Hola, ¿qué tal? c: Esta es mi primera historia Ulquihime, y espero que les guste. Es un AU con montón de latinismos -idioma que estoy por empezar a estudiar, así que sean pacientes si me equivoco-, romance, drama, etc.

Aviso que será una historia tierna a veces, pero también esperen mucha sangre y quizás muerte y cosas feas :c (Tampoco me gusta, pero mis niños, o mejor dicho, los de Tite Kubo -pero de quienes me apropio en esta historia-, cobran vida sin que una pueda frenarlos).

Soy fanática de los fics que incluyen música, así que esta canción irá bien con el primer capítulo: L'Absente, de Yann Tiersen. No es para todo lo que he escrito aquí, pero sí ciertas partes que podrán reconocer a la perfección. ¡Puedo imaginar perfectamente a Orihime en el comienzo de su aventura con esta música de fondo! ¿Qué me dicen ustedes?

Sin mucho más que decir, aquí les dejo el primer capítulo :3 ¡Disfruten!


CAPÍTULO I: MINIMA DE MALIS

Los moribundos rayos solares pintaban las praderas con esmero. Trazos aquí, sombras allá.

La pequeña no podía evitar pensar en lo hermoso que era.

Una sonrisa se dibujaba en sus labios al pensar en el sabor que tendrían aquellos haces de luz. Sí, sabor. ¿Acaso alguien los había degustado alguna vez? No que ella supiese.

Y por eso, deseaba ser la primera en hacerlo.

Levantó la mirada, dirigiéndola ahora a las espesas nubes que absorbían los rayos restantes como esponjas doradas.

Pensó que, quizás, fuese mejor bañar nubes en rayos de sol y así ingerirlas.

No obstante, había un problema fundamental respecto a sus ideas: ¿cómo alcanzaría semejantes alturas?

Una leve mueca de descontento turbó la infantil boquita.

Al instante, una regla de madera golpeó el pupitre, rozando las níveas manitas que se apuraron en emprender la retirada, los ojos plateados fijos en el mueble.

La risa que se escuchó desconcertó a la niña.

—Deberías prestar más atención, jovencita —el tono, sin embargo, no era de reproche exactamente: tenía más bien que ver con una juguetona satisfacción.

¿Satisfacción respecto a qué? Con aquella extraña tutora, era difícil distinguir; por algo los súbditos del palacio se apartaban de ella. Rumores circulaban desde siempre respecto a sus poderes mágicos. Su aspecto daba pie a los mismos, y la mujer no desmentía ni afirmaba nada con sus ambiguas respuestas.

«¡Tu color de cabello es muy raro! ¿Por qué lo tienes así?», era una pregunta frecuente de parte de los niños. Y ella replicaba que se había quedado dormida bajo una parra en su niñez, sin notar la lluvia que empezaba a caer y que, habiendo despojado a las uvas de su tono liláceo, se lo otorgaba a ella, que retozaba incluso en su sueño.

«Por eso es que tengo este color de cabello, por traviesa», o eso decía.

Así era Yoruichi. Yoruichi, la misma que dictaba la clase era la que ahora se sentaba sobre el pupitre de forma despreocupada.

Y así, la pequeña Orihime la quería.

—Sueñas despierta nuevamente, Hime —según ella le había dicho, «Hime» significaba «Princesa» en una antigua lengua que se hablaba en un país maravilloso del que solo había escuchado historias—. Necesitas tener los pies un poquito más en la tierra si esperas gobernarnos algún día —dijo ella, aunque por la inflexión de su voz, a Orihime le parecía que estaba algo desencantada respecto a tener que requerirle más realismo.

O tal vez era únicamente la nostalgia que empañaba sus ojos dorados mientras sus finos dedos jugueteaban con las hebras del cabello naranja de la joven princesa.

Con Yoruichi, ese tipo de percepciones sinestésicas era corriente: uno podía escuchar mariposas en su voz, y ver el aroma de las uvas en su cabello.

O eso pensaba la niña.

—No entiendo por qué —fue su simple respuesta—. Todos ustedes parecen tan seguros de que voy a gobernar algún día… Pero el rey es Sora, no yo.

