización, esa decoración, esos rostros que la miran... es todo tan inglés que le molesta.

Finalmente, toman asiento en una tal mesa Gavenclaw. Fleur la recorre con la vista, de punta a punta, y llega a la conclusión de que aquellos eran los más aceptables de todo el lugar. Sus túnicas tienen bordadas un pequeño escudo azul y bronce. Ella sonríe: son las más similares a la túnica de Beauxbatons, que era azul pálido. No se percata de que un chico le devuelve la sonrisa desde el banco de enfrente hasta que él no mueve la mano en señal de saludo. Fleur lo mira brevemente, para no ser descortés, y lleva su vista al frente, hacia la mesa de Profesores, esperando ver a su Directora. No la encuentra y se sorprende al notar que ninguno de los Directores había entrado todavía. Cuando Madame Maxime cruza por la gran puerta, sus estudiantes se ponen en pie con gracia. No vuelven a ocupar su sitio hasta que ella no está debidamente sentada al lado de Dumbledore y Karkarov. Ese comportamiento les hace ganarse risas y cuchicheos que ascienden desde las mesas de Hogwarts. Fleur levanta el mentón en alto, más orgullosa que nunca de la educación que estaba recibiendo.

El Director, Dumbledore, da su discurso de bienvenida hablando en inglés, como si estuviera recibiendo a los estudiantes de Hogwarts. Otra vez, no tienen un traductor ni manera de entenderlo correctamente. Deja salir una risa despectiva y está a punto de perder la compostura, pero se contiene. Mira de soslayo hacia la mesa de los de escudo verde. Si ella la tiene difícil, manejando considerablemente bien la lengua, los búlgaros la tendrían imposible.

Cuando aquel hombre termina de hablar, llega por fin la hora del banquete. Recién entonces se percata de que el viaje la había dejado hambrienta y agotada, pero no da muestras exteriores de aquello. Se sigue aferrando a su bufanda azul, la única prenda de abrigo que había bajado consigo del carruaje. No lo hace porque tenga frío —hace rato ya había recuperado el calor—, lo hace porque sabe que ese gesto atrae todas las miradas. Ese tal Dumbledog junta sus manos en el aire y la comida se materializa sobre las mesas.

Fleur espera cinco segundos y recién entonces comienza a moverse con elegancia. Mira hacia un lado y hacia otro pero no ve nada en la mesa que se le apetezca. Uno de sus compañeros de Beauxbatons dice en francés que la mesa de atrás suyo tiene bouillabaise. Fleur fija sus ojos azules en él, como preguntándole si espera que ella haga algo. Sus otros compañeros de Colegio levantan la vista al escuchar el nombre de la conocida sopa de pescado, y Fleur sabe que perdió esa batalla. Se levanta con gracia y, volteándose, se dirige hacia la mesa vestida de rojo. Lo primero que ve, antes incluso que a la bullabesa, es una cabellera pelirroja larga y lacia que, de espaldas a ella, no parece notar su presencia. Siente una mirada sobre su rostro y desliza la vista hasta encontrarla. Un chico pelirrojo, que estaba comiendo una pata de pollo con las manos, la mira de frente. Fleur rompe el contacto visual y no reprime una mueca de disgusto.

—Pegdonen, ¿no quieguen bouillabaisse?

Una chica de cabello castaño enmarañado, sentada al lado del pelirrojo, le alcanza la fuente sin decirle una palabra. Fleur la toma y vuelve a ocupar su lugar con aire ofendido, no sin antes sacudir su cabellera rubia plateada que le llega hasta la cintura. «Es una veela» escucha que dice ese chico pelirrojo. Fleur sonríe. Quizás los pelirrojos fuesen más inteligentes que las pelirrojas.


