"Suplica reposo a los dioses el hombre sorprendido en el ancho Egeo cuando siniestra nube ha velado la luna, y los astros, guías seguros, no brillan para los marinos. ¿Por qué siendo tan corta la vida lanzamos tan lejos el pensamiento? ¿Quién, desterrándose de su patria, se huye a sí mismo? Que el espíritu, contento con el presente, odie la inquietud de lo que ha de venir y endulce con tranquila sonrisa las amarguras de la vida: no hay nada absolutamente feliz".
Horacio (Odas, II-XVI)
Capítulo 1. La balsa de la Medusa
París, 1832
―¿En qué piensas? ―susurró Courfeyrac.
―En muchas cosas...
―Dime una.
Combeferre contempló como en trance cómo las hebras oscuras de su cabello se deslizaban entre sus dedos. Estaba pensando en Jean Prouvaire pero no quería decírselo. También pensaba en la mariposa verde.
Marsella, 1831
Era un ejemplar pequeño de callophrys rubi de un verde tan parecido al de la hierba que Combeferre la tomó por una brizna adherida al cabello de su amigo dormido.
Courfeyrac descansaba la cabeza en su regazo. Dormía apaciblemente en la más indecente de las despreocupaciones, en mangas de camisa que se había arremangado hasta los codos, con la corbata desatada y el chaleco desabotonado. Combeferre no estaba mucho más presentable, pero el tejo centenario a cuya sombra descansaban estaba en el extremo más alejado del jardín, donde nadie podía verlos.
Aquel lugar siempre les recordaba a su infancia. De niños, habían escalado cien veces aquel árbol. Enjolras era el que había subido más alto, hasta las ramas demasiado delgadas y frágiles a las que ellos no se atrevían a seguirlo. Una vez, lo atacó una urraca para defender su nido, y en otra ocasión, se bajó del árbol con una enorme araña lobo subida al hombro. Combeferre la cazó y la metió en un frasco pero Courfeyrac se la robó con idea de echársela a sus hermanas o a las criadas, y al final le picó a él. Courfeyrac no había nacido para hacer el mal; cada vez que lo intentaba, sus planes se volvían contra él.
Courfeyrac tenía por costumbre pasar los veranos en la casa de su familia en Marsella. Adoraba el sol, a su numerosísima familia y a las alegres muchachas sureñas (que no lo adoraban menos a él) pero sin sus dos amigos, Marsella ya no lo seducía igual que antes. Así que cada año trataba de arrastrarlos con él como fuera.
―Valentine de Flesselles va a dar una fiesta ―había dicho poco antes de viajar a Marsella―. ¿Os acordáis de ella? Sigue siendo una bruja, pero sabe cómo organizar una velada. ¿Cuánto hace que no asistís una fiesta al estilo sure...? ―Se lo pensó mejor―. ¿A una fiesta cualquiera?
Pareció comprender que aquel no era el cebo apropiado para pescar según qué peces, así que cambió de estrategia:
―Vamos, ¿dos semanas? Una semana. ¿Ni siquiera una semana? ¿Y vosotros os hacéis llamar mis amigos? Si fuerais verdaderos amigos, no me dejaríais morir de aburrimiento.
Lo dijo muy afectado aunque fuera una descarada mentira. Courfeyrac no se aburría; no sabía cómo.
Nunca consiguió que Enjolras lo acompañara a Marsella. No era que él no encontrara atractiva la idea de pasar una temporada en el sur, pero no estaba en los mejores términos con su padre y no había excusa para no visitarlo si aceptaba la invitación de Courfeyrac. Por otra parte, el calor poseía la cualidad de despertar los ánimos aletargados de la capital. En el verano de 1830 se habían alzado las barricadas, y Combeferre no podía negar que aquello no hubiera pesado en su decisión cuando, aquel verano de 1831, se dejó convencer por los malos argumentos de Courfeyrac y se excusó del hospicio dos semanas para viajar con él Marsella.