Orihime supo sin siquiera tener que mirar a los ojos de su tutora que su mirada se había suavizado. Es más; como lo sabía a la perfección, no pudo sino apartar la vista, fijándola nuevamente en el paisaje que se apreciaba a través de los grandes ventanales de la sala de estudios del palacio.

No era ningún secreto que un espíritu maligno se había adueñado del cuerpo del joven rey meses atrás, dañando de forma irreparable su salud.

En caso de sobrevivir —y no había augurios favorables al respecto—, era más que posible que su capacidad física y mental se viese disminuida de tal forma que le fuese imposible gobernar.

—Tomemos un descanso —así era la mujer, cambiando de tema cuando le convenía—. Necesito estirarme un poco.

Y bajando de la mesa con un hábil salto, se desperezó. No tardó en salir por la puerta del estudio, en lo que a Orihime le pareció una fuga demasiado obvia.

La mozuela dio un suspiro, y se levantó con cuidado. Sus ojos examinaron lacónicamente el estudio: muebles antiguos, armaduras aún más antiguas, mapas, globos terráqueos. Todos objetos tan ostentosos, y tan…

… tan sinsentido.

¿Qué caso tenía ser dueña de todos esos objetos tan costosos si iba a disfrutar de ellos sola?

Desearía que Sora se curase ya…

En elucubraciones similares se perdía su cabecita, cuando la puerta se abrió de golpe. Por ella ingresó uno de los guardias que velaba personal y exclusivamente por el bienestar y seguridad del monarca.

— ¡Princesa, disculpe usted mi atrevimiento, pero… su hermano…!

A Orihime le bastó oír la voz del soldado para comprender que era uno de esos momentos.

—Gracias por avisar, Kensei —musitó la princesita con serenidad, sus profundos ojos deteniendo cualquier intento del soldado por finiquitar la oración—. Iré a verlo inmediatamente.

Y aunque avanzó con tranquilidad hasta la puerta, echó a correr apenas sus piecitos se posaron sobre el helado mármol del suelo del pasillo.


—Ori… hime…

La voz era un resuello, y recordaba a la pequeña a lo que queda de una prenda deshilachándose. Su hermano era un verdadero tejido hecho restos de torzales inservibles, desperdigadas a lo largo de aquella cama con dosel.

—Hermano —ella estaba por encima de la alarma que suscitaba la deteriorada condición física del rey; no iba a complicarse por cosas que no podía cambiar, ni a regalarle miradas de preocupación en los pocos momentos de lucidez que el joven le robaba a su enfermedad.

Sencillamente estrechó entre sus manos la que el monarca le ofrecía, intentando no mirarla demasiado; la vista de aquella piel casi traslúcida que dejaba ver el contorno de los huesos de una forma que no podía considerarse como saludable ni por asomo era más de lo que la niña podía soportar.

Una sonrisa se dibujó en aquellos labios resecos y temblorosos.

—Escúchame… atentamente —las palabras suponían un esfuerzo sobrehumano a Sora, mas su hermana comprendió al instante que justamente por eso no podría atreverse a pedirle que callase y conservase energías—. Cuando llegue el momento… Recibirás… una caja. En esa caja… está mi último regalo… para ti.

«Último». Esa palabra lo decía todo. Las lágrimas empezaron a reclamar la visión de Orihime.

Qué egoísta eres, hermano. ¿El último regalo que me haces? Apenas tengo nueve años. ¡Qué egoísta, qué avaro, qué desconsiderado para con tu hermanita!

La única forma de seguir era mintiéndose. Avaricia, eso era. Desconsideración.

Hasta crueldad.

Pero no… no… La plata líquida se derramó sobre el atardecer ya lejano, el crepúsculo que se aproximaba indefectiblemente y saludaba desde el tenue rumor del bosque lejano.

—Me iré… pronto —el susurro fue como un grito que rompió los tímpanos de la princesa—. Y te… tocará a ti… gobernar.

—Sora…

Orihime nunca se dirigía a él por su nombre. Al hacerlo, buscaba frenarlo. Suplicarle por piedad. No quería sentir ese malestar horrible en el pecho, como si algo se rompiese.