Cuando su estómago está satisfecho, Fleur se fuerza a mantener la postura y no dejarse caer en su lugar como ve, decepcionada, que hacen algunos de sus compañeros. Ese tal Dumbledog les anuncia a los estudiantes de Hogwarts la realización del Torneo de los tres magos. Fleur deja salir otra risita despectiva. Primero llegan los huéspedes y después les explican a sus estudiantes el motivo por el que lo hacen... «Inopegante» dice en un susurro y los estudiantes de Beauxbatons, cómplices, se ríen por lo bajo.

Al finalizar el banquete, se ponen en pie. Tendrían que dirigirse al carruaje de Madame Maxime, allí dormirían. Considera que aquello es un precio aceptable a pagar por la oportunidad de alcanzar la gloria. Al cruzar a través del Gran Comedor, Fleur nota que su presencia los mantiene a todos sin habla. Se permite formar una sonrisa y les regala a esos pobres miserables una sacudida de su cabello. Escucha suspiros sordos y sale de Ogwagts con su aire altanero e imperturbable. Ese era el orden natural de las cosas.


A la mañana siguiente, los estudiantes de Beauxbatons están determinados a dejar sus nombres inscritos para participar del Torneo. Avanzan con elegancia y, formados en fila, van dejando sus pergaminos, uno a uno, dentro del Cáliz de fuego. Fleur no tiene que voltear la vista para saber que los estudiantes de Hogwarts se los están comiendo con los ojos. Cuando llega su turno, se pone en puntas de pie —aunque no lo necesita— para dejar caer el pergamino que sujeta delicadamente entre sus dedos pulgar e índice. Escucha que el papel, una mala alegoría para su identidad, aterriza dentro del Cáliz y se voltea con suficiencia. Madame Maxime le regala la sonrisa más amplia que le hubiera dado a ninguno de sus estudiantes y ella sabe que será la elegida. Salen del vestíbulo formados en fila, tal como habían entrado, con la Directora cerrando la comitiva. Fleur, que había sido la última en dejar su nombre en el Cáliz, era ahora la primera en volver sobre sus pasos. Al comenzar el desfile por el pasillo, ve de refilón una figura solitaria que avanza en dirección contraria a la de ellos. Con curiosidad casi despectiva, Fleur vuelve la vista hasta la figura.

Alta y delgada, vestida con el uniforme de su escuela y cubierta por una capa negra entreabierta que dejaba ver la parte inferior de su cuerpo, está la pelirroja que pareció no interesarse por Fleur durante el banquete de la noche anterior. Descubre una mano, de blancura fastuosa, dejando ver su piel de porcelana en toda su majestuosidad. Sin detener su marcha, baja la vista hasta el ruedo de su falda y con un único movimiento ágil de su muñeca, logra acomodarlo. Fleur no puede evitar recorrer con la mirada el largo de sus piernas. Sorprendida de sí misma, alza rápidamente sus ojos de color azul lívido hasta fijarlos en el rostro de aquella pelirroja. Si sólo iba a ser merecedora de su total indiferencia, que al menos la mirara a los ojos una vez, una única vez que sirviera a un tiempo de bienvenida y de despedida. Una única vez en la que pudiera enviarle una pregunta a través de sus ojos: «¿no te veré más que en la eternidad?»

Como atraída por la voz de sus pensamientos, la pelirroja levanta la vista y la fija en ella. El instante se vuelve eterno. Fleur siente que el tiempo disminuye su velocidad para darle la oportunidad de apreciarla en todo su esplendor. Se da cuenta de que es más chica que ella, pero hay algo en su andar que la persuade, que no le permite despegar la mirada. Algo en su gracia, algo en la manera en que parece flotar cuando debería caminar. La pelirroja voltea el mentón y vuelve la vista al frente, rompiendo el contacto visual. Cada una continua avanzando en su propia dirección hasta que sus cuerpos se cruzan. Al pasar por su lado, Fleur puede ver de soslayo su mano desnuda e intuye la dulzura de su piel, la ternura de su carne; el aroma a flores silvestres que deja a su paso, el recuerdo de sus ojos café a los que no alcanzó a preguntarles si volvería a verlos; el instante de seducción, el encandilamiento, que dura tan sólo un segundo; el sabor amargo que le queda en los labios que le hace sentir que, más que haberla visto por primera vez, la estaba viendo por vez última.

