CAPÍTULO 1.
Las hojas de los árboles acaban de empezar su transformación hacia un bello color incandescente y resplandecen mientras el sol se alza sobre la línea del horizonte, y mientras los pájaros han iniciado sus trinos matinales, el aire está perfumado por el aroma del campo y la tierra.
Hubo una época en mi vida en que no creía en el amor. No había palabras que me explicara lo que significaba amar, incluso a mi propia existencia. No habría supuesto un esfuerzo significativo. Alguien me dijo que la clave de la felicidad radicaba en los sueños alcanzables, casarse, formar una familia…
Pero para mi esas dos palabras significaba un matrimonio básico. Significaba conseguir un trabajo estable, vivir en una casita lo bastante espacioso para llevar a los hijos a la escuela. Dos o tres niños, nunca concretar un número, o quizás llegado el momento, diría que lo mejor es que la naturaleza siguiera su curso y permitiera que fuera el destino quien decidiera de lo que sucediera en las vidas de las personas, el matrimonio es el punto de inició. Entonces porqué llegar al sentimiento inalcanzable, ¿no? Y mientras en cierta manera todavía no creía lograrlo conseguir. El amor, es del todo imposible. Eso era lo que yo creía cuando tenía dieciocho años.
Vivía solo con mi padre, y lo bastante cerca para que yo pudiera estudiar en uno de los mejores institutos de la ciudad. Nuestra casa era una de las más grandes; había una fuente en el patio de la parte posterior donde se alzaba un enorme roble; cuando yo tenía ocho años, monté una cabaña en el árbol con unos tablones de madera. Mi padre no me ayudó en el proyecto. Supongo que debería de haberme dado cuenta del inmenso abismo que me separaba de mi padre, pero eso sólo demuestra lo poco que uno sabe de la vida a tan temprana edad. De mi madre no tengo ningún recuerdo, traté de sacarle el tema a mi papá pero lo único que decía era que ella se dio cuenta de que había cometido un error al casarse tan joven y que no estaba preparada para asumir el papel de madre. Jamás la criticó, tampoco la elogió sin importar dónde estuviera o lo que ella hubiera hecho. «Me recuerdas tanto a tu madre», me decía de vez en cuando. Hasta el día de hoy, jamás he hablado con ella, ni tampoco siento deseo alguno de hacerlo. Empecé a distanciarme de mis amigos de toda la vida. Se estaban dividiendo en dos pandillas con sinergias distintas, atraídos por la próxima película que pensaban ir a ver o por el interés en las camisetas de moda que se acababan de comprar en un centro comercial. De pronto me encontré fuera de juego, contemplándolos desde un desapego que me parecía infranqueable. «¡Al infierno con ellos!», pensé. En el instituto siempre hay sitio para todos, y empecé a frecuentar un grupito nada conveniente, un grupito que pasaba de todo, y adopté su actitud pasota. Empecé a saltarme clases, me expulsaron en tres ocasiones por pelearme. También dejé de lado los deportes. Hasta el segundo año en el instituto había hecho atletismo, y a pesar de que mi padre no me preguntaba cómo me iba en la escuela cuando regresaba a casa, parecía incómodo con la idea de entrar en detalles. Sólo fue a verme una vez, en un partido de baloncesto, en mi primer año en el instituto. Después del partido, lo evité. No me siento orgulloso de cómo obré, pero así era yo.
Durante ese periodo salí con una docena de mujeres. En el bar más popular de la ciudad siempre había mujeres. La mayoría de ellas sólo suponían aventuras pasajeras sin entregar nunca el corazón. Únicamente tuve algo así como una relación con una muchacha llamada Susana, duró más de unos cuantos meses, y por un breve periodo, antes de que nuestra relación tocara a su fin creí tenerle cariño. Era una estudiante de la Universidad de Wilmington, tenía un año más que yo, y decía que cuando se licenciara quería ir a trabajar a Nueva York.