—Orihime, está bien…

La frase la tomó desprevenida, fijándose en la expresión absurda de su hermano: temblaba como un condenado, y aun a las puertas de la muerte se las arreglaba para esbozar una sonrisa.

—Serás… la mejor reina de todas.

Orihime tuvo la certeza de que la mano que acarició la frente de su hermano en aquel instante era invisible.

Pero por la expresión de Sora, supo que la caricia era agradable, un descanso para alguien que con apenas veinticuatro años había sufrido las penurias de un siglo entero.

Aliviada por esa certeza, sus labios besaron la misma frente que otra acariciase.


No.

La palabra era lo único que se alojaba en su mente.

Los pasos que daba eran rápidos, no, más que rápidos: eran el viento mismo.

O eso le parecía a ella, porque cuando era viento, no lloraba.

O no sentía que lloraba: el reguero de lágrimas sobre el pasto en la oscuridad era casi imposible de distinguir, después de todo.

Sus piernas no parecían proveerle de la velocidad que ella quería. La velocidad necesaria para explorar aquel vasto terreno iluminado levemente por la luz de luna que cantaba canciones de cuna a sus hijos, e iba tan concentrada que no sentía los jadeos ni los fuertes latidos de su corazón. Ni siquiera el dolor de sus pantorrillas que le imploraban que se detuviese.

Era de esperarse que el desolador paisaje no perdonase a la intrusa, y Orihime fuese a encontrar su razón para detenerse en la raíz de un árbol que causó su desequilibrio y posterior caída.

Instantes luego, se enderezó lo suficiente para sentarse. Escrutó sus manos en busca de heridas —pues había aterrizado sobre ellas— e hizo lo mismo con sus piernas bajo el vestido. Habiendo comprobado que nada le había ocurrido, se levantó, y observó la luna llena sobre su cabeza. Algunas hojas le tapaban la visión, y fue así que se encontró en el bosque cercano al palacio.

Le habían advertido que no fuese allí sin compañía, ¡ni hablar de la hora que era!

Pero para la princesa tal cosa como el tiempo ya no existía. Había existido, sí, y ella había reconocido su importancia en aquel mundo donde su hermano aún vivía y le exigía ser puntual con la hora del té.

Empero, la situación actual difería enormemente de la de antaño.

No pienses.

La pequeña sacudió la cabeza, como limpiando su mente de cualquier pensamiento malo, y reemprendió el viaje.

¿Viaje adónde? Adonde fuese. Al mar, a las montañas, al corazón mismo del centro de la Tierra.

Adonde fuese.

Mas lejos de cualquier dolor.

No tuvo que caminar mucho cuando divisó algo extraño.

En realidad, Orihime no era una niña traviesa. No era aventurera, y prefería seguir las estrictas órdenes de sus mayores.

Sin embargo, estaba destrozada. Y al estar destrozada no deseaba otra cosa sino encontrar sosiego para su mente, aunque debiese asumir riesgos al respecto.

Es por ello que se quedó mirando en silencio la estatua en medio del bosque.

Se le hacía familiar, y no sabía por qué. ¿Quizás en algún paseo Sora la habría traído hasta aquel claro…?

Nuevamente fue necesario cerrar los ojos y menear la cabeza.

No recuerdo nada, concluyó rápidamente con tal de no adentrarse más en pensamientos dolorosos.

Abrió los ojos, y recorrió con ellos la estatua. Podía apreciarla a medias en aquella penumbra, y se prometió volver cuando fuese de mañana.

Una leve sonrisa se asomó a sus labios. A plena luz de día, seguramente aquella mujer arrodillada, con sus manos extendidas como para recibir algo, fuese menos bella.

Durante la noche, todo toma siempre un color mágico. O así pensaba Orihime. Pero el día… ¡Oh, el día no hacía más que romper corazones y arrebatar sueños!

Reprimiendo un suspiro, se acercó aún más al ídolo de piedra. Notó entonces un cuadrado de metal a los pies de la estatua, fijo en el pedestal rectangular que era la base.

