Disclaimer: Los personajes de Hetalia le pertenecen a Hidekaz Himaruya.

TE QUEDAS CON AUSTRIA

— ¡Austria, cámbiamelo, cámbiamelo, cámbiameloooooo!

Y así había estado España durante meses, yendo a la casa de Austria para suplicar las veinticuatro horas del día que le diera a Chibitalia y se quedara con Romano. Y Austria había acabado por cabrearse y gritar:

— ¡España, haz lo que te salga de las narices con Chibitalia y Romano, pero deja de darme el coñazo de una vez!

Y España se lo había tomado al pie de la letra. Sin decir ni "te quedas con Austria" le había endosado a Chibiromano al aristócrata y se había marchado con Veneciano.

—Como si a mí me importara. Estoy mucho mejor sin ese español todo el día detrás de mí —había dicho el mayor de los Italias una vez instalado. Austria se lo había tomado como una señal de que no le daría demasiados problemas, hasta incluso podrían llevarse bien. Pero el aristócrata se equivocaba.

—Austria, tienes que venir conmigo —Hungría se había presentado a media tarde en la sala del piano, horas después de que España se hubiera ido con el italiano menor—. Se trata de Romano.

El austríaco no habría dejado su piano por un tema como aquel, pero aquel pequeño le preocupaba ya que no lo había visto en toda la mañana, y según España, Romano siempre pedía comida y compañía a todas horas. Siguiendo a Hungría llegaron a la habitación del italiano, que se encontraba tumbado en la cama.

—Italia Romano —empezó Austria con voz severa—. Levántate, es hora de comer.

—Déjame en paz —fue la respuesta del niño. Su voz sonaba apagada y débil. El aristócrata se enfadó ante el tono, pero también se preocupó por el mismo. ¿Le pasaría algo al chico? Hungría le dirigió una mirada con la que pretendía decir "yo me ocupo", y Austria asintió. Su esposa se manejaba mejor que él en ciertos temas.

—Romano, si te pasa algo, sabes que nos lo puedes contar, ¿verdad? Vives con nosotros y queremos que nos tengas confianza.

— ¡He dicho que me dejéis en paz! ¡Quiero a España! —Algo en la voz del italiano mayor les decía que estaba a punto de llorar—. ¿Dónde mierda está ese bastardo?

Austria y Hungría ataron cabos. Claro, el problema era ése.

—Verás, Romano… —fue el austríaco el que tomó la palabra—. España tenía cosas de las que hablar con tu hermano, y te ha dejado con nosotros hasta que termine. Luego seguro que volverá y…

— ¡Mentira! ¡Ese maldito hijo de puta me ha cambiado por mi hermano! —el niño empezó a llorar—. Me ha abandonado porque yo no sé limpiar y porque no soy como mi hermano…maldito España… ¡OJALÁ TE MURIERAS!

Aquello lo gritó lo más fuerte que pudo, con las lágrimas resbalándole por las mejillas y mojando las sábanas de la cama. Después se metió debajo de ellas y siguió temblando y llorando. Hungría había adoptado una expresión seria y algo enfadada, y Austria se sorprendió, porque ella solía ser alegre y risueña la mayor parte del tiempo.

—Austria, ve a buscar a España y dile que venga aquí, porque si tengo que hacerlo yo, lo pasará muy mal —ordenó, con la voz de alguien que no acepta un no por respuesta. El aristócrata se llevó una mano a la cara, suspirando. Mejor hacerle caso, si no, sólo conseguiría que la húngara lo mirara mal durante dos semanas. Y así fue como el hombre fue a la casa de España, de donde salían gritos y risas.

— ¡Ita-chan! ¿A que no me alcanzas? —el español reía y corría por el jardín, siendo perseguido por el pequeño Veneciano, el cual también reía mientras gritaba que él no podía correr tanto como España. Austria decidió no esperar y simplemente les salió al paso, con mirada severa. Entendía por qué Hungría le había dicho que fuera allí y, pensándolo fríamente, el español era un desagradecido egoísta, justo el tipo de persona que Austria más despreciaba.

—España, tenemos que hablar —dijo, sin alzar apenas la voz. El aludido e Italia se pararon en seco, mirándole. España parecía temeroso por algo. ¿Acaso sabría a lo que venía? Enseguida lo iba a comprobar.

