Capítulo 1.
No te estoy mirando, no. Mis ojos no te buscan, mis pensamientos no te siguen Mi corazón muerto no se agita, No hay ansias, curiosidad, ni emoción.
Una mañana de invierno, Robert llegó a su despacho, que ahora estaba en las oficinas de White Industries porque eran más amplias, modernas y centrales, y se dio cuenta de que su sempiterno secretario, Walters, no estaba. Nunca, nunca, Walters había faltado al trabajo. Nunca le daba gripe, nunca le dolía una articulación, ni un hueso. No se quejaba del frío ni del calor. No se quejaba si caminaba mucho, o si estaba mucho tiempo sentado. Era el secretario perfecto anticipándose siempre a sus órdenes. Pero hoy no estaba, y él sabía que era un día importante. Miró en derredor, pero el pasillo estaba solo. Como a él le molestaba el ruido de los pasillos, éste en particular estaba despejado. Caminó hasta llegar al escritorio de la secretaria de Terry, y con el ceño fruncido, le preguntó:
— ¿Dónde está Walters? —la mujer lo miró un poco boquiabierta, como si él le hubiese hablado en otro idioma—. ¡Dónde diablos está Walters! —preguntó otra vez, y Terry salió de la oficina.
—No… no lo sé, señor —contestó la secretaria— ¿No está en su escritorio?
— ¿De qué tienes hecho el cerebro? ¿Crees que si estuviera en su lugar de siempre vendría aquí a preguntar por él?
—Lo… lo siento.
— ¿Qué te hace gritar tan temprano en la mañana? —se quejó Terry al ver cómo su hermano trataba a su secretaria.
—Walters no está. ¿Lo tienes ocupado haciendo algo para ti?
— ¿Yo, ocupar tu mano derecha? ¿Soy suicida, acaso?
— ¿Entonces por qué no está en su sitio?
— ¿Has probado llamarlo?, ¿preguntarle qué sucede?
—No, Robert no había considerado llamarlo primero, así que, en silencio, avanzó hacia su propia oficina, tomó su teléfono y marcó su número. Luego del brusco saludo, pues al parecer quien contestó la llamada fue la esposa, Robert se quedó en silencio por largo rato escuchando lo que su interlocutor decía. Su mirada se oscureció, y Terry, que lo había seguido, empezó a preocuparse en serio.
¿Pasa algo malo con Walters? —Robert asintió.
—Está enfermo.
— ¿Qué? ¿No es una broma? —Walters…
—contestó Robert en voz baja— está internado en una clínica.
—Oh, diablos —exclamó Terry, de verdad consternado—. Ahora recuerdo que estaba sintiéndose mal la semana pasada.
—A mí no me dijo nada —se quejó Robert.
—A ti no se te puede decir nada. ¿Es grave? —Robert miró a su hermano con dureza por sus últimas palabras, pero igual contestó: —Sus riñones… parece que, si sigue mal, necesitará un trasplante.
—Eso es terrible.
—Por supuesto que es terrible… ¡Estoy sin secretario! —Terry frunció el ceño.
— ¿Eso es lo que te preocupa? Y yo pensando que mi hermano era un ser humano.
— ¡Mi oficina será un caos sin Walters!
—Y él está luchando por su vida en una clínica. Eso pesa más.
—Tiene que recuperarse pronto. Diablos, ¿cómo consigo un riñón?
—Estás delirando. Walters, además de un riñón nuevo, necesita descanso. ¿O acaso crees que luego de que consiga recuperarse, volverá a ti como si nada? ¿Cuántos años tiene ese pobre hombre?
— ¿Sesenta? ¿Setenta? No lo sé.
—Eres el colmo.
— ¿Me vas a decir que sabes qué edad tiene tu secretaria?
—Sí, y también sé qué día cumple años… o por lo menos, lo tengo apuntado en la alarma de mi teléfono.
—Diablos, este es un terrible impase.
—Contrata a otra persona.
— ¿Así de fácil?
— ¿Acaso hay otra forma? —Robert pensó en eso, seriamente, por… tres segundos, tras los cuales, sacudió su cabeza, y junto a ella su melena, negando.