—Me gustas —me dijo la última noche que estuvimos juntos—, pero somos muy distintos. Tú podrías ser más en la vida; sin embargo, te conformas simplemente con salir a flote. —Dudó unos instantes antes de proseguir—: Pero lo que más me molesta es que nunca he sabido lo que verdaderamente sientes por mí.
Sabía que ella tenía razón. Al cabo de poco tiempo, se marchó, tomó un avión sin ni siquiera despedirse. Tres meses más tarde, tras conseguir que sus padres me dieran su número de teléfono, la llamé y estuvimos hablando durante diez minutos. Me contó que salía con un abogado y que se iban a casar el siguiente mes de junio.
Esa llamada telefónica me afectó, y como de costumbre fui al bar en busca de consuelo. Allí encontré congregada a la misma caterva de perdedores, y súbitamente me di cuenta de que no quería malgastar otra noche fingiendo que en mi vida todo iba viento en popa. En lugar de eso, pagué una caja de seis cervezas y salí del bar.
Era la primera vez en muchos años que reflexionaba realmente sobre lo que quería hacer con mi vida, y me pregunté si debería seguir el consejo de mi padre y acceder para obtener un título universitario. Sin embargo, que la idea me pareció ridícula e inabordable.
En mi mocedad jamás se me pasó por la cabeza la idea de alistarme en el Ejército. A pesar de que la zona del este es una de las áreas más densas militarmente hablando del país —en un trayecto de menos de una hora en coche desde Wilmington, hay siete bases—, solía pensar que la vida militar estaba hecha para los perdedores. ¿Quién quería pasarse la vida bajo las órdenes implacables de una panda de tipejos abusones y cuadrados como armarios? Yo no, y, aparte del grupito de estudiantes que formaba parte del Programa de Formación de Jóvenes Oficiales de Reserva, tampoco muchos chicos en mi instituto. En lugar de eso, la mayoría de los que habían sido buenos estudiantes accedían a la Universidad, mientras que los que no habían sido buenos estudiantes se quedaban rezagados, saltando de un empleo de poca monta al siguiente, bebiendo cerveza y matando las horas, y evitando a toda costa cualquier labor que requiriese un ápice de responsabilidad. Yo encajaba en esa última
Llamadlo mala o buena suerte, pero justo entonces dos marines pasaron delante de mí haciendo aerobismo. Un par de jóvenes, en buena forma física, que irradiaban una confianza serena. «Si ellos pueden hacerlo, yo también», me dije. Maduré la posibilidad un par de días, y al final mi padre tuvo algo que ver con mi decisión. No es que comentara el tema con él —había llegado un momento en el que ya no hablábamos de nada.
Así que me alisté en el Ejército. Mi primera intención fue incorporarme al Cuerpo de Marines, pero cuando llegó el momento, me decanté por el Ejército de Tierra. Supuse que, de un modo u otro, acabaría por portar un rifle de todos modos, pero lo que realmente me convenció fue que el oficial de reclutamiento del Cuerpo de Marines estaba almorzando cuando pasé por la oficina, y por consiguiente no pudo atenderme en ese preciso instante, mientras que el oficial de reclutamiento de soldados para el Ejército de Tierra —cuya oficina se hallaba en la misma calle, justo en el edificio de enfrente— sí que estaba en su despacho. Al final, la decisión me pareció más espontánea de lo que había planeado, pero firmé sobre la línea de puntos para prestar mis servicios durante cuatro años. Cuando el oficial me propinó una sonora palmada en la espalda y me felicitó mientras me dirigía a la puerta, me sentí angustiado durante unos instantes al pensar en lo que acababa de hacer. Eso fue a finales de año por entonces yo tenia veintiún años. Boot Camp era un lugar tan horrible como había supuesto. El cuartel parecía diseñado para humillarnos y lavarnos el cerebro, para que acatáramos las órdenes sin cuestionar, por más ridículas que éstas nos parecieran, pero me adapté más pronto que bastantes de mis compañeros. Después del periodo de formación inicial, elegí ingresar en el Cuerpo de Infantería. Los