Aquella tarde, con el olor salobre del mar y el aroma de la hierba mezclándose en el viento que olía a tormenta, con los rayos del sol colgando de las ramas y pintando la hierba de parches cambiantes de luz dorada, Combeferre lamentó que aquellas dos semanas no fueran tres.
―Mmmf... ―se quejó Courfeyrac. Combeferre había dejado de acariciarle el cabello y se había despertado al echar en falta sus atenciones.
―No te muevas ―le susurró Combeferre, que estaba dibujando la mariposa posada en su cabello en el cuaderno que siempre llevaba consigo.
―¿Por qué? ―murmuró Courfeyrac con la voz soñolienta, envolviéndose en la deliciosa pereza como el que tira de las sábanas cualquier mañana de domingo. Un segundo después, abrió los ojos de par en par―. ¡Por qué! ¿Qué pasa? ¿Qué tengo?
Se incorporó de golpe y se revolvió el cabello presa del terror primario a lo desconocido... y a las arañas... hasta que vio como la mariposa se iba volando.
Combeferre la vio alejarse tristemente. Courfeyrac, que lo estaba mirando entre consternado y resentido, recobró como pudo la compostura y se peinó con los dedos tratando de enmendar el desastre que le había sobrevenido a su pelo. A estas alturas, él todavía juraba que era todo tan natural como el resto de su innegable encanto, pero Combeferre sabía que se lo rizaba.
Courfeyrac encontró el libro que había resbalado del regazo de Combeferre y lo abrió al azar recostándose contra el árbol.
―¿Éste también es de mi padre? ―preguntó con un bostezo―. ¿Desde cuándo le interesa la astronomía?
―Tiene un telescopio en la biblioteca.
―¿Ah, sí?
―¿No lo has visto?
―No te muevas.
Combeferre se apretó contra el tronco cuando Courfeyrac casi se le echó encima.
―¿Qué...?
―¡Shhh!
Courfeyrac se inmovilizó un momento, hizo un movimiento brusco y después se sentó alegremente sobre los talones. Tenía una sonrisa cómplice en los labios y las manos ahuecadas una sobre otra. Cuando separó los dedos, Combeferre vio que había atrapado la mariposa.
―Ten cuidado.
―Date prisa o se escapará ―lo apremió él. Combeferre se puso a dibujar.
Nubes color ceniza encapotaban el cielo sobre el mar. Las sombras que arrojaban eran monstruos marinos navegando como flechas bajo las aguas. Courfeyrac contempló un rato las nubes amenazadoras, y después bajó la vista hacia el libro.
―¿Eso hacíais anoche? Mirar... ―leyó―: Nebulosas y Cúmulos de Estrellas que se observan entre las estrellas fijas de... ¡Jesús! Alguien no sabía lo intimidante que resulta un título tan largo.
Combeferre sonrió sin mirarlo mientras trazaba delicadamente la forma de la trompa en espiral.
―Es un hombre muy interesante.
―¿Charles Messier?
―Tu padre.
―Qué bien os entendéis ―gruñó su amigo fingiendo el sarcasmo sólo a medias―. Él piensa lo mismo de ti. ―Y añadió como si lo acabara de decidir―: Estoy celoso.
―No hablas en serio.
―Yo siempre hablo en serio.
―Tu padre siente debilidad por ti, lo sabe todo el mundo.
―Estoy celoso de él ―lo corrigió Courfeyrac―.Desde que llegamos, has pasado más tiempo con él que conmigo.
Combeferre no pudo evitar que la sonrisa que había aflorado a sus ojos le alcanzara los labios. No le preocupaba el ceño fruncido de su amigo. Courfeyrac era voluble como todos los gatos: ahora bufaba y ronroneaba al rato, presumía y siempre encontraba en qué entretenerse.
Combeferre acabó el boceto y se lo mostró. Courfeyrac sonrió y separó las manos, y la mariposa batió sus alas tentativamente hasta que, con una súbita ráfaga de viento que arrastraba las últimas hojas ocres del otoño, levantó el vuelo y se elevó hacia el cielo trazando espirales.