—Walters tiene que volver.
—Estás loco —suspiró Terry, y salió de la oficina. Una vez afuera, vio el lugar de trabajo de Walters, tan impecable como siempre, vacío, y su estómago se encogió al imaginar lo que se venía. Él tendría que elegir a alguien nuevo, y sabía de primera mano lo duro que le daba a su hermano asumir cambios.
Por algo llevaba la misma melena y la misma barba por más de diez años, por algo vivía en el mismo pequeño apartamento aun cuando podía darse el gusto de vivir en una mansión. Iba a serle difícil cambiar a su secretario, y él no tendría más remedio que acompañarlo durante este calvario. Y lo sentía profundamente por las mujeres que se arriesgaran a ofrecerse para ocupar este cargo.
Como primera medida, y para cubrir el enorme hueco que Walters había dejado en la empresa, que nunca había faltado a su trabajo no importando qué día de la semana tuviese que ir, fue escogida una secretaria entre el personal. Terry tenía la esperanza de que Robert aceptara a la mujer, que ya tenía experiencia en la empresa y conocía en cierta forma el temperamento de su hermano. La joven pasó su carta de renuncia a las tres semanas. No aceptaron su renuncia, pero sí que fue movida a otra sección. Otra mujer fue traída desde otro departamento, y esta vez, Terry se ocupó de que se publicara en el periódico que necesitaban un secretario con experiencia. Intuía que ésta no iba a durar mucho, tampoco. La segunda secretaria duró una semana. Luego de ella, pasaron por el despacho de Robert una serie de jóvenes, durando, la que más, cinco días, la que menos, cuatro horas. El pasillo de su oficina se había vuelto un atractivo para los que adoraban el chisme y los espectáculos, y el saludo entre los empleados se había convertido en: "¿Cuánto crees que durará esta?". Por tanto, cada vez más la oficina de Robert era un caos. Sus informes no estaban a tiempo, nunca encontraba un teléfono, se retrasaron entregas, despachos, pagos. Un contrato tuvo que rehacerse al menos cinco veces, y se llegaron a amontonar varias visitas porque fueron mal programadas. Y los gritos de Robert empezaron a aumentar en volumen cada día más.
—Pero, ¿qué es lo que les haces que todas salen de aquí llorando aterrorizadas? —le preguntó Terry luego de que la última joven saliera maldiciendo a los GrandChester.
— ¿Qué les voy a hacer? ¡Las pongo a trabajar!
—No estás siendo cruel con ellas, ¿verdad? No les estás pidiendo imposibles.
—No les pido nada que no puedan hacer.
—Robert, me estás asustando. ¿Acaso las acosas o algo así?
— ¿Crees que, si así fuera, ya no me habrían demandado? Son unas debiluchas, no aguantan el ritmo de trabajo, o tal vez tengo la mala fortuna de que estén siempre ovulando, yo qué sé. No aguantan, y no me sirven.
— ¿Las haces renunciar a propósito?
— ¿Acaso soy idiota? Qué hay de Walters, ¿va a volver?
— ¡No! ¡No va a volver nunca! —se exasperó Terry—. Está muy mal, si sigue así, habrá que empezar a hacerle diálisis. Y no va a volver porque, además, ya inicié el trámite para que se jubile.
— ¿Que has hecho qué?
—Tiene la edad para eso, y su salud lo amerita. — ¿Por qué has hecho eso sin mi consentimiento? —Porque vi que no tienes ningún interés en su bienestar, así que me ocupé yo.
—Entonces, préstame a tu secretaria. Hablas bien de ella, debe ser buena.
—Ni muerto. Ella es mía.
—Que no te escuche Candy.
—Ella lo sabe y lo comprende. Además, la pobre está aterrorizada por la mera idea de que yo la envíe aquí. Así que no te la prestaré ni para llevarte el café.
—Qué mal hermano eres.
—Así que elige ya una secretaria y quédate con ella, ¿quieres?
—Robert lo miró ceñudo, apretando sus dientes. Necesitaba a Walters, necesitaba que todo volviera a ser como antes. Necesitaba su eficiencia y constancia, y dudaba que pudiese encontrar esas cualidades en nadie más.
