Advertencia:

Esta historia puede desvelar cosas relativas a la última temporada de la serie. Por ese motivo, se puede considerar necesario haber visto la misma, aunque en realidad basta con saber que, según dice también la leyenda original, Arturo murió pero descansa en las Brumas de Avalon en espera de que Albion le necesite.


Comentario de la autora:

Nunca se me ha dado bien escribir sobre personajes creados por otras personas, y eso se notará en cuanto Arturo y Merlín dejen de comportarse como Arturo y Merlín. Si alguien quiere seguir leyendo después de esta advertencia, quizás deba saber también que éste fic es raro. Es un reto en muchos sentidos, porque pretende seguir la esencia de la serie en una época totalmente diferente. ¿Puede una historia tratar sobre el Rey Arturo si ya no existe tal reino? Tal vez podamos comprobarlo juntos, si me acompañas en éste viaje sin ruta, sin destino, y sin retorno. Hay algo que sí tiene: un punto de partida.


CAPÍTULO 1: EL DESPERTAR

La hormiga le estaba fastidiando. Definitivamente, era ya una molestia que no podía ser ignorada. Suspirando, y despidiéndose de su media hora de meditación, Merlín movió el brazo y se rascó la pierna. ¿Cómo iba a alcanzar la paz interior si esos bichejos se empeñaban en torturarlo?

"¿A quién pretendes engañar? Con hormigas o sin ellas nunca lograrás dejar la mente en blanco."

Por desgracia, la socarrona voz de su propia mente tenía razón. Llevaba días sin poder concentrarse. Siendo sinceros, la concentración nunca había sido su punto fuerte, y lo cierto es que eso rara vez había tenido que ver con los insectos. Se debía más bien a su atolondrada forma de hacer las cosas, y a la inaudita capacidad de sus ideas para perderse en el fondo de sus recuerdos. Y, teniendo en cuenta que sobrepasaba los quince siglos de edad, esos recuerdos eran muchos. En cualquier caso, si su falta de concentración se había visto acrecentada en los últimos tiempos no era culpa de la fauna urbana que habitaba en aquél parque, si no de esa punzante sensación en la boca del estómago. Una sensación que no le abandonaba ni a sol ni a sombra.

Siguió con los ojos cerrados un poco más, motivado por su persistencia en lograr tener aunque sólo fuera una sesión de meditación decente. Había aprendido a ignorar el sonido de los automóviles y del ajetreo de la ciudad, y por eso pudo prestar atención al golpeteo de unos pasos ligeros en las cercanías de sus dominios. Los pasos se detuvieron, y Merlín tuvo la intuición de que el dueño se encontraba justo delante de él. Abrió primero un ojo, y luego otro, para descubrir a un muchacho de no más de ocho años.

- Mamá, el vagabundo me está mirando - dijo el niño, hablando seguramente con una mujer que rondaba los cuarenta y se encontraba a la distancia adecuada para ser su madre.

- ¡John, aléjate de él! – exigió la mujer.

Merlín no tuvo ninguna duda entonces sobre el parentesco de ambos. Observó cómo el niño se alejaba sin poder evitar preguntarse por qué alguien con los cabellos largos y blancos, la barba descuidada y más blanca aún si cabe, y una ropa sucia y rasgada tenía que ser automáticamente un vagabundo. Tuvo su respuesta en esa autodescripción tan acertada. Además, la palabra podía aplicarse a su persona sin muchos problemas: al fin y al cabo, no tenía hogar o no se sentía atado a ninguno.

Mientras filosofaba sobre su eterna soledad, volvió a sentir ese pinchazo en el estómago, ésta vez con bastante fuerza. No era hambre, eso seguro. Miedo tampoco. Era como un presentimiento. Asumió que su intento de buscar la paz interior había fracasado estrepitosamente, y se levantó del suelo. Dejó que sus pies le guiaran sin que su cerebro prestara atención al camino. Y así, tropezó con el mismo niño curioso que tan justamente le había tomado por un mendigo. El niño lloraba sentado en un banco, mientras su madre lavaba amorosamente una pequeña y reciente herida en su rodilla. Merlín se acercó a ellos, y observó. Notó el nerviosismo de la madre ante su presencia, pero lo ignoró. Se arrodilló junto al crío con cierta dificultad, y maldiciendo su artritis, y extendió la mano con el puño cerrado. Lo abrió, mostrando su palma vacía. Lo volvió a cerrar.

- Sopla – le dijo.

- ¿Qué? – preguntó el niño.

- Tú sopla – insistió, y el chico le complació. Para ese momento su llanto se había detenido, aunque sus mejillas seguían estando húmedas. Merlín abrió su mano una vez más y así dejó ver un sugus de frambuesa que descansaba sobre su enflaquecida palma, atacada por las arrugas de la edad.

Los ojos del niño brillaron con infantil ilusión, y después con suspicacia, como si estuviera intentando descubrir el truco. No debió de llegar a ninguna conclusión satisfactoria, porque sonrió ampliamente y miró a su progenitora.