El cielo se estaba cubriendo rápidamente de nubes y el mar se extendía sombrío hacia un horizonte difuso donde, de pronto, estalló plateado el primer relámpago. Después llegó el retumbar lejano del trueno y de sus ecos rebotando en la bahía.
Combeferre recogió previsoramente el libro y el cuaderno y los envolvió en su levita.
―Escribe a París. Quédate más tiempo ―oyó que su amigo le decía.
―Ya sabes que no puedo.
Courfeyrac había empezado a arreglarse la corbata pero no le importó dejarla a medias para ayudarle con la suya. La seda azul se doblegaba mansamente a la voluntad de sus dedos, que poseían la destreza que sólo se da en la conjunción de la incansable práctica y el genuino talento.
Para cuando acabó, ya había empezado a llover. Courfeyrac se quedó mirando el cielo a través de las ramas y algunas gotas le mojaron las mejillas.
―¿Por qué habrán tenido que pavimentar la carretera? ―se quejó amargamente. Ahora, la lluvia no era impedimento para que salieran las diligencias.
―¡Por fin han pavimentado la carretera! ―había dicho encantado hacía dos semanas escasas después de un viaje insólitamente cómodo.
Combeferre sonrió ante su imposible fatuidad. Combeferre era un alma amable y sonreía con frecuencia. Sus sonrisas solían ser graves y a menudo silenciosas, pero poseían la franqueza de su mirada y la misma serenidad de su voz.
―Yo también te voy a extrañar.
Courfeyrac lo miró. Ya se había ocultado el sol pero sus ojos verdes brillaban todavía. No necesitaban más luz que la suya propia.
No hubo ni un sobresalto, ni un latido de más ni de menos, ningún aliento contenido. El beso llegó igual que la tormenta: avisando desde lejos. En cambio, no tuvo nada de tempestuoso. Fue el mero encuentro de unos labios con otros, suave primero, suave y cálido; suave, cálido, húmedo... Combeferre le acarició el cabello y sus dedos deshicieron entre sus rizos las primeras gotas de lluvia.
Courfeyrac besaba igual que sonreía: abiertamente, generosamente, caprichosamente. Courfeyrac era capaz de besar y sonreír al mismo tiempo.
Combeferre lo sabía porque no era la primera vez que lo había besado.
París, 1832
Vous rappelez-vous notre douce vie,
Lorsque nous étions si jeunes tous deux,
Et que nous n'avions au cœur d'autre envie
Que d'être bien mis et d'être amoureux ?
No hacía ni seis horas, Jean Prouvaire le había estrechado la mano mientras el polvo de la calle desempedrada se bebía la sangre de un hombre: el que Enjolras había ejecutado.
Combeferre había sentido su sobresalto cuando sonó el tiro, pero Prouvaire no había apartado la mirada. Cuando sus manos se apretaron aun más ante aquella visión terrible, Combeferre no pudo decir si el pulso acelerado que notaba era el de él o el suyo propio. Los dedos de Jean Prouvaire eran esbeltos y largos, y su mano, tremendamente suave. Aquellos dedos manchados de tinta no estaban hechos para sostener un mosquete; las manos de ningún hombre deberían servir para eso.
―Nosotros participaremos de tu suerte ―le había dicho a Enjolras.
Combeferre nunca había sido un hombre supersticioso pero se había descubierto pensando, en esa especie de extraño duermevela de la mente cuando se la deja vagar libremente, que desearía haberle soltado la mano a Jean Prouvaire antes de decir aquello.
―En el porvenir nadie será asesino; la tierra resplandecerá y el género humano amará.
Jean Prouvaire había sido un profeta de ese porvenir. El presente lo había matado; el presente, y la necesidad llamada fatalidad, y la Guardia Nacional constituida en tribunal, en consejo de guerra y en pelotón de fusilamiento, todo en cinco minutos. Otros cinco, quizá menos, hubieran bastado para salvarle la vida. ¿Habría mirado alguno de aquellos hombres los tiernos ojos de su poeta y errado el tiro a propósito?