En su calidad de princesa, la pequeña era más que culta. Había aprendido a leer y escribir desde edades tempranas, y era fluente en varios idiomas. Aun así, le faltaba demasiado por aprender. Y eso se hizo evidente al observar aquellas letras puestas en un orden que no había visto nunca antes.

Frunció el entrecejo. Sus manos trazaron los contornos algo borroneados del grabado.

Exegi

Pronunciaba con lentitud, sin saber, en realidad, si los sonidos que articulaba eran correctos, pues no conocía aquel idioma.

—… monumentum

Palabra por palabra. Ella podía. Ella sabía que podía.

—… aere

Solo una más. Una.

—… perennius.

Orihime supo al instante que había pronunciado bien las palabras. Solo lo supo. Una íntima convicción inundó su alma al respecto, y estuvo segura.

Finalmente, repitió la frase. Cada palabra nueva era un tesoro.

—«Exegi monumentum aere perennius».

En aquel instante, un desgarrador aullido se escuchó. El sonido traspasaba la piel, y parecía viajar en las venas, invadiendo cada rincón del cuerpo de la niña.

Aterrorizada, se tapó las orejas y se arrodilló en el pasto, temblando como una hoja. ¿Qué había sido aquello? No era un aullido humano, pero jamás había oído animal alguno que fuese capaz de semejante muestra de desespero.

«Desesperación».

Esa palabra.

Al fin, al fin la había alcanzado. Había acariciado la frente de Orihime como su hermana mayor lo hiciese con la de Sora. La había seguido hasta allí, había corrido por las praderas y hasta había puesto aquella raíz en el camino para detenerla.

Y al fin la alcanzaba.

Las lágrimas se hicieron sentir. ¿Qué enemigo era aquel, que sin materializarse podía robarle su dignidad y su mismísimo deseo de vivir?

Horrible.

Nefasto.

¿Por qué ocurría todo aquello?

Orihime deseó con fuerzas que un agujero se abriese en la tierra y la tragase, se la llevase lejos, lejos de toda responsabilidad y recordatorio de su nombre, sus afectos, su destino tantas veces discutido.

Y cuando volteó, buscando abrigo bajo la sombra de aquella protectora inmóvil que era la estatua, vio materializado su deseo a los pies de la misma.

No había escuchado nada más que el lastimero quejido de alguien, no había prestado atención. Al parecer, parte de su temblor se debía de igual manera a aquel hueco que se había abierto en medio del claro, a la sombra de la estatua.

En otra situación, hubiese estado asustada. Sin embargo, estaba cansada, y las lágrimas habían dejado su rostro pegajoso. Lo único que deseaba era dejar caer los párpados; pese a ello, una parte suya comprendía la imposibilidad de dormirse sin romper en llanto una, dos, tres veces más.

Hasta que la desesperación se hubiese tragado por completo a la esperanza, y la dejase con un vacío que le permitiese dormir.

Y la única manera de contrarrestar esto —porque Orihime estaba al tanto de que eso hubiese querido Sora— era entretenerse, no dormir.

Dormiría cuando el sol iluminase la mañana. No ahora.

No ahora.

Y aferrando con sus dedos el dobladillo de su vestido naranja, se acercó al agujero.

Su vista alcanzaba a distinguir cinco o seis escalones de piedra, enmohecidos. Más abajo, no sabía con qué se encontraría.

Peor que esto no puede ser.

No sabía qué ocurría, pues ella no era así. Nunca lo había sido. Y a pesar de todo, quería ser valiente ahora.

Era como si toda la tensión acumulada desde que su hermano se enfermase hubiese desencadenado en un estado de adrenalina constante que había dejado a un lado su capacidad de realizar juicios de valor y hubiese tomado las riendas de su cuerpo.

Ahora, era como una autómata, y lo único que deseaba era no pensar en nada.

Reflexionando al respecto, dio el primer paso. La piedra parecía segura; no cedió en ningún momento bajo su peso, ni amagó a desmoronarse.

Dio el siguiente paso.

Y otro.

Y otro más.

Y fue descendiendo.

Cuando llegó al último escalón que iluminaba la luz lunar, dudó. Más allá le era imposible vislumbrar siquiera algo, y el fuerte olor del polvo y la humedad le hacía arrugar su nariz.