Ella desaparece de su vista y Fleur ignora a dónde huye. Ella misma también quiere huír, quiere perderse de todo aquello. Las voces ensordecedoras de sus compañeros de Beauxbatons vuelven a la vida y rellenan el vacío que su paso había dejado en aquel pasillo. Fleur entiende que, a diferencia de lo que acostumbra, no pudo regalarle esa única mirada con la que prometerle su amor incondicional por el tiempo que dura el instante —eterno— de seducción. Fleur sabe que sus ojos ni siquiera alcanzaron a preguntarle nada antes de que ella desviara la vista. Se siente impotente, se siente algo miserable. Siempre había creído que no existía persona capaz de negarse a los encantos de una veela. Su fracción no-humana, su fracción divina, se pregunta si puede estar equivocada. ¿Qué alternativa habría? Si aquella pelirroja podía osar desviar su mirada, sin una mueca de arrepentimiento, de vergüenza, de envidia, de disgusto; si podía osar haberla visto casi con superioridad, ubicándose al mismo nivel que ella; si sus sentidos no podían ser encandilados con sus graciles movimientos de veela; entonces esa pelirroja no podía ser humana y debería guardar, escondidos debajo de su piel impoluta, los genes de una diosa.

Fleur sabe que si ella le hubiera dado tiempo de jurarle su amor eterno, hubiese sido de verdad. Se acomoda su túnica de seda fina y sabe, también, que no lo hace ni con la mitad de su gracia. Voltea hacia un lado a ver a sus compañeros y recupera la sonrisa. Seguiría caminando por su vida, como lo hacía por ese pasillo, desplegando sus hipnóticos dones con toda aquella persona que se le cruzara. Y cuando cayeran presas del encandilamiento, continuaría su rumbo sin inmutarse.

Fleur adora que la miren, pero nunca permite que la toquen. El saberse rechazada le generaría en su interior la horrible sensación del deseo trunco, hasta hacerle sentir que, si no podía deleitarse junto a aquella pelirroja que no era —que no podía ser— humana, entonces moriría por el peso mismo de su deseo.

Su voz se une a las de sus compañeros y el tiempo retoma su velocidad habitual. Se refugia en la pequeña multitud que la envuelve y se deja llevar inercialmente por ella. Cuando su compañera de atrás le pregunta algo, ella ya ha recuperado su sonrisa de suficiencia y se apura a responder.


Caminando de un lado a otro dentro de la tienda, Fleur tiembla de arriba abajo. Afuera, Cedric Diggory es el primero de los campeones en enfrentarse a un dragón. Siente a sus manos sudorosas y la varita resbala entre sus dedos. El desayuno amenaza con querer abandonar su cuerpo y se lleva una mano a la boca para reprimir la náusea. Intenta pensar en otra cosa... la imagen de esa pelirroja desayunando junto a una chica de cabello castaño enmarañado ocupa su mente aunque ella no lo quiera. Recuerda cómo Harry Potter había aparecido de la nada y se había llevado a la castaña, dejando a la pelirroja sola. Era domingo y el Gran Comedor no estaba tan concurrido como siempre. Era su momento, Fleur podía acercarse a ella... pero no alcanza a terminar de decidirse cuando la ve ponerse en pie y encaminarse hacia la puerta de salida.

Su mente vuelve a la tienda y le recuerda que en pocos minutos tendrá que enfrentarse a un dragón. Fleur suspira y baja la vista hasta la miniatura del galés verde que el azar le había sorteado. La réplica exacta de lo que le aguardaba comienza a girar sobre sí misma en su mano. Echa fuego por la boca, aunque él no quema. Ella va hasta sus cosas y guarda la miniatura apresuradamente. Lo próximo que escucha es a Ludo Bargman llamándola por su nombre. Vuelve a suspirar e intenta vaciar su mente.