―¿Qué huele tan mal?
Combeferre negó con la cabeza quitándole importancia.
―¿Os duele? ―dijo al hombre a cuyo lado había permanecido los últimos veinte minutos, un arenero ennegrecido que yacía sobre la litera forrada de haces de paja y colchones que habían arrastrado hasta la cocina transformada apresuradamente en hospital de campaña. Cinco hombres en total yacían allí heridos de gravedad, guardias municipales dos de ellos.
―En peores me he visto ―mintió el obrero. Tendría cuarenta años y coraje, cuánto coraje.
―Os daría láudano, pero no tenemos.
―Qué desperdicio sería eso.
―Os traeré aguardiente si puedo.
―Otro desperdicio, pero a eso no diré que no ―dijo el obrero usando su mueca de dolor para componer una sonrisa―. ¿Qué años tienes, joven? ―le preguntó tuteándolo con naturalidad. Intentó llevarse la mano al vientre pero Combeferre lo detuvo con gentileza.
―Veintiséis.
―¿Y ya eres médico?
―Aun no.
―Mejor, porque no te puedo pagar.
Combeferre no pudo por menos que devolverle la sonrisa.
―Yo tenía un hermano de tu edad ―le contó aquel hombre― pero en marzo se murió. El cólera, pobre diablo. ―Cerró los ojos y añadió tristemente en occitano―: Ay, hermano, en el Infierno nos veremos dentro de un rato.
―¿Por qué en el Infierno?
El arenero lo miró alzando su rostro que palidecía por momentos.
―Ah, ya sabía yo que algo tenías de sureño. El acento... y la nariz. ¿De dónde eres?
―Nací en Marsella.
―Yo en Allauch. ¿Cómo te llamas?
―Combeferre.
―Yo... ―El hombre tuvo que detenerse y apretar los dientes hasta que el espasmo remitió―. Yo me llamo Gaspar.
Combeferre sintió cómo otro grano de arena, insignificante y diminuto, caía estrepitosamente sobre la montaña que ya tenía en el corazón. Pesaba. Aquel hombre, que lo llamaba joven, se hubiera reído de él, pero pesaban sus veintiséis años. Los años, como las frutas maduras, caen todos a la vez.
―Étienne ―dijo.
―¿Y no sabes que hay un infierno para los amotinados, Étienne?
¿Eso eran? ¿Sería así como los parisienses conocerían a sus amigos caídos, Jean Prouvaire y Bahorel, y al arenero llamado Gaspar cuando muriera? Habían recorrido los mercados a vivo grito de "¡Insurrección!"mientras las barricadas surgían de la tierra. Incluso desde el interior de la taberna se podían oír los tañidos de la campana de Saint-Merry tocando a rebato. Todavía era pronto para decir quiénes serían mañana.
―¿Qué hora es, Étienne?
―Son las cuatro ―dijo él sin mirar el reloj.
―He oído que a las seis se nos va a unir un regimiento.
―Yo he oído lo mismo.
Gaspar se quedó mirando el techo ennegrecido por los fogones de la cocina. Allí solían cocinarse carpas a la mantequilla.
―En esa ilustre cocina, los pescados entraban fríos y salían calientes; nosotros haremos al revés ―había dicho Bossuet, aunque se había cuidado de hacerlo lejos de la cocina en cuestión.
Había hecho reír a unos cuantos con su caustico humor. Aun se reía en aquella balsa que se mantenía a flote sin saber si navegaba hacia la bulliciosa orilla o hacia el naufragio y las entrañas de la oscuridad. Si el buen humor reinaba todavía se lo debían sobre todo a Bossuet y a Courfeyrac, y también al pequeño Gavroche, que contra viento y marea conservaban la presencia de ánimo y la insuflaban a los demás.