¿En serio iba a hacer esto?

Recordó su idea de ser una autómata, alguien sin sentimientos, alguien que solo deseaba realizar algo con el mero fin de no pensar.

La idea era infantil, por supuesto, mas Orihime se aferraba a ella como el último resquicio de cordura que le quedaba.

Aquella resolución le permitió dar el siguiente paso. Suspiró, y siguió avanzando, siempre hacia abajo. Notaba las paredes a sus costados, mas no deseaba tocarlas —le repugnaba la sola idea, reacción esperada de una chiquilla que por un simple impulso se hubiese embarcado en aquella aventura— por lo que su velocidad se veía disminuida en gran medida al asegurarse de no perder el equilibrio con cada movimiento. Más aún ahora que su visibilidad era nula.

Y de pronto, la luz retornó.

La niña frunció el entrecejo. Fue capaz de advertir los peldaños siguientes gracias a un tenue resplandor que parecía parpadear levemente. Esto era de esperarse; la iluminación debía basarse en el fuego, ya que el alumbrado a base de electricidad se había instalado apenas unos años atrás, y la pequeña dudaba seriamente que aquel escondrijo estuviese actualizado en cuanto a avances tecnológicos.

No mucho después, Orihime divisó el pie de la escalera. A juzgar por el aspecto del mismo, que acababa en un umbral, una puerta había existido hacía mucho tiempo allí. Posteriores análisis resultaron en el hallazgo de un marco de madera que efectivamente confirmaba sus sospechas.

Y cuando su frente estuvo a un nivel inferior respecto al dintel, pudo ver la fuente de luz que tanto la había ayudado: una sola antorcha llameante.

Empero, esta visión la turbó enormemente por unos instantes: el fuego que iluminaba la habitación era de un color único. Era azul… ¿O quizás verde? Una mezcla de ambos, al menos.

Tragó saliva, y dudó por un instante. ¿Iba a seguir con aquella excursión…? ¿No sería mejor, al menos, dar media vuelta y retornar ya de mañana?

Porque… si había fuego… ¿Quién lo había encendido? Tal vez era la casa de alguien, y ella había invadido propiedad ajena… ¿Volver a la mañana siguiente y tocar la puerta no sería una mejor idea, considerando la situación? (Por supuesto, ella no consideraba que se encontraba aún en territorio del palacio real, su distracción algo que cabía esperar de alguien de su edad).

Se mordió el labio, dudando.

Decidió que sí, que volvería a la mañana siguiente.

Suspiró, y sin siquiera haber llegado al final de las gradas, dio la vuelta.

Todo pasó demasiado rápido.

En un segundo, sus ojos se abrieron como platos ante la vista de la rata más gorda y horrible que había contemplado jamás. Soltó un alarido, e intentando retroceder, olvidó el lugar donde se encontraba y tropezó con uno de los escalones. Seguidamente, rodó los últimos cinco o seis hasta que fue a parar cual bolsa de papas tras el marco de la puerta, casi debajo de la antorcha.

Se irguió con rapidez, lista para huir en la dirección que fuese necesaria; y no obstante, cuando volvió a mirar hacia la escalera, la rata ya había desaparecido.

Recién entonces Orihime fue consciente del temblor que aquejaba su cuerpo, así como que tenía los puños fuertemente apretados. Intentó calmarse, y dando un resoplido, examinó su vestido.

Bien, la segunda caída del día le había granjeado más manchas que nunca, y la pestilencia del moho parecía adherirse también a ella a nivel personal a partir de ahora.

No volveré jamás a este lugar, se dijo, mirando ahora en dirección a la tea.

Ahora que lo pensaba, no entendía por qué la había sorprendido el color del fuego. Los circos ambulantes que a veces pasaban por el pueblo solían llevar a cabo espectáculos con malabares, trucos de magia y cosas por el estilo, y eran perfectamente capaces de encender hachas de todos los colores.

Una sonrisita curvó sus labios ante el pensamiento. No había nada que temer, ni nada sorprendente por aquí. Era una simple sala abandonada, posiblemente el escondite de alguien. Desde muy niña, le habían dicho que en la oscuridad se ocultaban temibles seres, capaces de robarse su mismísima alma de así quererlo, mas también le habían inculcado un gran respeto por todos los seres de luz.