Cruza la tienda y ya no escucha ni las voces ni los gritos de quienes fueron a ver la prueba. Su vista encuentra con facilidad al huevo dorado que tiene que adueñarse y ella se acerca, vacilante, a él. Sin previo aviso, su falda vuela hacia el frente y Fleur intuye que el dragón aterrizó detrás de ella. Se gira lentamente, muy lentamente, sobre sí misma. Sabe que la vista no es el sentido mejor desarrollado de los reptiles. Aunque a una cierta distancia, el dragón la mira. Fleur fija la mirada en los grandes ojos marrones del galés. Quisiera negárselo, pero sabe que dentro de sí misma está asociando esa mirada depredadora a la de aquella pelirroja. Se pregunta, por un instante, si estará allí, viéndola.

Una voz dentro de su cabeza le dice que se concentre y, sin alzar el brazo, empieza con el hechizo que acabaría por hipnotizar a la bestia. A medida que el tiempo avanza, Fleur va subiendo la varita para darle más potencia al encantamiento. Surte efecto: el galés comienza a cerrar los ojos y se acuesta sobre el suelo pedregoso. Cuenta hasta tres y retoma lentamente su camino hacia el huevo de oro. Llega hasta él y acaricia con una mano su superficie, como si no pudiera creérselo. Algo dentro de sí misma le dice que si pudo con un dragón, podría también con esa chica besada por el fuego.

De repente, el galés verde ronca y con su exhalación echa un buen chorro de fuego que le alcanza la falda. Fleur baja la vista y con un movimiento de su varita —que deja salir destellos rosa y oro— apaga el incipiente incendio con el encantamiento Aquamenti.

Quizás la lección de ese día fuese que jugar con fuego implica quemarse.


Recibe una lechuza en la que la Vicedirectora de Hogwarts la invita a tener unas palabras antes del almuerzo de ese día. Fleur sigue las indicaciones y llega hasta su despacho sin mayores contratiempos.

Mademoiselle Delacour, es un placer conocerla —dice Minerva McGonagall cortésmente, señalando un asiento vacío delante de su escritorio.

Fleur le sonríe a modo de saludo y se sienta sin decir una palabra. McGonagall le cuenta acerca del baile de Navidad y de cómo los Campeones tienen el deber de abrir la pista.

—Disculpe, ¿podemos llevag a estudiantes de los otgos Colegios?

—Eso es lo que alentamos, Señorita Delacour —responde McGonagall con una sonrisa.

—¿A pagtig de qué edad?

—Los estudiantes de Durmstrang ya son mayores —comienza la Vicedirectora, algo incómoda—. Los de Hogwarts asistirán a partir del cuarto año, pero los de años menores pueden asistir si son invitados por algún estudiante mayor.

Fleur sonríe y McGonagall la mira como si nunca hubiera visto algo tan extraño en su vida.

Pgofesoga, tengo una pgegunta más —anuncia con un deje de nerviosismo en la voz. McGonagall, en silencio, la alienta a continuar—. ¿Es necesagio que mi pageja sea un chico?

La Vicedirectora la mira como si algo se le hubiera roto en el interior.

—No hay nada que lo establezca explícitamente, Señorita Delacour. Pero es... una vieja formalidad. Usted podría abrir el baile junto a un chico y pasar el resto de la noche con quién desee...

Merci beaucoup, Professour —dice Fleur mientras se pone en pie y se dirige hacia la puerta.

Mademoiselle Delacour, c'est une formalité... —comienza McGonagall.

—Muchas gracias, Profesora —la corta Fleur en su mejor inglés mientras comienza a alejarse.