siguientes meses los pasamos realizando un montón de simulaciones en lugares como Luisiana y el viejo y legendario Fort Bragg, donde básicamente aprendimos las mejores técnicas para matar a gente y arrasarlo todo. Transcurridos unos meses, mi unidad, como parte de la 1.a División de Infantería —apodada «El Gran Uno Rojo» por su insignia, consistente en un número 1 en color rojo de gran tamaño— fue destinada a Alemania. Al principio fue fácil, y después caímos en la típica rutina castrense. Pasé siete meses miserables en los Balcanes —primero en Macedonia, y luego en Kosovo, donde permanecí hasta finales de la primavera—. El trabajo en el Ejército no estaba muy bien remunerado, pero teniendo en cuenta que no tenía que pagar alquiler ni comida y que realmente no había mucho en que gastar la paga cuando recibía el cheque mensual, por primera vez en mi vida conseguí ahorrar mi propio dinero en el banco lo suficiente para llevar una vida estable. Mi primer permiso lo pasé en casa, completamente aburrido y asqueado. En mi segundo permiso fui a Las Vegas. Uno de mis compañeros era oriundo de esa ciudad, y fuimos tres los que nos animamos a ir a pasar unos días en casa de sus padres. En mi tercer descanso, necesitaba desesperadamente un descanso y decidí ir a casa, esperando que el aburrimiento de la visita fuera suficiente para aplacar mis remordimientos de conciencia. A causa de la distancia, mi padre y yo. Sus cartas no eran como las que mis compañeros solían recibir de sus madres o de sus hermanas o esposas. Nada demasiado personal, nada sentimental, y jamás una palabra que sugiriese que me echaba de menos; cuando le escribí para explicarle que había intervenido en un combate bastante peligroso en los Balcanes, me respondió con otra carta diciéndome que se alegraba de que no me hubiera pasado nada malo, pero no dijo nada más al respecto. Así que empecé a omitir los comentarios más desagradables. Hace ya mucho tiempo que he asumido que él era una persona más noble de lo que yo nunca llegaré a ser. Maduré en esos últimos dos años. Entrar como niño y salir convertido en hombre, pero en el Ejército todo el mundo se ve obligado a madurar, especialmente si se está en infantería, como yo. Te confían un material que cuesta una fortuna, otros depositan su confianza en ti, y si metes la pata, el castigo resulta mucho más serio que enviarte a la cama sin cenar. Por supuesto que también hay mucho papeleo y momentos tediosos, y que todo el mundo fuma y que no es posible acabar una frase sin un taco y que debajo de la cama de cada recluta hay revistas pornográficas, y además tenemos que enfrentarnos a niñitos salidos de la universidad del Programa de Formación de Jóvenes Oficiales de Reserva que consideran que los soldados arrogantes como yo tenemos el coeficiente intelectual del hombre de Neandertal; sin embargo, te ves obligado a aprender la lección más importante en la vida: hay que estar a la altura de las circunstancias, y por tu propio bien es mejor que no te equivoques.
Cuando recibes una orden, no puedes decir que no. No es una exageración aseverar que las vidas de los soldados están siempre en peligro. Una decisión errónea, y tu compañero podría morir. Esto es precisamente lo que hace que el Ejército funcione; es el gran error que mucha gente comete cuando se pregunta cómo es posible que los soldados arriesguen sus vidas un día tras otro o cómo pueden luchar por algo en lo que no creen.
No todos lo hacen.
Yo he conocido a soldados en todos los ámbitos del espectro político; he conocido a algunos que detestaban el Ejército y otros que querían hacer la carrera militar. He conocido a genios y a idiotas, pero cuando todo está dicho y hecho, hacemos lo que podemos por los demás. Por amistad. No por el país, ni por patriotismo, ni porque seamos máquinas programadas para matar, sino por el compañero que tenemos al lado. Luchamos por nuestro amigo, para que no muera, y él lucha por nosotros, y todo el engranaje en el Ejército está basado en esa simple premisa.