Si necesita luz en su vida, no es un monstruo, le había asegurado Sora.

Una mueca espontánea reemplazó su sonrisa, y por hacer algo, giró en seco, buscando distraerse. Su mandíbula colgó a causa de la sorpresa ante lo que veía: una amplia sala en forma de rectángulo con montones de estantes llenos de libros.

Esto no hacía más que darle más crédito a su teoría: ¿qué clase de ser malévolo necesitaría luz y libros en su vida?

La gente es mala porque no sabe, decía siempre su hermano. Y según él, la gente no sabía porque no leía. Ergo, alguien tan preocupado por la lectura debía saber, y, siguiendo aquella lógica, no podía ser malo.

Complacida por su razonamiento, Orihime asintió para sí misma, algo más animada al pensar que quien sea que viviese allí debía ser buena persona.

No se movió por unos minutos, analizando el meticuloso orden de la sala. Todos los libros estaban perfectamente alineados, y podía contar tres hileras compuestas de tres estantes cada una en el centro de la sala. Y había que sumarle, claro, dos filas de cuatro estantes cada una que recubrían las dos paredes paralelas a los libreros del centro de la habitación.

La princesa reparó en aquel momento en que había otra fuente de iluminación tras las ringleras de estantes, en la pared análoga a donde se hallaba la antorcha. Con base en el color homogéneo de la iluminación del otro extremo del cuarto, se trataba de aquel mismo fuego verde-azulado.

Decidió explorar a fondo, y con pasos comedidos —pero no asustados—, se dirigió al otro extremo de la cámara.

Analizó correctamente el lugar donde se encontraba: las paredes estaban recubiertas por un empapelado que se había desgastado enormemente, trozos del mismo colgando o llenos de moho; el techo estaba hecho de piedra simple, y era como si nadie se hubiese molestado en siquiera intentar adornarlo. Y por otro lado, el piso, pese a estar rayado y lleno de polvo, estaba bastante logrado en cuanto a ornamentación. Orihime no poseía los parámetros necesarios como para juzgar correctamente ni la antigüedad, ni la practicidad o estética de la sala, pero en general, la halló bastante útil y confortable.

Esto incluía a los libros, que parecían olvidados, pues una gruesa capa de polvo los cubría de cabo a rabo. Esto le daba a la pequeña algo de pena. A su corta edad, no había leído demasiado, pero sabía que para su hermano los libros eran un placer y tesoro personal. Verlos en aquel deplorable estado a causa del tiempo le causaba algo de pena, al menos si consideraba que no parecía haber nadie alrededor como para disfrutar de los mundos encantados que los mamotretos ofrecían humildemente entre sus páginas.

Era como un pequeño rincón apartado del mundo exterior. Un lugar olvidado por Dios, y desconocido por los monarcas.

Ella misma, princesa y próximamente reina —y no, no iba a detenerse a pensar en ello— dudaba de su autoridad en aquel recóndito, minúsculo santuario en el medio de ningún lugar.

En esto pensaba cuando finalmente se encontró bajo la otra antorcha, la cual iluminaba su parte de la habitación. Para su sorpresa, había una tercera tea que ardía de forma idéntica.

Aunque no fue eso lo que llamó su atención.

No.

Lo que verdaderamente ocupó su mente en aquel instante era una enorme, implacable incógnita: ¿adónde daba la inmensa puerta de hierro que estaba entre las dos hachas recién descubiertas?

¿Y cómo abrirla?

Orihime contempló la puerta en silencio, y frunció el entrecejo.

Había llegado ya tan lejos, ¿qué más podría salirle al paso? ¿Otra rata? Hizo un puchero al pensarlo; la idea no era muy atractiva, mas su curiosidad le estaba robando protagonismo a su sentido común desde hacía rato.

Miró en derredor, buscando algún indicio de qué hacer ahora para llevar a cabo su cometido. Al no tener éxito y volver a fijar la mirada en la puerta, notó una inscripción en la parte superior de la misma, grabada de manera similar a la de la estatua.