Desanda el camino que la llevará de nuevo hacia el carruaje de Beauxbatons. Se encuentra con Cedric Diggory en la puerta del Gran Comedor y conversan un rato. Él le pregunta si iría a almorzar y Fleur miente, dice que ya lo había hecho. En ese momento, a mitad del vestíbulo lleno de gente, ese pelirrojo que gustaba de comer el pollo con las manos le pide que fuera al baile con él. Fleur, sin ser capaz de responderle, se lo queda mirando confundida. Levanta la vista y, más allá, la ve a ella. Parece divertida por la escena. Como Fleur no reacciona, el pelirrojo sale corriendo y la pelirroja se apura a seguirlo. Intuye, entonces, que algún parentesco los une.

—Esto te debe pasar muy seguido, ¿no? —pregunta Diggory con tono intrigado.

Fleur se encoge de hombros y una idea llega a su mente.

Cedgic, ¿igías al baile conmigo?

—Me hubiese encantado hacerlo, pero ya tengo pareja —le responde él con una sonrisa y parece sincero.

Cedric se despide y se adentra en el Gran Comedor. Fleur, que tiene el apetito cerrado, vuelve al carruaje en silencio. Ese mismo día, durante la cena, le dice a Roger Davies —el capitán del Equipo de Quidditch de Ravenclaw— que, después de habérselo pensado, le encantaría ir al baile con él.


—La primera vez que te ví, entrando al Gran Comedor, no creí que fueras a sentarte en la mesa de mi Casa. Y después, cuando me devolviste la sonrisa, yo me sentí... muy afortunado. ¡Y ahora estamos acá, en el Baile, juntos!

Fleur tenía ganas de salir corriendo. Davies no había cerrado la boca en toda la noche. Con sorpresa, había visto a la pelirroja en la pista de baile. Estaba con un chico más grande que sólo parecía saber cómo pisarla. En ese momento, ve que ella se aleja de su pareja de baile y va a sentarse a una de las mesas. El chico con el que había ido se quedó bailando junto a una chica de cabello rubio.

Rogeg, ¿podgías conseguigme un tgago? —dice Fleur con todo su encanto y el Ravenclaw se pone en marcha para cumplir con su deseo.

Espera que se aleje lo suficiente, se incorpora y va hacia la pelirroja.

—Tu amigo no pagece seg un buen bailagín —dice, porque es lo primero que se le ocurre, y se arrepiente al instante.

Ginny se da vuelta y la mira por sobre su hombro. Por un momento, Fleur piensa que no va a responderle nada.

—¿Acaso hay algo que te parezca bueno a vos?

Escucha su voz por primera vez y se siente persuadida por ella como si fuera el canto de una sirena.

—¿A qué te gefegís?

Ginny deja salir un suspiro cargado de sorna.

—Noto cómo ves las cosas, el desprecio que carga cada una de tus miradas. Como si todo fuese... de segunda.

—Yo no me gefegía a nada de eso. No quise insultag a tu amigo. Quegía pgeguntagte si...

Pero no puede terminar. Ve que la pelirroja mira por encima de sí misma y adopta una mueca burlona en los labios.

—Tu amigo, el que es un buen bailagín, ha vuelto —sentencia Ginny, antes de ponerse en pie.

Fleur voltea lentamente y ve que ella no le había mentido. La fracción veela, enfadada, vuelve a mirar a Ginny y le escupe una única palabra.

Rousse.

Ginny se voltea como si ella le hubiera dicho el mayor de los insultos. No entiende francés, pero por el tono de voz de Fleur sabe que no fue algo amistoso. Pero, en ese momento, ve que Davies había llegado al lado de la campeona de Beauxbatons. Sonríe y se aleja de ambos.

Fleur acepta el trago que Davies le alarga mientras la ve alejarse. Escucha que él le dice algo pero no quiere poner su atención en entenderlo.

—... y dicen que la zona de los rosales está habilitada para aquellas parejas que quieran un poco más de privacidad...

Ella gira su rostro con delicadeza hasta ver de frente al Ravenclaw. Le sonríe y alarga su dedo índice hasta apoyarlo suavemente sobre los labios de Davies.

—Vayamos... pego te adviegto que me gusta el silencio.