―Étienne ―murmuró Gaspar, y sonrió cerrando los ojos―, ya sé qué es esa peste.
Combeferre le apretó otra vez el brazo sin decir nada.
―Qué joven más delicado, no me lo has querido decir. Y qué dos hermanos, ¿eh? Muertos en medio de su propia pestilencia... ―suspiró―. Anda, vete ya. Tendrás mejores cosas que hacer que estar aquí sin poder respirar.
Pero Combeferre no se fue. Aquello era poca cosa en comparación con lo que había visto en el hospicio de Necker y en las mismas calles. Hacía cuatro meses que el cólera recorría Francia. La enfermedad se había ensañado con los arrabales (como todo, como siempre), pero se había detenido también en las casas revestidas de mármoles con columnas en las puertas. Había entrado en la casa del hermano de veinticinco años de un humilde arenero, y en la de un viejo de sesenta y dos llamado Lamarque. Ahora los dos eran iguales, y allí estaban ellos.
―¡Vete, hombre, te digo! ―insistió Gaspar―. Ve a buscar el aguardiente que me has prometido. Déjame solo un rato. Quiero ponerme en paz con Dios.
Cuando Combeferre salió de la cocina, no supo a dónde dirigirse. Encontró la sala baja desierta salvo por el espía que estaba atado al poste. Cuando cruzaron las miradas, aquel hombre lo miró como a un insecto, y después, con aquella dignidad férrea que tenía en el rostro, lo ignoró como si alguien lo hubiese aplastado ya bajo la bota.
Sobre la mesa que habían reservado para las hilas estaban sus dos pistolas cargadas. Combeferre se desató el mandil, se lavó las manos lo mejor que pudo y lo cambió por las armas. Después salió fuera, y desde el vano de la puerta observó la barricada. La habían reforzado y elevado por lo menos dos pies más, y a los muertos se los habían llevado no sabía a dónde. El aire olía a pólvora y a lluvia.
Estaba lloviendo otra vez.
Feuilly, sentado bajo el alero de la taberna, se entretenía en grabar algo en las piedras de la pared. Su rostro estaba serio pero no más que de costumbre: era un muchacho serio de opiniones serias. Courfeyrac, Joly y Bossuet se habían refugiado junto a varios estudiantes al abrigo de la barricada, y Bossuet se había dormido en el hombro de Joly mientras los demás hablaban en voz baja. Enjolras estaba sentado en la almena y contemplaba las tinieblas con ojos sombríos.
Combeferre subió a la barricada y se sentó a su lado sin decir nada.
―¿Quién habrá a Saint-Merry? ―murmuró Enjolras. Era difícil saber si se lo preguntaba a él o a la noche y a las piedras.
Combeferre prestó atención a la campana que se lamentaba en las tinieblas.
―Algún valiente ―dijo, y vio que la mirada grave de Enjolras volvía a perderse en la nada profunda que los rodeaba.
Combeferre se ofreció a relevarlo en su puesto para que descansara pero él se negó.
―Ve con Henri ―dijo―. Procura que duerma.
Combeferre no pensó en insistir. Se habían cogido de la mano, pero los dedos de Enjolras no estaban menos helados ahora que antes. Combeferre le dio un suave apretón antes de soltarlo y bajó.
Courfeyrac lo recibió con una cálida sonrisa. Cuando Combeferre se acomodó a su lado, Courfeyrac se recostó y descansó la cabeza en su regazo, y suspiró como si acabaran de depositarlo en la cama de un rey. Pero apenas hubo cerrado los ojos, los volvió a abrir y se quedó mirando la calle y lo que quedaba del empedrado. Combeferre enterró los dedos en el húmedo desorden de sus rizos y los acarició con ternura. Era un gesto aprendido en el que casi no pensó; sólo casi. Courfeyrac entornó los párpados bajo el efecto sedante de las caricias pero el fuego verde de sus ojos no se aplacó.
―¿En qué piensas?
―En muchas cosas...
―Dime una.
Combeferre no se lo dijo.