Si digo en voz alta lo que hay ahí, tal vez pueda abrirla.

No era mala idea: si había ocurrido una vez, ¿por qué no dos? Pero aún debía resolver el dilema de cómo alcanzar a ver lo que fuese que se leía allá arriba. No era baja para su edad, pero le faltaba mucho por crecer como para poder ver lo que allí decía. Al menos teniendo en cuenta que debía estar a una distancia relativamente corta para ser capaz de distinguir las oxidadas palabras en medio de aquella oscuridad.

Sus dientes hincaron la carne de su labio mientras la mozuela cavilaba. Se giró sobre sí misma, y prestó atención a cada detalle de la habitación. Una silla, ¿ni siquiera eso había…? No.

Inspiró hondamente, y se aproximó al estante más cercano. En el anaquel más próximo al piso se apreciaba una colección de gruesos libracos. Con cuidado, Orihime sacó uno. Las partículas de polvo la entretuvieron unos instantes —le hacían cosquillas en la nariz—, mas prontamente se encaminó a colocar el mamotreto frente a la puerta, acostándolo.

Era un plan arriesgado considerando su obvia torpeza —Yoruichi decía que cuando había nacido se había deslizado accidentalmente desde los brazos de Sora al suelo, causando un perjuicio irreparable en su cabeza que, al menos, había llevado a su hermano a quererla más de lo que se esperase del simple lazo fraternal—, pero era el único que se le ocurría.

Cuatro gordos libros calculó necesarios para elevarse a la altura necesaria.

Con cuidado, se situó sobre los mismos, y prestó atención a la inscripción ahora mucho más cerca que antes. Aun a centímetros de la misma, le era casi imposible ver, por lo que recurrió a sus dedos.

Seguramente podría distinguir letra por letra si iba lentamente.

Lo primero que trazó era una larga línea unida a otra. Ambas surgían de un punto en común. Debía ser una «v».

Siguiente: un círculo. «O» de «Orihime».

Dos líneas cruzándose en un punto en el centro. Definitivamente era una «x».

Un espacio. Orihime ya tenía su primera palabra.

Vox… —el volumen que utilizaba era comparable al crepitar de las llamas de las teas.

Pero había que continuar.

La mitad de una «o». Una «c», por lo tanto.

Una línea vertical larga, esbelta, con otra horizontal a modo de base. Una «l».

Dos líneas unidas formando un ángulo agudo, una barra uniendo a ambas. Dudó un instante, pero resolvió que se trataba de una «a».

La siguiente letra fue algo complicada, requirió algo más de paciencia. Eran dos montañas, dos «v» invertidas. «M», claro, eso era.

Nuevamente una «a», ya la reconocía.

A continuación, estuvo a punto de creer que era una «m», pero advirtió que estaba confundiéndola con una «n».

Ahora una barra horizontal sobre una vertical. «T» de «Toushiro», el pequeño bebé recién nacido del cocinero real que tenía un color de cabello bastante raro.

Barra vertical sola. «I» de «Ichigo», su mejor amigo desde la infancia, uno de los siete herederos de las familias reales de Karakura.

Una curva sinuosa, era una… Una «S».

Sora.

Orihime cerró los ojos, intentando retener las lágrimas. ¿Por qué debía pensar en él a cada instante, por qué sus pensamientos iban sin que pudiese evitarlo a acariciar aquella herida recién infligida en ella?

Sigue.

Inhaló hondamente, y enjugándose las lágrimas —lo que ensució su cara al mezclarse con ellas el polvo que se le había pegado a causa de los libros—, formó en su mente la segunda palabra.

Clamantis

Orihime reflexionó durante unos instantes. «Vox» sonaba muy parecido a «voz». Y «clamantis» a «clamar».

En la estatua, solo había entendido una palabra, por asociación de ideas: «monumentum». Y porque sí, tenía sentido que en una escultura alguien hubiese escrito «monumento».

Entonces, por lo que sabía, la inscripción en la puerta decía algo sobre «una voz clamando». Y no le reconfortaba mucho el recordar el alarido.