No obstante, tal y como he dicho, yo había cambiado. Me alisté como un fumador empedernido que tosía hasta casi sacar los pulmones por la boca cuando realizábamos entrenamiento físico, pero a diferencia de prácticamente el resto de los que constituían mi unidad, dejé ese vicio y no he vuelto a tocar el tabaco. Me moderé también en el consumo de alcohol hasta el punto de que una o dos cervezas a la semana eran suficientes, y puedo pasarme un mes entero sin tomar una.
Mi historial era intachable. Me habían ascendido de soldado a cabo y después, diez meses más tarde, a sargento, y aprendí que tenía una habilidad innata para el liderazgo. Dirigí hombres en combates, y mi batallón se vio inmerso en la captura de uno de los criminales de guerra más conocido en los Balcanes. Mi oficial superior me recomendó para la OCS, la Escuela de Candidatos a Oficial, y mentiría si dijera que no consideré la posibilidad de convertirme en oficial, pero pensé que ese trabajo implicaba pasar numerosas horas sentado detrás de una mesa rellenando papeles, y estaba seguro de que eso no era lo que quería. Aparte me había ejercitado en habilidades intelectuales desde hacía bastantes años antes de enrolarme en el Ejército; cuando me dieron mi tercer permiso, mi cuerpo se había esculpido con nueve kilos de músculo y había rebajado toda la grasa sobrante de la barriga.
Me pasaba la mayor parte del tiempo libre corriendo, practicando el boxeo y levantando pesas con un tipo hercúleo de Nueva York que no sabía hablar sin gritar, que juraba que el tequila era un afrodisíaco y que era con diferencia mi mejor amigo en la unidad. Me tatue ambos brazos, y con cada nuevo día que pasaba, el recuerdo de quién había sido yo se fue convirtiendo en una idea más y más remota. Leía mucho, también. En el ejército tienes mucho rato libre para leer, y la gente se intercambia libros o los toma prestados de la biblioteca hasta que las cubiertas están a punto de desprenderse. No pretendo dar la impresión de que me convertí en un intelectual, porque no es cierto. No me interesaba Chaucer, Proust ni Dostoyevski, ni cualquiera de esos otros escritores tan literarios; leía principalmente novelas de misterio y de suspense y libros de Stephen King, y me aficioné mucho a Carl Hiaasen porque sus palabras fluían con facilidad y siempre me hacía reír. Con frecuencia pensaba que si en las escuelas hubieran asignado estos libros en la clase de literatura, ahora gozaríamos de un elenco de lectores mucho más amplio en el mundo. A diferencia de mis compañeros, me apartaba de cualquier posibilidad de buscar compañía femenina. Suena extraño, ¿verdad? En la plenitud de la vida, con un trabajo lleno de testosterona, ¿qué no sería más natural que desahogarse un poco de vez en cuando con una fémina? Pero la idea no me atraía. A pesar de que algunos chicos que conocía empezaron a salir e incluso se casaron con muchachas de la localidad mientras estábamos en Würzburg, había oído suficientes historias para tener la certeza de que esos matrimonios no solían acabar bien. El ejército es muy duro en cuanto a relaciones en general —he visto suficientes divorcios como para saberlo—. Todo era más fácil cuándo no tienes pajaritos en la cabeza. Y Todo era simple y menos complicado.
Y conocí a Candy.
Ahora, con veintisiete años, me arrepiento de las elecciones que he tomado en la vida. El Ejército se ha convertido en mi única salida; me paso casi todo el tiempo deambulando solo de un sitio a otro sin rumbo fijo, en función del día. Cuando la gente me pregunta por mi semblante taciturno, no les contesto y hablo en serio, me he convertido en un tipo solitario. La mayoría de mis compañeros se han licenciado en el Ejército, pero probablemente a mí me destinen a una nueva misión Al menos ésos son los rumores que circulan por la base. Pero eso sucederá después de que pasen mis dos meses de vacaciones. Por un momento me pregunto si estoy haciendo lo correcto, tal vez No debí seguir Mi instinto, tal vez No debí salir de la base. Ahora es muy tarde, ya estoy aquí.
