LÁMPARA PARA OTRO SOL

Molinos de Viento


1

Legado de las estrellas

Año 3031 desde la fundación de Canterlot.

Año 15 después del Apocalipsis.

Se siente tan raro camina por entre las ruinas del mundo pasado.

El ternero negro se detiene para contemplar los restos de un monumento. Siempre han tenido un gran interés para él, intentando imaginar cómo se veían cuando estaban en buen estado. A veces, conseguía guardar fragmentos, que su comunidad empleaba para fabricar puntas de lanza y cuchillos: todo se aprovechaba, esa era la mayor ley que unía a todas las comunidades en todo lo que quedaba del mundo.

Viajara donde viajara, el cielo siempre estaba cubierto por nubes grises y el suelo por escarcha: algunos de sus mayores, la mayoría veteranos del Apocalipsis, le hablaban que los pegasos se encargaban de limpiar el cielo de nubes, y otros decían que era el Árbol de las Eras, en el reino que en el pasado fue Cerinia, quien mantenía los vientos en su sitio. Sin ellos, Quon Tali había recuperado el clima que tenía hace cinco mil años.

Una tierra de hielo y días sin sol.

El Apocalipsis había vueltos extremadamente escasos a los pegasos, y a los ponis en general. Su comunidad había avanzado durante kilómetros por un lugar llamado Equestria, sin toparse a ningún equino, y eso que en el pasado eran numerosos como las estrellas en todo el mundo.

Se había peleado durante años contra los alicornios. En Equestria la guerra duró dos años y acabó con el reino convertido en aquel páramo helado. En el resto del continente duró cinco años más, y finalmente cayeron. Y en Lemuria se decía que aún continuaba.

El Apocalipsis había roto el mundo que los mayores habían conocido. Él mismo había nacido cinco años después de la derrota de Celestia. Jamás había visto un dragón, sólo pudo ver a un grifo, a ningún caballo, a un puñado de bisontes, a algunos ponis, ningún unicornio y a dos lobos. Del Pueblo Mágico no se sabía nada desde que el Árbol de la Armonía envenenó el Bosque Everfree y secara el Árbol de las Eras en Cerinia y el Árbol de los Días en la Meli Witran Mapu. Jamás había visto un ciervo, otrora comunes en las islas de Cerinia. Y el mar siempre estaba quieto y silencioso cuando lo cruzaban.

Al mundo después del Apocalipsis lo llamaban la Ausencia. Si bien todas las ciudades y pueblos estaban arrasados por la guerra, el medio natural vegetal crecía sin problemas. Pero no había grandes criaturas. Lo único que se hallaba en la espesura eran roedores, insectos y unas cuantas aves. Los lobos de madera, las mantícoras, las hidras y otras bestias, antaño relativamente comunes en el bosque, habían desaparecido.

Parecía ocurrir lo mismo en el mar. Una vez, lanzó unos pepinos al mar esperando ver salir a una criatura que supuestamente se alimentaba de aquello, pero nunca pasó.

No había devastación, solo ausencia. Ausencia de criaturas, de civilizaciones y de magia, como en el resto del mundo. Tan solo una extensión vegetal adaptada al frío así era en todos los territorios donde habían deambulado.

Contempló el oeste, la dirección en donde los frutos de cristal del Árbol de la Armonía brillaban como queriendo presumir las vidas que arrebató. Había crecido hasta devorar todo el bosque y a cualquier criatura que lo habitara, y sus raíces crecieron bajo la tierra para asfixiar al Árbol de las Eras y al Árbol de los Días, las mayores reliquias de cada continente. Cuando se secaron, todos supieron que la guerra estaba perdida.

Los alicornios demostraron su poder, llegaron como una avalancha de fuego, dejando detrás de sí extinción y ausencia. Sus hordas acabaron con la mitad de las especies y dejaron gravemente reducidas a las demás, para luego desaparecer misteriosamente de las tierras que habían conquistado. Él sólo sabe que continúan la guerra en Lemuria, pero desconoce por qué abandonaron el resto del mundo.

Recorre los restos de la ciudad buscando algo que fuera útil. Cualquier cosa servía para la comunidad, por mínima que fuera. Metal, eso necesitaban. Madera tenían por todas partes.

Se detiene en la vacía calle, ya recubierta por liquen. Dibuja con tiza los cinco círculos: lluvia, tierra, viento, fuego, trueno, y los une con una línea. Se sienta en medio del círculo y descansa un rato. Aquel era un ritual antiguo que sus mayores aprendieron antes del Apocalipsis, cuando un unicornio llamado Merlín reunió a los guerreros de los reinos no equinos, y les enseñó cómo se vivía antes de la primera llegada de los alicornios.

