Disclaimer: Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, a nadie más, sólo a ella. Esta historia es sin fin de lucro.
Hola. Bienvenidos a esta nueva historia. Me es muy grato de que hayas decidido entrar y espero que te guste, como a mí me gustó escribirla.
Quiero dejar en claro que esto es un AU. Esto quiere decir que es un Universo Alterno. Así que nada de lobos y vampiros. Sólo humanos como todos los mortales de este mundo. Aun así, espero que le des la oportunidad. Quiero confesar que esta historia fue escrita para una materia de la universidad, por eso el AU, pero lamentablemente no pude entregarla, porque al final decidí entregar una revista
Ahora sí. Que empiece…
Capítulo 1
—Acepto.
Cuando dije esa palabra, enfrente de muchas personas, vestida de blanco, en una pequeña iglesia y sosteniendo su mano, creí, sinceramente creí, que era la mejor decisión de toda mi vida. Ahora no sólo lo dudo, sino que estoy segura que no lo es. Es un error, un grandísimo error.
Seguí cortando las verduras en tiras pequeñas, casi uniformes, porque era de esa manera en cómo le gustaban a él. Tenía una hora para terminar la comida antes de que llegara del trabajo. No quería atrasarme, pero había tantas cosas que hacer. Ni siquiera había podido terminar de tender la ropa y mucho menos limpiar el patio. Necesitaba apurarme con todo, y que nada estuviera fuera de lugar cuando él llegara. A Samuel no le gusta que las cosas estuvieran desordenadas en casa.
La hora pasó más rápido de lo que deseaba y cuando la puerta se empezó abrir, ya tenía ambos platos servidos sobre la mesa. Él ni siquiera me saludó antes de tirar las llaves del auto sobre la mesa y sentarse a comer. Tomé lugar a su lado y procedí a hacer lo mismo, intentado no hacer tanto ruido y evitando su mirada lo más que podía. Por el gesto de su rostro me daba cuenta que había tenido un día realmente malo y agotador.
—¡Esto sabe de la mierda, Leah! —lo escuché gritar de repente, provocando un pequeño salto en mí.
Lo miré a la cara y tenía las cejas tan juntas y la mirada rabiosa.
—¿Qué tiene la comida? —pregunté. Para mí estaba igual que siempre.
—Si no puedes hacer una maldita sopa bien, no entiendo para que lo intentas —empujó el plato sobre la mesa, provocando que el líquido se derramara y me salpicara la cara y la ropa.
Tragué saliva, en este momento lo mejor era… no, ya ni sabía cuál era la mejor manera de actuar ante él, si le hablaba seguiría gritando y si me quedaba callada pensaría que lo estoy ignorando.
Decidí que era mejor que gritara. Tal vez no hubiera de lo otro si lo escuchaba.
—¿Deseas que te prepare algo más? Hay carne y queso. Podría prepararte…
—¡No quiero nada ya! ¡No puedes hacer ni una comida decente!
Se levantó de la mesa y por su movimiento, arrastre un poco mi silla hacia atrás. Él caminó hacia las escaleras.
—Es mejor que limpies eso —ordenó, antes de empezar a subir.
Asentí a sus palabras y me levanté a hacer lo pedido. Llevé ambos platos hacia el fregadero y tiré todo. Sabía que, si no lo había comido hoy, no le gustaría nunca. Lavé un trapo y limpié la mesa lo mejor que pude para que la madera no se dañara, no quería que luego me reclamara por ello. Mientras hacía todo eso, mis ojos empezaron a picar. No sabía si era por la cebolla que había dejado al lado del fregadero o por lo que pasaba con él.
Más seguro que fuera por lo segundo. No sabía ya cómo tratarlo, ni cómo hablarle, ni tenía idea de que hacer para que las cosas ya no estuvieran mal. Cada día esto se volvía insostenible y cansado. Le temía al hombre que había prometido cuidarme y respetarme, estar conmigo en las malas y las buenas.
Cuando terminé de limpiar lo de adentro, me fui al patio y tendí la ropa que había quedado en la lavadora. Desde ahí pude escuchar el sonido de la regadera corriendo, siendo utilizada por él. Eso indicaba que se iría, que saldría y por unas horas podría estar tranquila. Tal vez me diera tiempo de ir a visitar a mi madre y hermano. No, mejor no, no quería hablar con él y que me reclamaran el abandono en que los tenía o porque mi mejilla tenía un ligero tono verdoso.
—¡Leah! —lo escuché gritar. Salté ante su voz, y esa ya era una reacción típica en mí.
Dejé el resto de la ropa en el cesto y subí lo más rápido que pude, a él no le gustaba esperar. Abrí la puerta de nuestra habitación y me acerqué a la del baño.