- ¡Mira, mamá! ¡Ha hecho magia! – exclamó, y tomó el caramelo rozando apenas con sus dedos la piel del anciano hechicero.

"No, niño. Puedo asegurarte que eso no ha sido magia" pensó Merlín, ocultando su sonrisa. Había sido un simple juego de engaño, basado en efectos ópticos y en una gran rapidez de movimientos. Aunque sin duda, dejando la modestia a un lado, requería cierta habilidad.

La madre del chico esbozó una sonrisa muy frágil y relativamente falsa, que murió enseguida en sus labios. Observó con aprensión como su hijo desenvolvía la golosina, y finalmente habló, con voz temblorosa:

- Hijo no…no te lo comas…

Luego miró a Merlín, incómoda. Sus ojos mostraban desconfianza pero al mismo tiempo culpabilidad, como si se sintiera mal por los prejuicios que sentía y que no podía evitar. Merlín intentó ver lo que ella veía: un desconocido, desaliñado, con pinta de vivir en la calle, que ofrecía un caramelo a su hijo. Su desconfianza denotaba prudencia, y además instinto sobreprotector hacia su pequeño. Eso estaba bien. Merlín se encogió de hombros, se levantó, y se fue. Tenía la intuición de que volvería a ver a ese niño: sentía que sus destinos estaban ligados. Era curioso: no había sentido eso desde hacía muchos años. Desde que era un joven muchacho recién llegado a Camelot y conoció a las personas que marcaron su existencia. Como reacción a éste pensamiento, el picotazo de su estómago se transformó en un nudo, y la sensación subió por todo su cuerpo hasta alojarse en su pecho. Se le detuvo el corazón, en un sentido más que metafórico. Por un segundo, Merlín pensó que finalmente llegaba su hora, y que su vida inmortal se había visto fatalmente truncada. Pero tras unos segundos sintió un latido, y después otro. Y luego muchos más, acelerados, frenéticos, imparables. De alguna forma, lo supo. Supo que el momento había llegado. Echó a correr tan rápido como le permitían sus frágiles piernas. La gente a su alrededor, incluidos la mujer y el niño que había dejado atrás, le miraron con la extrañeza que cualquiera sentiría al ver a un hombre de ochenta años castigar su cuerpo de esa manera.

Merlín se dio cuenta de que así no iba a llegar muy lejos. Se sentía fatigado y se movía con mucha lentitud. Había mantenido esa apariencia porque su alma se sentía vieja. Los años pesaban demasiado. Pero él podía tener el aspecto que deseara, y decidió volver a ser el chico joven de pelo corto y negro que una vez había servido a un príncipe prepotente. Se escondió tras un árbol y agradeció la escasa población de aquél parque en ese martes cualquiera, que para él distaba sin duda de ser un martes más.

'Gwna fi ifanc'

Esas palabras le devolvieron su aspecto juvenil, y con ello las fuerzas necesarias para emprender una veloz carrera, con tintes de desesperación. Se detuvo frente a esa orilla en la que había estado tantas veces. Al otro lado, en medio del lago, se erguía en un montículo su esperanza, su cruz, su ancla, su motivo para vivir…Avalon. Allí estaba enterrado el hombre al que debía servir durante el resto de su vida. Esa vida se había visto prolongada cuando Arturo Pendragón fue asesinado. Era su fortuna y su condena el no poder morir hasta que Arturo regresara. El paso del tiempo había desvanecido hasta casi extinguir sus esperanzas de que tal cosa sucediera alguna vez, pero su falta de fe se había visto recompensada con un mazazo del destino. Aquél era el día. Su rey volvía a la vida, y así la vida de Merlín comenzaba de nuevo, como si todos aquellos años hubieran sido sólo una pausa, un interludio sin importancia en medio de un plan mayor. El plan que decía que Arturo volvería a levantarse cuando Albion lo necesitara.

Merlín tomó la barca que le había pertenecido durante años, y se lanzó al agua con ella, rumbo a la pequeña isla que contenía su esperanza. Cuando estuvo alejado de la costa, y de las miradas curiosas, dejó los remos y hechizó la barca para que se moviera sola. Había creído que la larga espera le había servido para ejercitar su paciencia, pero se equivocó: en ese momento era el mismo muchacho impaciente que un día abandonara su aldea natal en busca de una nueva vida. No mucho después, pese a que los minutos se le hicieran eternos, la barca tocó tierra de nuevo. El islote se había visto reducido a reclamo turístico, pero gracias al Cielo las leyes gubernamentales restringían el paso. Merlín sólo tuvo que lanzar un sencillo hechizo al guarda para que éste cayera dormido, salvando así el único impedimento que se interponía entre él y Arturo.

Arturo no había tenido un entierro. No tenía una tumba. Merlín le había depositado en una barca, dándole una despedida sencilla, emotiva, y digna tanto de un rey como de un amigo. Por eso no fue necesario cavar la tierra ni profanar ningún sepulcro. Delante de él, con toda su magnificencia y la armadura intacta, se alzaba un confundido Rey Arturo.