A la mañana siguiente, al entrar en su oficina, Robert vio una fila de mujeres que esperaban ser entrevistadas. Caminó hacia la oficina de Terry, pero allí estaba también Candy, así que tuvo que retener su grito de reclamo.
Si gritaba delante de ella, podía ser acribillado aquí mismo.
— ¿Qué significa eso de allí fuera? —preguntó con voz falsamente calmada, y fue Candy la que contestó.
—Oh, hola, cuñado. Estoy ayudándote a elegir una secretaria —dijo, y Robert la vio organizar una gran cantidad de carpetas que contenían currículums sobre el escritorio de su marido.
— ¿Tú?
—Claro que sí. Parece que tú… no estás listo para elegir a una, y se hace urgente que lo hagas.
—Tú no puedes elegir a mi nueva secretaria.
—Yo sólo miraré entre las más aptas —sonrió ella con sus ojos verdes radiantes—, y tú elegirás la que menos te disguste… y te quedarás con ella, por mínimo un año.
—Un año —susurró Robert —. Así la chica sea estúpida, me tendré que quedar con ella por un año. Explícame cómo piensas conseguir eso—. Candy suspiró sin decir nada, y Robert miró a Terry, que simplemente miraba por la ventana en silencio.
—Si no eres capaz de entrenar y mantener a un simple empleado, como lo es un secretario, sea hombre o mujer, entonces, yo me veré en la penosa obligación de pasar una carta al concejo directivo, donde manifieste mi preocupación por el manejo que se le está dando al personal de la empresa que dejó mi padre. Cuando el concejo directivo vea que su actual cabeza, o sea, tú, no es capaz siquiera de mantener el orden en su propio despacho, se preguntará también si eres apto para seguir ostentando el cargo de presidente.
— ¿De qué estás hablando?
—La presidencia de TGG Bros Company es compartida entre ustedes dos, tienen el mismo poder, el mismo dominio, y White Industries ha pasado a ser una dependencia, y entre los dos, la dominan. Lo han hecho bien hasta ahora, pero tú, una de las cabezas principales, está mostrando señales de que no es coherente en su trabajo, ecuánime ni idóneo para seguir donde está, porque ni siquiera es capaz de mantener a la misma secretaria por un mes, sino que todas salen de aquí llorando e invocando al diablo. Tengo la seria intención de proponer a mi marido como única cabeza en el caso de que no seas capaz de elegir a una secretaria, y quedarte con ella siquiera por un año.
—No puedes hacer esto, eres una…
—Cuidado con tus palabras —lo interrumpió Terry—. Candy es no sólo mi esposa; es nuestra socia más importante.
— ¿Estás de parte de ella?
—Estoy de parte de la empresa, de lo que es mejor para ella. Elige una secretaria, vengo pidiéndotelo desde que Walters se fue.
—Me están amenazando, ¿y tienes el descaro de decir que es por el bien de la empresa?
—Hemos hecho todo hasta ahora con el propósito de encontrar a los culpables de la muerte de papá y mamá —dijo Terry poniéndose en pie y mirando fijamente a su hermano, muy serio—. Me casé con esta mujer para ayudar a llegar más rápido a ese fin, un acto afortunado para mí, gracias a Dios, pero si tú, mi propio hermano, se va a convertir en un tropiezo para eso… Creo que sí, tendré que pasar por encima de ti. Tú harías lo mismo, ¿no es así? —Robert apretó los dientes. Con paso decidido, caminó hacia el escritorio, donde Candy había dejado los currículums, y tomando más de la mitad, se acercó a la chimenea encendida y los arrojó al fuego.
— ¡Qué haces! —exclamó Candy, y Robert la miró elevando una ceja, muy calmado, como si lo que acababa de hacer no fuera para nada extraño.
—Yo no trabajo con gente que tiene mala suerte —dijo señalando con su mano las carpetas que se consumían en el fuego—. Elige entonces, entre las que se salvaron. Me apegaré a tus exigencias como socia.