—¿Sí?
—Busca la camisa azul.
Suspiré, ya no esperaba que su voz fuera amble o que dijera por favor, mejor ni mencionar que me agradeciera por hacerlo.
Me acerqué al closet y saqué las dos camisas azules que tenía, imaginaba que quería la de colores oscuros, pues las claras eran para el trabajo. Me senté en la cama, procurando no arrugar la tela de ambas prendas y esperé a que saliera. Pasaron pocos minutos cuando lo hizo. Estaba envuelto por una toalla alrededor de la cintura y secaba su cabello con otra.
No me atreví a mirarlo a la cara. Había aprendido que así se evitaban algunas peleas. Lo vi acercarse a mí, y sentí los dedos fríos en mi cara. Cada dedo parecía pinzas enterrándose en mis mejillas con fuerzas y me obligó a girar a verlo. Primero dejó un beso en mi frente y luego me tomó la boca. El beso en vez de ser una muestra de cariño, parecían que era una retorcida manera para herirme, siempre terminaba con la lengua o los labios con pequeñas líneas de sangre.
Hace mucho había dejado de participar en los besos. Le cedía completamente el control, y el regusto a bilis después de que se alejaba, era lo suficientemente amargo como para recordarme que yo no era nada en esta relación.
—No me gusta gritarte, Leah —murmuró, sin un indicio de arrepentimiento, pero con el tono adecuado para que lo perdonara.
Hace mucho había dejado de creer en esa frase, pero seguía asintiendo como si lo comprendiera y yo fuera la culpable de ello. Si lo vemos de manera objetiva, tenía mucha culpa por dejarme en un principio.
Bajé los parpados, pero al parecer eso no era lo que deseaba, pues sus dedos se presionaron más en mi cara. Lo miré a las cuencas oscuras que tenía por ojos y volví a sentir sus labios en mi boca, pero se alejó antes de que pudiera dejar de mirarlo. Prefería no observar cuando me besaba. Cada vez que lo hacía, parecía furioso consigo mismo por tener que hacerlo o su cara me demostraba lo mucho que me odiaba.
Simplemente no me gustaba, era una horrible imagen. Y no entendía bien porque seguía besándome si ya no me apreciaba siquiera un poco. Quizá, sólo lo hacía para que comprendiera que él era dueño de todo, hasta de lo que no le gustaba. O quizá, más seguro aun, es que supiera realmente lo mucho que odiaba que me tocara y como el punto de este matrimonio era torturarme, seguía besándome.
Me soltó tan duro, haciendo que mi cabeza se moviera un poco. Bajé el rostro y rogué porque se alejará de una vez y me dejará ir del cuarto.
—Me llevare la de la derecha.
—De acuerdo —susurré. Me levanté de la cama y guardé la otra camisa en el closet.
—Saca el pantalón negro —ordenó, mientras se peinaba delante del espejo.
Lo miré y él me observaba por el cristal. Me daba miedo su mirada, era como la de un animal esperando un error de mi parte para poder arremeter en mi contra, listo para saltar a mi cuello en la menor oportunidad. Volví al closet y busqué el pantalón. Saqué los tres que había y se los mostré para que él escogiera uno.
Suspiró cansado y se acercó de nuevo a mí.
Me apreté contra la pared, temiendo la represaría que sabía que vendría. Me quitó uno de los pantalones y creí que se alejaría, pero al parecer hoy quería demostrarme que él era fuerte y yo débil, que él mandaba y yo obedecía.
—¡No sé porque siempre sacas todo cuando te pido algo! —siseó con enojo.
—Lo hago porque no sé cuál quieres realmente. No puedo saber lo que piensas, Samuel —le dije, intentando verlo a la cara, pero no podía, por más que luchaba por hacerlo el miedo me obligaba a hacer lo contrario.
Apreté mis dedos en la tela de los pantalones que tenía en las manos cuando sus manos me tomaron por los hombros y me presionó contra la pared. Sentí la rugosidad y la frialdad de la pared en mi espalda. Mis huesos empezaron a doler, sus manos parecían hierro caliente. Me sacudió y mi cabeza rebotó ligeramente contra la estructura. Cerré los labios para no quejarme, normalmente si lo hacía él parecía entusiasmarse más.
—¡Eres una inútil! —exclamó.
Esperé a que algún golpe o bofetada llegara, pero no fue así. Se alejó y se metió al baño después de tomar su ropa. Al parecer hoy tendría suerte, era obvio que mi respuesta no le había gustado, pero quizá se dio cuenta que yo tenía algo de razón, aunque nunca lo aceptaría.
Metí de nuevo la ropa al closet y bajé las escaleras rápidamente. No quería verlo más, quería que se fuera y me dejara en paz por algunas horas. Las horas que él pasaba en el trabajo no eran suficiente.