—Ita-chan, ve a tu cuarto mientras Austria y yo hablamos —la voz del español sonaba desganada y algo… ¿triste? O al menos, así le pareció al aristócrata. Una vez el niño se hubo metido en su habitación, el austríaco frunció el ceño y le espetó a España:

— ¿Tienes idea de lo que has hecho dejándonos a Romano y quedándote con su hermano?

El español no contestó inmediatamente, se limitó a clavar en el suelo unos ojos sin alegría.

—Yo...sólo lo he hecho por mi casa… —murmuró. Austria se enfadó de verdad.

—Lo has hecho por egoísmo. Veneciano es el niño que todos querríamos tener en su casa, lo admito, yo también lo he tenido a mi servicio, pero tú sólo buscabas a alguien que te limpiara la casa. ¿Sabes lo que significa eso para Romano? Significa que lo has abandonado, lo has dejado tirado sin razón alguna. Eres un egoísta, España, los sentimientos de tu antiguo subordinado te importan…tres pimientos, —iba a decir algo peor, pero como buen aristócrata, tenía que contener su lengua—, y si no recuerdo mal, eras tú el que iba pregonando a los cuatro vientos que querías muchísimo a Romano. ¿Es así como lo quieres? ¿Deshaciéndote de él sólo porque no sabe limpiarte la casa?

Cada palabra que decía Austria era un puñal en el corazón de España, porque tenía razón. El español intentó defenderse una última vez, con los ojos llenos de lágrimas:

—Pero todo se ha solucionado, él está bien sin mí, me lo decía siempre, e Ita-chan es feliz…

—Italia Veneciano puede que lo sea, pero Italia Romano no. Tú no le has visto. Se ha pasado la mañana sin salir de su habitación, llorando y llamándote, porque quería que fueras a buscarle. Y tú aquí, jugando y riéndote como siempre sin pensar siquiera en cómo se podía estar sintiendo. Me das asco, España, mucho asco, y agradece que no sea Hungría la que esté aquí.

Sin decir ni una palabra más, Austria se dio la vuelta para marcharse. Sabía que el español estaba llorando porque le oía con claridad, pero no le importaba en absoluto.

—Ah, y no pienses ni por un momento que te vamos a devolver a Romano. Te quedas con su hermano, que es lo que tú querías.

El aristócrata se marchó, muy enfadado con España. Al llegar a su casa, Hungría salió a recibirle, ansiosa de noticias. Él le contó todo lo que le había dicho a España.

—Has hecho bien —aprobó la húngara—. No creo que tarde mucho en venir pidiendo ver a Romano. Ah, y hablando de él, he conseguido que saliera de su habitación. Está comiendo en el salón, si quieres verle...

Austria asintió. Tenía que hablar de varias cosas con Romano, y sería mejor contarle la verdad. Entró en el salón mientras Hungría anunció que estaría en el piso de arriba, arreglando las habitaciones. El niño tenía restos de lágrimas por la cara, y parecía que comía sólo por olvidarse de España, no por hambre.

—Romano, ¿podemos hablar un momento? —tanteó el aristócrata.

—Está bien —respondió el chico. Austria se sentó en la silla que estaba al lado de la de italiano.

—Antes de nada tienes que saber que no me gusta andar con rodeos a la hora de decir algo, así que iré al grano. He ido a ver a España.

La mano de Romano se quedó paralizada a medio camino de coger la barra de pan.

— ¿Qué? —preguntó, débilmente. En sus ojos, el austríaco pudo ver dolor en estado puro, lo que le hizo enfadarse todavía más con España.

—No te preocupes por él, es feliz con tu hermano —su tono era desdeñoso—. Y te prometo que tú vas a ser feliz con nosotros, España ha dejado muy claras sus intenciones al llevarse antes a tu hermano. ¿Quieres quedarte, Italia Romano?

El italiano bajó la cabeza, con las manos temblándole en el regazo. Al levantar la vista al cabo de unos minutos, su voz sonaba firme y segura:

—Me quedaré con usted y Hungría.

Austria sonrió. Daría lo que fuera por ver la cara del español cuando se enterase. Que, según presentía él, sería pronto.