— ¿Elegirás a una de estas? —preguntó Candy señalando las pocas carpetas que habían quedado. — ¿No seré removido de mi puesto si no lo hago? —y sin decir más, salió de la oficina, cerrando la puerta de un golpe. Candy, con el pecho agitado, miró a su esposo.
—Tal vez… nos excedimos.
—Tal vez, pero con Robert siempre hay que usar métodos excesivos, o no se tienen resultados. No te preocupes por él. Tal vez no vaya a casa esta navidad, pero irá la próxima—. Candy sonrió mirando a su esposo, tranquilizándose. Él no parecía demasiado inquieto.
Furioso, Robert entró a su oficina. Quería romper algo, golpear a alguien. Su propio hermano se había confabulado contra él. ¡Lo había traicionado! Oh, Candy, sabía que no era de fiar. Había actuado como una serpiente, astuta, silenciosa… Cinco minutos después, su ánimo se había tranquilizado un poco. Tenía que elegir a alguien, después de todo. Acababa de venir de ver a Walters, y aunque los médicos le habían dicho que, al parecer ya no necesitaba hacerse diálisis, pues había respondido bien a los tratamientos, por su salud y bienestar, lo mejor era que se jubilara. ¿No podía clonarlo, acaso? ¡Walters era perfecto! Era correcto, eficiente, nunca se quejaba, nunca llegaba tarde, nunca disentía, y si tenía que señalarle un error, lo hacía de manera impecable y comedida. ¿Por qué tenía que ser un humano y no un simple robot al que con sólo cambiarle una pieza o conseguirle un repuesto seguiría funcionando como antes? Aunque, en principio se había enojado con Candy por su temeraria amenaza, tenía que ayar la razón.
Un presidente que no era capaz de mantener su propia oficina en orden, no estaba capacitado para ostentar dicho cargo. En su lugar, él haría lo mismo, así fuera su propio hermano. Diablos, mierda, maldición.
Miró por la ventana. Estaba cayendo la primera nevada de esta temporada. Ya se escuchaban villancicos en las calles, las tiendas estaban atestadas de gente por compradores navideños, y seguramente, entre toda esa multitud, había un perfecto Walters esperando a ser contratado, porque, por cosas del destino, era joven, saludable, y desempleado. El perfecto secretario esperando a ser contratado por él.
Alice Palmer se miró al espejo de uno de los baños del edificio de la White ros Company sin expresión alguna en su rostro. Se sentía un poco nerviosa, no lo podía negar, pero era tal vez por razones muy diferentes a las de las demás mujeres que había aquí concursando por un puesto como asistente personal del presidente de la compañía. Seis personas habían quedado luego de tres horas. Sólo seis mujeres. Al resto las descartaron por alguna razón. Se fueron un poco molestas porque sintieron que no les dieron la oportunidad de mostrar sus habilidades como secretaria. Suspiró cerrando sus ojos y se aseguró de que su cabello estuviera bien sujeto en la coleta que se había hecho a la altura de la nuca. Luego de comprobar que el resto de su atuendo seguía en perfecto orden, salió del baño.
—Sigan por favor a la oficina para una entrevista grupal con el que será su jefe si son contratadas —dijo una mujer rubia, alta, preciosa de ojos Verdes que brillaban como dos esmeraldas, que desde el principio había sido la que coordinara todo el proceso de su contratación. No tenía una escarapela o gafete, como todas las demás mujeres que laboraban allí, así que no sabía qué cargo tenía. Sólo se había presentado como Candy, sin apellido, y había dicho que las guiaría en todo el proceso. Primero, las había entrevistado en una estrecha oficina, preguntándoles cosas básicas acerca de su experiencia o estudios, y luego, las habían hecho esperar horas en el pasillo. Y ahora, luego de descartar al ochenta por ciento de las candidatas, les anunciaban esto.
Una entrevista con Robert GrandChester, su posible futuro jefe. Tragó saliva. Lo extraño es que fuera en grupo, todas seis de golpe en la oficina. Nunca había visto algo así, por lo general, las entrevistas se hacían a solas, así, cada una tenía tiempo para destacar. Las seis mujeres entraron en la enorme oficina, espaciosa, escasa de muebles y desprovista de adornos, como plantas, retratos o pinturas, ni nada que suavizara su austera apariencia.