Volví por la ropa que había dejado en el patio y me apresuré a terminar de tenderlas. Cuando acabé, tomé la escoba y me puse a limpiar el patio. La casa era grande y bonita. Mi preciosa cárcel llena de lujos. A él le gustaba mucho eso, pero a mí no me bastaba las mañanas para limpiar todo. El patio trasero era extenso y tenía dos árboles frutales cerca. Tenía que barrer las hojas secas que dejaban caer los árboles y la poca arenilla que arrastraba el viento. Ya estábamos casi en diciembre y el viento frío no hacía más que alborotar la tierra.
—Me voy, iré a comer algo decente —fue lo que dijo cuando apareció por la puerta de la cocina que daba al patio.
—Está bien —murmuré, sonriendo un poco para que se largara de una vez.
—Ven acá, Leah —exigió.
Caminé hacia él, procurando no parecer que tenía miedo. Pero él lo sabía, sabía que le tenía miedo y me obligaba a acercarme a él cuando me veía demasiado tranquila para su gusto. Mi mano sostuvo muy fuerte el palo de la escoba, como si se tratara de un escudo, aunque a la primera amenaza era seguro que la soltaría rápido. Me quedé delante de él, mirando directamente su barbilla, sin valor para verlo a los ojos. Su mano me arrebató la escoba. La solté sin pensarlo y la madera sonó contra el mosaico blanco del suelo de la cocina.
Sentí su mano en mi cintura, apretando mis costillas lo suficiente para que doliera. Nuevamente no podía quejarme. Regularmente este paso no tardaba tanto, sólo lo suficiente para dejarme en claro que siempre volvería por más. Su boca se cerró sobre la mía y metió la lengua hasta el fondo de mi boca. Iba colocar las manos sobre sus hombros para sostenerme, pero no lo hice. En cambio, su mano derecha me tomó fuertemente del cuello, enterrando los dedos ligeramente en mi cabello.
Cuando se separó, la mano que estaba en mi cintura se elevó también a mi cuello para unirse a la otra. Ambos dedos se entrelazaron en mi nuca y jaló mi cabeza hacia él. Mis ojos se cerraron, esperando cualquier otro movimiento.
—Cada día estás más flaca y horrenda, Leah.
Era mejor cuando me insultaba, cuando me llamaba por groserías, porque estaba segura que nada de eso era cierto. Cada vez que decía alguna frase como esa, lo que más dolía es que era verdad. Mi cuerpo ya no era el de antes, era capaz de pasarme hasta un día completo sin más que pura agua en el estómago. Ni siquiera me daba por comer y eso se notaba en mis costillas y mis clavículas tan sobresalientes. Tampoco era tan guapa como antes, ya no arreglaba mi cara, mi cabello estaba reseco, delgado y apenas crecía hasta mis hombros, y mi ropa era lo primero que tomaba, ni siquiera me fijaba si combinaba o no, no salía de casa así que no veía el caso de arreglarme.
—Basta, Samuel —le pedí.
Las lágrimas se acumulaban detrás de mis pestañas, nublándome la vista. Sus manos me apretaron más el cuello y me obligó a verlo a la cara. Me resistí a mirarlo a los ojos, no quería llorar otra vez delante de él y, mucho menos, quería que él se burlara.
—¿Por qué vas a llorar, Leah? Si no digo más que la verdad —preguntó, con la voz falsamente dulce.
Siempre le parecía bueno recordarme como me veía, lo tan desagradable que ahora resultaba para él. De esa manera justificaba sus noches de juerga con sus amigos, yéndose a esos lugares con mujeres desnudas, mujeres que le apetecían más que yo.
Era mejor que no supiera que hace mucho dejó de importarme lo que hiciera con su vida, si con eso él me dejaba tranquila y no tenía que cumplir con mis obligaciones de mujer.
—Ya no digas más —le dije.
—¿Me vas a ordenar que decir, Leah? —cuestionó, acariciando mi piel con ambos pulgares, cerca de mi garganta. Una clara amenaza por si contestaba algo equivocado.
—No. Sólo no digas esas cosas.
La presión de sus dedos se volvió fuerte, mientras volvía a besarme, pero esta vez mordiéndome los labios con rabia. Me soltó, empujándome hacia atrás. Sentía el labio palpitar y el sabor de la sangre se corrió a mi lengua.
—Me voy —dijo, después de haberse dado la vuelta y dejarme ahí.
Suspiré, al fin se había marchado, y si tenía suerte, no volvería hasta mañana muy temprano, completamente borracho, y sería para dormir todo el día.
Bienvenidos. Espero que les haya gustado.
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By. Cascabelita