Observa la ciudad, no tiene ningún significado para él. No tiene ninguna forma de saber que está en medio de las ruinas de Canterlot.

Él piensa en lo que le enseñaron sus mayores para sobrevivir, las lecciones que les dio Merlín antes de empezar el Apocalipsis, los nombres de las estrellas y de las plantas. El pasado no tiene para él la añoranza que despierta en los mayores. No puede extrañar algo que jamás conoció.

Se levanta, y se divierte un rato jugando entre las rocas, imaginando que explora algún lugar perdido entre las estrellas, imaginando cómo sería Merlín, el unicornio que había enseñado todo a su comunidad. Jamás había visto a un unicornio en su vida.

Sin que se diera cuenta, los cinco círculos que dibujó comienzan a brillar.


En la Ausencia por donde ellos caminan, no hay nubes que tapen el cielo, por lo que pueden observar bien las estrellas.

Para Equestria, la destrucción de los pegasos y de Cloudsdale convulsionó el clima que todos conocían. Lo mismo pasó en Draconia con la desaparición de los wyverns encargados de la lluvia. Sin embargo, en las demás naciones el clima funcionaba según quería, y por eso no tuvieron que adaptarse a un nuevo tiempo. Eso sí, sin los Árboles sagrados que se levantaban en Cerinia y Lemuria, el clima parecía querer desquitarse con todos. Parecía extrañarlos.

Un cervatillo, una bisonte y un cachorro de perro diamante se ocultan dentro de las ruinas de un molino de viento. En el pasado, aquel lugar estaba repleto de aquellas construcciones, pero tras el Apocalipsis sólo uno permanecía en pie. Pero no giraba sus aspas, por alguna razón.

La bisonte observa el cielo por una ventana que parece una broma, debido a que no hay techumbre y faltan muros. Intenta ubicar dos estrellas en el cielo. Cuando logra verlas, sonríe feliz, y se gira para observar a sus compañeros mientras encienden una fogata.

—Hay que ir al oeste —dice ella.

—Al oeste solo hay Ausencia y un océano sin nada —dice el cervatillo.

—Las estrellas que nos pidieron seguir apuntan hacia allá —indica ella—. Debemos partir.

—No me gusta viajar por esta tierra —dice el perro diamante.

—A nadie le gusta —dice el cervatillo—. Por eso está vacía.

—Está vacía incluso debajo de ella —bromea el perro diamante, pero a sus compañeros no les hace gracia.


Una cría de llama explora los bosques que reclamaron ciudades.

Sus pueblos comenzaban a avanzar hacia el norte, después de que la guerra en su continente trajera la Ausencia hasta allá. No se sentían tristes, pues los pueblos de Lemuria estaban acostumbrados a sufrir. Lo veían como una nueva oportunidad. Desde pequeña le enseñaron que el dolor solo servía para convertirlo en fortaleza, así como el alfarero convierte la arcilla en hermosos jarrones. Por eso, en su travesía por su continente, se sentía feliz. Sentía una calma como sus padres no sentían. Ya habían atravesado antiguas fronteras que ya no tenían validez ahora.

La llama se detuvo en medio de la Ausencia para leer un viejo cartel. Le parecía que decía "Ponyville" aunque estaba muy borroso. No importaba ya. Tras el Apocalipsis, los nombres no tenían mucha validez.

Si hubo una ciudad alguna vez, no había rastros de ella. Solo un par de muros aquí y allá, y una multitud de manzaneros peleando contra el Árbol de la Armonía por colonizar lo que antes debió ser un valle. Era un buen lugar para descansar, pero desconfiaba de comer algo tan cercano al Árbol que envenenó a Telperion y Laurelin. Quizás su misma esencia envenenaba las manzanas y toda la tierra, tal vez ese veneno eliminó a todas criaturas y generó la Ausencia infinita.

Con cuidado, dibujó cinco círculos alrededor suyo, para poder meditar. Era una técnica muy antigua, que su pueblo practicaba desde hace siglos para calmar su mente. A ella le encantaba meditar, sobre todo cuando se levantaba la luna, con en aquella noche.

Debía relajar su mente para encontrar el camino hacia su hogar.

Y su hogar quedaba siguiendo el río de las estrellas, ni más cerca, ni más lejos.