El escritorio era grande, un portátil estaba abierto y encendido sobre él, al igual que un teléfono celular, y lapiceras finas, pero muy sencillas. Robert GrandChester brillaba por su ausencia.
— ¿Qué significa esto? —preguntó una de las candidatas mirando en derredor—. Me siento como en un reality show.
—Llevamos esperando horas y horas, esperaba que al menos este calvario fuera a terminar ahora —dijo otra.
— ¿Sabes cuánto pagan? —preguntó una rubia con lentes de marco negro, grandes. Alice estaba por pensar que eran sólo de decoración.
—Al menos eso debieron decirnos. No sé si vale la pena invertir aquí una mañana de mi vida.
—Tengo hambre —una de ellas se echó a reír, y se sentó en los muebles que había en un lado—. ¿Se demorará?
—He oído que no es un jefe fácil, ni mucho menos. He trabajado con gente excéntrica, pero lo que he oído de él… Pero necesito el trabajo, así que aquí estoy.
—Yo he oído que es terriblemente guapo —dijo otra morena de labios carnosos y cabello rizado—. Si me contratara, sería muy feliz por sólo verlo día a día. Una puerta se abrió de repente, y allí apareció un hombre grande, bastante grande, con el cabello largo castaño claro, ojos de un azul impresionante, y vistiendo una simple camiseta de manga larga y jeans.
Las miró a cada una con un leve ceño sin soltar el pomo de la puerta y habló con una profunda voz grave.
— ¿Quién las hizo pasar aquí? —dijo, mirando de inmediato su portátil encendido y su teléfono, como si temiera que una de ellas le hubiese echado un vistazo.
—Candy.
—Candy —repitió él, como si no le sorprendiera mucho—. La entrevista será en la sala de juntas, no en mi oficina. Sigan—. Las seis mujeres se encaminaron todas a través de la puerta a una sala grande y espaciosa, con asientos como para doce personas, paneles de madera, vista al exterior, pantallas de televisión, y teléfonos. La calefacción estaba un poco alta, y comprendió que se debía a él. Cómo sólo llevaba una camiseta, necesitaba que el ambiente estuviera cálido. Y era pleno invierno. Alice le echó un vistazo al hombre, que debía medir casi dos metros, y era ancho de espaldas, brusco en sus modales, y frío en su mirada. Se acomodó junto con sus compañeras en la mesa de juntas, y esperaron a que él les dijera qué hacer. Pero él sólo se sentó mirándolas de una en una sin dar a entender qué estaba pasando por su cabeza. Cuando pasó casi un minuto y nadie dijo nada, volvió a hablar.
— ¿Y bien? Estoy esperando que me digan por qué deben ser contratadas.
—Ah… Mi nombre es Pamela Morgan —dijo la morena, y a continuación, habló de sus estudios y experiencia. Al terminar, Robert GrandChester sólo asintió, y miró a la rubia, que, sintiéndose aludida, siguió con su presentación.
—Mi nombre es Amber Collins.
—Amber, no jodas —murmuró él por lo bajo. Alice frunció levemente el ceño. Tal vez las demás no habían escuchado bien, porque su tono había sido muy bajo, pero ella sí, pues estaba a su lado. Algo tenía en contra de las Amber. La entrevista siguió sin orden. Cada una hablaba de sus estudios, de lo profesional que era, de cómo se adaptaban rápido a los cambios y eran receptivas, competentes, asertivas y etc. Robert las escuchó en silencio, haciéndoles pensar que estaba muy atento a cada una de sus palabras, pues asentía o elevaba una ceja ante lo que decían. Se recostó en su asiento evitando cruzar los brazos mientas las escuchaba.