Jamás pensé que mi vida discurriría por el cauce de de haberla conocido, ni tampoco que haría de servir en el Ejército mi profesión. De todos modos, el caso es que la conocí, y ése es precisamente el motivo por el que mi vida resulta tan insólita. Me enamoré de ella cuando estuvimos juntos, y me enamoré de ella aún más en los años en que estuvimos separados.
Una parte de mí se aflige ante el pensamiento de estar tan cerca sin poder tocarla, pero su historia y la mía son caminos separados. No me resultó fácil aceptar esa sencilla verdad, pero eso sucedió cuatro hace años —aunque tenga la impresión de que ha transcurrido mucho, muchísimo más tiempo.
En el ejército nos enseñan técnicas de camuflaje para confundirnos con el entorno, y eso es algo que aprendí a hacer a la perfección, y que hoy pongo en practica sólo para poder verla.
Una vez más.
Recuerdo los momentos que compartimos, por supuesto, pero he aprendido que los recuerdos pueden adoptar una presencia física dolorosa, casi viva, y en este aspecto, Candy y yo también somos diferentes. Candy con sus sonrisas son como las estrellas resplandecientes en el cielo nocturno, todo lo contrario de mi ser, que se halla en los desolados espacios vacíos del firmamento. Entonces por que me abruma la carga de preguntas que me he formulado a mí mismo miles de veces desde la última vez que estuvimos juntos. ¿Por qué lo hice? ¿Lo volvería a hacer?. En nuestra historia hubo un inicio, un desarrollo pero no estoy seguro si también hubo un desenlace, así es como fluyen todas las historias, todavía no puedo creer que la nuestra no durase para siempre. Rememoro los días que estuvimos juntos evocando cómo empezó todo, puesto que eso es lo único que ahora tengo de ella son: mis recuerdos.
La mansión de mi padre, situada en una isla justo a tocar de costa, se halla al norte, en la punta de Wilmington, alejada y separada de una de las playas más conocidas del estado. Las casas que se extienden a lo largo de las dunas son exorbitantemente caras, y elegantes tanto como sus habitantes.
Estábamos a principios de junio del año 2000, la temperatura ya empezaba a apretar, y el agua era refrescante. Desde mi aventajada posición podía observar a algunas personas que se estaban instalando en las casas que se erigían más allá de las dunas. Tal y como era de esperarse, la playa estaba siempre abarrotada de familias que alquilaban casas por una semana o más tiempo, y en ocasiones algunos estudiantes de la Universidad hacían lo mismo. Estos últimos eran los que me interesaban, y me fijé en un grupito de universitarias en bikini que ocupaban el porche trasero de una de las casas cerca del muelle. Las observé durante un rato, recreándome con la panorámica, luego de divertírme me pasé el resto de la tarde perdido en mi pequeño universo. Consideré la posibilidad de pasarme por el bar, pero supuse que nada ni nadie habría cambiado, excepto yo. En lugar de eso, compré una botella de cerveza en el colmado de la esquina y me fui a sentar al muelle para disfrutar del espectáculo del atardecer. La mayoría de los que estaban pescando ya habían empezado a recoger los bártulos, y los pocos que quedaban estaban limpiando los peces que habían obtenido y lanzando las partes sobrantes al agua. Al cabo de un rato, el océano gris metalizado empezó a teñirse de color naranja y luego de amarillo. En las grandes olas que se formaban más allá del puerto vi a unos pelícanos encaramados cómodamente sobre las espaldas de varias marsopas, mientras éstas se mecían sobre las olas. Sabía que el atardecer traería la primera noche de luna llena —mi experiencia en campo abierto hacía que esa constatación resultara casi instintiva—. No estaba pensando en nada en particular, sólo dejando que mis pensamientos fluyeran libremente. Creedme, conocer a una chica era la última cosa que tenía en mente. Entonces fue cuando la vi subiendo los peldaños de madera que conducían hasta el muelle. O mejor dicho, no era una, sino dos chicas. Una era alta y rubia, la otra morena, pero la rubia era la atractiva; ambas parecían un poco más jóvenes que yo, seguramente debían de ser estudiantes universitarias. Las dos lucían pantalones cortos y tops con la espalda descubierta, y la rubia llevaba además uno de esos enormes bolsos tejidos a mano que las mujeres llevan a la playa cuando piensan quedarse muchas horas con los niños. Mientras se acercaban podía oír cómo hablaban y reían de forma distendida y relajada.