Pero ya estaba a medio camino, ¿no? Luego de haberse tropezado mil veces, haber leído palabras en un idioma desconocido, llevarse un susto de muerte por aquel grito, internarse en las profundidades de un lugar apartado de la mano de Dios, volver a espantarse por una rata que al parecer podía hacer trucos de magia como para esfumarse de la nada y casi intoxicarse con el polvillo de aquellos libros que nadie quería, sobre los cuales ahora se balanceaba, no le daban ganas de echar todo por tierra.

Tragó saliva, y juntando coraje, prosiguió.

Las yemas de sus dedos trazaron el siguiente signo.

«I» de nuevo. Y también una «n». El reconocer ambos caracteres al toque hizo feliz a la princesa.

In —es decir «en», si las conjeturas de la pelirroja eran acertadas.

Espacio, y a seguir…

De vuelta «T».

Ahora venía algo así como un peine de tres dientes, una «e».

«N» de «Nanao», la tutora que reemplazaba a Yoruichi cada vez que la mujer desaparecía —algo bastante frecuente—.

Delineó otra «e», y seguidamente una «b» de «Byakuya», una de las familias reales.

Sintió una línea de la que surgía un círculo, apoyándose luego en una barra en diagonal. «R» de «Rangiku», la sastra real.

Una nueva «I»; «Inoue», la familia real que actualmente tenía el poder, la suya.

Y finalmente una «S», la inicial del tutor de su mejor amigo.

Tenebris

No le gustaba aquella palabra. Sabía que había una que se le asemejaba en su idioma, únicamente no recordaba cuál. Ni qué significaba. Empero, tenía la certeza de que no era algo ameno.

Y sin embargo, ¡estaba tan cerca…! Recordó las palabras en su cabeza. Pasó los dedos una última vez por encima de las letras, solo para asegurarse de que estaba en lo correcto, y recitó, con sus manos tapando las orejas para anticipar cualquier «sorpresa»:

—«Vox clamantis in tenebris».

Esta vez, no fue un grito lo que se oyó, sino un potente chirrido que hizo tambalear a Orihime. Comprendió que la puerta se estaba abriendo justo antes de caer de espaldas contra la fría piedra del piso.

Emitió un inaudible quejido, y abrió los ojos —instintivamente los había cerrado—, encontrándose con los libros despatarrados por el suelo, un reguero de los mismos que no llegaba a adentrarse en la profunda oscuridad que yacía ahora frente a ella.

Aguardando.

Preguntándole si deseaba perderse allí para siempre, o retornar a su hogar y lidiar con sus obligaciones.

Y aquella Orihime rota, que tan valiente había sido, optó por la única opción que consideró viable en su situación.

Tomando una gran bocanada de aire, se levantó, se sacudió la que esperaba fuese la última vez en el día, y dio el primer paso hacia un destino incierto.


—Oh, oh, parece que el momento ha llegado —murmuró él, una sonrisa juguetona en los labios mientras se acomodaba el sombrero de copa que amenazaba con volar lejos de él.

La gata a sus pies simplemente siguió presionando con la pata la cabeza del roedor que había cazado anteriormente, notablemente tensa. O eso indicaba el rabo que oscilaba suavemente en la oscuridad de la noche.

—Hay ciertas cosas en las que no podemos interferir —musitó él, resistiendo el deseo de tomar a la minina en sus brazos y hacerle carantoñas; sabía que no sería lo apropiado.

Minutos pasaron antes de que la gata voltease hacia él.

Sus resplandecientes ojos parecían, como siempre, ser una mezcla de miel con hojas silvestres, los caprichos del destino en su máximo exponente.


¿Qué les pareció? c: A mí me costó un poquitín escribir sobre los personajes habiendo tenido que crear yo el mundo en el que están, pero para mejor comprensión, explicaré que es algo así como un reino ficticio -Karakura, duh- a finales del siglo XIX, o algo así.

¡Ah, y una cosita más! Todo lo que esté en Latín se puede traducir fácilmente con Google, pero el significado en la historia de cada frase será revelado más adelante (excepto, claro, por el título de los capítulos, que es más o menos obvio).

Perdonen una vez más si me equivoco o contradigo, y ¡háganmelo saber! Dejen review por favor, me harían muy feliz :3

-Pequeña.