No había tenido la suerte de que al menos uno de los currículums que se salvaran del fuego fuera de un hombre. No abundaban los secretarios, y eso era decepcionante. La misma suerte a la que él había apelado, le había traído estas seis mujeres. Tendría que soportar a una de ellas durante el siguiente año, y tenía que ser lo más parecido posible a Walters; eficiente y silencioso. Pero ellas no paraban de cotorrear acerca de sí mismas. Por eso las había traído a todas al tiempo. Sabía que las mujeres se comportaban de manera diferente cuando estaban en grupo, y si, además, tenían que competir por algo, se salía la bestia interior que cada una tenía. No necesitaba mirar otra vez sus currículums para recordar la experiencia y capacidades de cada una.
Había unas más aptas que otras, pero al final de cuentas, lo que le interesaba a él era más bien la fortaleza emocional que tuvieran. Ya que iba a ser una mujer la que trabajara con él, ésta debía ser fuerte, porque él no era suave, precisamente. Amber estaba total e irremisiblemente descartada. Mala suerte de llamarse así. Pamela parecía, en vez de estar buscando un empleo, querer una aventura caliente y fugaz, aquí mismo y ahora. La rubia tenía cierto tono de voz que le hacía pensar en una mujer nerviosa, que perdía la paciencia con facilidad, y que además era dominante e imponente. Robert la vio morderse las uñas, hábito que detestaba, y toquetearse demasiado el cabello. Una intentaba, con todo descaro, opacar a sus compañeras hablando de sí misma y de sus logros, desestimando las opiniones que se lanzaban, o desacreditando los lugares o instituciones de donde venían. Miró a la que tenía a su derecha. Tenía el cabello castaño y largo, recogido en la nuca, sin una pinza, o accesorio en las muñecas, orejas o cuello. Llevaba una blusa blanca y amplia, y sus uñas estaban sin esmalte, cortadas pulcramente, y no llevaba maquillaje. Ladeó un poco la cabeza sintiéndose intrigado. No llevaba nada de maquillaje, había venido a una entrevista de trabajo sin gota de maquillaje. ¿Era su costumbre? Se preguntó. Nunca había conocido a una mujer que se atreviera a ir a una entrevista o a cualquier otro lugar sin antes aplicarse tres o cuatro capas de polvos y productos para el rostro. Por lo que él sabía, al género femenino le daba pavor mostrarse tal cual era, y temía horriblemente el rechazo. Ella había venido sin esa máscara y era loable, muy arriesgado por parte suya, aunque tenía que reconocer que esa piel no debía esconderse, pues era bastante tersa, y esas cejas eran reales, y sus pestañas. Su madre era así, recordó. Ellynor sólo se aplicaba el protector solar y salía. Ahora quiso ponerla de pie para ver el resto de su atuendo. Desde aquí, sólo podía ver la parte superior.
—No he oído tu voz —le dijo mirándola fijamente, y Alice levantó hacia él la mirada. Tenía los ojos de un color café claro, grandes.
—Ah… —vaciló por un momento, y la vio apretar su bolso contra ella—. Mi nombre es Alice Palmer. Estudié… economía en la universidad de Illinois —economía, pensó Robert frunciendo el ceño. Era apropiado.
— ¿Terminaste? —No… No se pudo.
— ¿Tienes experiencia como secretaria? —Sí —ella lo miró, y él elevó ambas cejas alentándola a seguir—. Dos años de experiencia. Antes fui… Antes trabajé en ventas. Vendía seguros. Se escuchó una risita entre sus compañeras, y Alice bajó la mirada. Robert miró a las mujeres de una en una de un modo casi severo, y volvió a prestarle a ella su atención.
— ¿Hablas algún idioma extranjero? —Estoy aprendiendo alemán. —Yo hablo francés perfectamente —dijo Amber, y a continuación soltó una parrafada en el idioma, y Robert sólo pudo mirarla pensando en que a cada momento le fastidiaba más esa mujer. Quería terminar esto lo más pronto posible. Pero las otras, sin querer quedarse atrás, empezaron a hablar en diferentes idiomas, con diferentes acentos, hasta que no pudo soportarlo y se puso en pie y con una disculpa, salió. Se quedaron mirando unas a otras preguntándose ahora qué seguía, y manifestando que era la entrevista de trabajo más extraña en la que jamás habían estado.