—Hola —dije cuando estuvieron más cerca, y la verdad es que las saludé mecánicamente, sin esperar ninguna respuesta. Como ya suponía, la rubia no dijo nada. Echó un vistazo a la botella de cerveza que sostenía en la mano. La morena, sin embargo, me ignoró.
—¡Eh! Hola—respondió la bonita rubia con el típico saludo sureño y una sonrisa en los labios. —: Supongo que hoy lo habrás pasado bien.
Su comentario me pilló desprevenido, y no sólo eso, sino el inesperado tono afable en sus palabras.
Las dos continuaron su camino hacia uno de los extremos del muelle y, de repente, cuando se apoyó en la barandilla, me di cuenta de que no podía apartar los ojos de ella. Pensé en levantarme con celeridad e ir a presentarme, pero decidí que no era una buena idea. No eran mi tipo, o mejor dicho, probablemente yo no era su tipo. Tomé un buen trago de cerveza, intentando no prestarles atención. Creedme que lo intenté, aunque la verdad es que no conseguía apartar los ojos de la rubia. Me esforcé por no escuchar lo que decían, pero la rubia tenía algo diferente a todas, imposible de ignorar. Hablaba sin parar sobre cualquier tontería que en otra circunstancia. O tal vez de no ser ella habría pensado que era una estupidez.
De nuevo percibí un tono afable y comedido en su voz que destilaba una agradable sensación familiar, lo cual he de admitir que carecía de sentido. Mientras depositaba la botella de cerveza sobre la arena, me fijé en ella. Llevaban allí de pie unos diez minutos cuando dos chicos hicieron su aparición por el muelle, tenían toda la pinta de ser un par de abominables niñatos de alguna de esas fraternidades universitarias a las que la rubia seguramente asistía. Mi primera impresión fue que uno de ellos debía de ser el novio. Ambos portaban una botella de cerveza en la mano, y adoptaron una actitud más sigilosa a medida que se aproximaban a las chicas, como si pretendieran llegar hasta ellas sin ser vistos. Probablemente a las dos les apetecía estar con ellos, y tras un rápido estallido denotando sorpresa, complementado con unos grititos y unos golpecitos inofensivos en el brazo, los cuatro se marcharían juntos, riendo y haciendo las patochadas que las parejas de jóvenes tortolitos suelen hacer. Suponía que ésa iba a ser la escena que iba a presenciar, ya que los chicos se comportaron del modo que me había imaginado. Tan pronto como estuvieron lo bastante cerca de ellas, saltaron sobre sus presas profiriendo un estentóreo rugido para asustarla. Los chicos estallaron en una fuerte risotada, uno se apoyó en la barandilla, cerca de la rubia, con una pierna cruzada sobre la otra y los brazos en la espalda.
—Dentro de un par de minutos encenderemos la fogata —anunció rodeando a la rubia con su brazo—. ¿Estáis listas para regresar a cenar?
—¿Tú estás lista? —preguntó la rubia apartándose de los brazos del tipo, eso me agradó, mirando a su amiga sin responder la pregunta del tipo.
—Sí —contestó la morena.
Continuará...
Buenos días mis queridos lectores. Imagino que han mirado «Dear John», bueno esta historia es algo parecida, incluso algunas líneas pertenecen a la historia, pero aquí sí tendremos un final feliz. La estoy empezando, Así que tardaré un poco en actualizar los capítulos pero no tanto, se los prometo.
¡Que tengan un bonito Sábado!.
(JillValentine)