—Ya tengo a una —dijo Robert entrando a la oficina de Terry, que, en vez de trabajar, conversaba muy a gusto con su esposa en el sofá. Sin inmutarse, ambos lo miraron.
—Ah, qué bueno —dijo Candy.
— ¿No vas a hacer nada?
—El resto te toca a ti. Habla con el departamento de recursos humanos y haz lo que toca. Yo sólo te ayudé mientras elegías a una, y ya que lo hiciste…
— ¿Y qué voy a hacer con las demás? —Candy se enderezó en su asiento y dejó salir el aire. Terry lo miraba sonriendo.
—Si dijeras "Por favor, Candy, ayúdame en esto", mi esposa te ayudaría, ¿sabes?
—Metió sus narices en esto sin que yo se lo pidiera, ¿por qué iba a pedirle nada ahora? Termina con lo que empezaste —y dicho esto, salió de la oficina. Candy miró la puerta tras la cual se había ido su cuñado con ojos entrecerrados.
—Bueno, hay que reconocer que en eso tiene razón —la mirada entrecerrada fue dirigida ahora a él, y Terry se mordió los labios preguntándose si acaso esa noche tendría que dormir al otro lado de la cama y solo.
— ¿Está segura? —le preguntó Alice a Candy cuando ésta le dijo que había sido la candidata ganadora. Candy le sonrió.
—Completamente. Incluso dijo tu nombre completo. Alice Palmer, ¿no? —ella asintió—. Entonces no hay error. Te llevaré a recursos humanos, donde completarás todos los trámites necesarios para que empieces a ser parte de la empresa—. Alice volvió a asentir—. Bienvenida, y suerte —le dijo Candy con una sonrisa, y Alice trató de componer una sonrisa en respuesta. La habían contratado. Mierda, ¡la habían contratado! Se llevó el puño a los labios sintiendo el estómago apretado y unas leves náuseas que la obligaron a respirar profundo varias veces. Y ahora, ¿qué iba a hacer? No quería este puesto, no quería aceptar.
Había hecho todo lo posible por no sobresalir, por no destacar. Había estado en silencio, se había puesto la ropa más simple y anodina que encontró en su armario, ni siquiera se maquilló, ni fue a un salón como las demás, ni… Y había terminado siendo elegida. ¿Quién en su sano juicio la contrataría? Había sido muy específica al decir que no había terminado la carrera en la universidad, que su experiencia era mayormente en ventas, y el alemán apenas lo estaba aprendiendo. ¿Qué pasaba con Robert GrandChester? Dios, Dios, oró. ¿Por qué permitías estas cosas?
—Puntual —aprobó Robert con su usual voz grave mirando a Alice de arriba abajo cuando, a la mañana siguiente, se presentó en las oficinas—. Eso me gusta—. Le dio la espalda y ella lo siguió al interior de su oficina. En el escritorio había libretas, papeles, carpetas, y muchas cosas en desorden. Él se las señaló con una mano—. Ayúdame a poner esto en orden. Mi agenda es un caos, y los archivos digitales están perdidos en los mil recovecos de la que será tu computadora. No te espera un trabajo fácil…
—Me permite preguntarle… —lo interrumpió ella, y Robert la miró en silencio—. ¿Por qué me contrató a mí? —él sacudió su cabeza.
—Porque sí. —Eso no es una razón. —Y no estoy acostumbrado a dar razones. Siempre soy yo el que hace las preguntas—. Él se detuvo, y frunció el ceño mirándole de cerca el rostro. Alice tuvo que dar un paso atrás—. Te aplicaste maquillaje. — ¿Eso le molesta?
—Ayer no traías. —
¿Odia el maquillaje? ¿Es por eso que me contrató? —él entrecerró sus ojos, ella había cambiado su tono de voz.
— ¿Eres así de preguntona? Ayer estabas muy callada.
—Ayer, ayer —comprendió ella—. ¿Me contrató porque le parecí una persona sumisa?
— ¿Qué rayos?
—No soy sumisa, no soy callada. ¿Me odia ahora? —él la miró sorprendido. Nunca le habían hablado así, aparte de Candy, claro; y jamás esperó que su empleada, alguien que debía estar portándose tímida en su primer día de trabajo, fuera la que lo increpara de esta manera.
— ¿Quieres que te despida nomás haber empezado?
— ¿Lo hará? —él dio unos pasos atrás y respiró profundo. La miró fijamente por largo rato. ¿Qué había pasado? ¿Quién era esta mujer? Joder, ¿por qué no podía haber una que fuera sincera? Ayer se había mostrado de una manera, y hoy era todo lo contrario. Se había comportado así sólo para conseguir el trabajo, y ahora que lo tenía, sacaba las garras. No podía echarla, se recordó. Tendría que soportar un año con esta engañosa mujer. Diablos, iba a ser un año horrible.
—No odio el maquillaje, no particularmente. Y no te odio a ti —se cruzó de brazos con el ceño fruncido—. Sólo espero una… sana relación de jefe y empleada. Yo doy las órdenes y tú las obedeces. Nada más. ¿Por qué sonríes? —preguntó, exasperado.
—No he sonreído, señor.
—Sí, sí. Sonreíste. Te burlas de mí.
—Ni en mil años, señor.
—Eres sarcástica.
— ¿Odia el sarcasmo, señor?
—Esto empezó muy mal —dijo él dando la espalda y rascándose la cabeza. Alice lo miró atentamente entonces. Qué alto era. Ella con su metro setenta y cuatro, todavía parecía una enana ante él. Y tenía que reconocer que su rostro era hermoso. Casi lo cubría todo la barba o su cabello, pero sus ojos eran preciosos, azules, y las cejas enmarcaban muy bien sus facciones. Ella no era ciega, sus ojos funcionaban muy bien, pero también podía comprender que este hombre tenía un temperamento muy fuerte, y se enojaba con facilidad.
—Volvamos a intentarlo de nuevo —dijo él volviéndose a ella y cerrando sus ojos como si tratara de concentrarse en algo—. Ya antes te has desempeñado como secretaria. Sólo… haz lo mismo aquí.
—Comprendo—. Él abrió sus ojos y la miró.
— ¿De verdad?
—No terminé mi carrera, pero soy lista. De verdad —él dejó salir el aire.
—Bien, entonces hagámoslo—. Ella salió de la oficina sin añadir nada más. Un poco sorprendido, Robert se quedó allí, solo y en silencio, mirando la montaña de papeles que se suponía ella debía organizar. Minutos después ella reapareció con una caja, donde empezó a meter los documentos, y luego de dejar despejado el escritorio, lo miró.
—Esto me tomará varias horas —dijo—. Todavía no sé dónde está la cocina, y supongo que, el que esto esté listo le urge más que un café, así que… Le agradezco su colaboración—. En otras palabras, comprendió él viendo a la delgada mujer volver a salir de su oficina, le estaba diciendo que, ya que estaría ocupada, no la fuera a importunar con cosas tan nimias como que quería un café. Lo habían puesto en su lugar. ¡Su recién estrenada secretaria! No pudo más que echarse a reír. No podía ir a quejarse donde nadie, él mismo la había elegido. Y no tenía cómo volver atrás las cosas. Hacia la hora del almuerzo, Robert abrió levemente la puerta y miró hacia el pasillo, donde estaba su secretaria. Ella había tenido el cuidado de atender sus llamadas, pero no había ido a donde él ni una vez para preguntarle nada acerca de los documentos que revisaba. La había chequeado ya en varias ocasiones, y ella parecía tranquila leyendo, clasificando y archivando. De vez en cuando otros empleados se acercaban a ella y le hacían preguntas, o le daban indicaciones acerca de alguna cosa, pero ni una sola vez fue a él a hacerle preguntas. Era silenciosa, no taconeaba, y, como era de esperarse, no le había traído café. Se cruzó de brazos mirándola. Ella traía el mismo peinado de ayer, recogido en la nuca, sin accesorios, ni esmalte en las uñas, una falda que le llegaba a las rodillas y una blusa azul claro de silueta amplia. Al menos en eso era constante.
Continuará...
